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Unidad Evaluación Psiquiátrica

De las notas manuscritas de Diego Martín

Las cárceles se construyen antes en la mente que en el espacio físico. Le oí decir algo parecido a mi abuelo Simón refiriéndose a los campos de prisioneros de Rusia, donde el espacio abierto era el muro de la prisión y la vastedad desincentivaba cualquier intento de fuga.

Pienso en todas las cárceles que he ido construyendo a mi alrededor. Estaba aquel cuarto en la azotea en el que me encerraba mi madre con mis hermanos cuando se iba a trabajar. Horas dando vueltas con un coche de plástico en la mano recorriendo en el sentido de las agujas del reloj las mismas paredes, con ese llanto que acababa convirtiéndose en una especie de mantra budista. Solo me separaba de la salida un alambre atado en el agujero de la cerradura; me habría bastado con romperlo para escapar, pero me quedaba allí dentro, viendo por el estrecho ventanuco cómo la luz del día se marchaba y llegaba la noche.

También estaba aquel cristal doble en la sala de comunicaciones de la cárcel Modelo cuando mi padre me llevaba a visitar al señor Luna. Yo estaba fuera del cristal, pero me espantaban aquellas personas hablándose a gritos, la incomodidad de la silla metálica y las caras severas de los vigilantes. Observaba los rostros de los otros presos hablando con sus mujeres y sus hijos y me aterraba ser uno de ellos, pasar al otro lado y escuchar el chasquido de las puertas metálicas cerrándose detrás de mí. Solo respiraba aliviado cuando salíamos a la calle por el viejo portón de madera con aquellos guardias civiles armados. Como si hubiese escapado por poco de la trampa.

Prisión eran mis rezos de rodillas con las manos cruzadas y los párpados muy apretados en la cueva de San Ignacio, rogando ser lo que no era, las burlas de mis compañeros que me llamaban Kubala, no porque se me diera bien el fútbol, sino porque con aquellos pantalones de deporte prestados parecía un extranjero salido del otro lado del telón de acero.

Celdas y más celdas que me fueron apartando de la corriente de la vida, atrapándome en la contemplación absurda y metódica de una hoja de árbol caída, de una araña cazando a una mosca, de una bombilla que parpadea como si lanzara un estertor antes de fundirse definitivamente.

La mirada de mi madre prometiéndome lo peor, la ausencia ignorante de mi padre, mis noches en vela para no mearme en la cama. Mi cara en el espejo, que se desfiguraba día tras día.

El vacío de una vía de tren por la que cruzaba un gato negro.

Prisiones de muros más y más altos. ¿Cómo sería el alma de un hombre si pudiera despojarse de todos sus miedos? Los muros serían de cera y los vería derretirse al sol. No lo sé; probablemente un hombre sin miedo dejaría de ser humano.

 

 

Al anochecer recibo la visita de mi abogada, Ainoa. Excepcionalmente nos han permitido pasear por el pequeño jardín, que algunos presos cuidan con el mimo de quien se aferra a la belleza más pequeña, la de los detalles. Un geranio, una hortaliza, un brote de romero... Los jardines en invierno son lugares melancólicos. Anochece demasiado pronto, se encienden los focos del perímetro apenas se pone el sol, pero todavía quedan largas horas de tedio por delante antes de que nos permitan volver a las celdas y meternos en la cama. A lo lejos se ve la cinta de la autopista, con los faros de los coches en procesión. La gente vuelve a casa después del trabajo. Muchos ni siquiera se fijan en esos focos en lo alto de la colina que iluminan el edificio cuadrado y monolítico de la prisión. Ainoa y yo caminamos por la grava entre árboles despojados de sus hojas, sin pájaros.

Nos recorre un frío de niebla que afea los muros de cemento y que hace brillar las gotas suspendidas en el alambre con púas que recorre todo el perímetro superior. Ainoa tiene las manos en los bolsillos de su cazadora de piel. Se mira los pies, o tal vez mira más abajo, más adentro. Tiene el cabello recogido con unas horquillas negras. Parece agotada.

—Tengo un hijo —dice de repente con una voz ensoñada—. Se pasa el día encerrado con sus discos de Charlie Parker, de Miles Davis. Quiere ser trompetista de jazz. Ayer me dijo que quiere ser como Chet Baker. «Un blanco tocando jazz en el Bird es una anomalía.» Eso me dijo.

Una anomalía. Como un cáncer. Como un hijo que muere antes que sus padres. Como los zapatos austeros de Doris. Como nosotros dos, aquí, queriendo decir algo.

—¿Qué querías ser en la vida, Diego? ¿Te acuerdas de tus sueños de los dieciséis, de los veinte años?

La gente vive mientras puede y como puede. Pocos lo hacen como quieren. A mí me gustaría volver a escuchar la sonata Primavera de Beethoven en el gramófono Berliner con manivela. Me encantaba sentarme a repasar la colección de discos mientras Rebeca andaba con Ana por el jardín. Solía acompañar la melodía del violín y del piano con un ronroneo de gato y marcaba el compás con los dedos. También me gustan los románticos como Strauss o los impresionistas como Ravel. Pasar la tarde de domingo con los pies descalzos en el suelo alfombrado, una copa y la música. Y seguir allí sentado hasta que todo pase, mientras el hijo de Ainoa escucha Long Ago and Far Away y el hijo de Doris se muere sin escalar en Canadá.

—¿Por qué has venido, Ainoa?

—El juzgado acaba de comunicarme la sentencia.

Quince años.

En las disposiciones finales consta mi negativa a colaborar durante la vista oral para esclarecer los hechos. Para los que me condenan hay una pregunta acuciante, algo que los obsesiona. ¿Por qué llevé a Martin Pearce a la Casa Grande? No tenía lógica conducir diez horas hasta la otra punta de España a menos que hubiera concebido un plan con antelación. Eso es lo que diferencia al asesinato del homicidio, la premeditación.

Pero la verdad es que no había previsto nada, que no sabía ni lo que iba a hacer, ni cómo iba a hacerlo. Pensé en matarlo allí mismo, en la puerta de su casa. Pero por algún impulso desconocido o incomprensible lo arrastré hasta el maletero y conduje. Durante horas. Con la cabeza vacía. No estaba nervioso, no tenía miedo, no me hacía preguntas. Llovía y siempre me ha gustado conducir bajo la lluvia, el movimiento hipnótico de los limpiaparabrisas, la distorsión rojiza de las luces de frenos delante de mí, el paisaje como un borrón. El calor del interior.

Creo que llegué a olvidarme de que llevaba a Martin Pearce en el maletero hasta que paré en un área de servicio a repostar. No le dejé salir a mear, tuvo que hacérselo encima, y cuando intentó salir del maletero volví a golpearle muy fuerte en las costillas. Compré en la tienda de la gasolinera cinta adhesiva y le tapé la boca y le até las muñecas y los tobillos. Me comí un bocadillo, pedí un cortado y me fumé un par de cigarrillos. Ya no llovía, ahora llegaba un amanecer novelesco, y los camioneros empezaban a llenar el aparcamiento de la gasolinera.

Me subí al coche y seguí conduciendo. Hasta la Casa Grande. Y me pareció lógico que así fuera. Como si existiera una especie de justicia circular o de sentido poético en las tragedias de mi familia.

 

 

Me pregunto cómo será el lugar al que me envían. He estado observando mi celda un buen rato. Me recuerda un poco a mi habitación en el internado. Cuando llegué era un espacio vacío, sin más rastro de las presencias anteriores que algunos agujeros en la pared y algunas manchas de suciedad. Ni un olor, ni un objeto que hubiera pertenecido a alguien. Solo la mesa con viejas marcas, una silla de madera, la cama individual, el colchón usado, un armario de doble puerta con las estanterías mal sujetas. Dominar un espacio es como poner a prueba la resistencia de un caballo. Te haces con él poco a poco, vas conquistándolo sin que se dé cuenta, un par de libros al principio, unas perchas de plástico, un póster con chinchetas, la colcha que ha comprado en el mercadillo tu madre, la alfombra de goma en la ducha, el cepillo de dientes en el vaso de cristal. Y, de repente, un día, se ha convertido en tu hogar. Te hace creer que ya lo has dominado, que es tuyo por entero, incluso puedes moverte a oscuras sin tropezar, conoces sus dimensiones exactas, sus ruidos, sus rincones más remotos, aquellos a los que nunca llega el cepillo, debajo de la cama, junto a las patas del armario, donde se acumulan las bolitas de polvo y un calcetín que creías perdido para siempre. Tu olor corporal acaba impregnándolo todo, el sudor, la colonia, la espuma de afeitar, el suavizante de la ropa, los cigarrillos, el semen, la orina, los excrementos, la lejía y el tiesto con unas flores de jazmín. Hasta que te dicen que tienes que marcharte, que debes ceder tu espacio al siguiente. Y con una rapidez inusitada la habitación recupera su estado natural y se despide de ti con indiferencia.

 

 

—Podrías haberme llamado, no tenías por qué venir hasta aquí —le digo a Ainoa.

—Quería hacerlo. Además, te traigo esto. Es de tu hermano Octavio. Me ha pedido que te lo dé en persona.

Saca un sobre del bolsillo y me lo da.

Me acaricia la mejilla y se aleja.

—Adiós, Diego.

—Adiós, Ainoa.

—Sabes que mi nombre no se escribe así, ¿verdad? —me dice en voz alta mientras se aleja.