Diego despertó hecho un ovillo y tiritando. Todavía no había amanecido y la casa estaba a oscuras. Le dolían los riñones. Apoyó los pies descalzos en el suelo, junto a los zapatos, y encendió un cigarrillo. De repente le apetecía tomar un café, pero en la casa no había nada. Solo era un decorado, allí no vivía nadie. Nadie vivo. Tal vez funcionase el agua caliente, quizá quedara algo de café y de azúcar en la cocina, puede que alguna lata de conservas. Recordaba haber comprado algunas cosas cuando fue al entierro de su padre.
Y entonces observó el rastro de sangre en el suelo de la cocina y vio la puerta del jardín abierta. Corrió afuera. El coche no estaba, las roderas en el barro se alejaban hacia el camino.
No muy lejos, a menos de doscientos metros, vio el coche volcado sobre una zanja. Uno de los faros iluminaba el tronco de un pino. Martin Pearce estaba tendido apenas cincuenta metros más lejos. Diego pensó que ya estaba muerto, pero al acercarse vio que se movía. Muy lentamente, se arrastraba como una lombriz en el fango dejando un reguero de sangre. Tenía la pierna destrozada y el pie le colgaba de un modo raro, como si se lo hubieran enroscado al revés.
Diego le dio la vuelta y le oyó gemir. Le limpió la cara de barro y lo arrastró por las axilas hasta el interior de la casa. Encontró una toalla vieja y se la puso sobre los hombros. Lo incorporó y se sentó en una silla frente a él. Lo estuvo observando hasta que Pearce abrió el único ojo que le quedaba. Le ayudó a enderezarse, le limpió la boca de grumos secos de sangre y saliva. Le puso en los labios un cigarrillo, pero Martin lo dejó caer sobre el pecho. Diego lo recogió sin importarle que la boquilla estuviera manchada de sangre. Se lo fumó lentamente, examinando el rostro tumefacto del joven y la herida de la pierna.
Fue al cajón, regresó con unas tijeras y cortó la pernera del pantalón. Martin exhaló un gemido de dolor. Tenía una pinta muy fea. Los huesos astillados, la carne hundida en una sima oscura, todos esos filamentos carnosos. Calentó un cazo con agua, abrió y cerró armarios y encontró unos sobres de café soluble. No quedaba azúcar. Preparó dos tazas, dejó una junto a Pearce y se sentó frente a él, con la espalda apoyada en la puerta.
Martin Pearce alzó la barbilla y Diego tuvo que ayudarle a dar un sorbo al café, que de todas formas terminó derramándosele por el pecho. Luego lo llevó al sofá. Lo tumbó allí y buscó algo con lo que encender la chimenea. Utilizó unos periódicos viejos y algunos tacos de madera que encontró en el zaguán. La lumbre no tardó en prender. Diego se giró hacia el sofá. La mano de Martin Pearce colgaba muy cerca del suelo y las llamas jugaban con sus dedos, los alargaban como las sombras de un bosque. Su respiración era quebradiza. Abría mucho la boca para llenarse los pulmones.
—Te estás muriendo, Martin.
El rostro del joven se contrajo.
—¿Y no es eso lo que hacemos todos?
—Pero antes de que lo hagas, necesito entenderlo... ¿Por qué, Martin?
—A veces ocurren cosas que no deberían ocurrir.
También cosas terribles, pensó Diego. Y no hay un porqué, eso es lo verdaderamente aterrador. Somos monstruos, pero no queremos creerlo. Sombras proyectadas en un muro, incapaces de vivir a la luz del día. Martin Pearce había aplastado a su hermana como se aplasta una mariposa porque no podía soportar sus alas, como esos hombres que mienten porque no soportan la verdad, como esos héroes que se inmolan en la guerra porque no saben qué hacer en la paz. El dolor como excusa, el sufrimiento como camino. Hacia ninguna parte.
—No quería hacerle daño —jadeó Martín—. Pero no podía dejar de hacérselo, no podía apartarme de ella.
Señaló su mochila en el suelo de la cocina. En el interior había un puñado de ropa arrugada, un ordenador portátil, un pendrive y un sobre bastante grueso.
Diego abrió el sobre. Había una docena de fotografías en blanco y negro, todas de Liria. Las estuvo contemplando mucho rato, deteniéndose en cada una antes de dejarlas cuidadosamente en el suelo. En algunas, Liria parecía estar viva, realmente viva. Sonreír, casi reír. En otras en cambio era poco menos que una tela de color colocada cuidadosamente sobre el brazo del sillón, un elemento decorativo. En tres o cuatro aparecía en ropa interior y al menos en un par completamente desnuda. Las piernas parecían las de un pajarillo, quebradizas, colgando sobre la cama, su pecho de pezones oscuros sostenía un cuenco de barro y su cabello estaba cuidadosamente extendido sobre la colcha oscura. El vello asomaba entre los dedos de la mano que Martin Pearce había colocado para protegerlo. El joven la había maquillado discretamente, las mejillas un poco sonrosadas, la raya de los ojos oscura y profunda.
De no haber sido su hermana, Diego habría pensado que era una foto bonita, tal vez la puesta en escena resultaba demasiado artificiosa. La luz demasiado evidente, como el rectángulo de la ventana que se proyectaba sobre su vientre. Una tras otra, las rompió sin prisa y arrojó los pedazos al fuego. En el cesto junto a la chimenea había un atizador de hierro, una paleta oxidada y unas tijeras para sacar los troncos. Cogió el atizador y lo hundió bajo las brasas candentes.
—Liria está embarazada —murmuró azuzando el fuego. Entonces vio el ordenador. Diego lo abrió—. Necesito la contraseña.
—El Hijo del Padre.
—¿Te refieres a Jesucristo?
Martin esbozó una pequeña sonrisa, con los ojos cerrados.
—Me refiero a Lucifer.
Esos cuarenta segundos borrosos que Martin Pearce había grabado desde un ángulo parcial, apenas una secuencia insonora que estaba oculta, como una célula cancerígena, entre cientos de horas de grabación: cómo arrastraba por el suelo a Liria, cómo la llevaba hasta un ángulo en el que solo se veían parcialmente las piernas y se le veía a él, de espaldas, sobre ella. Cómo alzaba el puño una y otra vez, cómo se bajaba los pantalones y dejaba al descubierto sus nalgas. No se oía nada en la grabación. Eso debería haber supuesto un alivio. Habría bastado con cerrar los ojos o desviar la cabeza cuarenta segundos. Entonces solo se le vería subiéndose los pantalones y recomponiendo cariñosamente la ropa y el cabello de Liria. Cogiéndola amorosamente en brazos. Pero Diego no podía apartar la mirada, no parpadeó ni una sola vez en los cuarenta segundos, mientras las lágrimas caían por sus mejillas y entraban en su boca abierta y muda.
Cerró el ordenador. Martin Pearce le miraba con el único ojo que le quedaba, apagándose lentamente. Cogió el atizador de la chimenea. El hierro en el fuego le abrasó la palma de la mano. Pero el dolor de Diego no se calmaba, y siguió apretando y perforando hasta que se dio cuenta de que era inútil. No podía hacerlo. Nada lo calmaría. Arrojó el atizador lejos, se sujetó la cabeza con las manos y gritó como si el hierro le quemase el alma. Luego empezó a sollozar.
Le pareció percibir la presencia de su padre, no de niño, ni de joven, sino viejo y solo, mirando por la ventana hacia el panteón de los Patriota. Fue a la cocina, cogió la pistola del tío abuelo Joaquín y volvió al salón. Pearce casi no respiraba. Aun así, Diego le disparó dos veces en la cabeza sin titubear.
El coche de la funeraria estaba aparcado en la rampa y las lápidas del escaparate brillaban con la luz de la tienda. También había un muestrario de coronas de flores y dos ataúdes, uno de madera y el otro metálico. Difícil elección. Octavio charlaba con unos clientes, les mostraba uno y lo otro como si estuvieran eligiendo un coche nuevo o un armario más grande para el dormitorio. Ponía todo el interés.
A Diego le maravillaba la gente como su hermano, que nunca pierde el interés por la vida, por insulsa que esta sea. Tal vez Octavio sabía lo que venía después, quizá esa familiaridad con los cadáveres y la intimidad con sus cuerpos despojados de ficciones le había dado una sabiduría distinta, un modo de relativizar la memoria y el tiempo.
Los clientes abandonaron la tienda y Diego siguió esperando un poco más. Por fin se decidió y cruzó la calle. La puerta tenía una de esas campanillas de los pequeños comercios que suenan en las películas americanas y en las mercerías de barrio.
Octavio puso cara de asombro.
—¡Diego! ¡¿Qué haces aquí?!... Estás hecho una mierda. ¿Y toda esa sangre? ¿Qué ha pasado?
Diego abrió las manos, incapaz de explicar el verdadero motivo de sus actos de una forma razonada, porque ni siquiera él mismo estaba seguro.
—He estado en el puente romano. ¿Recuerdas ese sitio?
Octavio hizo un gesto con las manos, sin comprender.
—Allí no hay nada. Ruinas.
—Allí colgaron al hermano de la abuela Alma Virtudes en 1936.
—¿Y eso qué tiene que ver con nada? Eso es el pasado, Diego. ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás herido? ¿Qué te ha pasado en esa mano?
En ese paraje silencioso y sin memoria: a Diego se le ocurrió que los hechos estaban ahí antes que sus protagonistas, esperándoles desde siempre en el camino.
—Nuestra historia es como ese puente. Une dos orillas y se recorre en los dos sentidos. No hay origen ni final.
Octavio inspiró con fuerza. Miraba a su hermano como si hubiese perdido el juicio.
—¿Qué estás diciendo, Diego? No estás bien.
Pero Diego no le escuchaba. Seguía pensando en el puente; no importaba que estuviera en ruinas, la imaginación podía volver a unir los extremos. Los recuerdos, la memoria aprendida, ocupaban los huecos que el tiempo dejaba. Y así se construía esa línea recta de lo inevitable.
—La abuela Alma Virtudes me decía que los hombres de esta familia estamos infectados con el virus de la infelicidad y la autodestrucción.
Necesitaba una razón para odiar al viejo porque no soportaba que le hubiese abandonado cuando más le necesitaba. Aquellas palizas de su madre, que se meara en la cama, las marcas que ella le dejaba en la cara y que su padre fingía no ver porque era un cobarde. Tenía que protegerle y no lo hizo, no estaba. Por eso eligió creer a Liria y no creerle a él. Porque le daba la razón, porque así podía seguir odiándole. Se quedó callado, como si entendiera la inutilidad de seguir buscando significados y, por mucho que quisiera, hubiera llegado a una línea que no se podía cruzar.
—La justicia solo es otro eufemismo, la búsqueda artificiosa de un equilibrio imposible.
Pensó en Kant y en Kierkegaard, en los escolásticos, en todos esos filósofos y escritores atormentados por la moral, la ética, el bien y el mal. Se había pasado los mejores años de su vida preguntándoles a ellos para llegar a la triste conclusión de que estaban tan perdidos como él.
—Estamos solos con nuestras mierdas y tenemos que apañárnoslas como podamos.
—Diego, me estás asustando.
—Necesito que me escuches, Octavio. He llamado al abogado que llevaba los asuntos del viejo. Le he dicho que lo prepare todo para entregarte la propiedad de la Casa Grande.
Octavio sacudió la cabeza.
—Maldita sea, Diego, ¿qué es todo esto?
Diego le pidió que escuchara.
—Necesito pedirte un favor. Tienes que hacer algo por mí. Luego podré entregarme a la policía.