Mi querida Alma, tu tío Octavio me ha mandado las fotos de tu nacimiento:
A tu bisabuela le habría encantado que lleves su nombre con orgullo. La idea fue de Octavio; él siempre ha tenido un sentido poético de la bondad, del tiempo y del espacio. Contigo, lo malo se hace bueno. Sé que Liria estará de acuerdo. Reconozco en tu nuca el pequeño lunar que muestra tu madre cuando se recoge el cabello en una coleta alta. ¡Dios, qué hermosa eres! Te pareces a ella cuando ladea el cuello y ofrece su perfil izquierdo, la mandíbula granítica, el mentón corto, la juntura de los labios entreabiertos y las pestañas levantadas. En la foto que me ha enviado Octavio hay algo que me llena de ternura, y lo único que puede conmovernos hasta el tuétano es la imperfección: un pliegue en el cuello de Liria que anuncia el ocaso, una cana mal teñida que firma el tiempo en su flequillo, un despunte en la línea del carmín que habla de nerviosismo frente al espejo, el hueco de la nariz donde el maquillaje no se ha repartido de modo uniforme que delata la precipitación. La sonrisa seria de Octavio, que no se rinde, a pesar de todo.
Cuando crezcas, el mundo te mirará con envidia y perplejidad. Se preguntará cómo es posible que una mujer así forme parte de unas vidas y de otras no. Vencerás con amor la mezquindad del origen, y lo terrible que ha pasado será una sombra que no te mancha.
No tenemos mucho tiempo y no ha sido sencillo conseguirlo. Ahí fuera oigo los gritos, el plan de Hernán ya ha empezado. Solo quiero decirte que me gustaría acariciar al menos una vez tu mejilla. Hace que me estremezca. Ese efecto tiene el contacto humano cuando es sincero. Nunca te entristezcas ni desvíes la mirada cuando te hablen de mí, de tu madre, de nosotros. Tu familia. Todo lo que he perseguido con tanto empeño, el éxito profesional, nuestra bonita casa, todos esos millones de palabras leídas, tantas fiestas y conversaciones, tantas exposiciones y conciertos, esos viajes a lugares lejanos y exóticos... ahora me parecen una ficción. De repente ocurre algo real y todo se desvanece, y no puedo dejar de preguntarme qué he hecho con mi vida, a qué he dedicado exactamente tanto esfuerzo. Tal vez contemplarte en esta imagen. La vida solo es algo que sucede y toca completarla con afanes efímeros.
No estoy seguro de lo que pensarás cuando tengas edad para leer estas notas que te he escrito durante los meses que he estado aquí. Sé que será difícil superar algo así, sin embargo, confío en que tus ojos serán mejores que los nuestros, que mirarás la vida con amor, esperanza. Lograrás romper la cadena del tiempo, la de los hombres de esta familia, destructores de todo lo bueno que hay en quien se nos acerca.
Decir que lo siento es pisar una rama seca. No te arrepientas de ser lo que eres. La hija de tu madre. Viajarás por el mundo antes de que se extinga, acumularás paisajes y estados de ánimo. Te perderás en cafeterías charlando de Nabokov, harás el amor en lóbregas pensiones y en playas de arena blanca, pelearás y te reconciliarás. Morirás muchas veces y renacerás otras tantas. Tu destino eres tú. Quizá esto le da sentido a todo, saber que existes a pesar de todos los contratiempos y a pesar de ser el fruto de una tragedia de la que no tienes culpa. Algún día entenderás lo heroico de tu existencia. Yo soy el hombre de las mil palabras, pero no tengo ninguna para esto. Verte en el regazo de Liria, posando todos en la fachada de la Casa Grande. Solo sé que hay gente fuerte capaz de sobrevivir en la intemperie de la verdad, por frágil e insegura o insuficiente que sea. Tienes el cabello tan oscuro y abundante como lo tenía yo cuando nací. Un rostro con carácter, como el de tu bisabuela, aunque tus ojos llegarán a ser tan verdes como los de tu madre, y eso dulcificará tu expresión. Ten cuidado cada vez que rompas un corazón, porque son irremplazables.
Quiero que algún día te sientes en el jardín de la Casa Grande, junto a la mecedora de tu madre, y que le leas en las tardes del verano estas palabras. Sé que ella escucha y también las he escrito, ahora lo entiendo, para ella. Y para los fantasmas que se persiguen cada noche entre el panteón de los Patriota y las ruinas del puente romano. Cuando tengas edad le pedirás a Octavio que te lleve a las cuevas del monte Mocho, que te hable del abuelo Simón, de la abuela Alma Virtudes, que te muestre el olivo en el que martirizaron a mi padre, el árbol donde construyó la cabaña para Beatriz. Todo lo que eres tiene sus raíces en esa tierra de barro. Pero recuerda siempre, querida Alma, que el pasado vive en ti pero que tú no perteneces al pasado.
Oigo los gritos que vienen de la enfermería. Ya ha empezado. Ya es demasiado tarde. Huele a plástico quemado, escucho golpes, forcejeos. La voz histérica de Hernán. Y los gritos de Doris. Él le está haciendo daño. Golpeo la puerta metálica de mi celda con los puños, otros internos también lo hacen y todos los ruidos se mezclan de modo ensordecedor. Por fin la puerta se abre con brusquedad, haciéndome retroceder hacia el fondo. En la puerta aparece Hernán con la cara chorreando de un hollín gris y la camisa empapada. Sus ojos me miran furiosos y excitados.
—¡Es la hora, es la hora!
No deja de repetirlo mientras agarra por el pelo a Doris, que tiene la cara ensangrentada. Hernán esgrime un puñal casero en la otra. No sé si me señala o me amenaza. Oigo a los funcionarios, sus escudos antidisturbios, sus porras. Como en aquellas manifestaciones en el barrio de Roquetas, en la época en que mi padre se convirtió en un esquirol por nuestra culpa. Porque era culpa nuestra tener hambre y necesitar un techo y ropa.
Ese sonido es como el de un engranaje que avanza y lo tritura todo a su paso. Hernán lleva una bolsa de tela colgando en bandolera. Oigo las botellas de cristal y veo las mechas envueltas alrededor de la boquilla.
—¡Os quemo, hijos de puta! ¡Os quemo vivos a todos! ¡Mato a la enfermera! ¡Si intentáis entrar os juro que la mato!
Doris tiene un ojo tumefacto y sangra por la boca y la nariz. Tiembla aterrada. ¿Por qué, Doris? ¿Por qué no te has quedado en casa, con tu hijo, abrazándole?
No sé por qué los hombres hacemos lo que hacemos. Puede que ni siquiera exista eso que llamamos heroísmo. Tal vez, por alguna razón oscura, a veces las personas deciden hacer lo correcto cuando nadie lo espera. Me abalanzo sobre Hernán y logro separar a Doris y empujarla hacia atrás. Y antes de que me dé cuenta me clava en el abdomen el puñal. Intento luchar, pero se deshace de mí como si sacudiera una pluma. Ha enloquecido y tiene un brillo ciego en la mirada.
El fuego que todo lo purifica. El fuego que todo lo borra. Hernán arroja el cóctel molotov contra los guardias, hay gente ardiendo. Gritos. Muchos gritos. Y de pronto se queda mirándome, como si no entendiera lo que está viendo, como si no lo creyera. Y las páginas que te he escrito flotan en el aire, incendiándose como los farolillos voladores.
Supongo que todo se ha acabado. Tendido en el suelo, como aquel verano de un calor infernal, cuando mi hermano me llamó para decirme que mi padre había muerto. Soy yo narrándome a mí mismo y muriéndome al mismo tiempo. Nada de esto quedará escrito, tú no conocerás mis pensamientos; no de este modo. Todos esos desvelos, tanta insistencia en separar la verdad de la literatura, convertidos en cenizas. ¿No es algo simbólico? Tal vez sea mejor así. Si no soy capaz de contar el pasado de manera inmutable, eso debe significar que no existe un solo pasado; ni siquiera para uno mismo.
Al menos ya no tendré que hacer literatura. Basta con quedarme aquí, muy quieto, tumbado boca arriba, apretando la vida contra el pecho hasta que se vaya.