Alma Virtudes trepó por el último repecho ayudándose con las raíces de los árboles que las lluvias habían dejado al descubierto. Cuando llegó arriba los muslos le hervían. Se sentó un momento para recuperar el resuello y contempló las nubes bajas que se unían al final del horizonte con la tierra. Se adivinaba la silueta del puente romano y más allá, cerca de las cuevas del monte Mocho, las ruinas de la iglesia con el campanario calcinado.
A sus veinte años, lo único que Alma Virtudes conocía del mundo era aquella tierra, donde solo crecían los espinos que alimentaban a las cabras y que engendraba hombres y mujeres duros y secos como el sarmiento. El Pueblo, con sus casas encaladas, viejos que callaban, campanas que rompían el aire y plazas de fuentes raquíticas donde bebían perros sin dueño abandonados tras la época de caza, calles desiertas a la hora de la siesta en verano y el silencio detrás de las ventanas.
Calculó el trecho que le faltaba hasta las ruinas de la iglesia. Al menos una hora de camino. Tenía que darse prisa si quería estar de regreso antes de que en la Casa Grande notaran su ausencia. Pensó en acortar camino entre las peñas para ganar algo de tiempo, pero si resbalaba nada detendría la caída por la ladera hasta muchos metros más abajo. Tras unos segundos de duda, decidió que era la única opción e inició el descenso, poco a poco. Las alpargatas rompían la fina capa de escarcha y un par de veces estuvo a punto de resbalar. Milagrosamente logró mantener el equilibrio y llegó abajo con solo unos rasguños.
A medio camino encontró el viejo puente y el estómago se le encogió. La soga en la que habían colgado a su hermano seguía meciéndose sobre el único arco. Nadie se había atrevido a cortarla. Cuando le pusieron el nudo al cuello, Joaquín estaba tan destrozado que costaba reconocerle. Casi no se sostenía en pie de la paliza que le habían dado los hijos de don Benito, y aun así aquellos animales le obligaron a desnudarse delante de las mujeres y empujaron su pobre cuerpo de chico tuberculoso, pura blancura, la carne despellejada por las piedras del camino, desde la plaza del pueblo hasta la soga que le esperaba en el puente.
Un ruido de motores se acercaba por donde salía el sol. Alma Virtudes alzó la cabeza. Una escuadrilla de biplanos italianos volaba en formación de cuña. La guerra seguía en otras partes de España. Debe de ser fácil matar desde ahí arriba; algo irreal, sin verdaderas consecuencias, se dijo. Joaquín habría dicho que matar así, a distancia, era de cobardes. A su hermano le había perdido no saber callar, no saber estarse quieto y no aceptar cómo eran las cosas.
No había lugar en el que llorarle. Nadie sabía con certeza dónde lo habían enterrado después de descolgarlo cuando los cuervos habían hecho su trabajo y le habían vaciado los ojos y comido la lengua. Lo bajaron durante la noche. Unos decían que habían desmembrado el cuerpo y se lo habían echado a los guarros de la finca, otros pensaban que había sido enterrado apresuradamente y a poca profundidad en la ladera del monte Mocho y que los jabalíes hozaban por las noches hasta sacar una mano que comerse.
Los Patriota creían que habían matado a Joaquín para el presente y para el futuro, que incluso habían borrado su pasado, pero para que él desapareciera tendrían que matarla a ella también, y a quienes le habían conocido, aunque ahora nadie quería admitir haber tratado con él. Solo si lograban silenciarlos a todos llegaría el día en que las mentiras que se contaban sobre su hermano se convertirían en verdad. Personas que nunca le conocieron, que nunca le oyeron cantar ni reírse con los dientes a la vista, insultar ni maldecir, inventaban su voz; los que no sabían cómo cogía el azadón, cómo se movía, a qué olía su pellejo reseco, hablaban de él con odio y desprecio. Pero nadie contaba que Joaquín se levantaba cada mañana unos minutos antes que ella para romper la capa de hielo del pozo y ahorrarle así a su hermana el frío y el dolor de las manos, ni que se sentaba a leer bajo el olivo y murmuraba las palabras como si tuviera que pronunciarlas en lugar de pensarlas para entender su significado. Pocos sabían que su hermano tenía casi todas las respuestas y que, cuando no las tenía, se las inventaba porque era demasiado orgulloso para admitir su ignorancia. O que escupía en el suelo por la esquina de la boca porque eso le hacía parecer mayor, más duro. Sin embargo, Joaquín no sabía escupir bien, siempre le quedaba un hilo de saliva en la barbilla que limpiaba con el dorso de la mano. Y por mucho que lo intentara tampoco era capaz de tragarse el humo de los cigarrillos, porque nació con los pulmones de un gorrión.
Solo tenía diecisiete años cuando lo lincharon. Había muerto muy pronto, sin ocasión de descifrar su verdadero carácter. De haber cumplido su tiempo habría terminado siendo un hombre como los demás del Pueblo, los mismos que ahora negaban su memoria: una mezcla de reserva, de suspicacia, de alegrías exageradas y de malos humores repentinos, esperanzas locas y miedos profundos. Capaz de brutalidades sin nombre y de gestos de ternura igualmente incomprensibles. Hombre entre los hombres pegados a la tierra en la que vivían y morían para dejar sitio a los que venían detrás. Esta tierra de barro. De no haber mediado la guerra, de no haber sido tan frágil y poca cosa para sueños tan grandes, Joaquín habría sido uno más, se habría casado con Esperanza, su novia de siempre, habría tenido críos y habría trabajado las tierras de los Patriota, hasta partirse la espalda y convertirse en un viejo como todos los viejos del Pueblo, sin nada que decir, sentado con sus arrugas al sol, esperando el final. Y en esa vida no habría habido lugar para palabras que nada significaban en el pequeño universo en el que su destino debía consumarse.
Nadie se explicaba la transformación de aquel muchacho enfermizo, cómo pudo hacer todas aquellas cosas cuando se desató la locura de la guerra. Pero Alma Virtudes sí lo entendía. Joaquín poseía algo que ningún otro había tenido antes, algo indecible que se expresaba en su manera de hablar o de guardar silencio, de moverse o de quedarse quieto mirando fijamente, con sus ojos tan verdes. Había en él una especie de orgullo que no podía controlar porque transpiraba en su piel, en lo que él era. La fría solemnidad con la que a veces se imponía sin hacer ni decir nada le granjeó muchos enemigos, porque el odio es el recurso mezquino de la envidia. El verdadero pecado de Joaquín fue aspirar a una grandeza que no le pertenecía. «¿Quién dice que no podemos elegir nuestro destino?»
Para Alma Virtudes aquellas ideas eran solo majaderías. A ella nunca le habían preguntado qué quería, qué pensaba. Nadie le había preguntado si deseaba casarse con Simón, ni él pidió permiso cuando la arrastró a la cama la primera noche y entró en ella como un cuchillo en la carne para partirla en dos. Y, a pesar de todo, Alma Virtudes se repetía que podría haber sido mucho peor. Si Simón la hubiera repudiado habría acabado con sus hijos en las cuevas del monte Mocho como tantas viudas, hermanas, hijas y primas de los que habían perdido la guerra y la paz. Aquellas sombras furtivas iban de una cueva a la siguiente haciendo lo que hubiera que hacer para sobrevivir. Todo el mundo sabía lo que pasaba allí, a qué iban los soldados y los maridos, los hermanos y los padres. Todas esas mujeres que ya no lo parecían, expuestas, convertidas en lo que no eran. En la ladera del Mocho se las veía a veces, harapientas, rapadas, con niños pequeños colgados de los pechos blandos. A los críos que se morían los enterraban al anochecer, en tumbas pequeñas de tierra oscura, envueltos en un pedazo de tela o en cueros. Se sabía adónde iban aquellos cortejos de sombras porque los perros y los cuervos los seguían de cerca. Nada de eso se contaba, pero todo se sabía. Aceptar lo que viniera. Eso era lo que le habían enseñado. En este nuevo mundo, que era tan viejo como los anteriores, Alma Virtudes había aprendido a sobrevivir. Esa era la única batalla posible, una pelea sorda, sin dignidad ni actos heroicos. Ella no era audaz como su hermano, ni tenía un alto concepto de sí misma o de su destino, como lo había tenido él. Solo callaba y agachaba la cabeza, clavaba la mirada en el suelo cuando debía, y si alguien le preguntaba con disgusto o con desprecio por su parentesco con Joaquín, guardaba silencio, hermética e inaccesible, sin una queja, sin un gesto que pudiera delatarla. Eso significaba estar casada con un vencedor siendo una vencida. Las noches dejaban secuelas que a la mañana siguiente todo el mundo reconocía cuando la veían salir temprano al pozo con la marca de los dientes en el cuello, los moratones en la barbilla, las abrasiones en los brazos, el andar renqueante. Y sus vecinos miraban para otro lado, porque no querían pensar en sus madres, en sus hermanas, en sus amigas, en sus vecinas.
Cuando la guerra asomó el hocico, el odio pudo cargarse de excusas. El mundo que se creía sólido e inmutable se vino abajo con una facilidad pasmosa. Llegaron de Badajoz aquellos forasteros proclamando que la revolución había empezado, gritando que los tiempos de la opresión tocaban a su fin. Era verlo para creerlo: hombres pacíficos, mujeres que nunca habían sacado los pies del brasero ni levantado la vista del suelo, muchachos como Joaquín, que nunca fueron más que sombras pegadas en las fachadas de cal, de repente vociferaban, cantaban consignas políticas, se armaban y jaleaban a aquellos milicianos que iban de casa en casa sacando a rastras a los que eran señalados por sus propios vecinos como enemigos del pueblo. No era aterrador solo lo que decían, los embustes y las exageraciones, sino el modo de hacerlo, poseídos por la rabia y por una sed de venganza que les salía de las tripas. Como si todo ese resquemor se hubiera estado incubando durante décadas.
Como si llovieran los muertos del cielo, las calles se convirtieron en una alucinación horripilante: disparos, alaridos, chillidos y fuego, gente arrastrándose, hombres sujetándose las tripas, borrachos ahogando a un guardia en la fuente de la plaza, vecinos matándose con las uñas y la boca, con palos y piedras, saqueadores saltando desde ventanas en llamas, muebles y cuerpos arrojados por los balcones. Hombres y mujeres que se conocían desde siempre se declaraban desconocidos. Los cobardes y los mediocres se adueñaron del mundo y los cuerdos se disfrazaron de locos para hacer realidad sus desvaríos. Y en medio de aquel aquelarre estaba Joaquín, sudoroso, eufórico, arrastrado por la horda, siendo la horda misma. Fue cosa suya lo de fusilar al Cristo de la parroquia. Una chaladura que hizo reír a los forasteros que se habían adueñado del Pueblo y le habían entregado esa pistola con la que se paseaba, pero que cubrió de vergüenza a sus vecinos, incluso a los que tenían las manos y la ropa manchadas de sangre. Matar al hijo de un hombre era una cosa, pero matar al hijo de Dios era otra muy distinta, decían, santiguándose. Aun así, sacaron de cada casa toda imagen religiosa, crucifijo, cuadro del papa, santo o virgen que hubiera en el Pueblo y se hizo con ello una hoguera que ardió durante horas. A continuación, en formación ridículamente marcial, un pelotón de voluntarios sacó de la parroquia la gran imagen del Cristo del Sagrado Corazón. Le vendaron los ojos y Joaquín dirigió el pelotón de fusilamiento, que hizo una descarga seria y cerrada. Él mismo descerrajó el tiro de gracia en la cabeza de yeso.
Su hermano se había convertido en alguien importante. Iba de casa en casa con un brazalete en el brazo y con la pistola bien visible en el cinturón. Andaba de puntillas para parecer más alto, para estar a la altura de su cometido. Dirigía el pelotón que remataba a los heridos. Grave y adusto, como si le pesara la tarea, aunque en el fondo de sus ojos brillase una alegría salvaje. Fue así como dio con don Benito Patriota, el dueño de aquellas tierras, escondido detrás de unas cajas en el almacén de su fábrica de aceite. Joaquín lo arrastró por los cabellos hasta la calle Mayor y convocó a los vecinos. Muchos querían ver a aquel hombrecillo de aspecto arrogante muerto, y hubo quien disfrutó de lo lindo viendo cómo asomaba en su entrepierna una mancha de humedad y el modo en que se aferraba a los tobillos de Joaquín invocando piedad, haciéndole ver los vínculos que desde siempre habían unido a sus familias. Otros prefirieron no ver el espectáculo y apartaron la vista. Lo que hubiera sido aquel hombre en el pasado, y había sido muchas cosas, no justificaba tanta indignidad. Joaquín le disparó sin contemplaciones a bocajarro. Y entonces se le ocurrió a alguien aquella barbaridad, le pusieron en la mano el hacha del carnicero y le dijeron que le cortara la cabeza. Al principio, Joaquín se negó, pero aquellos forasteros estaban ebrios de ira y de histeria, y no tuvo fuerzas ni voluntad suficiente para enfrentarse a ellos. Lo hizo a la vista de todo el mundo. Tuvo que darle varios golpes secos al cuello de don Benito, y solo los más borrachos se atrevieron a aplaudir aquella carnicería. Luego le hicieron posar para una fotografía, sosteniendo la cabeza decapitada.
Nadie olvidaría algo así. Después de aquello el Pueblo se sumió en una especie de hastío, como si, pasada la euforia, cada cual empezara a tener conciencia de lo que había hecho y sopesara las consecuencias.
Aquella horda furiosa también fue a buscar a Simón. Todos sabían a qué se dedicaba, era el perro de los Patriota, el que hacía el trabajo sucio, daba las palizas a los jornaleros y soltaba las amenazas. Joaquín iba con ellos. Pero Simón se había escabullido durante la noche con su amigo Marcelo, otro de los perros de los Patriota. Decían que se habían pasado a las líneas de los facciosos, que estaban ya en Sevilla. Ni siquiera se había llevado con él a su mujer y a sus hijos. Aun así, Alma Virtudes seguía defendiéndole.
—¿Y qué iba a hacer, quedarse aquí esperando a que le machaquéis la cabeza como a un cerdo?
A Joaquín le costaba soportar la mirada de su hermana, pero estaba al frente de aquella cuadrilla de milicianos y no podía flaquear.
—Se hace lo que se tiene que hacer. Esta es una revolución que lo cambiará todo de una vez por todas. Y tu marido es un traidor al Pueblo.
—¿Cuándo te has vuelto un animal sin alma? ¿Cómo puedes hacer estas barbaridades, Joaquín?
Joaquín enrojeció levemente y apartó la mirada. Se concentró en su sobrino, que apenas tenía tres años, y que le miraba fijamente con sus ojos negros muy abiertos, de pie en el cajón de madera que hacía las veces de cama.
—¿Eso quieres para tus hijos? ¿Una tierra de sal y de barro? Sin futuro, condenado a ser un esclavo. Nosotros peleamos por él, ¿no lo entiendes?
—Lo que entiendo es que, sin alma, un hombre no es nada. Y tú has perdido la tuya.
Aquella revolución no fue eterna como pregonaban sus profetas. Apenas duró unas semanas. A principios de agosto, las columnas de los sublevados avanzaban imparables desde Sevilla. El relato de las crueldades de las tropas africanas a su paso por cada pueblo les antecedía como el aire caliente que anuncia la tempestad, reblandeciendo la voluntad de los defensores incluso antes de que la polvareda de los camiones enemigos apareciera en el horizonte. Fue cuestión de días que aparecieran en los límites del Pueblo. Y entre sus filas regresaban Simón, su amigo Marcelo y los hijos mayores de don Benito Patriota, buscando venganza. Muchos héroes de pacotilla huyeron en estampida. Apenas quedaron una docena de hombres y unas pocas mujeres dispuestos a resistir el asalto, parapetados en la iglesia. Entre ellos estaba Joaquín. El resto del pueblo se encerró en casa, atrancando puertas y ventanas, o huyó a las cuevas del monte Mocho esperando el desenlace.
Durante mucho tiempo se contaría lo que ocurrió después, y aunque no todo fuera verdad, no todo fue mentira. La resistencia duró días, hasta que el capitán que dirigía el asalto ordenó atrancar las puertas de la iglesia donde se habían replegado los resistentes y prenderle fuego. Al caer la noche, cuando las llamas habían reducido a escombros la iglesia y cesaron los disparos, los asaltantes entraron en tromba. Joaquín estaba sentado de medio lado rodeado de compañeros muertos, sucio y exhausto pero extrañamente intacto. Unos segundos antes de que los soldados tirasen la puerta abajo había sujetado con fuerza la pistola contra su sien, pero le había faltado valor para apretar el gatillo. Llorando de rabia, escondió la pistola entre los escombros. Aquella pistola le incriminaba directamente en el asesinato de Benito Patriota.
Pero si esperaba que aquella argucia, infantil y desesperada, borrase al menos en parte su rastro en lo ocurrido, se equivocaba. Decenas de vecinos testimoniaron en su contra. Los hijos de don Benito, con el mayor, Rodrigo, en cabeza, se encargaron de ejecutar su particular visión de la justicia. Si Joaquín pretendía alcanzar la gloria del martirio, la crueldad de sus enemigos se la ofreció generosamente. Ni las moscas volverían a levantar el vuelo sin pedir permiso en el Pueblo. Los vencedores traían un nuevo método, frío y calculador, una burocracia sistemática de venganza, escarmiento y muerte. Vencer ya no era solamente imponerse, era hacer desaparecer todo vestigio del vencido. Borrarlo de la faz de la Tierra, de toda memoria y todo recuerdo. Como si nunca hubiera existido un antes.
Alma Virtudes llegó por fin a lo que quedaba de la iglesia. Nadie había vuelto allí desde el incendio. La madera quemada seguía impregnando la atmósfera de un olor que podía masticarse, acre, pastoso y húmedo. El techo se había hundido casi por completo dejando un gran agujero, y era difícil moverse entre los escombros, las vigas y los bancos rotos. En las paredes que quedaban en pie podían verse los impactos de las balas y los estragos de las granadas. Había botas sin cordones, unos pantalones rotos, una gorra de miliciano, breviarios quemados en una pira junto al altar de piedra volcado, imágenes de santos y vírgenes desmembrados, la pila bautismal estaba destrozada. No se había salvado nada.
Se abrió paso hasta la pequeña capilla lateral consagrada a la Virgen de la Piedad. La figura de la Virgen permanecía sobre el pedestal, pero le faltaba la mano en la que sujetaba una rama de olivo, caída a los pies. La pintura de la tela, azul, estaba chamuscada y restos de hollín ensuciaban su rostro. Como si hubiera llorado lágrimas negras. Alma Virtudes miró al suelo, hacia la derecha, contó cuatro pasos, se arrodilló y se puso a escarbar y a remover cascotes.
Cuando cogieron a su hermano, tras mucho suplicar, le permitieron despedirse de él en la oficina de Correos, que hacía las veces de cárcel provisional. Apenas unos minutos en los que pudieron abrazarse y llorar juntos. Fue entonces cuando Joaquín le susurró al oído dónde había escondido la pistola.
—Tu Virgen te protegerá... Tienes que ponerte a salvo, prométemelo.
Alma Virtudes se lo prometió, a un condenado se le promete lo que sea. Pero lo que le había hecho ir a buscar la pistola de su hermano no fue esa promesa, sino los gritos de su hijo mayor la noche anterior y el crujido del hueso del brazo al partirse. Levantó los escombros hasta encontrarla. La sola visión de aquel objeto la aterraba. Pero la desesperación era más fuerte que el miedo. No permitiría que Simón siguiera haciéndoles daño.
—¿Qué haces aquí?
Era una voz fría, sin eco. Alma Virtudes no se atrevió a moverse.
—Te he hecho una pregunta, muchacha.
Cuando Alma Virtudes se puso en pie y giró lentamente con la pistola apretada contra el pecho, se encontró con el padre Mateo, el sacerdote del Pueblo.
—¿Qué piensas hacer con eso, insensata? —No le temblaba la voz, ni había ira o miedo en su gesto. Mantenía la misma expresión hierática que todos le conocían, la misma que mostraba desde el púlpito los domingos en misa. Una expresión que no mostraba amor ni odio, cólera ni piedad. Un rostro de cera como el de las estatuas donde solo parecían reales aquellos ojos tan llamativos. Alma Virtudes no sabía qué pensar de un hombre así, atrapado entre la tierra y el cielo. Era un cura joven, quizá en su primer destino como párroco. Había llegado con la retaguardia de las columnas franquistas desde Sevilla, cargado de libros y conduciendo su propio coche. Decían que era un recomendado del obispo, un joven con una carrera prometedora y con miras más altas que acabar siendo un simple párroco de provincias.
—Te conozco... Tú eres sirvienta en la Casa Grande. Eres la hermana de Joaquín.
Había rescatado un cáliz aboyado y maltrecho por el fuego. Tenía la sotana sucia y el alzacuello ennegrecido, el cabello revuelto y los hombros sembrados de ceniza.
—¿Sabes que eso sirve para matar? —Su tono había variado ligeramente, como su mirada, un poco más humana, más cálida al menos—. ¿Y sabes lo que te pasará si te descubren con la pistola de tu hermano?
Alma Virtudes sentía el frío metálico de la pistola y su peso sólido en la palma de la mano.
—¿Qué más pueden hacerme, padre?
A Alma Virtudes le sorprendió su propia voz, ronca, ausente. Por primera vez alzó la barbilla para que el sacerdote viera su cara marcada por los golpes que Simón le había dado la noche anterior.
—Pueden mandarte a la cárcel, muchacha. ¿Eso es lo que quieres?
—Usted no lo entiende. No sabe el infierno que paso cada noche.
—El suicidio es un pecado mortal.
—¡No pienso suicidarme! Tengo que proteger a mis hijos.
El sacerdote le tendió la mano.
—Estás casada con Simón, ¿no es cierto?
Alma Virtudes se quedó mirando aquella mano tendida, que repartía el sacramento tomando las obleas con el índice y el pulgar y depositándolas en las lenguas ofrecidas sin apenas rozar las bocas abiertas. Se le pasó por la cabeza la idea descabellada de que sus manos habrían servido mejor al propósito de acariciar un cuerpo que al de repartir la comunión o dar bendiciones.
—Si no hago algo, un día de estos matará a mi chico mayor, le dará un mal golpe. O me lo dará a mí.
—El asesinato también es pecado.
Alma Virtudes negó con la cabeza. Jueces que juzgan como dioses, que levantan la mano e inclinan el pulgar hacia abajo. Miserables. Miserables todos.
—En la vida de los miserables todo es pecado, ¿verdad? Todo excepto la resignación. Callar y agachar la cabeza.
El sacerdote tenía unas cejas sólidas y, sin embargo, sus ojos se apagaron un poco.
—A través del camino abierto por la humildad la paz de Dios entrará en tu alma.
Alma Virtudes negó con la cabeza.
—¿Y qué paz es esa, la de los cementerios?
El sacerdote parpadeó, como si titubease.
—Tú y tu familia ya habéis sufrido demasiado, no añadas más amargura. Dame esa pistola antes de que sea demasiado tarde. Yo la esconderé donde nadie la encuentre. Y te prometo que hablaré con tu marido y que lo haré entrar en razón. Yo te ayudaré, confía en mí.
Confiar. Ya no se podía confiar en nadie, en nada. Solo había delación, traición, sospecha. Y, sin embargo, Alma Virtudes le entregó la pistola al sacerdote. Ella no era como Joaquín y nunca lo sería. ¿A quién iba a engañar? Jamás habría sido capaz de apretar el gatillo.