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El Pueblo (Badajoz, Extremadura), julio de 2010

Diego cogió un puñado de la tierra que rodeaba la tumba de su padre. Todavía estaban impresas las huellas de los enterradores y una ligera brisa acariciaba las flores de la corona que sus hermanos habían dejado sobre la lápida con su nombre. Setenta y siete años separados por una sencilla línea horizontal (1933-2010), como si lo único reseñable en un hombre fuera su principio y su final. La cinta de color rojo con letras doradas rezaba: DE TUS HIJOS Y NIETOS QUE NO TE OLVIDARÁN. Una promesa que no todos cumplirían.

El sol convocaba un silencio pacífico, en esa hora en la que la cal de las fachadas parece hervir y las sillas de madera y mimbre están vacías junto a las puertas cerradas. Entre la hierba alta y amarilla se escuchaba una cigarra, saltaban los saltamontes, zumbaban las abejas. El viejo panteón de la familia Patriota seguía en pie no muy lejos, abandonado. Era una edificación austera, de cemento cubierto de verdín con la verja oxidada. Los ángeles custodios que guardaban las cuatro esquinas estaban maltrechos. Uno tenía un impacto de bala entre los ojos, a otro le habían destrozado una de las alas con un martillo. El tercero estaba decapitado y su cabeza reposaba a los pies. En la fachada había más impactos de bala y golpes de pico. Diego sonrió con tristeza. Al final el viejo le había encontrado una utilidad a la pistola de Joaquín.

Entró en el panteón, cubierto de hojas. En un rincón había un murciélago muerto. Las losas de las tumbas habían sido removidas y profanadas. No quedaba nada, solo los nichos vacíos.

—Qué locura la de un hombre que solo puede vengarse de huesos sin carne y de ángeles de piedra, ¿verdad?

Diego se volvió hacia la voz que le hablaba. En la puerta, con el sol en la espalda, se dibujaba la silueta de una mujer. Diego se había fijado en ella durante la ceremonia porque no había querido sentarse con los demás. Se había situado discretamente en la última fila y se había marchado antes de que finalizase el oficio.

—Soy Teresa. Una amiga de tu padre. —La mujer le estrechó la mano y sus dedos delgados se engarzaron suavemente alrededor de los de Diego y se quedaron ahí un segundo más de lo necesario, como si fueran tentáculos auscultándole la piel—. Ha sido una ceremonia bonita. Creo que a tu padre le habría gustado.

—Por lo que yo sé mi padre odiaba a los curas.

—Eso es cierto, pero le gustaban las iglesias. Otra de sus contradicciones.

Su voz era ligera; las palabras no pesaban al salir de su boca, como si antes de pronunciarlas les quitara la densidad y las moliera hasta reducirlas a una suave polvareda. No era bella en un sentido clásico, y sin embargo Diego pensó en un cuadro de Georges de La Tour que le fascinaba: María Magdalena penitente. Apenas debía de sobrepasar la cincuentena, y tenía el aire de una exiliada voluntaria, de alguien que había decidido apartarse del mundo, que sin duda había conocido intensamente. El rostro, de mandíbula firme y labios bien perfilados, se demudó permitiendo intuir todas las capas de una tristeza profunda que se esforzaba en disimular.

—Supongo que nadie te ha hablado de mí. He sido la compañera de tu padre estos últimos años.

—No sabía que mi padre estuviera con alguien.

Teresa sonrió.

—Pareces sorprendido. ¿Es por la diferencia de edad?

Diego pensó en las estudiantes con las que se acostaba. No, lo que le sorprendía era que su padre hubiera podido ser amado por una mujer como aquella.

—Por si te interesa, fuimos felices aquí. O al menos, lo intentamos.

Diego movió la cabeza de manera un tanto ambigua.

—¿Quieres quedarte a solas con él? Ya se han marchado todos y yo ya me marchaba también. Voy al Pueblo —dijo finalmente.

—Puedo acercarte, si no te da miedo que te vean conmigo. Tengo el ciclomotor ahí al lado.

La oferta desconcertó a Diego.

—No estoy seguro de que sea buena idea. He quedado con mi madre, y tal vez resulte un poco embarazoso.

Teresa volvió a sonreír. Tenía unos dientes increíblemente bonitos.

—Te aseguro que no muerdo, y en cuanto a las situaciones embarazosas, ya he aprendido a esquivarlas discretamente. ¿Qué me dices, te apetece un paseo? —dijo, señalando su ciclomotor, aparcado a pocos metros.

Diego se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

Hacía mucho tiempo que no sentía esa sensación jovial del aire en la cara, con los ojos casi cerrados y el cabello suelto de una mujer rozándole la boca. El olor de la gasolina era intenso y el traqueteo de los baches le hacía saltar en el cojín del asiento. En una curva estuvo a punto de caerse e instintivamente estrechó la cintura de Teresa. Notó su vientre duro bajo la tela fina del vestido, vio sus pantorrillas, sus pies calzados con sandalias apoyados en las estriberas del ciclomotor solo con la punta de los dedos, de uñas pintadas. Las manos aferraban con fuerza el manillar absorbiendo las vibraciones del camino sin asfaltar y las pulseras de plástico cantaban en sus muñecas. El pañuelo rojo que le ceñía el cabello por encima de las orejas dejaba resbalar las gotas de sudor por su cuello.

Diego observó a lo lejos la molicie oscura del monte Mocho. Los ojos le lagrimeaban con el viento y el polvo del camino se le metía en la garganta. Echó de menos a Liria al recordar a su padre llevándolos a los dos en la vieja Derbi; ella delante, entre el hueco del manillar y el sillín, y él detrás, en el hierro duro del portaequipaje. Su padre se lanzaba cuesta abajo por las curvas del castillo y Liria chillaba de emoción... Ojalá existiera la posibilidad de atrapar el tiempo para retroceder y cambiar las cosas, congelarlas al menos en el momento en que fueron perfectas, justo un segundo antes de que empezaran a estropearse.

 

 

Teresa aparcó el ciclomotor frente al viejo casino y se acomodó el pelo como una chiquilla revoltosa.

—¿Tiempo para una cerveza? —invitó, colgándose un canasto de mimbre al hombro como quien va a pasar un día a la playa. Diego consultó la hora en el reloj de la fachada modernista del casino. Había quedado con su madre en veinte minutos.

Pero todavía no quería despedirse de aquella mujer que le parecía un verso libre en aquel lugar de rima monótona. Entraron en el casino y tardó unos segundos en adaptarse a la penumbra del interior. Los techos eran muy altos, con viejas lámparas colgando en el centro, columnas de madera en la antesala y una puerta de doble hoja con motivos muy trabajados y cristales aplomados. Las mesas de mármol y patas de hierro estaban repartidas de manera bastante caótica, detrás de la larga barra colgaban cuadros taurinos y la bandera del Extremadura FC, y los camareros vestían pantalones negros, chaleco rojo y camisa blanca. La acústica multiplicaba el estruendo de platos, conversaciones, risas y pedidos a gritos de los camareros.

Teresa saludó con la cabeza a un par de clientes y fueron a sentarse. Diego eligió discretamente la mesa que quedaba junto a la vidriera que daba a la plaza. Desde allí podría anticipar la llegada de su madre.

—¿Sabías que antiguamente aquí solo podían entrar los socios? Los Patriota, los Chaves, los Hernández Aranda... Tu padre me contó que siendo muy niño lo pillaron colándose para robar las colillas de los ceniceros y le dieron una paliza tremenda. Cada vez que entrábamos aquí se comportaba como un niño asustado; pegado a la silla miraba de reojo a los camareros, como si fueran a echarlo a la calle de un momento a otro.

—En realidad, la paliza se la dio su padre, mi abuelo Simón. Conozco esa historia.

Teresa le examinó con atención.

—Ya veo... Así que tú eres Diego, el primogénito. Tu padre hablaba mucho de ti. Desde luego, sois muy parecidos. El pelo, las cejas, la mirada...

Diego se sintió incómodo y miró hacia la plaza desierta.

—No te emociones. El parecido termina ahí. «El hombre que se queda en la orilla» —murmuró Teresa como si no le escuchase—, así se refería a ti tu padre.

—No sé qué significa eso.

Teresa abrió las manos. Tenía unas venas muy azules que se ramificaban desde los antebrazos hacia las muñecas. Por alguna razón, Diego pensó que eran muñecas de suicida.

—El hombre que a la hora de la verdad nunca se atreve a dar el paso definitivo. Decía que siempre te quedas en la orilla de las cosas.

Diego tensó el cuello, molesto.

—A mi padre le gustaba mucho inventar historias, y estoy seguro de que te contó unas cuantas. Pero pareces una mujer lista, así que ya debes de saber que mentía tanto como hablaba. Se le daba bien manipular a la gente.

Teresa esbozó una media sonrisa.

—¿Te parezco la clase de mujer que se deja engatusar? Créeme, conocía bien a tu padre.

—Entonces sabrás que no sabía nada de mí. Me marché de mi casa con diecisiete años y he pasado los últimos veinte sin saber nada de él. Si no me hubiera llamado mi hermano, ni siquiera me habría enterado de su muerte.

Teresa no insistió. Abrió el capazo de mimbre y sacó un sobre grueso.

—Tu padre era orgulloso y testarudo, lo fue hasta el final. Me parece que eso es algo que tú has heredado... Pero tienes que saber que nunca te olvidó. Solía escribirte. Mientras recogía sus cosas, encontré esto. Está dirigido a ti.

Diego observó el sobre sin tocarlo.

—¿Lo has leído?

Teresa negó con la cabeza.

—Esto es entre él y tú.

—No necesito escuchar otra vez sus patrañas. Puedes tirarlo a la basura.

Teresa chasqueó los labios. Hablar con Diego era como golpearse la cabeza contra un muro.

—¿Sabías que le encantaba el mar? Incluso fantaseábamos con la idea de comprar un pequeño velero.

—Sí, le encantaba el mar...Y fanfarronear.

A su padre le gustaba nadar, lo recordaba. No lo hacía en paralelo a la orilla como él, braceaba hacia el interior, se alejaba mansamente, sin chapotear, hasta que se convertía en un punto lejano, casi fundido con el mar. Una gota más. Diego se sentaba en la orilla con su bañador negro de cuadros blancos, con los pies bien enterrados en la arena húmeda, que apelmazaba con una pala de plástico, con la mirada fija en el horizonte, buscándole. Nunca tuvo miedo de que no volviera, no se le ocurría que eso pudiera pasar. Ahogarse, sentir un calambre de repente, o un dolor de barriga (su madre los aterrorizaba con la amenaza de un corte de digestión si se bañaban después de comer), tragar agua con una ola traicionera o ser arrastrado por la marea mar adentro era algo que a su padre no podía pasarle. De repente, como si hubiera alcanzado una boya invisible, se detenía, daba la vuelta y empezaba a nadar hacia la orilla. Cuando regresaba, Diego veía sus grandes brazos bronceados salir del agua, trazar un arco perfecto y volver a hundirse, remando sin aparente esfuerzo, como si bailara con las olas.

A su padre también le gustaba dar largos paseos con el agua por los tobillos, las gafas de sol puestas y la cajetilla de tabaco en la goma del bañador. No dejaba que Diego le acompañara. Le gustaba irse solo, a exhibirse, a ver y dejarse ver. Su madre fingía no darse cuenta de lo que pretendía. O se lo toleraba porque no podía sentir celos de aquellas fantasías. Llegó a resultar ridículo su modo de hinchar el pecho, de tensar los bíceps fingiendo que se agachaba a coger cualquier cosa, sus esfuerzos para esconder la barriga cuando ya era imposible volver a ser el que fue. Sus hijos y su esposa le estorbaban, distorsionaban esa imagen que quería proyectar de macho surgido de las profundidades del océano. Estaban las fiambreras con las patatas frías y los huevos duros, las botellas con agua del grifo, las toallas del mercadillo, la sandía cortada a tacos y los tenedores. Estaban los hermanos de Diego, que se meaban y se cagaban en el agua, que se escupían los trozos de carne empanada. Y estaba el propio Diego, que lo miraba alejarse sin saber qué pensar. Hasta que su madre, con cualquier excusa, que se había movido y la había salpicado de arena, que había torcido el gesto porque el agua se había recalentado en la botella, le clavaba con rabia las uñas en la pierna o en el brazo porque no podía clavárselas a él, a su marido, allá a lo lejos, haciendo el idiota entre un grupo de turistas extranjeras que tenían mejor cuerpo que ella y ninguna historia que contar.

—Mi padre siempre fue un hombre de fantasías y de promesas que no cumplía nunca.

—Supongo que pedirle a un hijo que sea justo con su padre es como pedirle a la luna que brille durante el día, ¿verdad?

Diego se removió, inquieto.

—Hay muchas cosas sobre la justicia entre un padre y un hijo que podría contarte.

Teresa miró a Diego como si fuese un niño tonto que no puede imaginar a su padre siendo otra cosa.

—Te equivocas. Me lo contó, todo.

Diego sonrió con ironía. ¿Cómo era posible que aquella mujer, indudablemente atractiva e inteligente, hubiese caído en las trampas del viejo?

—¿Te habló de mi hermana, Liria?

Teresa asintió lentamente y por primera vez desvió la mirada. Sus ojos se empequeñecieron.

—Tú sabes muchas cosas, pero no las sabes todas.

—Tú no estabas allí. Solo conoces lo que él quiso contarte.

Teresa se quedó callada, como si hubiera traspasado una línea imaginaria por error, pero decidió seguir adelante.

—Yo decidí creer a tu padre por las mismas razones por las que tú decidiste no hacerlo. —Alargó la mano y atrapó los dedos de Diego—. No dejes que ese veneno te siga consumiendo o acabará contigo, como acabó con él.

Diego apartó la mano.

—Sé lo que quieres hacer, te agradezco que lo intentes. Pero lo que ocurrió entre mi padre y yo es cosa mía.

Teresa se había puesto en pie, mirándole de un modo extraño.

—No habría amado a tu padre si no le hubiera creído. Una mentira no justifica una vida.

—Llévate ese sobre. No quiero saber nada de él.

Teresa se negó con firmeza.

—Algún día tendrás que salir de tu verdad para entrar en la suya.

Diego observó de reojo el sobre. La letra esforzada de su padre había escrito: «A mi hijo mayor». Contempló con dureza a Teresa:

—¿La verdad, dices? La única verdad que conozco de mi padre es su ausencia.

 

 

Su madre atravesaba la plaza en el momento en que Teresa salía del casino. Tras cruzar una mirada con ella aceleró el paso. Diego reconoció el aire furioso de quien viene a ajustar cuentas. Corta de estatura y con caderas de matrona, caminaba como si tuviera los tobillos atados. Traía bien ceñido bajo la axila el monedero y se había puesto un vestido de tirantes de color naranja. Se había maquillado discretamente y el sudor hacía que brillara su piel blanca. Tenía el cabello teñido de un color castaño que iba perdiendo el brillo. Sus pequeños y bonitos ojos, de un verde intenso, no sabían estarse quietos. Esos ojos podrían haber sido los más hermosos de la Tierra con un poco menos de dureza.

Diego la estrechó entre los brazos y le dio un beso. Ella se dejó hacer, incómoda. Nunca le habían gustado las muestras de afecto excesivas.

—¿Qué hacía esa aquí? —preguntó nada más sentarse en la misma silla que había calentado Teresa.

—Hola, madre, yo también me alegro de verte.

Su madre le miró de arriba abajo como si su hijo fuese un traidor.

—¿Qué quería? Sacarte algo, seguro. Se habrá enterado de que tu padre cambió el testamento en el último minuto y andará nerviosa, por si no le ha dejado nada. Es una puta.

Diego trató de mantener la calma.

—Al contrario, me ha parecido una mujer de lo más interesante.

Su madre movió los ojos y cerró más los labios, como si su hijo acabase de decir una majadería.

—¿A ti también te ha sorbido el seso?

Diego prefirió no contestar. Llamó al camarero y pidió dos cafés.

—¿Ya te ha dicho Octavio de qué ha muerto tu padre?

—Un derrame masivo.

Ella soltó una risotada desagradable.

—Viagra... ¡El muy cerdo tomaba viagra! Ella lo ha matado. Se pavoneaban del brazo por el Pueblo, avergonzándome. Nunca cambió, ni por un segundo. Igualito que tu abuelo Simón. La misma casta. Todos con la polla más grande que el cerebro.

Diego se preguntó si eso le incluía a él también. Su madre había encendido un cigarrillo y lo consumía mirando por la ventana. A Diego le habría gustado saber en qué pensaba. Cuando era niño llegó a la conclusión de que el superpoder más provechoso sería el de leerle la mente a los demás, conocer sus pensamientos; así podría anticiparse a sus actos y nadie podría engañarle ni cogerle por sorpresa. Especialmente le habría sido útil con su madre. Enseguida hablaron del entierro. Su madre quería detalles, Diego apenas tuvo ocasión de responder; acuciada por el nerviosismo, las preguntas de su madre se sucedían: cómo lo habían vestido, quién había hablado y qué se había dicho. Cuánta gente había acudido a la ceremonia, qué flores habían colocado.

—Todo el Pueblo estará comentando que no he ido al entierro —murmuró, deshaciéndose en el taburete y mirando a izquierda y derecha como un animal acorralado.

Diego sintió compasión por su madre. No le importaba a nadie, era irrelevante, y eso era lo que ella no podía soportar.

—Nadie esperaba que estuvieras en su entierro. Te divorciaste de él hace ya mucho.

—Esa no es la cuestión. El caso es que ninguno de tus hermanos me lo ha preguntado. ¿Tan mala madre he sido para vosotros?

Diego la miró fijamente. Se preguntó si valía la pena responder sinceramente a esa pregunta. Conocía a su madre; el orgullo era su perdición y el victimismo su coartada. Siempre había alguien a quien culpar, una escapatoria. Intentó reconducir la conversación y llevarla hacia un territorio menos hostil en el que pudieran sentirse los dos más o menos a gusto.

—¿Cómo estás?

—Vieja y cansada. Treinta años de matrimonio, toda la vida sacrificada por una familia que al final me ha abandonado. ¡No me lo merezco, Diego!

Diego la observó atentamente con la mandíbula apretada. Merecimientos, qué extraña palabra para hablar de los lazos que unen a padres e hijos.

—Bueno, yo estoy aquí.

La piel pálida de su madre enrojeció levemente, pero sus ojos se endurecieron todavía más. Diego recordó a Lola Herrera interpretando el papel de Menchu en Cinco horas con Mario.

—Ya sabes lo que quiero decir. Siempre soy la mala de la película.

Diego inspiró con fuerza. No debería decirlo, pero de todas maneras lo dijo:

—Yo pensaba que la mala oficial de la película era Liria.

Su madre expulsó el humo del cigarrillo con violencia. Le exasperaba hablar de eso.

—¿Y eso qué tiene que ver con nada?

Diego tragó saliva.

—¿No piensas preguntarme por ella?

Su madre torció el gesto como si hubiera olido comida rancia.

—Destruyó esta familia con sus mentiras. No puedo perdonarla.

Diego siempre había odiado aquel gesto, mitad de asco y mitad de indiferencia que tantísimas veces le había dedicado su madre cuando era niño.

—¿Quieres que hablemos de culpas y perdón?

Su madre irguió la espalda como una señora respetable, que debería vestir de luto pero que había elegido un vestido naranja para demostrar que ella no tenía la culpa de nada.

—Mira a tu alrededor —dijo, mordiendo apenas las palabras con sus pequeños dientes, un poco manchados de nicotina—. Este mundo tiene sus propias reglas. Aquí todos se conocen, y si te marcan te conviertes en un apestado. Y eso es lo que provocaron las mentiras de Liria en aquel juicio. Habladurías, chismorreos, críticas, amenazas... Nos negaron la palabra, no me atendían en las tiendas. Y tú te pusiste de su parte.

—Yo solo conté lo que vi.

Su madre se revolvió con violencia:

—¿Lo que viste? ¿Y qué viste? ¡Nada! No viste nada porque no había nada que ver. No eras más que un crío con mucha imaginación.

En la cabeza de Diego había crecido durante años una sola imagen: Liria con once años, con el cabello cubriéndole el rostro y aquellas marcas en el cuello. Con el tirante del camisón roto, saliendo del cuarto de su padre. Mirándole fijamente con los ojos muy abiertos. Incapaz de decir una sola palabra.

—Sé lo que vi, aunque todos hayáis querido cerrar los ojos.

—No sabes por lo que pasamos después de aquel juicio; la vergüenza, el escándalo. Los embustes de Liria acabaron con mi matrimonio y me enemistaron con mis hijos.

—Lo que acabó con tu matrimonio fue la ausencia de amor, madre. Y lo que te enemistó con tus hijos no fue lo que les diste, sino lo que les quitaste. Y eso no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el juicio.

Puede que en ese momento Diego se diese cuenta de que su madre estaba a punto de echarse a llorar, de que entendiera una soledad entera y se sintiera mezquino.

—Hablemos de otra cosa, por favor.

Pero no tenían nada de que hablar, porque cualquier cosa los conduciría al borde resbaladizo de un precipicio. Era penoso hablar del tiempo, de los cursos de informática que ella hacía, de las clases de Diego. Ella ni siquiera preguntó por Rebeca y Ana. Se limitó a hacer un comentario irónico sobre los que olvidan sus orígenes y se compran una casa en una urbanización para ricos.

—Por mucho que la mona se vista de seda...

De repente, su madre se fijó en el sobre que Teresa había dejado encima de la mesa.

—¿Esa es la letra de tu padre?

Diego ocultó el sobre entre las piernas. El tormento se prolongó unos minutos más y al salir del casino se miraron sin saber qué más hacer para acercarse el uno al otro.

—¿Quieres venir a casa? Te preparo un café con leche y te echo las cartas.

—Mejor dejar el futuro en la incertidumbre. Además, he quedado con mis hermanos para ir a la notaría.

Su madre frunció el ceño, airada.

—Como quieras. Ya sabes dónde encontrarme.

Diego inspiró, armándose de paciencia. Había olvidado lo exasperante que podía llegar a ser su madre. Se despidió con dos besos fugaces.

Apenas había dado unos pasos cuando ella le llamó en voz alta.

—¡Quería a tu padre! Siempre le quise y siempre le querré.

Diego no se volvió.

 

 

Desembocó en el ayuntamiento y localizó el número de la notaría. Sus hermanos todavía no habían llegado, así que se sentó en un banco a esperar. En aquella plaza los herederos de la Casa Grande habían martirizado al tío abuelo Joaquín, pero al observar los pórticos, los balcones y la fuente nada de aquello parecía haber sucedido; era como estar en la platea vacía de un teatro observando un escenario sin actores, sin una historia que contar. No quedaba huella alguna de la sangre derramada en las piedras; unos críos se perseguían alrededor de la fuente, las furgonetas de reparto provocaban un atasco. Eso era todo, la vida corriente. Más allá se extendía un largo silencio teñido de olvido, desmemoria e indiferencia. El pasado grabado en algunas placas, en algún monumento.

El primero en aparecer en la plaza fue Alberto. Disimulaba bien la cojera y a pesar del calor llevaba puesta la americana y la corbata. Se notaba que le iba bien, tenía un negocio de exportación de jamón, una casa lujosa en Mérida y una buena familia, pero seguía siendo el mismo envidioso y arrogante de siempre. Se estrecharon la mano como si fueran simples conocidos.

—Así que has venido. Creía que le habías dicho a Octavio que no te interesaba el dinero del viejo. Pero la hiena nunca resiste la tentación de la carroña, ¿verdad? Veinte años sin saber nada de ti y, de repente, aquí estás.

—Sigues siendo un cretino, Alberto.

Alberto se encogió de hombros con una sonrisa cínica.

—Al menos no me he convertido en un hipócrita santurrón.

Gloria apareció unos minutos después. Se mostró más comedida, aunque se le notaba incómoda con la presencia de Diego. Le preguntó por Rebeca, por Ana, insistió en que ahora las cosas tenían que cambiar, la muerte de su padre debía volver a unirlos. La vida no había sido generosa con ella. Seguía limpiando en un colegio y se quejaba de las articulaciones, de los horarios, de las estrecheces económicas. Su marido era un buen hombre, pero le costaba encontrar trabajo, comía demasiado y había engordado peligrosamente.

Octavio llegó tarde, con el uniforme de la funeraria puesto.

—Un muerto de última hora. ¿Qué, subimos ya?

Sus hermanos conocían al notario y lo saludaron con familiaridad. Era un hombre de hombros cargados, llevaba un ridículo peluquín de color pajizo y olía a colonia excesivamente afrutada. A Diego le estrechó la mano con frialdad.

—Bueno, si os parece, vamos a leer las últimas disposiciones de vuestro padre.

Diego observó a sus hermanos. Tenía la impresión de que le veían como a un intruso que había venido a quitarles lo suyo. Cada uno esperaba su parte del botín reprimiendo los gestos de ansiedad, de decepción o de alivio a medida que el notario leía las voluntades de su padre: una donación testimonial para el mantenimiento de la iglesia del Pilar. El viejo Mercedes para Octavio. La poca maquinaria agrícola para Alberto. Algo de dinero para Gloria. A Teresa le dejaba un pequeño apartamento en la costa de Málaga.

Pero la sorpresa mayúscula llegó cuando el notario se dirigió a Diego:

—A ti te deja la Casa Grande, con la condición de que deberás preservarla en buen estado y no podrás venderla al menos durante diez años.

Alberto saltó como un resorte. Octavio y Gloria no dijeron nada, pero intercambiaron una mirada de incredulidad. Diego se quedó muy callado y rígido. Cuando el notario le preguntó si tenía algo que objetar, movió la boca mecánicamente, sin mirar a nadie en concreto.

—No lo entiendo.

—Esa es la voluntad de tu padre. No hay que entenderla sino aceptarla.

Cuando salieron de la notaría, todos estaban confusos, recelosos y distantes. El único que parecía entender la estúpida decisión del viejo era Octavio.

—Tal vez es su manera de reconciliarse contigo.

—¿Con esa casa?

—Él sabía que Alberto vendería cada parcela al mejor postor hasta desmantelar la finca entera, y que Gloria acabaría endeudándose con los impuestos y terminaría arruinada y sin la casa.

Diego estudió la expresión de su hermano.

—¿Y qué me dices de ti? Tú te ocupabas de él, siempre tirando de un cabo y de otro para que la familia no se rompiera. Podría habértela dejado a ti.

Octavio trataba de disimular su decepción. En el fondo había confiado en que su padre le legaría a él la finca. Ya había empezado a pensar en rehabilitarla, trasladar allí parte del negocio funerario, adecentar la piscina y el jardín para los niños.

—Bueno, él lo ha decidido así y no hay más que hablar.

Diego abrió las manos.

—El muy cabrón ha querido salirse con la suya, incluso muerto. Pretende atarme a él, a su vida, a esta tierra de mierda.

Octavio le dirigió una mirada muy dura.

—En esta tierra de mierda vivimos nosotros. Y te guste o no, formas parte de nuestra historia.

Diego le sostuvo la mirada, desafiante.

—Eso no significa que vosotros forméis parte de la mía.

Alberto intervino, cogiéndole del brazo.

—Tienes razón. Siempre se te ha dado bien echarnos de tu vida cuando necesitabas soltar lastre. O humillarnos y traicionarnos apoyando las mentiras y los delirios de una loca.

Diego le sujetó por la camisa, amenazante:

—¡Esa loca es tu hermana! Y es mil veces mejor que tú, chivato de mierda.

—¿Todavía sigues atrapado en eso? ¡Despierta, hombre! Solo éramos unos niños. Tú recuerdas lo que te da la gana, ¿verdad? Vienes aquí y te haces el ofendido, como si el viejo solo te hubiese jodido a ti, echándonos en cara que nos hayamos olvidado de Liria, mirándonos como si no tuvieras nada que ver con nosotros. Como si tú no tuvieras la culpa de nada. Te largaste, Diego. Te largaste y no miraste atrás, me dejaste a mí con toda la mierda. Y ahora vuelves, firmas un papel, y te lo quedas todo. Otra vez nos traicionas.

Diego se desembarazó de la mano de Octavio, que había intentado detenerlo, soltó a Alberto y esquivó la mirada doliente de Gloria. Le temblaba la boca.

—¿Por qué cojones habré vuelto? Por mí os podéis ir todos al infierno, joder.

 

 

Aquella noche Diego se tumbó en la cama y llamó a Rebeca. Tenía sobre el pecho el sobre de Teresa, pero no lo había abierto. No quería abrirlo a solas. Tal vez no quisiera abrirlo nunca. El teléfono sonó hasta que saltó el buzón de voz. Dejó un mensaje anunciando la llegada de su vuelo el día siguiente. Colgó y se sentó en la cama en calzoncillos. Estaba solo, y de repente esa evidencia fue tan difícil de soportar que tuvo que levantarse. Anduvo arriba y abajo descalzo, encendió un cigarrillo, se acercó a la ventana. No había luna, solo oscuridad y una densidad aplastante. Se acercó a la maleta, cogió la pistola del tío abuelo Joaquín, la estuvo mirando, la arrojó sobre la cama y se sujetó la frente.

No eran solo él y Liria. Era la juventud perdida en las drogas de Octavio, la cojera de Alberto, la resignación patética de Gloria, la amargura de su madre... Su padre los había destrozado a todos.

—¡Eras un hijo de puta! Ojalá te pudras en el infierno.