Quererse, perdonarse, olvidar. Eso es lo que hace la familia. Fingir que no ha pasado lo terrible, o que sí ha pasado pero que ya no importa. Despellejarse, traicionarse, zaherirse, pero solo de puertas para adentro. A los de fuera no se les tolera ni una mala mirada contra alguien del clan. Cerramos filas como los espartanos ante la amenaza externa. Aunque entre nosotros nos saquemos los ojos. Aunque para mantener esa cohesión forzada haya que excavar más profundo, ir más y más lejos en los recuerdos, en la infancia, en las mentiras acomodadas en la memoria, recurriendo a los mismos ritos para superar los agravios presentes, las fisuras, las incontestables rencillas.
El 12 de febrero de 1990 Liria, acompañada por un abogado recién colegiado al que conocía desde hacía unas semanas, y con el que se acostaba, presentó una denuncia por abusos sexuales contra nuestro padre en el cuartel de la Guardia Civil del Pueblo. Lo acusaba de haber abusado de ella desde los nueve hasta los dieciséis años. Unas semanas después se celebró el juicio. La única persona que corroboró su versión fui yo. Conté lo que había ocurrido la noche del 6 de abril de 1981:
Desperté de madrugada con aquel escalofrío húmedo en los riñones que me resultaba tan familiar; me había orinado en la cama, a pesar de mis esfuerzos y de mis precauciones —intentar mantenerme despierto el máximo tiempo posible, envolverme la cadera en plástico, poner hojas de periódico sobre la sábana—; me levanté a oscuras pasando sobre el cuerpo de Alberto, que dormía en la litera de al lado, y sin hacer ruido para no despertar a Octavio, que dormía en la litera de arriba. Arrastré la sábana mojada al pasillo con la esperanza de esconderla antes de que mi madre despertara. Recuerdo esas noches, la sensación de fatalidad, el odio hacia mí mismo y el frío en las manos.
De regreso a la cama, me topé con Liria plantada en medio del pasillo. A pesar de mis precauciones, ella me había oído. Me sobresalté un poco, pero no me asusté. Hubiera sido mucho peor encontrarme con Alberto, que ya era un gilipollas de mal corazón y que no habría dudado en correr a despertar a mi madre. Sabía que Liria no me delataría. Nos unía una complicidad difícil de explicar, diferente a la relación que teníamos con nuestros otros hermanos. Tal vez fuera porque yo era el único que intuía que ella era especial. Sobrevivíamos con estrategias distintas pero solidarias. Cuando mi madre se cebaba conmigo, yo luchaba, intentaba escapar, gritaba y lloraba, suplicaba esperando ablandar su violencia. En cambio, cuando le tocaba a ella recibir la ira de nuestra madre Liria se comportaba de manera estoica: soportaba los golpes, los arañazos y los insultos con la mirada fijada en ella, no gritaba, no pedía clemencia. La desafiaba con su silencio de estatua hasta exasperarla y, finalmente, derrotarla. Mientras yo intentaba acercarme a mi padre, ganarme su cariño y complacerle con la esperanza de que me protegiera, Liria le rehuía. Ella fue siempre su preferida: la cogía en brazos, le compraba cosas, la llevaba de paseo y vigilaba cuando mi madre estaba cerca de ella, atento a cualquier mal gesto, a cualquier palabra que pudiera herirla, pero Liria respondía escabulléndose como una culebra; si mi padre la besaba, ella corría a esconderse y se limpiaba la cara con asco.
Los dos solíamos buscarnos como gatos heridos, nos sentábamos en un banco del parque. Liria apenas hablaba ya por entonces, solo contemplaba las cosas con esa mirada de extrañeza permanente; a veces era ella la que me cogía la mano, en otras ocasiones era yo quien lo hacía, y nos quedábamos así hasta que nuestros dedos entrelazados se entumecían. Muchas veces planeábamos escaparnos juntos, hacíamos listas de cosas que necesitaríamos, decidíamos en qué momento nos fugaríamos, adónde iríamos. A mí la posibilidad teórica de otra vida me ayudaba a transitar aquellos períodos de sufrimiento, pero me faltaban el coraje y la resolución que ella sí tenía. Varias veces, acordada la fecha de partida, se presentaba en mi habitación con una pequeña bolsa de plástico en la que había metido algo de ropa y sus dos muñecas preferidas, unas pocas monedas sueltas que había robado del monedero de nuestra madre y su juego de lápices. Su decepción cuando yo me negaba a seguirla y le hacía devolver las cosas a su sitio me atravesaba como un puñal.
Aquella noche Liria me llevó a su cama, tendió una toalla en el colchón y me dijo que me tumbara con ella, que entre los dos se secaría más rápido el pijama. No sé quién abrazó a quién, quién empezó a tocar al otro, quién dio el primer beso —el aliento a tomate frito—, imitando los gestos que a veces veíamos a través de la puerta entreabierta de la habitación de nuestros padres. Repetíamos las mismas palabras que no significaban nada para nosotros, rumores que se escuchaban en los pasillos de la escuela, escenas que se veían en las revistas para adultos que hojeábamos furtivamente en los quioscos. Todo en la superficie, sin verdadera intención de llegar a un umbral que, por otra parte, no habríamos sabido cómo traspasar. Me tocó y la toqué, me besó y la besé, en todas partes, con un poco de angustia, un poco de asco, es verdad... Y luego nos quedamos mirándonos con las narices juntas, mucho rato, hasta que nos quedamos dormidos, los dos abrazados.
Lo siguiente que recuerdo fue la sensación de estar volando. Un tirón fuerte del brazo y un dolor muy agudo, mi cuerpo despegando del suelo, mi cuerpo estrellándose violentamente contra la pared. Todo era confuso, mi padre hecho una furia, golpeándome con el puño. Mi madre en el umbral de la puerta en camisón, mirándonos a Liria y a mí con un asco infinito, llamándonos cerdos, degenerados, enfermos. Mis hermanos estaban en el pasillo, en pijama. Alberto sonreía. Fue él quien nos denunció, quien me vio salir de la habitación y se hizo el dormido, quien estuvo espiándonos a Liria y a mí, quien esperó a que nos durmiéramos para ir corriendo a ver a mi padre y contárselo todo: «Diego y Liria están follando». Alberto solo tenía siete años, ni siquiera era consciente de lo que estaba diciendo, ni de lo que significaban esas palabras, ni de las terribles consecuencias que iban a tener. Pero nunca he podido perdonarle aquello.
Me recuerdo a mí mismo hecho un ovillo para protegerme de las patadas, el pavor de creer que me iba a morir. Y recuerdo a Liria, sentada en un rincón, protegiéndose del tironeo del pelo de mi madre, mordiéndole la mano y corriendo a taparse la cabeza con la manta como si se hubiera metido en una tienda india. No dijo una sola palabra, no lanzó un solo grito, ni un gemido. Ni siquiera cuando mi padre le arrancó la manta y la arrastró violentamente hasta su dormitorio y cerró la puerta con el pestillo. Ahí mi madre sí quiso oponerse, se puso en su camino, le suplicó que no lo hiciera, pero mi padre la apartó de un manotazo.
Él se la llevó. Se llevó a Liria. Como el hombre del saco. Y yo no pude impedirlo.
Liria perdió el juicio. Los abogados que contrató nuestro padre para defenderse salieron con la artillería pesada: a los veinte años Liria contaba ya con un largo historial de ingresos y altas en centros psiquiátricos, de altercados y escándalos de todo tipo con la policía, de falsas denuncias contra antiguos novios que la abandonaban cuando se hartaban de sus desvaríos y con los que ella se obsesionaba hasta que daba con una nueva víctima. Nadie quiso creernos, sobre todo cuando el juez escuchó los testimonios de nuestra madre y nuestros hermanos. Todos declararon en su contra, juraron que nunca vieron o sospecharon algo indecoroso o fuera de lo normal en el comportamiento de mi padre, aseguraron que Liria era propensa a las fantasías cuando no tomaba su medicación, que se volvía incontrolable, que se dañaba a sí misma y dañaba a cuantos la rodeaban. En cuanto a mí, el juez desestimó mi testimonio porque yo estaba manifiestamente dispuesto a perjudicar a mi padre, con quien llevaba largos años de enemistad.
Dos años antes del juicio, 1988. Liria tiene dieciocho años. Me llama Octavio para decirme que se ha vuelto a escapar del centro en el que estaba internada y que seguramente ha ido a Barcelona en mi busca. La policía la localiza días después en una nave industrial abandonada del Poble Nou, viviendo entre mendigos y heroinómanos. Voy a buscarla y la encuentro paseándose desnuda por el espacio vacío. No me hace caso ni me escucha, está totalmente ida. No hay muebles, solo el colchón en el suelo con el plástico intacto. Sobre esa superficie deslizante que huele a plástico industrial hay restos de sudor, gotas de orina y de heces líquidas que se van deslizando poco a poco hacia los bordes y dejan pequeños charcos. Liria se detiene frente a una pared con pruebas de pintura. La más fuerte no alcanza el tono del limón. Ese zarpazo en medio del yeso capta su atención.
—El color verde limón evoca sensaciones de armonía. Ya no tengo limones en el vientre.
Toca la pared como si pudiera acariciar las capas de pintura que hay debajo, la huella de la gente que ha vivido allí antes, acerca la mejilla como si quisiera rozar sus caras, oír sus voces atrapadas ahí dentro. Tiene los pies juntos y los talones, un poco agrietados, bien asentados en el suelo. Su columna vertebral se alza de modo lento y grave sobre el nacimiento de sus glúteos duros, que tienen impresa la marca de las bragas. Se vuelve hacia mí con los párpados cansados, los labios entreabiertos, el pecho que sigue siendo poderoso.
—Quiero tener un hijo contigo, Diego. Un niño con alas de ángel. Ahora.
Contemplo las cicatrices en las muñecas, las erosiones en la cara interior de los antebrazos, los cortes paralelos en el vientre (autolesiones antiguas), justo por encima de donde le nace el pubis, rizado, oscuro, bien delimitado, una raya negra sobre su piel blanca.
—No digas eso, Liria. No estás bien.
Me dice que ha tenido un sueño y que en ese sueño me daba un hijo. Le digo que se calle, pero ella sigue hablando mientras avanza y me atrapa la muñeca. Intenta llevar mi mano a su coño.
—Quiero darle un ángel al mundo.
Me separo con violencia, la empujo y cae de espaldas. Se queda allí, quieta, boqueando como un pez fuera del agua. No puedo olvidarme de sus ojos clavados en el techo. Me marcho porque no puedo soportarlo.
Esa escena y otras parecidas se habían repetido durante años, desde que Liria fue ingresada por primera vez. Las llamadas de madrugada llorando, diciendo que se suicidaría si no iba a buscarla. Los viajes a toda velocidad por la autopista para encontrarla desnuda en cualquier apeadero o estación de autobús, las llamadas de la policía para que fuera a recogerla a comisarías inmundas, los novios indigentes, toxicómanos, viejos, jóvenes, mujeres y hombres, proxenetas y abusadores, timadores, los falsos supervivientes, los falsos poetas. Todos esos hijos de puta que le devoraban la carne y escupían los huesos para que yo los recogiera.
Y entonces llegó el juicio.
La fractura que aquel juicio dejó en todos nosotros fue irreparable. Pocos años después mis padres se divorciaron y mis hermanos acabaron también abandonando la Casa Grande y haciendo su vida. Pese a lo que todos ellos manifestaron, la sombra de la duda ya estaba plantada. Mi padre se hundió. En cuanto a mí, no volví a verle. Se quedó solo en su reino de aire, luchando contra los fantasmas que se escondían en las habitaciones vacías.
Se supone que un hijo conoce a su padre. Pero el mío se difumina en las palabras, se me escapa. La única manera de retenerlo como algo —no como alguien— real es mirándome en su sombra. Ahí está, en mí. Dicen que somos idénticos, dos gotas de agua a la misma edad. Ser lo que rechazas, verlo cada vez que te miras por las mañanas al afeitarte, al lavarte los dientes, sentado en el inodoro, es difícil. La misma nariz, los mismos ojos oscuros, las mismas cejas, la misma boca. Hasta la manera de reír. De pronto, eres tu padre. Te has convertido en lo que más odias. Hubo un tiempo en que quería desfigurarme la cara con los cristales del espejo. Luego aprendí a superarlo. Me dejé barba, reconstruí mi dentadura para cerrar el diastema, empecé a depilarme las cejas, hice que me enderezaran el tabique nasal con la excusa de la mala respiración y me esforcé al máximo para mantener a raya la barriga. También me hice un tatuaje en el hombro izquierdo (él odiaba los tatuajes, le recordaban a su padre) y, durante algunos años, lucí un vistoso pendiente. Pero solo era un disfraz. Mi padre seguía en mí como una maldición, como una música que nunca termina. En todo lo que yo hacía, decía, pensaba y sentía estaba él. Negarlo a él era negarme a mí mismo.
En algún momento nos convertimos en enemigos irreconciliables. Pero no siempre había sido así. Al principio, muy al principio, era la persona que más quería en este mundo. En el dormitorio de mi abuela había una fotografía en blanco y negro de él, en un marco verde con arabescos dorados. Los nietos teníamos prohibida la entrada en aquella habitación que siempre estaba en penumbra y que olía a bolas de alcanfor y a madera vieja. Pero en ocasiones, cuando mi abuela estaba en la terraza tomando el sol en la silla, con la bata recogida por encima de las rodillas hinchadas, y mi abuelo andaba trasteando en el garaje, yo me colaba allí dentro y me sentaba en el hueco que quedaba entre la cama y un viejo baúl forrado con tela verde, con aquella fotografía en las manos. Cuando mi abuela murió en 1975 —tres días antes de la muerte oficial de Franco— alguien se llevó esa fotografía. Recuerdo haber visto el marco vacío en la cómoda. Años después volví a verla en casa de mi madre, pero no pregunté.
Mi padre era joven y fuerte en esa imagen. Impresionaban sus bíceps y su porte. Parecía un galán de cine, aunque las zalamerías, los cuentos y las monsergas se las guardaba para fuera de casa, donde enseñaba lo mejor que tenía, su labia y sus modales de seductor. Era fantasioso y contador. A las mujeres les gustaba su cuerpo rocoso, su piel tostada, y tenía, es verdad, una mirada bonita, de horizonte, ensoñada, con la que encandilaba a quien quería. Yo le recuerdo hablando de lugares en los que nunca había estado como si fueran suyos. Siempre decía que iba a marcharse muy pronto a Australia.
Según la crónica familiar nació en 1933, aunque nadie estaba muy seguro. Mi abuela no lo recordaba bien, en cambio aseguraba sin dudar que pesó cuatro kilos y medio al nacer. Como si ya hubiera nacido con media vida hecha y con ganas de echar a correr a por la que le quedaba. Fuerte, ceñudo y decidido. Fue el primer parto de mi abuela —luego vendrían la tía Amparo y el tío Manuel— y tanto se complicó la cosa que debió de pensar que se iba a morir allí mismo, desangrada, con su hijo a medio salir y sin fuerzas para sacar el resto. No hubo nadie allí para asistirla, ni médico, ni comadrona, ni una mano amiga, pero se mantuvo asombrosamente viva, sacando coraje de la desesperación.
Recuerdo cuando se contaba en la mesa esa historia. Es curioso, y paradójico, que fuese mi abuelo quien la contara, como si la hazaña hubiera sido suya, aunque él ni siquiera estuvo presente. Mi abuela meneaba la cabeza con gesto serio. «No fue para tanto», decía. Las mujeres parían desde que el mundo era mundo y, de todas maneras, a ella nadie le había preguntado si quería o no ser madre. Lo que venía se aceptaba. Un hijo, dos, tres. Con suerte vivían todos, y si se moría alguno se enterraba en el patio trasero de la casa sin derecho a llorarlo. Había que seguir trabajando, sufriendo y viviendo, pasara lo que pasase. Mi padre podría haber salido con el cordón enrollado al cuello, asfixiado, o venir de nalgas y quedarse a medio camino. Podrían haber muerto los dos y haber sido enterrados en el mismo agujero. Podría haber salido con seis dedos, sin un pie, con las manos pegadas a los codos... Se veían horrores así, pasaban y a nadie le sorprendían. Pero nació dispuesto a ocupar su sitio en el mundo.
Me acuerdo de un invierno del que no debería acordarme porque dicen que a esa edad no se pueden fijar los recuerdos. Y, sin embargo, el frío de aquel día sigue incrustado en mi memoria: la sensación de la punta de los dedos helada a pesar de tener los puños metidos en los bolsillos sin forro del abrigo (de color azul oscuro, cruzado), el vaho de mi respiración atrapado entre mis labios amoratados y la bolsa de calor de la bufanda, las mejillas encarnadas, la presión del gorro de lana sobre las cejas y el dolor en la punta de la nariz, la pesadez en las pestañas y la mirada lacrimosa. Mi padre llevaba puesta la cazadora de cuero, que años después me quedé yo, y ocultaba la mirada detrás de unas grandes gafas de sol con los cristales de espejo, a pesar de que el cielo estaba encapotado. También me acuerdo de la puntera mojada de sus botines con cremallera. Me daba la sensación de que tenía los pies muy grandes, pies con zancada de gigante y andares un poco zambos. Mi padre nunca paseaba; él solo se desplazaba nerviosamente, siempre iba de un sitio a otro, aunque no recuerdo de dónde veníamos ni adónde íbamos aquella mañana. Ni por qué. De repente se paró en medio de la plaza, frente a la fachada principal de la catedral de Barcelona, y me preguntó si era capaz de imaginarme el esfuerzo humano que había significado levantarla, los cientos de años de trabajo manual de canteros, albañiles, peones, carreteros, escultores y yeseros que habían dedicado a ese empeño su vida entera, los conocimientos de ingeniería y de arquitectura que se requerían para levantar aquella estructura gótica con sus complejos arcos y naves. «Las piedras hablan. Tienen historia. Por eso me hubiera gustado ser arqueólogo. Para aprender su idioma.»
Fue la única vez que le oí decir que le habría gustado ser algo distinto a lo que era. Ahí estaba, hablando como si él mismo hubiera acarreado las piedras, levantado los andamios, apuntalado las columnas. Y yo creí que, efectivamente, él había levantado ese monumento con sus propias manos.
En cambio, la imagen de mi madre está impregnada de verano, de calor sofocante; los campos al otro lado de la vía de Torrebaró, las matas entre los raíles aceitosos, las bolsas de Cáritas entre las piernas. Y a su lado yo, sentado en el extremo del banco, incómodo, sin atreverme a rozarla con la mirada, aislado, meditabundo, pensando seriamente en tirarme delante del primer tren que pasara antes de que ella pudiese impedírmelo. «¿Cómo se ha hecho el niño esos arañazos en la cara?», le preguntaba mi padre; nunca me preguntaba a mí directamente porque la respuesta le habría obligado a hacer algo al respecto. «Se araña él solo cuando duerme», decía mi madre sin inmutarse. Yo callaba. Mi padre callaba. Y el silencio se hacía más profundo en mi interior.
Si me despojo de literatura al describirme en aquellos años veo mis dientes sucios, el pelo rapado casi al cero para escapar de los piojos, la canica en el bolsillo que acaricio con la uña partida del dedo índice. El picor insoportable en el culo que me obliga a frotarme con la madera del banco del andén donde estoy sentado. Un picor que provocan cientos de gusanos que he incubado en mis intestinos mal alimentados, gusanos minúsculos pero voraces que puedo ver retorciéndose en mi mierda cuando la remuevo con un palo, y me parece asqueroso y repugnante que todo eso salga de mis entrañas. Ese picor que solo se calma con un diente de ajo o con una miga de pan mojada en vinagre en el ano, remedios de mi abuela. Esos recuerdos, esos detalles solo pueden ser ciertos. Nadie puede inventarse algo así. Como el miedo a volver a casa. Ese miedo que me acompañaría siempre; miedo a estar encerrado, a sentirme atrapado entre cuatro paredes. Eso es real.
La literatura vino después, cuando necesitaba entender y redimir a mi madre, darle un papel en mi propia historia que me permitiera volver a quererla.
Ella achaca todo lo que ocurre al poder de las estrellas y a cuestiones esotéricas. No sé cuándo empezó a creer en esas cosas; aunque le gusta decir que siempre ha tenido ese don, más bien estoy seguro de que en algún momento encontró su propia manera de no enloquecer del todo, creó una ficción y esa ficción se hizo certeza en la medida que la alejaba del peligro. Y así ha seguido desde entonces. Naipes por pastillas, tarot por bebida. No es un mal cambio. Sin embargo, afirma que las cartas se vuelven confusas cuando les pregunta por ella misma. Es una manera de decir que uno está ciego ante sus propios errores. Hace unos años encargó que me hicieran la carta astral. Quería que tuviera una especie de mapa interior que me sirviera de orientación en la vida. Así supe que nací a las 13.23 horas, exactamente. Le pregunté cómo podía estar tan segura. «Una no olvida esa clase de dolor.» Averigüé, además, que mi signo, Escorpio, tiene un ascendente, también Escorpio, que tengo talentos creativos, capacidad autodestructiva y que mi complemento ideal son los Sagitario. La conclusión de ese pormenorizado estudio era del todo halagüeña: Está escrito que triunfarás y que alcanzarás todo lo que te propongas. Escrito. A las estrellas no les gustan los aguafiestas. Ni los que se empeñan en contradecir sus designios. Por eso le dieron a ella la espalda. Sus astros, su suerte, sus presagios.
Mi madre conservaba una fotografía arrugada, como si hubiera hecho una bola con ella para arrojarla a la basura y en el último momento se lo hubiera pensado mejor y la hubiese alisado de cualquier modo: dos jóvenes vestidos modestamente, caras de hambre, incómodos ante la cámara, el gesto forzado, en blanco y negro. Mis padres a punto de ser mis padres. Bajo el vestido de ella sobresale su enorme barriga. Embarazada de mí, su mano derecha me toca, me busca a través de las capas de piel, músculos y grasa. El brazo izquierdo reposa con languidez pegado a su cuerpo de niña, sin curvas, ni caderas, ni pecho. La foto de cuerpo entero es reveladora: los calcetines blancos, el zapato de hebilla con un tacón bajo; el vestido con un cuello de volantes es de confección sencilla, seguramente cosido por ella misma con un retal de tela barata. El cabello oscuro y brillante enmarca con su media melena un rostro un poco ovalado, de cejas finas, ojos pequeños y muy fijos, y labios algo fruncidos, como si en ese momento yo la estuviera pateando. Es increíblemente guapa y joven; en realidad es una niña de quince años embarazada de casi nueve meses. Lleva una diadema blanca en la cabeza.
En comparación con lo menuda que es ella mi padre aparece como un gigante. 1968. Joder, le doblaba la edad. La camisa de manga corta ajustada para que resalten sus bíceps enormes, el pantalón negro y las alpargatas blancas. Una vez vi un retrato del Lute, un pobre desgraciado que el franquismo convirtió en enemigo público; todos los hombres de su condición se parecen en las fotografías de esa época en la gravedad de la pose, en esa suerte de dignidad herida, de orgullo maltrecho y de miedo inconcreto. La expresión de mi padre es de una violencia contenida, la boca entreabierta, una mano posada sobre el hombro de mi madre como si aplastara a un gorrión y la otra cerrada en un puño dispuesto a golpear. Bajo las cejas anchas se adivinan sus ojos, muy negros, que miran desafiantes. Ya arrastra muchas experiencias, conoce el mundo, lo que hay fuera del marco de la fotografía, lo que se esconde detrás de la sábana que sirve de fondo al posado. Ya ha habido otras mujeres en su vida, muchas en realidad.
Pero para ella él es el primero. Y será el único. Se nota en su mirada. Está enamorada de ese hombre de cabello espeso y alborotado, de esa belleza racial tan del sur, abrupta y sin pulir. Él, en cambio, solo ve a un pajarillo que viene a comer en la palma de su mano. Algo delicado que le asombra y que no sabe exactamente cómo tratar. No es que quiera hacerle daño, es que no sabe lo que es la ternura. Un pajarillo torpe y suicida que se empecina en traspasar el cristal cerrado. Hasta que se le quiebra el cuello y un gorgojo de sangre aparece en su pico abierto.
No me he dado cuenta hasta ahora de que mientras escribía esto estaba tarareando una canción de la Niña de los Peines, A mi mare, que le gustaba mucho a mi padre. No sé por qué me vienen esas canciones, supongo que es el polvo que levantan los recuerdos al moverlos de sitio: el Lebrijano, Carmen Linares, Antonio Molina me lo traen de vuelta, en la ventana abierta de un patio, cuando más feliz parecía, canturreando como si no hubiera nadie más en el mundo. Cantaba bien; todo el mundo lo decía. Y era verdad, porque cantaba desde dentro. Aunque a veces se quedaba callado en mitad de una estrofa, como si se diera cuenta de que le asomaban las costuras y le diera vergüenza.
Entonces era cuando yo más lo quería.