La guerra había terminado, pero Simón no tenía nada que celebrar. Como otros veteranos, también había creído que la Victoria cambiaría su destino, y ahora se preguntaba en qué se había equivocado para que la Gloria fuera tan poca cosa: un villorrio de mierda, una repetición de los días sin objeto, una familia que le dejaba vacío y a la que a menudo culpaba de haber quedado atrapado como un insecto en una gota de resina. Se sentía estafado. No le habían dado la oportunidad de hacer méritos en la batalla por tener un cuñado anarquista. Y, a pesar de los esfuerzos para demostrar su valía en el frente, siempre desconfiaron de él. Ni siquiera las recomendaciones de su amigo Marcelo, falangista sin tacha, habían servido para dejar los recelos. A fin de cuentas, un hombre de verdad no saltaba la tapia por la noche y huía del enemigo dejando atrás a su mujer y a sus hijos pequeños. ¿Qué tipo de coraje podía esperarse de alguien así? Los héroes eran otros y los méritos eran suyos.
Gente como el teniente del puesto de la Guardia Civil, Ochoa, con su bonita casa y su bonita mujer, con la lealtad y el respeto de sus hombres. Con el miedo del pueblo a sus pies. Pero Simón no le temía. Acostarse con la mujer de un héroe de la Cruzada era una temeridad, pero hacerlo en su propia casa y a plena luz del día rozaba el suicidio. Mientras follaba con ella, Simón estaba atento a los sonidos de la escalera, y se mezclaban en él la temeridad y la excitación. Al ver a Ángela desnuda y entregada, sentía que una vida sin riesgo era una vida a medias.
Ángela se acercó por detrás y le acarició los testículos para excitarlo otra vez.
—Tenemos tiempo de echar otro polvo antes de que vuelva mi marido.
Y volvían a hacerlo hasta que las agujas del reloj se acercaban peligrosamente al momento en que sonarían los pasos en la escalera y las llaves en la cerradura. Entonces Simón se vestía con una parsimonia que ponía de los nervios a Ángela, que no paraba de apremiarlo, y salía a la plaza del pueblo como un torero que ha tenido una buena faena.
—Un día te van a pegar un tiro por la espalda —le advertía su amigo Marcelo—. Por lo menos, podrías ser más discreto.
Pero a Simón la discreción no le servía. ¿De qué sirve ganar si nadie se entera?
Aquella tarde, al salir de la casa del teniente, le deslumbró el sol y con los ojos entornados se fijó en la pintada del muro. Bajo la efigie de Franco estampada en la cal caliente, alguien se había atrevido a tachar con pintura roja el lema oficial «Franco, Franco, Franco» y había escrito debajo «Menos Franco y más pan blanco».
Era lo que pensaba todo el mundo. La guerra no había traído, con la supuesta paz, ninguna de sus promesas, solo más miseria para los miserables y más hambre para los hambrientos. La única rebeldía que le quedaba a los desesperados estaba en los muros. Vio a su amigo cruzar la calle en su dirección. Marcelo seguía siendo un hombre enérgico. Avanzaba con largas zancadas, sin una gota de sudor en la camisa y con esa resolución en el rostro que solo tienen los hombres de convicciones firmes. Un tipo valiente o fanático, según se mirase. Marcelo se quedó mirando la pintada del muro.
—Estos hijos de puta no aprenden, ¿eh? Son como la mala hierba; la arrancas de raíz y vuelve a salir donde menos la esperas.
Simón se rascó la mejilla con la pavesa del cigarrillo peligrosamente cerca de las pestañas.
—No hay nada más subversivo que el hambre y la falta de esperanza. Quítale a un hombre el pan y niégale el horizonte y tendrás un rebelde.
Marcelo lo miró con extrañeza.
—Te estás ablandando, Simón.
Simón escupió una brizna de tabaco y se encogió de hombros. No se estaba ablandando. Solo estaba harto y decepcionado. Habían ganado la guerra, ¿no? ¿Qué sentido tenía seguir inventándose enemigos? ¿Por qué ese empecinamiento en convertirlo todo en un cementerio?
—Será algún desesperado de las cuevas. Se tapa con pintura y asunto resuelto. No es para tanto.
Marcelo estiró el cuello.
—Esos cabrones no descansan ni se rinden. Y nuestro trabajo es estar vigilantes. Ahora más que nunca. Ya sabes lo que te toca.
—Yo no soy policía ni guardia. Ni falangista. Encargaos vosotros.
Marcelo le puso una mano en el hombro.
—Tú eres el capataz de don Rodrigo. Y ya sabes lo que piensa de esa gente y de lo que debe hacerse con ellos. Este es su pueblo, así que tú verás.
Simón torció el gesto. No tenía ningún mérito sacar a las ratas de las cuevas del monte Mocho y exponerlas abiertas al sol. Aun así lo haría, porque a eso se dedicaba. Iría allí, daría unas cuantas bofetadas, lanzaría algunas amenazas, y de entre todos los candidatos elegiría al más blando. Siempre era lo mismo. Si todos son culpables, para qué preocuparse de equivocarse con un inocente. Ese era su cometido: ser un rompehuesos al servicio de los Patriota. Hacer el trabajo que nadie quería hacer. Demasiada miseria: el hedor de humanidad hacinada en las cuevas, las lumbres raquíticas que arrojaban más humo que calor, la peste a excrementos, las toses tuberculosas, el llanto de los chiquillos... Nadie quería mancharse las manos en ese cenagal.
La cueva más grande había sufrido un derrumbe parcial con las últimas lluvias y habían muerto enterradas varias personas, pero ya volvía a estar ocupada, a pesar del peligro de que se volviera a hundir el techo, débilmente apuntalado. Simón se abrió paso por la galería estrecha y baja, tanteando las paredes y sorteando los charcos de inmundicia. Allí donde la luz del exterior ya no llegaba, se detuvo y preguntó a voces.
—¡¿Hay alguien ahí?!
De la oscuridad surgió una mujer harapienta que estrechaba a un bebé de pocas semanas en los brazos. El bebé parecía aletargado, y succionaba un pezón oscuro del que no manaba leche. Simón y la mujer ya se conocían.
—Ese niño parece más muerto que vivo, Tuerta.
La Tuerta tenía dos ojos preciosos, que fuera de aquella oscuridad debían de relucir como esos días asombrosos de invierno, cuando el sol decide salir a pelear con la niebla. Simón no sabía por qué la apodaban así. Era la más veterana de las cuevas. Probablemente no había cumplido los treinta y casi seguro que no cumpliría muchos más.
—¿Y ahora qué quieres, Simón?
Simón acomodó la vista a la oscuridad. Detrás de la mujer se adivinaban más sombras, hombres, mujeres y niños arracimados unos contra otros al fondo de la cueva. Oía sus respiraciones y sus toses ahogadas.
—Quiero al que ha hecho las pintadas en la plaza.
—Yo no sé nada de ninguna pintada.
Simón se encogió de hombros.
—Necesito un culpable. No me importa quién, elígelo tú.
En los ojos de la mujer brotó la desesperación.
—¿Nunca os cansáis? ¿Cuándo va a haber un poco de justicia?
Simón sabía que lo observaban. Se fijó un instante en el bebé raquítico que la Tuerta sostenía en brazos. No pasaría del invierno.
—No en este mundo. No para la gente como vosotros.
La Tuerta endureció el rostro, acercándose, retadora.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Cuándo te vas a cansar de ir con esa correa a donde te manda don Rodrigo?
Simón la agarró del pelo grasiento y tiró hacia atrás con fuerza.
—No me hables así o te arranco los pocos dientes que te quedan.
Hubo un rumor en la oscuridad; las fieras se indignaban, gruñían, pero en lugar de alzarse solidariamente, retrocedieron prudentemente un poco más hacia la oscuridad. Simón apuntó con el índice a la mujer.
—Esperaré fuera cinco minutos... No me hagas volver a entrar a buscarlo.
Al cabo de un rato apareció un muchacho con la cabeza rapada y unas costras gruesas en el cráneo. Las clavículas le sobresalían por debajo de la camisa rota y sucia. Se subía los pantalones, de adulto, y los sujetaba por la cintura.
Simón le echó un vistazo indiferente.
—Así que te ha tocado... Solo por curiosidad, ¿has sido tú el que ha escrito esas pintadas?
El muchacho negó con la cabeza.
—Yo no sé escribir.
Simón lanzó un suspiro.
—Tampoco es que importe mucho.
—¿Qué me va a pasar? —preguntó el muchacho, nervioso.
Simón contemplaba a lo lejos el puente romano donde colgaron a Joaquín. Los hombres no eran capaces de vivir en paz, de simplificar las cosas. No les bastaba con tener sus ideas, necesitaban imponerlas a los demás. No podían soportar la libertad. Ladeó la cabeza hacia el chico.
—Nada que no te haya pasado ya.
La guerra había terminado en España pero no tardó en estallar en Europa, ese continente más allá de los Pirineos que parecía tan lejano. La Wehrmacht avanzaba como un rodillo y se daba por supuesto que España entraría en la contienda al lado de los alemanes. Pero pasaban los meses y para desesperación de los viejos falangistas y de los militares que querían hacer méritos en la guerra Franco seguía dándole largas a Hitler.
—¡Hasta Italia! —se enfureció Marcelo sacudiendo la portada del periódico que el 10 de junio de 1940 anunciaba la decisión del Duce de declarar la guerra a los Aliados—. ¿Y nosotros cuándo?
Se rumoreaba que existían contactos entre el ministro Serrano Suñer y el alemán Von Ribbentrop, y eso solo podía significar que se preparaba una entrevista entre Franco y Hitler. Pero tras el encuentro en Hendaya, España solo varió su posición oficial de neutralidad hacia la de no beligerancia. Muchos consideraban que con ello Franco estaba dejando pasar la oportunidad histórica de recuperar parte de la hegemonía colonial en el norte de África.
A Simón todo aquello le dejaba indiferente. Tenía cosas de las que ocuparse. A pesar del peligro y de que cada vez corrían más habladurías, seguía viéndose con Ángela. Incluso se permitía saludar a su marido cuando se lo cruzaba por el pueblo, no dándose por enterado de sus miradas asesinas.
—¿Por qué no nos largamos de este pueblo de mierda, tú y yo? Podríamos ir a Madrid o a Barcelona.
Ángela no le tomaba en serio.
—¿Y qué íbamos a hacer? ¿De qué viviríamos?
—No soy un rompe terrones. Soy un buen albañil. Seguro que encuentro algo.
Ángela soltaba una risa irónica, como si la respuesta fuera evidente.
—¿Quieres follar?
Aquella tarde, Simón negó con la cabeza pesadamente.
—Solo quiero quedarme un poco más, mirándote y bebiendo juntos.
Ángela alzó la copa con gesto desganado y brindó al aire.
—Por lo que sea que brinda la gente como nosotros.
Al cabo de un rato empezó a oscurecer. Seguían tumbados en la cama, fumando. Ya no quedaba nada en la botella.
—No podemos seguir viéndonos —dijo de repente Ángela. Su rostro empezaba a cubrirse de sombras y Simón no veía su expresión ausente—; mi marido sospecha.
Simón se incorporó apoyándose en el codo. La cabeza le pesaba y no pensaba con claridad.
—No me da miedo tu marido.
—No sabes lo que dices.
Simón se enfureció.
—Ya te he dicho que no me da miedo ese fantoche.
Ángela le dio la espalda y se cubrió con la sábana.
—Deberías temerle, Simón. Como le temo yo. Sé que está tramando algo.
A finales de junio de 1941 Alemania cruzó las fronteras de la Unión Soviética.
Dos días después, Simón fue llamado al casino. Un flamante Hispano estaba aparcado en la puerta. El chófer había reclutado a un par de chiquillos para que lustrasen las llantas mientras él mataba el tiempo fumando y les estaba apremiando. Simón se acercó al soberbio vehículo, sin poder reprimir la tentación de deslizar un dedo sobre la plancha caliente y oscura del capó. Nada podía simbolizar mejor la independencia de un hombre que conducir su propio vehículo. Poder ir a cualquier parte, sin dar explicaciones ni pedir permiso.
—Quita tus zarpas de ahí —le advirtió de malos modos el chófer.
Simón encogió los dedos lentamente, dejando las uñas en la retirada.
—Un día tendré uno de estos.
El chófer echó hacia atrás la visera de su gorra con sorna.
—Claro, hombre... Y yo jugaré en el Madrid.
En la entrada del casino se apostaban dos guardias civiles que no eran del pueblo. Le pidieron la documentación antes de franquearle el paso.
Simón nunca había entrado en el casino, no era para gente de su clase. El esplendor de los techos de madera y de las lámparas de cristal le sobrecogió. Las paredes estaban forradas con gruesas cortinas de color caldera y una escalera en espiral de varios metros de anchura llevaba a la planta superior. Pisó la moqueta roja con la sensación de que el suelo iba a engullirlo. Al final del salón había una puerta de hoja doble con los cristales emplomados de diferentes colores que emitían brillos de iglesia. Traspasó el umbral, cohibido por los olores —de barniz, puros, colonias— y por las voces y risas que se oían al otro lado de esa puerta. Instintivamente se alisó el pelo y se metió la camisa dentro del cinturón, convencido de que a pesar de llevar puesto su mejor traje seguía pareciendo lo que era, un don nadie.
Allí estaban Rodrigo Patriota y sus hermanos, el alcalde y algunos ganaderos de la comarca, los dueños de las aceituneras, militares de diferentes rangos venidos de Mérida y de la comandancia de Badajoz. También un par de civiles que parecían ser objeto de cuidadosa reverencia. Uno de ellos charlaba animadamente con el cura del pueblo, el padre Mateo. Por alguna razón, aquel cura le odiaba. Estaban empatados, a él tampoco le gustaban las sotanas.
Tres hombres discutían animadamente en torno a un mapa de Europa oriental desplegado en la mesa. Un coronel de Infantería junto a un comandante de la Guardia Civil y su asistente. Detrás de ellos estaba el marido de Ángela, el teniente Ochoa. Intercambiaron una mirada que no auguraba nada bueno para Simón.
Respiró aliviado cuando descubrió la presencia de Marcelo. Su amigo se desenvolvía con algo más de soltura que él, pero también destacaba como un garbanzo negro.
—¿Qué está pasando, Marcelo? ¿Por qué te has puesto el uniforme?
—Algo grande se cuece, Simón. Y nosotros vamos a formar parte.
A Simón le pareció ridícula la alegría que brillaba en los ojos de Marcelo. Se notaba que había pasado un buen rato delante del espejo peinándose y la camisa azul le ceñía tanto que parecía que le fueran a saltar los botones. Sus botas negras estaban lustradas como si las hubiera pulido un maníaco, sin una sola grieta en el cuero.
—¿Qué hace aquí el teniente?
—Acaban de ascenderlo. Méritos de guerra.
Simón crispó los labios.
—¿Y qué pasa con nuestros méritos? Bien podrían acordarse de nosotros.
Marcelo lo miró de reojo con ironía.
—Tantos años y sigues sin entenderlo, Simón. Nosotros hacemos las guerras y ellos las ganan. No te deben nada.
En ese momento, el coronel tensó el silencio de los presentes haciendo sonar brevemente un cubierto contra una copa antes de empezar a hablar. Sus ojos de cejas pobladas apenas rozaron a Simón, quien clavó instintivamente la mirada en el suelo.
—Como todos ustedes saben, nuestros amigos alemanes han cruzado las fronteras con la Unión Soviética. Teniendo en cuenta los precedentes en Francia y en el resto de Europa, se prevé una campaña expeditiva, eficaz y concluyente; la guerra durará pocos meses con un resultado inevitable, la victoria del glorioso ejército alemán. Nosotros, los españoles, tenemos una deuda de gratitud con nuestros hermanos de armas. El Generalísimo ha ordenado enviar al frente oriental una unidad de voluntarios falangistas con cuadros profesionales del Ejército. En cada capital de provincia se ha establecido un banderín de enganche y yo he puesto mi empeño personal en que esta tierra, repleta de veteranos y de héroes, sea un ejemplo. Espero lo mejor de todos ustedes. Es una gran oportunidad para España.
Enseguida hubo aplausos y exclamaciones de adhesión.
Simón asistió impertérrito al espectáculo. Allí estaban aquellos hombres poderosos, ebrios de una extraña y malsana alegría, como si se hubieran intoxicado con algún hongo alucinógeno. Eufóricos por una guerra en la que ninguno de ellos participaría. Haciendo números, proclamando a cuántos campesinos, jornaleros, obreros de sus fábricas lograrían reclutar.
—¿Por qué están tan entusiasmados?
Marcelo le miró como si no le comprendiera.
—Es nuestro momento, Simón. Es nuestro destino. Nos llama la historia.
Simón negó con la cabeza.
—La historia no conoce nuestros nombres.
Toda aquella euforia estaba impulsada por el miedo. Los que estaban allí eran inmensamente ricos y como esa riqueza se perdía en el origen del tiempo nadie la cuestionaba. Era el estado natural de las cosas. Pero en ellos anidaba un nuevo miedo tras la guerra española: habían ganado, pero ahora tenían un miedo cerval a perderlo todo. ¿Quién les garantizaba que no volvería a pasar, que no pondrían de nuevo en peligro sus privilegios, sus propiedades y la vida? Aquella euforia sonaba más bien a alivio.
—No digas tonterías, hombre. Es la ocasión de arrancar de raíz el árbol de la revolución, el comunismo, todo lo que ha traído caos y pánico —insistió Marcelo.
—... y cuanto más lejos de su casa se libre esa batalla definitiva, mejor para ellos.
—Por supuesto, tú y yo nos alistaremos los primeros.
Simón miró a su amigo con escepticismo.
—¿Quieres que nos vayamos a pelear a Rusia? ¿Qué se nos ha perdido allí?
—¡¿Pero qué te pasa, Simón?! Deberías estar orgulloso. Antes de ocho semanas los alemanes habrán llegado más allá de los Urales y todo habrá terminado. En Madrid ya hay miles de estudiantes del SEU alistándose, el fervor es increíble. Pero no basta con la juventud y el entusiasmo de esos cachorros, necesitamos gente para guiar y tutelar a los jóvenes cuando llegue la hora de la verdad. Gente como tú y como yo.
Simón vio acercarse al padre Mateo. Marcelo aprovechó para ir a codearse con los invitados.
—¿Cómo están tu mujer y los niños, Simón?
—Están bien.
El sacerdote asintió sin dejar de mirarlo.
—Vi a tu familia en misa el domingo. Tu hijo mayor tenía un golpe muy feo en el ojo. Su madre me dijo que había sido un accidente.
Simón tensó la mandíbula.
—Pues eso es lo que pasó.
—El caso es que esos accidentes son habituales. Hace un mes vi al muchacho con un brazo en cabestrillo y el ojo morado. Y no parece la clase de chico torpe que ande tropezando por ahí o que se deje amedrentar por los otros chiquillos.
Ambos hombres se templaron con la mirada.
—¿Me está diciendo cómo tengo que llevar mi casa?
El sacerdote alzó la cabeza por encima de los hombros de los demás y fijó en ellos una mirada de tristeza antes de volver a centrar su atención en Simón.
—Un hombre de verdad no paga su frustración ni su amargura golpeando a quien debe proteger. Un hombre de verdad buscaría a alguien de su talla para medirse.
—¿Y ese hombre está cerca?
—Más de lo que imaginas.
Don Rodrigo Patriota vino a interrumpirlos, abriéndose paso entre la gente con un puro entre los dedos y apestando a anís.
—¡Por fin se van a poner las cosas en su sitio! No le veo muy contento, padre. Vamos a llevar a Dios a tierras bárbaras. Debería alegrar esa cara, hombre.
El sacerdote torció la boca.
—Ya sabe lo que pienso, Rodrigo. Ya se ha derramado demasiada sangre.
Rodrigo soltó una risita descreída, volviéndose hacia su empleado:
—¿Te das cuenta, Simón? ¡Nos ha salido un cura pacifista!
—La Iglesia solo necesita a Cristo —dijo el sacerdote.
Rodrigo soltó una risotada hiriente.
—Y a quien lo baje de la cruz, ¿verdad? Para eso estamos, para hacerle el trabajo a los santos como usted. Así no se tiene que manchar las manos.
El sacerdote enrojeció levemente. Rodrigo se dio por satisfecho y se concentró en Simón:
—¿Cómo andas de cirílico, Simón?
—No tengo ni idea de lo que es eso, don Rodrigo.
—El alfabeto ruso, hombre. Te va a hacer falta aprender la Kalinka. Estás el primero en la lista de voluntarios que ha redactado el teniente Ochoa.
Simón recordó la advertencia de Ángela. Buscó con los ojos a Ochoa y se topó con su mirada fría y su sonrisa congelada. ¡Qué hijo de la gran puta!
—Todavía no he decidido si voy a alistarme —protestó débilmente.
Rodrigo tenía un brillo malicioso en la mirada. Estiró el brazo de Simón para susurrarle al oído.
—La próxima vez que te metas en cama ajena, piensa antes en las consecuencias. ¿Qué hay que decidir? Te vas a Rusia. ¿No querías ser un héroe, vivir aventuras? Pues la estepa tiene de eso a patadas.
¿Qué más daba? De todas maneras, odiaba aquel pueblo, y al final un día lo encontrarían en un callejón con las piernas rotas o con un tiro en la nuca. O colgando de una soga. Iría a Rusia a matar bolcheviques o a hacerse matar por ellos. Probablemente, ambas cosas.
Rodrigo tenía ganas de hablar. Resultaba desagradable verle juguetear con la uña del pulgar en la punta babeada y mordida del puro.
—¿Qué crees que diferencia a la gente como yo de la gente como tú, Simón?
Simón torció el cuello y lo pensó brevemente.
—La cuna y la suerte, supongo.
—La suerte es una excusa para los perdedores. Cada uno tiene que saber dónde está su sitio. ¿O tú quieres que vuelva la anarquía?
—Hemos matado a suficientes de ellos como para querer que vuelvan.
—Por eso sé que entenderás lo grave de otro asunto del que quiero que te ocupes antes de marcharte... Me han dicho que ayer pillaron a tu hijo mayor colándose en el casino. Estaba robando cigarrillos en los abrigos del vestíbulo.
Simón crispó la mandíbula.
—Eso es imposible.
—¿Me llamas mentiroso?
—No, señor, es que yo llevo a mis hijos derechos como una vara.
—Pues esa vara no es bastante firme. Antes de irte al frente pon orden en tu casa. O lo haré yo.
Los ojos de Simón se ensombrecieron.
—Yo me encargaré de que no vuelva a pasar.
Aquella noche cumplió su promesa. Y lo hizo con saña.
Alma Virtudes intentó interponerse, pero Simón le lanzó una bofetada sin detenerse. Parecía poseído por una jauría de perros rabiosos. Su hijo mayor lo vio venir y corrió hacia la puerta, pensando que si era rápido esquivaría los golpes y el cinturón. Como era ágil de piernas, durante unos instantes logró zafarse, hasta que topó con la puntera de un zapato estampada en su cara que lo derribó. Podría haber quedado ahí la cosa, unas bofetadas, unos insultos y el miedo de siempre, pero aquel día Simón estaba fuera de sí. Cada grito, cada golpe, cada zarandeo parecía destinado a un enemigo invisible.
Días después, al chiquillo todavía le costaba respirar por las costillas rotas.
—Enséñame dónde —le pidió Alma Virtudes.
Él se levantó un poco la camiseta y tocó el verdugón más grande.
—¿Duele mucho?
El niño tenía ganas de llorar, pero se tragó los mocos y aspiró las lágrimas, negando. Alma Virtudes le acarició la frente y lo atrajo hacia ella. De sus hijos, a este lo quería como si hubiera salido de las entrañas secas de la tierra, porque era al que Simón más odiaba. Quizá porque era el más parecido a Joaquín. Y no solo se le parecía físicamente. Lo que más asustaba a Alma Virtudes era que su hijo tenía cada vez más la mirada de su hermano. A veces lo veía sentado en el apeadero y se le partía el corazón, siempre solo, con los cordones de las botas perfectamente atados, los pies colgando en el aire, a escasos centímetros de los raíles, que parecían hervir bajo el sol del mediodía. Las manos en los bolsillos, o tirando gravilla al otro andén con aire absorto. Pensando. Tal vez calculaba la velocidad de las nubes. La infancia era un lujo que la gente como ellos no podía permitirse, aunque a ella le hubiera gustado que la de su hijo durara un poco más, verle subirse a las carboneras y mancharse de hollín como hacían los demás, amontonar cosas que quemar en las hogueras de las Candelas, dispararle con tirachinas a las cigüeñas desde el campanario de San Roque o pelearse con los gitanos que venían de Aceuchal en las fiestas de San Marcos. Cargarse con las cañas y los cebos e irse en bicicleta hasta el río Matachel para bañarse y, con suerte, pescar algún jaramugo. Esas cosas que hacían los otros niños pero que su hijo ya no quería hacer. Solo quería estar solo. Con aquella mirada tan triste.
—Madre..., ¿Dios escucha?
—Claro que escucha.
—Pues voy a rezarle porque mi padre se va a Rusia.
—¿Quieres que Dios le proteja?
Él negó lentamente.
—Voy a rezar para que los rusos le peguen un tiro en el vientre.