Epílogo

Gavà Mar, seis meses después

Rebeca echó un vistazo a los muebles cubiertos con sábanas, a las cajas junto a la puerta que los operarios de la mudanza iban cargando en un camión. Ana esperaba en el coche, no había querido entrar a despedirse de la casa. Tampoco había querido estar en el entierro de Diego.

Solo quedaba recoger los documentos que guardaba en la caja fuerte, el dinero y las joyas.

Sonrió mientras tecleaba la clave de seguridad. El aniversario de su boda. Diego nunca tuvo mucha imaginación para esas cosas.

Empezó a vaciar el contenido y, cuando iba a cerrar la caja, vio un sobre al fondo. En la superficie estaba escrito a mano «A mi hijo mayor». Rebeca se sentó en el borde de la cama y lo abrió:

Querido hijo:

 

Yo apenas sé escribir, no soy un hombre cultivado como tú. Digo bien, a ti te han cultivado los curas en el internado, los profesores en la universidad, tus libros, tus viajes, tus compañeros, y esa mujer tan guapa que tienes. Su familia se ha convertido en la tuya, espero que ellos te darán el orgullo que nunca sentiste con nosotros. Te entiendo. Querías otra vida, ¿verdad? Algo nuevo. Y han hecho un buen trabajo contigo, han logrado que salga un árbol fuerte y sano en esta tierra donde nada prospera.

Yo, en cambio, caí en un campo de sal. Aunque podría haber sido como tú si no se me hubiera torcido el carro demasiado pronto. Mi cabeza es dura, pero no soy tonto; hay muchas cosas que no sé, pero hay otras que sí sé y no he necesitado que nadie me las enseñe. Tengo intuiciones, como relámpagos que me vienen a la cabeza, cosas importantes sobre otras cosas importantes, pero luego se van y yo no sé explicarlas. Sé sentir y sé callar. Apretar los dientes y levantar la cabeza. Seguir tirando de la vida con los riñones. Clavar los pies en el barro y no quejarme. Eso es lo que me enseñaron que tenía que hacer. Así era tu abuelo, y su padre, y así he sido yo.

Me habría gustado ser como querías que fuera. Pero soy lo que soy. Antes las cosas eran así. No había cariño, ni palabras que no fueran imprescindibles, ni abrazos, ni carantoñas. O salías adelante o te quedabas atrás. Ahora ya huelo como un viejo y tengo pelos en las orejas y todo eso me da lástima, aunque ya no importe.

Te escribo despacio, desde esta casa mucho más vieja que yo. Sé que ahora no entenderás por qué he decidido que tú heredes la Casa Grande. Espero que con el tiempo lo descubras. Es lo único que hay de verdad en mí. Estas paredes, estas hectáreas de tierra con sus olivos me explican, explican a los míos, las desgracias, sí, pero también los momentos de felicidad, que los hubo. Me gusta el silencio que hay aquí, pero otras veces me da miedo, porque me visitan los fantasmas de mi niñez, y tengo que abrir la ventana de mi cuarto para oír al menos la lluvia y el viento en los olivos. Ahí fuera la historia de los hombres no cuenta. Solo están el paisaje y sus ciclos inalterables. Ahora escucho una campana, pero no sé si la estoy escuchando de verdad. Ha llegado el invierno y se hace pronto de noche, pero no quiero encender la luz. He aprendido a quedarme a oscuras; así lo veo todo mejor. Teresa dice que me estoy agriando, que cada vez tengo peor carácter. Ella me quiere, pero no siempre me entiende. Yo creo que me he ganado ese derecho. Agrietarme como el cemento viejo, dejar de luchar y que se abran las costuras. Es agotador luchar siempre.

Ya no tengo ganas de memoria, Diego. Me gustaría olvidarme de muchas cosas, pero están ahí y se meten en mi cabeza, y quiero enterrarlas con cosas nuevas, de ahora, pero no se dejan. Últimamente pienso mucho en el niño Manuel. No sé por qué, o sí lo sé pero no encuentro la manera de decirlo. Era como vivir conmigo mismo cuando era chico. Solo que yo era ya un hombre y podía cuidar de él, y eso era como cuidar del niño que fui también. Y cuando lo mataron fue como si don Rodrigo hubiese ganado, como si de repente yo me hubiese muerto atado al olivo otra vez. Y me acuerdo cada vez más de mi madre, y hasta pienso en algunas cosas buenas que me pasaron con mi padre.

Sé que me odias. Me odias porque me querías. Te odias por haberme querido. No puedo culpar a nadie porque soy el único culpable. Y no puedo pedirle perdón a nadie porque yo mismo no puedo perdonarme. En algún lugar del camino me perdí y el orgullo me volvió ciego y lleno de rabia, el mundo se convirtió en mi enemigo. No sabía ser hombre, ¿cómo iba a saber ser padre? Sé lo que te hacía tu madre, las palizas, los arañazos, los insultos. Por eso te orinabas en la cama y estabas siempre tan triste. Esperabas que yo te protegiera, que te cuidara, que te salvase. Me faltó coraje. Fui un cobarde por apartar la mirada. Escapé, como siempre. Porque sabía que tu madre vertía en ti la furia y la rabia que no podía descargar conmigo. Las cosas que le hacía, las veces que os traicioné. Te abandoné, dejé que te marcharas aquella noche porque no supe pedirte perdón. Me rendí, esa es la verdad.

Por eso declaraste a favor de Liria en el juicio. No porque la creyeras realmente. Porque querías creerla.

Jamás le puse una mano encima a tu hermana. ¿Cómo hubiera podido hacer algo así si era la niña de mis ojos? Habría sido como clavarme un punzón y quedarme ciego. Siempre supe que era especial, y luego comprendí que estaba enferma. No puedes imaginar el dolor de aceptar esa evidencia, no si no eres padre. Echo de menos cada día a Liria y vivo con mis remordimientos. Pero no soy esa clase de monstruo.

Quizá no sepas que cuando tuvo el accidente estuve allí, mientras la operaban. Te vi llegar a urgencias como si fuera tu vida la que estaba en riesgo. Todo aquel dolor. Supe que no querrías verme, que solo empeoraría las cosas. Me quedé flotando en la sala de espera como un fantasma, apretando vasos de café, agotando pitillos, hasta que, ya de buena mañana, os vi en el ascensor a ti y a los médicos. Liria estaba en la camilla, dormida. Quise ir, te lo juro. Quise abrazar a mi niña, pero las puertas se cerraron. Para siempre.

Creo que he dicho demasiado ya. Aquí están todos, rodeándome: el tío Joaquín, mi padre, mi madre, don Benito, su mujer Laura María, el padre Mateo, Beatriz, Rodrigo y Ochoa, Luna, el niño Manuel. Cada uno quiere contar su historia, se quitan la palabra los unos a los otros, se niegan y se contradicen, y yo los escucho sin juzgarlos. Son sus verdades, no las mías.

Pronto seré uno de esos susurros en las piedras, y alguien se sentará a escuchar lo que tenga que decir. Eres mi hijo. Siempre lo serás, hagas lo que hagas, aunque me rompa por dentro haberme perdido una vida contigo. Y Liria es mi hija, y siempre lo será.

Vive cuanto puedas, Diego. Celebra el milagro de todo lo que ha existido aunque haya sido un segundo. No hay nada insignificante, no hay nada que no merezca ser considerado. Los genocidios, las pandemias, las revoluciones, las guerras; y el aceite quemado en una sartén, el menú diario escrito con tiza verde en la puerta de un bar, la rodaja de naranja que una mujer empuja con la uña en su bebida rosada. Haz el amor, llora, desespérate y encuentra otras esperanzas, enfermarás y sanarás, comprenderás algunas cosas y otras seguirán siendo un misterio. Tendrás afanes grandes y pequeños, como tus derrotas y tus victorias. Todo se irá, hijo, pero seguiremos aquí de un modo u otro: el mendigo durmiendo en el cajero, la profesora llorando en el retrete de la escuela, el viajero distraído en el asiento del vagón, el camarero contando sus propinas, el asesino afilando los dientes, el soldado volviendo a casa, los amantes culpables. El hombre con gafas de sol, botines y cazadora de piel y el niño que lo escucha con admiración, aunque no le entienda.

Siempre te quise. Nunca supe quererte.

ANTONIO, TU PADRE