Desde esa madrugada, José A. y Pachi, los chicos más fabulosos y espectaculares de la barra, tenían un mal presentimiento. José A., líder indiscutible del dúo, despertó sobresaltado. Había soñado que estaba en Boccaccio, barra gay en Hato Rey y salón de baile detenido en los ochenta. Según Pachi, allí sólo iban dueños de beauties de marquesina, enfermeros, empleados municipales y, horror de sus horrores, buchas machúas. No sólo soñó que estaba allí, sino que en la pesadilla tenía puestos unos mahones blancos y espray de brillo en el pelo. Pobre José A. Para sentirse mejor fue al baño y vomitó. Eso siempre le calmaba los nervios y lo hacía lucir esbelto.
Pachi, también un chico espectacular y con un paso de llegué yo que todo el mundo lo notaba, tuvo un momento angustioso la noche anterior. Lo levantó la terrible idea de que tal vez le cortaron el servicio del celular y, aunque él sí podía hacer llamadas, necesitaba cerciorarse de recibirlas. No lo pensó más. Bajó a la calle para llamarse desde el teléfono público. Sin tiempo que perder y avanzando, se midió cuatro pantalones diferentes. Se probó seis camisetas. Se echó gel en el pelo, se afeitó un poco las piernas y salió pensando que si le cortaron el servicio era porque alguna loca envidiosa que trabajaba en la compañía de celulares estaba jodiendo con él. Pero cuando llegó al público, llamó a su número y vio parpadear las luces de su Blackberry. «Aló», se dijo y, cuando escuchó su propia voz contestándole, le preocupó que sonara tan pato.
Por lo menos estaba activado, ¡imagínate qué vergüenza! Aun así, mientras caminaba por la Ashford mirando su reflejo de las vitrinas, ese mal presentimiento se le encajaba en el pecho. No se le iba. «Madre mía, ¿qué será?», se preguntaba con desasosiego.
Of course, no le comentaría nada a José A. La palabra presentimiento podría dar cuenta de un pasado hace tiempo compactado y enterrado: tenía una tía espiritista en Carolina, no en Isla Verde, sino en pleno Country Club. Carolina es como decir Loíza (pueblo de negros), y si eso se sabe se hundiría para siempre.
Ambos se encontraron en el gimnasio por la mañana y les dieron tanto a las pesas que salieron casi tiesos. Durante el desayuno de Gatorade con power-bars fueron testigos de algo que los dejó atónitos: Gabriel Solá Cohen, dueño de Consultores de Ambiente, propietario del único Audi Lavender en Puerto Rico y poseedor de una genética casi de encargo, se estaba comiendo nada más y nada menos que unos huevos fritos con tostadas de pan blanco. La decepción se apoderó de ambos. Si la gente fabulosa daba esa rayá de disco al soundtrack de la fabulosería y espectacularidad, si se comportaba con esos hábitos, el mundo tal y cual lo conocían estaría a punto de acabarse.
Y así era. Del mal rato, José A. llamó a su estudio y pidió a su asistente que cancelara todas sus citas y compromisos, pues estaba indispuesto. «Estoy fatal», le dijo. El sueño de los mahoncitos y el olor de los huevos fritos le arruinaron el humor. Miró su reloj y vio las doce del mediodía. Tenía exactamente doce horas para ir a la barra. Mejor concentrarse en lo que se iba a poner.
Pachi, a pesar de la molestia, no tuvo más remedio que ir a su oficina. El jefe corporativo había citado a todos a una reunión. No solamente a los ejecutivos de cuentas o gerenciales como él, sino a todo el que estaba en nómina. «Todos y todas», leía el comunicado. El mismo jefe abrió la reunión diciendo, oigan bien, que ése era un día especial, pues, a tono con los nuevos tiempos y para beneficio de la firma y sus colaboradores y colaboradoras, había invitado a unos jóvenes líderes de quién sabe qué que venían a hablar de la homofobia en el trabajo.
Pachi tragó vidrios cuando vio a los sujetos, pues no se los puede llamar de otra forma. Ya los había visto en la barra en chancletas y con bultitos repartiendo condones y papeles para manifestaciones a las que nadie iba. Estaban allí con los pelos tostados y curtidos por el sol que cogían en tanta marcha. A Pachi no le quedó más remedio que repetir lo que ya era su mantra: «¡Qué ridiculez!».
Al final de la presentación fueron dieciséis los que salieron del clóset, incluyendo a Mundo, el de mantenimiento, que dijo a toda boca que él era bisexual pasivo.
Todo el mundo se quedó de lo más campante. Nadie protestó ante tal espectáculo. Pero si algo tenían claro él y su amigo José A. era que la patería no era asunto para promulgarse a cuatro vientos. Cuando se dio cuenta de que lo estaban mirando, se retiró sin dar excusas. Fue al escritorio, cogió su maletín y su bolsa del gym, se arregló el pelo, se echó perfume y salió casi corriendo.
Ya en la Land Rover prendió la radio y en todas las emisoras, hasta en las evangélicas, se estaba haciendo un llamado a ponerle fin a la homofobia. Es más, en plena Ponce de León estaban subiendo un billboard con la foto de una pareja de lesbianas con dos nenas negritas que leía: «El odio no cabe en el calor de un hogar; vivamos nuestra diversidad».
Pachi miró alarmado y vio a un policía en draga y la gente como si nada. Vio a unos chamaquitos cogidos de la mano y la gente como si nada. El terror lo embargó.
Pachi se echó a llorar cuando su celular sonó para su alivio y consuelo (y mira que lo necesitaba, con tal mañanita) después de casi doce horas sin recibir llamadas. Era José A. diciéndole que se viniera para su casa después del trabajo y así ponerse ready para la barra. Pachi, ahogado en llanto, sólo pudo musitar un sí.
Después de dar seis vueltas consiguió estacionamiento y marcó el intercome para pedirle acceso a su amigo. Temblando y entre sollozos le contó a José A. lo que estaba pasando en el mundo. José A. no se había dado cuenta de nada porque había estado el resto del día con una mascarilla sueca de frutas en la cara. Siguiendo las instrucciones para el facial, no había podido levantarse ni tan siquiera para vomitar, aunque en una le dio con pensar que la fruta de la mascarilla lo podía hacer engordar.
Así que lo que le contaba su amigo le parecía totalmente descabellado y trató de consolarlo diciéndole que no se preocupara, que esa noche iban para la barra y de seguro la homofobia estaría intacta allí. Habiendo logrado que su amigo se calmara un poco y para poder bregar con esa pequeña crisis, José A. fue a su baño y vomitó. Los malos ratos, había leído en Gay Style, hacían que la grasa se acumulara en el cuerpo y, al recordar eso, se metió el dedo otra vez para no dejar nada. Durante las siguientes seis horas se arreglaron y acicalaron tanto que cuando salieron para la barra a un cuarto para las doce parecían de goma y dignos de vitrina en el Plaza.
Iban camino a la barra en la Land Rover de Pachi con el Gay Ibiza VIP Club Music Collection en el estéreo disimulando la ansiedad que les causaba pensar en la posibilidad de que la barra estuviera también afectada. Pero casi a la entrada de la hasta entonces exclusiva (hombres a diez, mujeres a treinta, ¿captas?) y súper in barra vieron la primera señal de que el mundo, su mundo, se estaba yendo para el mismísimo carajo. Seis parejas de lesbianas, con el celular en la correa, estaban entrando. Alarmados y casi reclamando le preguntaron asqueados al bouncer: «¿Es noche de mujeres?». El bouncer les dijo que no.
Entraron como pensándolo, pero, sin perder el paso y con la nariz respingada, se fueron a una esquina a ver a quién ignorar. No había tanta gente como de costumbre, pero lo peor era que casi todos estaban vestidos de forma casual, por no decir tiraos.
En ese entonces paró la música y el DJ anunció que se fuera todo el mundo para la calle, pues el municipio había declarado gay nigths en Santurce todos los primeros jueves de cada mes. Todo el mundo salió a la avenida. José A. y Pachi salieron con cara de disgusto y con las manos casi en alto para no tocar a tanta gente sucia y sudada.
Un tramo de la Ponce de León estaba bloqueado. Se había formado tremenda algarabía. La gente conversaba, reía y bailaba. Hasta unas dominicanas habían improvisado un kiosco para vender frituras. José A. y Pachi se fueron a una esquina y allí se encontraron con unos activistas furiosas y furiosos porque ni a ellas ni a ellos nadie les daba crédito por el fin de la homofobia. «Deberían hacer un anuncio dándonos las gracias», decían.
En ese momento, entre la muchedumbre bailadora, Pachi vio al dulce amor de su juventud: Papote, el hijo del bombero. Venía hacia Pachi con la misma sonrisa hermosa que lo llevó a amarlo cuando estaban en la high.
Papote, con canitas y las libras de más que causa la vida estreit, le agarró las manos y le dijo:
—Bebé, vente que ya salí del clóset y vine a buscarte.
Pachi le entregó las llaves de su guagua a José A. para no dejarlo a pie y, sin darse cuenta, ya estaba bailando bachata en plena Ponce de León con el hombre de su vida. Con un ojo vio la cara de asco de su amigo José A., pero con el otro vio los labios carnosos de Papote. Con todo y que tenía un bigotito medio caco, lo besó y le dijo rindiéndose a lo que fuera:
—Papito, me voy contigo a donde sea, pero primero llévame a comerme una mixta, que llevo veinte años con hambre.
Y se fueron.
José A. lloraba de rabia; no era por Pachi, pues de sobra sabía de qué pata cojeaba su amigo, sino porque la ropa que llevaba puesta le había costado muchísimo y para estar callejeando no era. Respingó su nariz, se paró detrás de la guagua para vomitar el olor a fritanga y se montó para salir.
En ese momento se prometió que al otro día vendería todo y se iría a Miami. Pues él, José Alfonso Lapís, de los Lapís de Ponce, no se mezclaba con chusma y jamás viviría sin decoro. ¡Jamás!