EL VAMPIRO DE MOCA

 

 

Pongamos en contexto esta historia. Santurce, Puerto Rico, antes conocido como Cangrejos, pero ya nunca más. Santurce. Cuadras y cuadras llenas de oficinas de médicos, templos católicos, evangélicos, mormónicos, rosacruces, espiritistas, judíos y yoguísticos, si es así como se dice. Peste a alcantarilla las veinticuatro horas del día. Calor insoportable. Reguetón, salsa de la vieja, boleros, bachatas, velloneras, billares, máquinas tragamonedas. Barras de mujeres desnudas, barras de dominicanos, barras gais. Colegios católicos, de barbería, tecnológicos y de hacerse un profesional en tan sólo un año y sin muchas asignaciones. Tiendas de tela, de artículos de arte, de farmacias sin receta, de barberías y beauties. Pero en la meca está el Seven-Eleven, que es como decir el Plaza Las Américas de los santurcinos. Allí lo conocí.

Miro por la ventana y todavía me parece verlo llegar. Sus mahones grandes mostrando bastante de esos calzoncillos que no se caían gracias a las nalgas bellas que le guardaban la espalda. Sus tenis, siempre nítidos. Sin un hilo suelto en los cabetes. Sin una manchita al costado de la suela. Sus polos a rayas. Su reloj plateado bailándole un poco en la muñeca. Suspiro porque no me queda más remedio. Su sitio, el Seven-Eleven, me digo.

Y vamos al principio de la historia, que no estoy de ánimos para experimentos. Tengo una casita en Santurce, por la parte de atrás del antiguo comité general del PNP. (Valga aclarar que es por pura casualidad que vivo allí, pues yo, como casi todo protagonista de la literatura puertorriqueña, cuestiono la presencia yanqui.) En la parte de atrás de mi casa alquilo un estudio. Pequeño, pero acogedor. Hace un año se lo renté a una pareja de lesbianas. Confieso que fue abrupto de mi parte, pues cuando accedí había pasado en esos días la parada gay y me sentía solidario. Error y horror. Todos los sábados sin falta la fila de mujeres que entraban por mi marquesina era interminable. Empezaban prendiendo el BBQ y con la musiquita de Ana Gabriel, seguían con Shakira, con boxeo en pay-per-view y, al final, de lo más folclóricas ellas, sacaban los panderos y campanas para acompañar el CD de plenas de Lucecita. Tan pronto se acabó el contrato les dije que necesitaba el apartamento vacío.

—Chévere pai —me dijo una, y se mudaron.

Fue entonces cuando hice unos letreritos para anunciar el alquiler del apartamento. Claro está, los puse en los gimnasios y cerca de las barras de nenes lindos con la esperanza de alquilar el estudio y ligarme un papi a la vez. Y, como dice el refrán, «cuidado con lo que deseas, que se te puede cumplir». Esa misma noche recibí una llamada de un chamaco que trabajaba en el Seven-Eleven y que buscaba apartamento. Me gustó la voz. Sonaba bien machito. Ni corto ni perezoso me fui para la Fernández Juncos a conocerlo. Cuando lo vi quedé casi mudo. Me preguntó cuánto era la renta y le contesté como pude después de hacerle una rebaja sustancial. Me preguntó por el depósito y le dije que lo olvidara. No le di la llave allí mismo porque no tenía una copia. Quedamos en que lo vería al otro día. Cuando salí de allí, Santurce se me había convertido en el sueño de todo urbanista puertorriqueño: un edén con Adán parado detrás del counter de un negocio que (como yo después de ese día) nunca duerme.

Al otro día no fui a trabajar. Con la ayuda de un muchacho dominicano, que por cierto también estaba bueno, me dediqué a limpiar y pintar el estudio. Le puse un aire, televisor y hasta le pasamos una línea ilegal de Cable TV, que para eso pago casi cincuenta pesos todos los meses. Le puse sábanas nuevas y una radio que dejó mami antes de irse con mi hermana para Orlando. Bueno, ¡qué no hice!

Llegó como a las nueve de la noche, y cuando entró y vio el lugar me dijo:

—Mera, acho esto está brutal, papi. Con aire y to.

Lo tomó enseguida y me dijo que si no había problema se mudaba al otro día. Así lo hizo.

La noche de la mudanza (dos bolsas plásticas llenas de ropa, una caja llena de tenis y un juego electrónico) le hice una comida riquísima. Él, bendito, trajo del trabajo unas cervezas y una caja de cigarrillos para cada uno. Me contó que vino para el área Metro porque no conseguía trabajo en Moca, su pueblo, y que un tipo que conoció en Isabela le ofreció una pala para un trabajito en un negocio. El tipo se lo trajo a la casa pero después quería tirarse al nene y él, repito textualmente, respetaba a to el mundo pero no estaba con esa pendejá. La vergüenza ajena que me dio me puso tan rojo que me dijo:

—Acho mano, viste, yo sé que no todos ustedes son así. Tú has bregao al cien conmigo y yo no te voy a quedar mal.

¡Qué leída, papá Dios! Y cómo no me va a leer si hasta cortinas le puse al estudio. Me disculpé en ese momento y me fui para casa pensando en que ya era hora de desarrollar un poco de autorrespeto y de dejarme de trucos de locas de los años sesenta, que ya estábamos en el siglo XXI y que el amor no se compra.

Casi no dormí, el silencio que me llegaba del estudio me desveló.

Al otro día, decidido a dejarme de payaserías y de artimañas, fui a dejarle un desayuno al chamaco, no por hacerle la camita, sino por alimentar a un ser humano. La noche anterior me había dicho a mí mismo: «Basta ese desbocarse por cualquier hombre». Toqué la puerta de aluminio y no tardó en abrir. ¡Dios mío! Estaba en unos calzoncillos pegaditos a las piernas y con aquello levantado. Tenía una barriguita de cerveza, de tanto estar en la esquina dándose una fría con sus panas, acomodándose aquel montón cada vez que pasaba una mami. Tenía un tatuaje con el nombre de Yomaira cruzándole el pecho y en las axilas se asomaban unos vellos medio canos, que son la muerte para mí. Olvidé mis propósitos, llamé enfermo al trabajo por segundo día consecutivo y lo invité al Plaza para comprarle lo que le hiciera falta.

Así pasaron los días. Mis amigos en la barra ya me daban por muerto. Hasta que se apareció la Carlos por casa. Yo estaba con el nene en el balcón cuando lo veo parquearse al frente. Baja, abre el portón y, mirando al nene y mirándome a mí, me dice bien partía ella:

—¿Se puede o estás ocupado?

El nene se excusó, se fue y la loca me miró de arriba abajo bien seria y me dijo:

—Nena, ¿y ese macho?

«La Carlos no cambia», pensé, y me alegré de verlo. Nos reímos mucho esa noche y me convenció para que subiéramos a Tía María.

Tía María, mi segundo hogar. Y lo digo sin cinismo. Me encanta esa barra. Los dos billares, la vellonera tocando a Lissette, Lucecita, Yolandita y la Lupe. Desde que el nene se había mudado para el estudio no había vuelto por allí. La verdad que fue chévere ver a las locas de siempre y más aún cuando hacía tiempo que yo no iba. Me sentía como carne nueva y eso en este ambiente es un plus. Todo el mundo me encontró más flaco.

En eso pasó un bugarroncito con el estilo de mi inquilino y la Carlos me mira y me dice:

—¿Y el nene? ¿Brega?

Le dije que no (bien serio yo), que le había alquilado el apartamento, que era de Moca, que tenía una nena que se llama Yomaira y que era de lo más tranquilo y trabajador. Le dije además que no me interesaba como hombre. La Carlos, que no pierde tiempo, me interrumpió:

—O sea, que tengo carta blanca.

—Por mí... —mentí encogiéndome de hombros y sintiendo en la médula ósea ese frío que llamamos «celos».

Una noche tuve que hacer doble turno y cuando llego a casa veo al frente el carro de la Carlos. Entro y me asomo por el estudio y allí estaba Carlos hablando con el chamaco, comiendo pizza y fumando pasto. Loca cabrona, pensé yo, pero me puse serio y le dije al nene:

—Pai, no quiero problemas con los vecinos. Si van a fumar, chévere, pero con la puerta cerrada.

Los cabrones se me echaron a reír en la cara, con la nota que tenían. La Carlos me abrazó por el cuello y me dijo:

—¿Tas celoso, papi? Mira, si él es tuyo. ¿Verdad, papi?

—Acho, mano, sí. Todo tuyo —dijo el nene corriéndome la máquina.

Esas palabras se me quedaron grabadas en la mente como en las películas de Bergman: «Todo tuyo, papi, todo tuyo». Pero «todo tuyo» fue que me cogió amistad con la Carlos y se la pasaban de arriba abajo por ahí.

Yo hice lo que todo el mundo hubiese hecho: llamé a mi ex, el que me las pegó en Santo Domingo, para que me dijera que después de mí no había conocido a alguien tan especial. Para eso sirve mantenerse en buenas con los exs especialmente si bregaron mal con uno.

El tiempo pasó y Santurce volvió a ser el paraíso perdido de siempre. La misma calma de lunes a miércoles y el mismo entusiasmo publicitario del fin de semana. Aproveché y fui al MAC y al MAPR, a Bellas Artes y a ver todas las películas que ponían en Fine Arts y en el Metro, menos la de Mel Gibson, a quien no soporto por homofóbico.

Me sentía abatido, si algo soy y he sido siempre es mal perdedor. Me da rabia y hasta me siento invisible, incapaz de sentir ilusiones. Ya la Carlos ni se molestaba en saludarme cuando entraba al estudio, y yo desde el balcón veía a mi Adán entrar y salir cada día más bello y cada día más alejado. Una noche me di un par de cervezas de más en la barra y como dos bugarrones se acercaron a ofrecerme sus ocho y nueve pulgadas, respectivamente, se me bajó la nota. Siempre me deprimo cuando se me acerca un bugarrón. Me siento viejo, o peor aún, siento que debo de verme demasiado viejo y patético para que esos seres se piensen objetos de mis deseos. Me dije «pal carajo» y me fui a mi casa. Una vez allí vi el Tercel de la Carlos y me fui al estudio y miré por la ventana. El nene y Carlos desnudos en la cama que yo había comprado, con el aire que yo había comprado y entre las sábanas que yo había comprado. Y ése era el machito tan machito, me dije encabronado, y en ésas el nene se levanta y yo me retiro de la ventana. Pasa un rato y miro de nuevo y cuando veo lo que veo saco factura de todos mis gastos y me doy cuenta de que este adancito de Moca me debe y mucho: la Carlos se lo estaba clavando.

Me senté en el balcón a reírme de mí mismo y de Carlos y de todos nosotros los gais, habitantes eternos de Santurce, que hemos pulido esas aceras cangrejeras una y otra vez buscando machos, velando machos o simplemente borrachos tarde en la madrugada, echados todos del brazo, riéndonos triunfales de los carros que pasan gritando «¡maricones!». Y nosotros, levantando los brazos como las mises de los reinados, les gritamos «¡bugarrones!» y nos vamos pal carajo cogidos de las manos, mariconeando por la Ponce de León. Y me río de la Carlos, con tanta gasolina que gastó la pobre yendo y viniendo de Moca, comprando pizza y arroz chino, capeando pasto en La Colectora. La Carlos, como yo, pensaba «éste sí es un hombre de verdad», y por lo que vi se le viró en la cama. No es que sea malo que dé el culo, es que uno, como buen pendejo, da la vida para encantarlos y los pone en estos altares: bellos, masculinos y cien por ciento activos. Y me digo: «Cuando salga la loca de Carlos la invito a Junior’s, que esta noche hay strippers y cambié veinte pesos en billetes de a uno. Más alante vive gente».