Habían transcurrido varios días, y cada quien hacía honor a su rutina: algunos trabajaban, otros disfrutaban de sus vacaciones y la mayoría se dedicaba a pasar el tiempo con sus amigos, con sus parejas o con sus familias.
Con el paso del tiempo, la casita de invitados se había convertido en una casa muda. Suzanne había decidido quedarse allí por comodidad y para mantener su independencia, pero era la única ocupante y se le caían las paredes encima con tanta soledad Llegar a casa y que nadie la saludase, no ver a Phoebe paseándose por el salón o preparando algo de comer en la cocina, no poder hablarle ni compartir con ella sus secretos y problemas...
La situación se había vuelto rara e insostenible. Gerry tenía razón: debía hablar con su amiga y solucionar aquello. Así que, un día, simplemente se armó de valor, cogió las llaves del coche y condujo directa hasta la casita de la playa. Sabía cuál era porque no tenía pérdida; todos conocían la casa del viejo Barnard.
Al aparcar en el patio, se permitió un solo segundo de duda porque temía acobardarse en el último momento y salir corriendo. No quería que eso pasara, así que se bajó del Nissan y, plantándose decidida frente a la puerta principal, llamó al timbre.
Fue él quien le abrió la puerta, y Suzanne tuvo que controlar su temperamento al verlo. Se envaró instintivamente y, con su ceño más fruncido, ignoró la expresión de sorpresa en el rostro del hombre y puso todo de su parte por ser amable.
—¿Está Phoebe en casa?
—Sí —respondió Patrick una vez pasado el momento de estupefacción—. ¿Quieres hablar con ella? —La rubia asintió y él le franqueó la entrada—. ¡Phoebe! ¡Phoebe, baja! ¡Suzanne ha venido a verte!
La joven morena tardó unos segundos en aparecer en la barandilla del piso superior. La rubia elevó la vista y se quedó observando a su amiga, que le devolvió la mirada en silencio. Era la primera vez que se veían tras la pelea, y Suzanne no pudo evitar aquella sensación extraña en su estómago que la hacía sentir vulnerable y no le gustaba en absoluto.
Phoebe bajó las escaleras para reunirse con ella, y Welsh las dejó a solas, farfullando algo sobre un grifo roto en el piso de arriba. Desapareció por las escaleras y, durante el periodo de silencio que se estableció tras su marcha, ambas jóvenes se miraron la una a la otra.
—¿Cómo estás? —preguntó al fin la rubia, tratando de romper la incomodidad que flotaba entre ellas.
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
—¿Quieres sentarte? —le ofreció Phoebe entretanto señalaba con un gesto hacia el salón.
Suzanne asintió y caminaron juntas hasta el sofá.
—He venido a disculparme —anunció un segundo después de que se sentaran. Su amiga la observó en silencio—. Creo que he hecho las cosas mal —declaró avergonzada y bajó la mirada.
—En realidad, reaccionaste como era de esperar —dijo la morena—. Yo no debí mentirte. Sabía que te pondrías furiosa, por eso lo hice. No pretendía hacerte daño y tampoco quería tener problemas...
—Lo entiendo.
—¿De veras?
—Sí. Y creo que me pasé de la raya al echarte de casa. Es que estaba muy enfadada, me sentía traicionada...
—Era lógico. —Suspiró—. Eran precisamente ese tipo de cosas las que Patrick y yo pretendíamos evitar manteniendo lo nuestro en secreto..., pero no pudo ser.
Suzanne se la quedó mirando intrigada.
—¿De verdad te gusta ese tío?
—Si no me gustase, no estaría con él.
—Ya, pero... se acostaba con mi madre —señaló incómoda.
—Y lo ha hecho con muchas más. Yo también me he acostado con otros hombres. No pasa nada; no vivimos en la Edad Media.
—Pero él es un profesional, Phoebe. Se acostó con esas mujeres por dinero.
—No siempre —alegó. Tras una pausa, añadió—: Mira, a mí no me importa el pasado, me importa el presente. Patrick y yo estamos juntos porque queremos estarlo. Y él es un buen hombre, Suze. Cuando te molestas en conocerlo y miras más allá de su cara bonita o de su profesión, te encuentras con alguien que merece la pena. Es amable, cariñoso y divertido, además de considerado y muy comprensivo.
—Parece un dechado de virtudes cuando lo describes así. Algún defecto ha de tener.
—Los tiene, y yo también. Intentamos lidiar con ellos lo mejor que podemos.
Suzanne resopló ligeramente, tratando de aceptar las palabras de su amiga.
—Bueno, pero ¿tú estás contenta? ¿Él te hace feliz?
—Sí.
—Entonces, supongo que está bien. —Suspiró resignada.
Phoebe la contempló y no pudo evitar una sonrisa entre feliz e incrédula. Una parte de ella no daba crédito al ver a su amiga actuando de semejante manera, y la otra se sentía orgullosa. También, conmovida porque sabía lo difícil que tuvo que haber sido para Suze haber llegado hasta ese punto y haber dejado a un lado su orgullo y sus prejuicios para perdonarla, olvidar el pasado y —más aún— aceptar que mantenía relaciones con un hombre al que ella aborrecía.
Suzanne la miró tras pasar unos segundos en silencio.
—Bueno, ¿me perdonas o no? —inquirió con un tono que, pese a la contención, no dejó de sonar brusco.
Phoebe sonrió aún más. Aquella era la Suze que ella conocía.
—Claro que sí. Siempre y cuando tú me perdones también.
—Pues claro que te perdono. Si no, ¿para qué he venido hasta aquí?
Por toda respuesta, la morena abrazó a su amiga y, tras los primeros segundos de incomodidad, Suzanne la correspondió.
—Siento que las cosas hayan sido así —confesó—. Te he echado de menos. No quiero que estemos enfadadas.
—Yo tampoco. Y también te he echado de menos. —Se separaron y la rubia asintió comprensiva. Pasaron unos instantes hasta que volvió a hablar—. Dentro de dos semanas, es la fiesta de fin del verano en el club. Había pensado que, tal vez, querrías venir conmigo y con los demás. Será divertido.
—Me encantaría. —Sonrió—. ¿Aún quedan entradas?
—Te conseguiré una. —Al cabo de un momento, hizo una mueca y su rostro reflejó tristeza—. Será la última noche que pasemos juntas, antes de que vuelvas a Nueva York. Considerando que puede que no nos veamos de nuevo, me gustaría que todo fuese perfecto y que no hubiese malos rollos entre nosotras.
—A mí también me gustaría.
—Si piensas llevarlo... —añadió. Hizo una pausa mientras se armaba de valor—. Bueno, la entrada es para dos. Por mi parte, no hay ningún problema en que él acuda contigo a la fiesta.
—Gracias. —Agradecida y aliviada, amplió su sonrisa. Aquello sí que era un gesto por su parte—. Se lo diré.
Suzanne asintió con sequedad. Tras un breve silencio, sabiendo que el tema ya había sido zanjado, Phoebe recondujo la conversación para ponerse al día de las novedades que se había perdido mientras habían estado enfadadas. Su amiga le hablo de su relación con Gerry, la cual marchaba viento en popa; también le contó sobre Rebecca y lo contenta que estaba por su inminente viaje a la India; y hablaron sobre Olga, que se había roto el pulgar del pie derecho al haberse lanzado imprudentemente desde el trampolín de la piscina de su casa. La joven iba a pasarse el resto del verano con el dedo inmovilizado.
Pasaron un buen rato charlando y, cuando los temas de conversación se agotaron, Suzanne decidió que tenía que volver a casa, y ambas se despidieron con la promesa de que la rubia le haría llegar la invitación a su amiga en unos días.
En cuanto Suzanne se fue, Phoebe subió al piso de arriba. No encontró a Patrick en el dormitorio, pero vio la puerta del baño cerrada y supo enseguida que él se habría retirado allí para darles mayor intimidad y evitar ser testigo involuntario de su conversación. No había paredes que separasen el dormitorio del piso de abajo y, como consecuencia, podía oírse todo.
Llamó a la puerta y, cuando él abrió, supo —por su gran sonrisa— que el problema se había solucionado. Phoebe lo abrazó y él la estrechó entre sus brazos, contento, pues sabía lo importante que era aquello para ella; había recuperado a su amiga y él no podía menos que compartir su felicidad.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó mientras daba una vuelta sobre sí misma.
En ese momento estaba en la cocina, tomándose una cerveza, y se quedó maravillado al verla. El cabello negro le caía en una coleta, sobre el hombro derecho, y exhibía una bonita cascada de ondas. Llevaba un maquillaje sutil que resaltaba sus mejores rasgos; su piel bronceada contrastaba —de manera muy atractiva— con el gris perla de su vestido, un palabra de honor de estilo años cincuenta que habían adquirido juntos, días atrás, en una boutique del centro del pueblo.
—Estás preciosa —declaró al tiempo que dejaba la cerveza a un lado para ir a por ella. La tomó por la cintura, le dio un beso y sonrió—. Y pensar que no querías comprarte el vestido para la fiesta...
—Ya te dije que no hacía falta —replicó. Acto seguido, sonrió—. Pero me alegro de que me convencieras.
—Te lo dije: los momentos especiales requieren una vestimenta especial.
—Tenías razón —admitió y lo besó con ternura.
—Pásatelo muy bien —le deseó al concluir el beso, al tiempo que apoyaba su frente sobre la de ella.
—Lo haré.
—Siento envidia de todos los que van a estar allí contigo esta noche.
—Tú también puedes venir. Aún estás a tiempo; la invitación es para dos.
—No. —Negó con la cabeza—. Este es tu momento; yo solo lo estropearía. Suzanne ha podido invitarme como gesto de buena voluntad, pero ambos sabemos que mi presencia la incomodaría. No quiero incordiar, quiero que esta noche todo sea perfecto para las dos.
Ella sonrió conmovida.
—En compensación por su bondad, señor, pienso comerlo a besos en cuanto regrese —prometió entretanto deslizaba ambas manos por su espalda y repartía caricias que resultaban más que agradables—. Entraré directamente en su cama y lo atacaré sin piedad.
—¿¡Cómo!? ¿A traición? —inquirió fingiéndose escandalizado.
—Y con alevosía —aseguró sonriendo al estrechar su abrazo.
—Si es así, me veré obligado a defenderme.
—Puedes intentarlo —susurró contra sus labios, antes de volver a besarlo.
Esa vez el beso fue más largo y profundo. Tanto se abstrajeron el uno en el otro que solo el sonido de un claxon en el patio pudo detenerlos.
Suspiraron al separarse.
—Esa es Suze. Me tengo que ir.
—Diviértete. Yo aguardaré tranquilamente a que me despiertes con uno de tus besos asesinos.
—Espérame, bello durmiente —se despidió en tono jocoso.
La vio marchar con una sonrisa. Al cerrarse la puerta a sus espaldas, esa sonrisa decayó y finalmente se perdió; en su lugar quedó una expresión de añoranza y tristeza.