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MEDICINA CUANTICA PARA
UN CUERPO CUÁNTICO

En el interminable viaje del autoconocimiento los tres doshas son un punto importante. Nos llevan al mundo interior, único lugar en el que se puede cambiar la inteligencia en todas sus formas: pensamientos, emociones, impulsos, instintos, deseos y creencias. Pero los doshas son sólo una posada en medio del camino. Más allá hay revelaciones incluso más profundas. En la segunda parte quiero llegar a esas profundidades mayores explorando “el cuerpo humano mecánico cuántico”, término con el que el Ayurveda designa el invisible software que modela, controla y crea el ser físico.

En el primer capítulo establecí algunos de los principios básicos que subyacen en el cuerpo mecánico cuántico: es una red de inteligencia, la sabiduría acumulada, no sólo del cerebro, sino de otros cincuenta trillones de células que componen el cuerpo humano; responde inmediatamente a nuestros pensamientos y emociones más leves provocando el constante fluir y cambiar que es la base de nuestra naturaleza; no está localizado en el espaciotiempo, sino que es mucho más general: se extiende en todas direcciones, como un campo. No podemos ver nuestro propio cuerpo cuántico, pues está compuesto por entero de leves vibraciones, fluctuaciones del campo; pero podemos tener conciencia de él; en realidad nuestros sentidos están bien afinados con el campo cuántico, cuya actividad es más básica que la materia y la energía. El hecho de que podamos tener conciencia de un plano de la naturaleza entre diez y cien millones de veces más sutil que el átomo parece tan sorprendente que me gustaría explayarme sobre la idea.

EXPLORANDO EL MUNDO INTERIOR

El lector ya sabe que los doshas son como una estación de energía en la que los pensamientos se convierten en materia. Al principio esto parece imposible. La materia es sólida y estable; se puede ver y tocar, medir y pesar. Los pensamientos, por el contrario, son fugaces e invisibles; no se pueden ver ni tocar; en cuanto a medirlos —como con un electroencefalograma—, los procedimientos son sumamente elementales. Tal como lo expresaba un ingenioso fisiólogo, entender el cerebro por medio de un electroencefalograma es como tratar de comprender las reglas del fútbol pegando electrodos en el exterior de un estadio para escuchar los rugidos de la multitud.

También los datos proporcionados por una mirada al interior del cráneo son muy limitados. Gracias a la tecnología ultra-moderna llamada tomografía por emisión de positrones, ahora es posible obtener la imagen de una emoción o percepción fuerte mientras el sujeto la experimenta. (Para esto se requiere rastrear los diseños trazados por los radioisótopos mientras el cerebro efectúa el proceso de concebir un pensamiento.) Pero estos diseños, por reveladores que sean, no nos dicen qué tipo de pensamiento es el procesado. No se puede distinguir el amor del odio; la imagen no muestra la diferencia entre una mente sana y una demente, tampoco decodifica la increíble sutileza y la milagrosa variedad de la conexión mente-cuerpo.

El único modo de penetrar realmente en este reino desde dentro del cuerpo mecánico cuántico es la subjetividad. Es aquí en donde se efectúa el truco de convertir mente en materia. Si nos sorprendemos al encontrar una serpiente en el bosque el corazón empieza a latir con fuerza, la boca se seca y las rodillas parece que se convierten en goma. Cuando damos el salto hacia atrás ya se ha producido dentro de nosotros una transformación instantánea. El impulso mental —totalmente abstracto e inmaterial— se ha manifestado físicamente en la forma de moléculas de adrenalina, que son concretas y totalmente materiales. La decisión que posibilita esto se produce subjetivamente; uno elige enviar una vaga intención al cuerpo mecánico cuántico y este, sin vacilar, cumple sus órdenes. Dar un brinco hacia atrás no es nuestra única opción. Si las serpientes no nos produjeran miedo no habría adrenalina; en cambio, generaríamos los elementos que provocan felicidad y entusiasmo, la emoción del descubrimiento, o podríamos tener una reacción mucho más indiferente.

Esto despeja el camino al Ayurveda, según el cual la mente nos proporciona el control, la capacidad de presentar cualquier reacción que deseemos. Lo lamentable es que todos nosotros estamos preprogramados según esquemas sumamente rígidos; tenemos sólo unas contadas reacciones, en vez de ser infinitas. Y por eso hay un precio que pagar. La conexión mente-cuerpo deja de ser algo natural, sin esfuerzo; se va acumulando el estrés, y las señales negativas de la mente comienzan a dañar las células. Un viejo adagio indio reza: “Si quieres saber cómo fueron tus pensamientos de ayer, mira tu cuerpo de hoy. Si quieres saber cómo será tu cuerpo mañana, mira tus pensamientos de hoy”. Casi todos nos inquietaríamos bastante si nos sometiéramos a esta prueba. La verdadera medicina de la que carecen nuestros cuerpos es la de nuestra conciencia.

MEDICINA CUANTICA

Cuando sabemos que existe un cuerpo cuántico paralelo al físico, mucho de aquello que era misterio comienza ahora a cobrar sentido. He aquí dos datos inquietantes sobre los ataques cardíacos.

Dato 1: Se producen más ataques cardíacos a las nueve de la mañana del lunes que a ninguna otra hora de la semana. Dato 2: Las personas menos propensas a sufrir un ataque cardíaco fatal son las que se declaran muy satisfechas con su trabajo.

Reuniendo estos dos hechos, comenzamos a sospechar que en esto funciona un elemento de elección. Se supone que los ataques cardíacos se producen por azar, pero parece que algunos de ellos al menos están bajo el control de quienes los sufren. Ciertas personas que detestan su trabajo escapan de él los lunes por la mañana, provocándose un ataque cardíaco, lo que no hacen quienes trabajan a gusto. (Dejemos a un lado el porqué de que quienes detestan su trabajo no escojan una salida menos drástica para sus frustraciones.) La medicina convencional no conoce ningún mecanismo que no permita provocarnos un ataque cardíaco utilizando la mente. Sin embargo, para la perspectiva ayurvédica el corazón es una imitación de los mismos impulsos que colman la mente, incluyendo sus desilusiones, sus miedos y sus frustraciones. En el plano de la mecánica cuántica, mente y cuerpo están unidos; por tanto, no cabe sorprenderse de que una profunda insatisfacción alojada en la mente se exprese en un equivalente físico: un ataque cardíaco.

En realidad, cualquier insatisfacción debe expresarse físicamente porque todos nuestros pensamientos se convierten en sustancias químicas. Cuando somos felices las sustancias químicas de nuestro cerebro viajan por todo el cuerpo contando nuestra felicidad a todas las células; al recibir el mensaje ellas también “se ponen felices”, es decir, empiezan a funcionar más efectivamente, alterando sus propios procesos químicos. Por el contrario, si estamos deprimidos ocurre lo opuesto. La tristeza es químicamente trasmitida a cada una de las células, logrando que nos duelan las del corazón, por ejemplo, y que el sistema inmunológico se debilite. Cuanto pensamos y hacemos se origina dentro del cuerpo cuántico y luego burbujea hacia la superficie de la vida.

Probablemente el lector ha oído hablar de esos experimentos en los que a un sujeto hipnotizado se le calientan las manos, le aparecen manchas rojas en la piel y hasta ampollas, sólo por el poder de la sugestión. Este mecanismo no es privativo de hipnosis. Nosotros hacemos lo mismo todos los días, pero no tenemos control voluntario de las acciones. Un paciente de ataque cardíaco debe asombrarse al descubrir que él mismo se está dando el ataque cardíaco. Sin embargo, si nosotros miramos por adelante las implicaciones severas, las noticias más emocionantes son que nosotros tenemos un poder enorme y no realizado. En lugar de la inconsciente creación de la enfermedad, nos podemos crear conscientemente la salud.

Porque el Señor Gerald Rice es un médico, conoce perfectamente el grado de su enfermedad. Después de practicar medicina interna en Boston durante un cuarto de siglo, a los cincuenta años de edad se le diagnosticó una leucemia crónica, es decir, un cáncer en los glóbulos blancos de la sangre. Gerald vive en medio de un creciente pánico desde su diagnóstico hace varios meses. Obsesionado por su enfermedad, pasa las noches levantado revisando publicaciones médicas. Todo lo que lee es muy desalentador. Los pacientes afectados por su enfermedad, llamada leucemia mieloide crónica, pueden vivir una media de unos tres años a partir del diagnóstico inicial; cuatro, tal vez, con mucha fortuna.

Aún es temprano. Gerald no ha sentido casi otro síntoma que un desacostumbrado cansancio durante el día, pero su recuento de glóbulos blancos muestra un altísimo nivel de cuarenta mil, más del cuádruple de lo normal, que varía entre cuatro y once mil. Uno de los principales institutos especializados de Nueva York lo ha instado a probar ciertas formas de quimioterapia, altamente experimentales, pero incluyen riesgos desconocidos y no ofrecen garantía con respecto a prolongarle la vida. Ha decidido esperar, pese a que estar sin tratamiento lo atemoriza mucho. Varios oncólogos coinciden en explicarle que, una vez que su recuento de glóbulos blancos pase los cincuenta mil, tendrá que hacer algo. Gerald pasa las noches despierto, obsesionado por esa cifra ya que es una frontera que teme cruzar.

En tiempos recientes, tras haber leído sobre casos de cáncer que habían retrocedido con el tratamiento ayurvédico se presentó a nosotros. La actitud de Gerald era muy cautelosa; sus primeras preguntas revelaron que lo preocupaba mucho ignorar el tratamiento al que se sometía.

—¿Qué protocolo tienen ustedes para tratar la leucemia mieloide crónica? —preguntó de inmediato.

—Esta no es una clínica especializada en cáncer —respondí—. Todos nuestros pacientes graves comienzan básicamente con el mismo tratamiento.

Esto lo horrorizó. Según sus normas profesionales, cada variedad específica de cáncer requería un enfoque propio, intensivo y estrechamente focalizado. En el Ayurveda aplicamos una lógica distinta. Nuestra meta es alcanzar el plano de equilibrio perfecto que hay dentro de cada paciente por enfermo que esté. Experimentar este plano trae la curación en sí y por sí, utilizando los métodos del propio cuerpo.

—En este momento, en su estado predominan las sensaciones de temor y pánico —le dije—. Usted está enviando abrumadoras señales de inquietud a su sistema inmunológico; como médico, sabe que la respuesta inmunológica es sumamente sensible a tales mensajes.

Tuvo que admitir que eso era verdad.

“Lo que deseamos es atraer su conciencia de regreso a un plano más saludable, a un sitio en el que la enfermedad no sea una amenaza tan grande. En definitiva, querríamos que usted hallara el lugar donde ni siquiera existe.

En este punto tuvo una reacción de rechazo.

—¿Pero sí existe! Es real. ¿Usted me pide que ignore ese hecho?

—No —repuse.

—Si tengo pánico es porque la leucemia me hace sentir así —protestó. Comenzaba a agitarse. Estaba luchando para mantener un completo dominio de sí desde ese devastador diagnóstico. La perspectiva de cambiar esa postura rígida y temerosa casi lo asustaba más que la propia enfermedad. Me apresuré a tranquilizarlo. Siempre tendría a su disposición otros tipos de tratamiento médico, fueran ayurvédicos u occidentales. Yo me mantendría en consulta con su propio médico y con los principales especialistas de la zona de Boston. Sin embargo, sin tratamiento para su ser interior, mi opinión era que ningún tratamiento médico exterior, basado en drogas o radiaciones, podría profundizar lo suficiente.

En toda enfermedad grave que ponga en peligro la vida puede haber muchas capas de desequilibrio ocultando las profundidades donde existe la curación; uno puede pasarse la vida entera sin sospechar que existe el cuerpo mecánico cuántico. La salud perfecta es una realidad de este plano profundísimo y espera que la saquen a la superficie de la vida. Tal como decimos a nuestros pacientes, el comienzo de la perfección es desasirse de la imperfección. Para eso la tradición ayurvédica nos ha dejado en herencia muchas técnicas, físicas o mentales, para que el médico las emplee.

—Si usted logra atravesar la máscara de enfermedad y ponerse en contacto con su yo interior, siquiera por unos pocos minutos diarios, emprenderá pasos gigantescos hacia la curación —le prometí—. Nadie puede garantizarle la recuperación, pero este enfoque de la medicina es válido y obtiene resultado.

Gerald recibió estas declaraciones con una mezcla de esperanza y escepticismo. Tengo perfecta conciencia de lo vulnerables que se sienten los pacientes en esta situación. Están propensos a todos los ataques de ansiedad y culpa. Intimamente, se preguntan si no merecían la enfermedad y, por tanto, la han causado sin darse cuenta; se culpan en general por no haber comido mejor, por no consultar con frecuencia al médico, por no llevar una vida más saludable, maldicen al destino y, sin embargo, le suplican que los rescate.

Toda esta angustia es innecesaria; por tanto, debe ser atacada de inmediato. La sencilla verdad es que, cuando se presenta una enfermedad, trae consigo una realidad enferma; cuanto más grave la enfermedad, más distorsionada se hará nuestra visión de la realidad. Para quien está en las garras de una enfermedad verdaderamente debilitante, lo que domina es el miedo. Sin embargo, eso no significa que sea inevitable. El miedo es el paisaje que vemos cuando estamos en una realidad enferma. Si cambiamos esa realidad, que nace dentro de nosotros mismos, el paisaje también cambiará.

—Puede comenzar los tratamientos mañana —dije a Gerald, después de la entrevista y del primer examen—. No hace falta que crea en ellos. Bastará con que los experimente.

El respondió en voz baja:

—Lo intentaré todo.

Inmediatamente se inscribió en nuestra clínica. Teniendo en cuenta todo lo que le pasaba, no sorprendió a nadie que el primer análisis de sangre, efectuado esa tarde, fuera horroroso. Su recuento de glóbulos blancos había ascendido a cincuenta y dos mil, mucho más de lo que le habían hecho considerar como el punto sin retorno.

A continuación ocurrieron varias cosas. En cuanto llegó a la clínica, Gerald se sumergió en las rutinas para equilibrar los doshas que describimos en el capítulo cinco. Fue clasificado como tipo Pitta y se le destinó la dieta apaciguadora de esa clase, con abundancia de ensaladas, frutas, arroz, pan y platos fríos, baja en grasas y sal y con énfasis en el sabor dulce, todo lo cual ayuda a aliviar a Pitta.

En su primera mañana en la clínica aprendió la Meditación Trascendental y comenzó a meditar dos veces al día, antes del desayuno y de la cena. Gerald, como médico, se asombró al observar el ambiente. La clínica fue creada en un ambiente vital y enriquecedor. En ella no hay nada convencionalmente médico. Su ambiente no es sombrío; no huele a antisépticos ni tiene severas unidades de terapia intensiva con monitores que “pían” sin cesar.

El Ayurveda recomienda un ambiente natural, preferiblemente bello, para la recuperación. Los cinco sentidos están alimentando constantemente con señales al cuerpo mecánico cuántico; uno metaboliza cada una de esas señales, que entra en el depósito de imágenes, sonidos, olores, etcétera. Si lo que nuestros sentidos ven, oyen, tocan y huelen nos hace pensar en la enfermedad, estamos absorbiendo algo insalubre. ¿Cómo se puede renovar la realidad si se nos recuerda siempre, sutilmente, la realidad vieja?

A Gerald le encantaban sus largas caminatas matinales bajo las ancestrales hayas que motean la propiedad; no obstante estaba intrigado.

—Yo no veo que aquí exista algo desde el punto de vista médico —protestaba de vez en cuando.

Yo le pedí simplemente que continuara con su tratamiento.

La más activa de las terapias que Gerald recibía se denomina panchakarma, que en sánscrito significa “las cinco acciones” o “los cinco tratamientos”, una amplia rutina para purificar el cuerpo de toxinas depositadas en él por la enfermedad y la dieta inadecuada. En la medicina occidental sabemos que en cada célula del cuerpo se acumulan sin cesar desechos descoloridos y fibrosos. Se supone que esta resaca es causa activa de que el ADN cometa errores —motivo de la mayor parte de los cánceres—; casi con seguridad, estos desechos dificultan el funcionamiento de la célula y conducen más rápidamente a un envejecimiento; con el tiempo acaban por matar a nuestras células. Lo que no se conoce con exactitud es cómo llegan esos desperdicios a las células. El Ayurveda dice que es la basura dejada por los doshas desequilibrados, prueba visible de que algún proceso invisible no se ha realizado bien.

Los sabios ayurvédicos acumularon todos esos residuos tóxicos con el nombre de ama, que ellos percibían como una sustancia maloliente, pegajosa y dañina, que era preciso evacuar del cuerpo tan completamente como fuera posible. Algunas medidas purificadoras pueden ser aplicadas en el hogar —como veremos más adelante—, pero el panchakarma completo es un tratamiento médico que requiere un diagnóstico exacto y métodos de trabajo intensivo, comunicado por los vaidyas a los técnicos ayurvédicos.

El panchakarma no quita los desechos físicos de las células, pero se dice que saca el exceso de doshas junto con el ama que se adhiere a ellos, utilizando los canales de evacuación del propio cuerpo —glándulas sudoríparas, vías urinarias, intestinos, etcétera—. Desde el punto de vista del paciente, los masajes y baños de aceite diarios son muy placenteros y relajantes; desde la perspectiva cuántica, estamos limpiando y restaurando los canales que traen señales curativas a nuestras células. El panchakarma, reitero, no es un tratamiento para el cáncer: se aplica a todos los pacientes a fin de restaurar el equilibrio.

Un día o dos después, Gerald sintió que la fatiga acumulada salía a raudales de su organismo, como si liberara años enteros de agotamiento. Por ser habitualmente una persona muy trabajadora y altamente estimulada, descubrió que necesitaba desesperadamente largas horas de descanso y sueño. Cuando me lo mencionó, le dije que desprenderse de la fatiga significaba lo mismo que despojarse del estrés. La fatiga es la sombra de antiguas tensiones que se acumulan en el sistema nervioso. Gerald, como médico, no desconocía lo que era el estrés, pero sus estudios médicos no admitían que este pudiera provocar leucemia.

—No es eso lo que digo. Usted tiene impreso en las células el recuerdo del estrés —aclaré—. Con el tiempo, pierden la capacidad de funcionar a la perfección. Las conexiones de inteligencia se rompen como si se interrumpiera un circuito eléctrico. La inteligencia total de las células se debilita y el resultado final es la enfermedad. En su caso, la enfermedad es leucemia; podría haber sido cualquier otra entre miles de trastornos. Consiste en que a todos ellos se les aplica la misma cura: devolver al cuerpo su propia inteligencia.

Una semana después de su llegada, Gerald estaba listo para volver a su casa, aún convencido de que “no le había ocurrido nada médico”. En la última entrevista se le mostraron los resultados de un análisis de sangre tomado esa mañana.

—Según este informe de laboratorio, su recuento de glóbulos blancos ha descendido en más de un cuarenta por ciento: de cincuenta y dos mil a veintiocho mil —le comuniqué.

Quedó atónito. Era una mejoría extraordinaria. Si Gerald hubiera optado por la quimioterapia convencional, una reducción de diez mil en su recuento habría sido considerada todo un éxito. Ese “éxito” habría traído consigo horribles semanas de náuseas, caída de cabello, debilitamiento físico, depresión y los demás efectos colaterales del tratamiento.

Aquí no había sufrido efectos colaterales y se sentía más sano que en muchos años, no sólo desde que lo diagnosticaran como leucémico. Otro síntoma grave de su enfermedad había desaparecido por completo: la anormal abundancia de glóbulos blancos inmaduros producida por la médula de los pacientes leucémicos. La muestra de sangre tomada el primer día exhibía cantidad de células anormales; ya no había ninguna.

—Esto podría ser falso, ¿no? —observó—. El análisis de sangre puede estar equivocado.

Pero sabía que esas pruebas rutinarias muy rara vez se equivocan: él también las usaba todos los días en su práctica profesional.

EL PODER DE LA CONCIENCIA

Pienso que el secreto de la recuperación de Gerald consistió en un cambio en su conciencia. Descubrió que hay más autodominio en dejarse llevar que en tratar de dominar por la fuerza el propio cuerpo. El período de seguimiento lo demostró claramente. Después de abandonar la clínica, Gerald se arrojó de lleno a su trabajo, sometiéndose a las grandes tensiones habituales; tres meses después, en su siguiente visita a Lancaster, el recuento de glóbulos blancos se había disparado otra vez a más de cuarenta y cinco mil. Se hundió en la depresión, pero los tratamientos ayurvédicos pronto redujeron el recuento. Inmensamente aliviado y agradecido, volvió a su casa y se zambulló en su antigua vida incluso con mayor furia. No sorprende que el recuento se elevara por tercera vez.

Cuando volvió para otra semana de tratamiento le dije algo que no esperaba:

—Hay mucho dolor en su casa cuando usted vuelve, ¿no es así?

—¿A qué se refiere? —preguntó, cauteloso—. Lo cierto es que estoy enfermo.

—Quiero decir, aparte de su enfermedad.

No dijo nada. Parecía muy significativo que su leucemia hubiera sido diagnosticada apenas cuatro meses después de la muerte de su esposa, fallecida de un ataque cardíaco cuando rondaba la cincuentena. Gerald la echaba terriblemente de menos. Más aún: por la noche, cuando volvía a su casa, había fricciones con su hija divorciada, que se había instalado allí para atenderlo.

Tuvo que reconocer que su estado dependía del estado de su conciencia. Su mente influía profundamente sobre su cuerpo.

“Imagínese que su conciencia es como una cuerda de violín. La cuerda puede tocar cualquier clase de notas, agudas o graves, según dónde ponga usted su dedo. En este momento usted está emitiendo todo tipo de notas erróneas. No sólo sus elevadísimos recuentos de glóbulos blancos, sino también sus cambios de humor, sus expectativas nerviosas, su dolor, todas son notas que surgen de la misma posición.

“En la medicina convencional sólo cuentan las notas. Se dedica una enorme cantidad de tiempo sólo a matar los glóbulos blancos anormales. Pero usted podría cambiar su posición en la cuerda. Entonces no destruiría nada: crearía una nueva realidad, incluso con notas nuevas. ¿No es eso lo que hemos estado haciendo desde un principio? Piénselo.”

Gerald admitió que se sentía mejor cada dia que pasaba en la clínica y peor cada día que se quedaba en su casa.

—Pero usted no quiere decir que al sentirme bien se produce una regresión de la leucemia, ¿verdad? —interpeló.

“Si sentirse bien es parte de curarse, en ese caso sí, es lo que quiero decir. En realidad, aquí no se trata de sus cambios de humor. Es natural que el humor cambie en el curso de una enfermedad grave: uno se siente feliz o deprimido, esperanzado o desesperanzado sin previo aviso.

“Por debajo de esos imprevisibles cambios de humor está el nivel cuántico de la conciencia, que se ha perturbado. Son los cambios en este plano de conciencia los que provocan las alteraciones de humor; si su conciencia profunda varía, sus estados anímicos la seguirán tal como una veleta. Cabe esperar que en su cuerpo se produzcan indicaciones similares, y sus recuentos alterados son un ejemplo palpable. Los cambios de conciencia tienen muchísima importancia. Como médico, usted no puede ver las cosas desde un solo flanco y decir que las emociones negativas perturban el sistema inmunológico. También ha de ser cierto que los estados de conciencia positivos lo ayudarán a recuperarse.”

A Gerald esto le pareció razonable. Contra sus estudios médicos convencionales, que lo llevaban a ser muy escéptico con respecto a cualquier tipo de “mente sobre materia” en el proceso de curación, debía tener en cuenta su vívida e innegable experiencia. Nuestra conversación tuvo lugar hace varios meses. El continúa beneficiándose del enfoque esbozado aquí, pero le está llevando tiempo romper por completo con sus viejos esquemas. Creemos, sin embargo, que ya ha dejado atrás el recodo. Hay muchas menos muestras de lucha de su parte. Está cediendo en una de sus creencias más preciadas: que debía combatir por su vida con todos los átomos de su ser. Ahora comienza a aceptar la posibilidad de una verdad ayurvédica muy profunda: si logramos desprendernos de la imperfección, la perfección surgirá por sí sola.