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Lestat
Encontrarlos no fue difícil. El viejo monasterio de Saint Alcarius se encontraba al noreste de París, en un espeso bosque cercano a la frontera con Bélgica. Era el cuartel general secreto que Gremt había escogido para la antigua Orden de la Talamasca.
Amel y yo íbamos a visitar a Gremt. Deberíamos haber ido mucho antes y me avergonzaba no haberlo hecho.
¿Realmente quería estar ahí en ese instante? Bueno, no. Deseaba estar al otro lado del océano, en Nueva Orleans, porque había persuadido a mi amado neófito Louis de encontrarnos en esa ciudad. Pero esta visita era importante. Y mi mente bullía con preguntas para Gremt, sobre él mismo y sobre sus espectrales compañeros.
Con todo, primero lo primero. Debía disculparme por no haberlos invitado a la Corte, así como por no haber ido antes.
En la aldea, un sitio limpio y pintoresco bajo el cual el pasado dormía en silencio, me dijeron que los propietarios de Saint Alcarius eran una especie de ermitaños y que todos sus asuntos los gestionaba una empresa de París. No me dejarían «subir». No te molestes en llamar. Sin embargo, durante los meses de verano los turistas y los senderistas eran siempre bien recibidos en los jardines. Bajo los viejos árboles había bancos para que pudieran sentarse.
El camino particular era de tierra y casi impracticable. Aun con esa nieve tan ligera, estuvimos en él un buen rato. Pero veníamos del Château de Lioncourt en un potente vehículo con tracción en las cuatro ruedas y encontramos el camino sin dificultad entre los baches y los escombros que no se habían limpiado en meses. Yo llevaba décadas fascinado por esos poderosos automóviles. Me encantaba conducirlos y sentir la explosión de potencia cuando pisaba el acelerador.
Había luna llena y la noche invernal era fría y brillante. Las luces se filtraban a través de los antiguos tejos y, a medida que nos acercábamos, veía cada vez más luces encendidas en la vieja torre cuadrangular, así como en la elevada ventana, con cristales romboidales, de la fachada de piedra. Una mirada rápida me indicó que dentro había muchos seres, aunque no sabía qué eran: fantasmas, espíritus o bebedores de sangre.
Bajé del coche y les dije a Thorne y a Cyril que me esperaran. No podía ir a ninguna parte sin ellos. Eran las órdenes de Marius, Gregory, Seth, Fareed y Notker, y de todo «anciano» que daba la casualidad de rondar «la Corte». Además, los antiguos dirigían la Corte, sobre eso no había dudas. Yo era el Príncipe, sí, pero a menudo me trataban como a un niño de doce años controlado por un comité de regentes. Eran ellos quienes tomaban las decisiones y el huésped no podía aventurarse a ninguna parte sin sus guardaespaldas.
Thorne, el descomunal vikingo pelirrojo, habría dado su vida inmortal por mí y, por razones que nunca he desentrañado, lo mismo habría hecho el terco y pesimista egipcio Cyril, quien me juró su lealtad en el instante en que cruzó la puerta del Château. «Siempre he deseado tener a alguien a quien jurarle mi lealtad —había dicho encogiéndose de hombros—. Y ahora eres tú. De nada vale discutir.»
«Ahora tú tienes el Germen —decía Gregory cada vez que yo protestaba—. ¡Si no consigues hallar un refugio con bastante antelación a la salida del sol, los más jóvenes arderán!»
¡Como si yo no lo supiera! Bueno, la verdad, ni siquiera lo había pensado un segundo antes de devorar el Germen, pero ahora lo sabía. Lo sabía perfectamente. No necesitaba que Thorne y Cyril me siguieran a cada paso.
La vida en la Corte: infinitas solicitudes de audiencias y guardaespaldas que no se apartaban de mi lado. Cada noche se me hacía más evidente, y de formas que ellos no imaginaban, lo que significaba ser el Príncipe y tener a Amel en mi interior. Y desarrollé una fantasía secreta en la que la única persona en todo el mundo que me permitiría quejarme de ello era Louis. Ah, Louis...
En cuanto a Amel, su conciencia, iba y venía con una movilidad infinita, aunque desde luego el etéreo centro de mando permanecía arraigado en mi cerebro. Amel podía hablar sin parar noche tras noche o desaparecer durante una semana.
Ahora estaba conmigo, por supuesto, ya que me había incordiado de forma incesante para que me acercara a «los espíritus».
Siempre sentía la presencia de Amel, o su ausencia, y en ocasiones percibía sus bruscas deserciones como si me sacudieran todo el cuerpo. Cuando estaba conmigo, la sensación era como la del calor de una mano, solo que dentro de mí, y yo me preguntaba si Amel tenía control sobre cómo experimentaba yo este signo revelador. Mi impresión era que no lo tenía.
¿Cómo hacía para viajar? ¿Era como una araña gigantesca que se deslizaba a la velocidad de la luz por los hilos de la red que nos unía a todos? ¿O volaba ciegamente hacia el latido cálido y palpitante de otra conciencia? Él no me lo decía. Cada vez que le preguntaba, yo tenía la incómoda sensación de que no entendía la pregunta. Eso es lo que más me perturbaba, las cosas que Amel parecía incapaz de comprender.
La mayor parte de sus largos silencios eran producto de su incapacidad para entender mis preguntas y su necesidad de pensar en todos los aspectos de lo que yo le preguntaba.
Yo tenía tantos interrogantes sobre Amel que no podía poner en orden mis ideas. Con todo, de una cosa estaba seguro, Amel quería tener a esos espíritus al alcance de la mano y esa era la razón de que me hubiera impulsado a venir. Además, quería que después de eso yo fuera a Nueva Orleans.
—Sé que tienes algún malvado motivo propio —dije en voz alta, de pie bajo la nieve—, pero guarda silencio, para variar, y deja que yo haga lo que quiera.
Caminé por el sendero nevado. Junto a las puertas dobles con herrajes ardían las velas de unas lámparas.
«Malvado motivo, malvado motivo, malvado motivo... —cantó Amel—. ¡Qué absurdo, un malvado motivo! Eres un tonto, pero como dicen por ahí, eres mi propio tonto. Si ignoras a estos espíritus monstruosos, podrían volverse contra ti.»
—Y entonces ¿qué? —pregunté.
Gremt, Teskhamen y Hesketh afirmaban haber fundado la Talamasca más de mil años atrás. Nadie dudaba de su palabra o de que aún actuaban como guardianes de la Talamasca hoy en día. Pero los miembros humanos de la Talamasca no sabían nada de su monstruosa fundación y la orden humana continuaba, como siempre lo había hecho, estudiando los fenómenos físicos del mundo con respeto académico.
Oí a Amel reír con amargura en mi interior, la voz que nadie más podía oír.
«Pero recuerda. Los espíritus mienten, mienten y mienten. Y no te molestes en llamar. Te han oído cuando estabas a cincuenta kilómetros. Teskhamen está aquí. Y si no crees que recientemente he estado dentro de Teskhamen, inspeccionando este lugar de arriba abajo, eres un idiota.»
—Vale, así que ahora soy un idiota y un tonto al mismo y litigioso tiempo —dije.
Se abrieron las puertas. Me bañó una luz cálida; el aire también era cálido y aromático, con olor a cera de velas, madera antigua y libros viejos.
Gremt estaba de pie y, como siempre, se veía tan sólido como un ser humano. El pelo negro, corto y bien peinado, el rostro terso y simétrico, maravillosamente elocuente, de cortesía y comprensión humanas. Pero en su expresión no había ni una pizca de la amable generosidad que yo le había visto en el pasado. Su thawb o sotana era de un grueso terciopelo azul oscuro y llevaba una bufanda de cachemira gris en torno al cuello, como si sintiera frío.
—Lestat —dijo, y me hizo una anticuada reverencia—. Me alegra que hayas venido. —Pero había algo extraño, e intuía de qué se trataba.
Gremt se hizo a un lado para que yo entrara. Los guardaespaldas se acercaron y extendí la mano en un gesto amenazador. Y para hacerme entender, envié una onda telepática que empujó el Range Rover unos tres metros hacia atrás, arrastrando y triturando la grava a su paso. Los guardaespaldas se molestaron, pero se quedaron en su sitio.
—No te preocupes por ellos —le dije a Gremt—, esperarán fuera.
—Pueden entrar, si lo deseas —repuso, pero estaba distraído, en conflicto consigo mismo, a disgusto. Se esforzó por parecer amistoso y volvió a hacerme un gesto para que entrara.
—No lo deseo —contesté—, pero gracias de todos modos. No puedo ir a ninguna parte sin ellos, algo que he aceptado, pero no quiero sentir su aliento en la nuca.
Cerró la puerta a mis espaldas y me guio, a través de una sombría entrada de piedra, hacia lo que en otra época podría haber sido un gran salón. Ahora era una biblioteca, con un hogar viejo y basto en la larga pared del fondo, un agujero gigantesco adornado con tallas de cabezas de león con un fuego ardiendo en su interior. Desprendía un dulce aroma a roble quemado. Pero también podía percibir el olor a gas natural mezclado con el otro.
El aire estaba sorprendentemente caldeado, teniendo en cuenta que era un lugar habitado por espíritus y un anciano vampiro. Era posible que sus cuerpos pudieran sentirlo. Me gustaba. No necesito el calor, pero disfruto con él. Y me sentía a gusto en este lugar.
Las librerías eran de reciente construcción y olían a madera nueva, trementina y cera. Los libros estaban ordenados, y en ambos extremos de la pared había grandes escritorios de estilo neorrenacentista repletos de papeles y con unos viejos teléfonos negros. Lejos, a la izquierda del hogar, había un estrambótico clavecín, a todas luces un instrumento nuevo, pero construido con gran habilidad para reproducir la excelente ingeniería de los instrumentos originales, y cuidadosamente pintado a fin de parecer un objeto de mi época. Había apliques en las paredes y, colgado a baja altura, un candelabro de hierro con una tracería de cables eléctricos que seguían furtivamente la cadena que bajaba desde el curvo cielorraso, pero en la habitación no había más luz que la del fuego. Tengo debilidad por este tipo de cosas.
Por todas partes, el suelo de piedra estaba cubierto por gruesas alfombras de lana, en su mayoría de diseño persa, gastadas y desteñidas, pero aún se sentían mullidas bajo los pies.
Agrupadas frente a la chimenea, había unas grandes sillas renacentistas de roble, en las que estaban sentados Teskhamen y Magnus. No se veía a nadie más, pero yo podía percibir a los seres que se movían en las habitaciones de la planta superior. Había alguien en lo alto de la antigua torre. También me llegaban olores a yeso, pintura y tuberías de cobre, así como el zumbido suave de aparatos eléctricos de las habitaciones lejanas. Un lugar con una atmósfera divina y todas las comodidades modernas.
Teskhamen y Magnus se levantaron de sus sillas para saludarme. Me preparé para el encuentro con Magnus, para mirar en el interior de los ojos de quien me había creado y había muerto en una pira menos de una hora después de hacerlo, legándome su poderosa sangre, su fortuna, su hogar y nada más. Quizá nuestros espléndidos médicos vampiros, Seth y Fareed, pudieran decir si mi sangre era una clara mezcla que me conectaba de manera innegable con Magnus. Fareed estaba en ello. Fareed estaba en todo.
Percibí una gran intranquilidad en esas tres criaturas.
«No te conviertas en su juguete —dijo Amel en mi interior—. Magnus no es ni por asomo tan sólido como parece. Es un lamentable fantasma. Fíjate que su vestimenta monacal es parte de la ilusión. No es lo bastante estable como para arriesgarse a usar ropas ni zapatos reales como hace Gremt.»
Advertí lo que Amel me decía y tuve la certeza de que la última vez que vi a Magnus era la imagen de una criatura viviente, con ropa auténtica. Me pregunté cuál sería la causa de aquel cambio.
«¿Pueden oírte?», pregunté a Amel sin mover los labios.
«¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió—. Si se lo permites, Teskhamen puede escudriñar tu mente con la misma eficacia que cualquier otro bebedor de sangre. Al igual que los demás, él no puede hacerme callar. ¿Pero los fantasmas y los espíritus? ¿Quién diablos sabe lo que perciben u oyen? Continúa. Esto no me gusta.»
No era sincero. Estaba excitado. Yo lo sabía.
«Paciencia —le respondí de forma telepática—. He esperado mucho tiempo para venir.»
Amel emitió un furioso quejido, pero calló. Magnus me hizo señas de que cogiera una silla situada a su izquierda, la que estaba más cerca del fuego. No encontré ni una pizca del cariñoso afecto que había notado en él la última vez que nos vimos, en Nueva York. Ninguno me extendió la mano. Yo no extendí la mía.
Me senté, apoyé las manos sobre los reposabrazos de madera y disfruté con sus relieves. Se trataba de un mueble nuevo, pero era una magnífica imitación de una silla de tiempos de Shakespeare. Sobre el hogar, divisé un intrincado tapiz, que también era nuevo, lleno de tintas vívidas y rastros químicos nuevos, pero realizado exquisitamente, con santos medievales agrupados alrededor de la Virgen María y el Niño Jesús, sentados ambos en un trono de oro. Me encantaron los bosquecillos que los rodeaban, los pájaros en las ramas y los motivos diminutos entre el follaje y las flores. Me pregunté si lo habrían confeccionado manos mortales o si lo habían fabricado bebedores de sangre con una atención obsesiva, una paciencia sobrenatural y buen ojo para los detalles.
—Aprecio mucho todo este refinamiento —dije, mientras mis ojos recorrían la curvatura del cielorraso—. Esto era una granja sin ventanas, ¿verdad? Y abristeis esos grandes ventanales y los embellecisteis con un enrejado de hierro y cristales gruesos. Habéis conservado este lugar bastante bien, para felicidad de fantasmas y viejos monjes, ¿no?
—Sí, eso creo yo —dijo Gremt, pero su sonrisa era forzada.
—Bueno, este viejo fantasma es feliz aquí —dijo Magnus con una voz grave y sonora—. Eso sí te lo puedo decir. —En su voz se oía el pasado. Oí las palabras que no había recordado en décadas: «Ese, hijo mío, es el pasadizo que conduce a mi tesoro...»
Intenté no retroceder y respondí a su sonrisa con otra. Amel tenía razón. Ese hábito marrón y esas suaves zapatillas del mismo color eran parte de la ilusión. Si Magnus se desvaneciera, no dejaría ningún rastro. Y de inmediato me percaté de algo más. Sus facciones, sus proporciones y los detalles de su cabello suave y rubio ceniza no eran estables. No parpadeaban como la imagen de una mala película, pero toda la ilusión era tan frágil que parecía que el más ligero movimiento de aire podría malograrla. No creo que un mortal se hubiera percatado de ello. Advertí que mantener esa apariencia sólida y estable le consumía una enorme cantidad de energía. Su mirada intensa, sus ojos brillantes clavados en los míos, ese era su rasgo más vital.
Gremt, el antiguo, el pilar de la Talamasca, no tenía esa dificultad. Parecía lo bastante sólido como para rasgarlo de arriba abajo. No lucía menos real de lo que me había parecido en nuestros encuentros anteriores y su evidente incomodidad no tenía ningún efecto sobre su aspecto. Un espíritu, un poderoso espíritu.
Teskhamen era, desde luego, un bebedor de sangre que había sobrevivido a los milenios y que ya era anciano cuando le entregó la Sangre a Marius. Era él mismo, con su elegancia predecible, su cabello cano, ondulado y corto, con la piel más oscura de lo que me pareció la primera vez que lo vi, unos seis meses antes.
Regresaron a sus asientos. Gremt a mi lado, Teskhamen junto a él y Magnus en el otro extremo, frente a mí. Miré la piel de Teskhamen y mientras lo hacía olí el sol.
Una repentina punzada de dolor me atravesó el cuerpo. Nunca pude volver a exponerme al sol de ninguna manera, ni para oscurecer mi piel ni para poner a prueba mi resistencia, ni... Porque si lo hacía, los más jóvenes podían arder en cuestión de segundos. Tenía que haber alguna alternativa. Tenía que haber alguna manera de poner a prueba la vieja leyenda.
—He sido víctima de la vieja leyenda —dijo Teskhamen. Su rostro era brillante, amistoso. Fuera lo que fuera lo que molestaba a los otros dos, a él no lo afectaba. Era tan esbelto, y su figura tan nítida, que sus huesos formaban parte de su belleza.
Estaba perfectamente a gusto conmigo, calmado y casi encantador. Llevaba un traje de lana gris oscuro, de hechura inglesa, y unos zapatos Oxford a la moda, refinados, hechos a mano, con cordones y puntera.
—Ardí en mi celda, en el interior del roble, aquí, en este mismo país —dijo—, cuando la Reina fue expuesta al sol, en Egipto. —Hablaba en tono regular, con calma. Solo sus numerosos anillos de oro y gemas parecían antiguos—. Sentí el fuego rabioso —añadió— y casi no sobreviví a él. Ya sabes todo esto, pero permíteme que te lo confirme. Créeme cuando te digo que la vieja leyenda es muy verdadera. Todo lo que Marius te ha contado de mí es verdad. Mi vida está en tus manos, la vida de toda la tribu lo está. Si te expones al sol, todos lo sentiremos; algunos sobrevivirán, otros sufrirán tal agonía que desearán no haber sobrevivido, y otros serán completamente destruidos por el fuego.
«Te está tratando de forma condescendiente —siseó Amel—. ¿Cómo puedes soportarlo? O te vas tú o me voy yo.» Pero Amel no deseaba marcharse. Yo lo sabía.
«Cállate —le dije silenciosamente—. Quiero estar aquí y aquí me quedaré. Y no hay nada que puedas hacer al respecto.»
Amel estaba de acuerdo, pero jamás lo admitiría.
Teskhamen soltó una risita.
—Dile a nuestro bienaventurado amigo que puedo oírlo muy bien —dijo—. Puedes estar seguro, Príncipe: nos alegramos de verte. No sé si nos alegra recibirlo a él, pero a ti sí. No te esperábamos. Casi habíamos renunciado a recibir tus noticias. Nos alegramos mucho de que hayas venido.
Los otros no dijeron nada. Gremt tenía los ojos fijos en el fuego. No parecía descortés ni hostil, sino preocupado, lo bastante como para ignorarme; preocupado y angustiado. Sus ojos recorrían los leños ardientes con inquietud y parecía morderse levemente los labios, como si realmente fuera de carne y hueso y no fuese capaz de ocultar su pena.
Magnus, que estaba sentado frente a mí, me pareció sobrenaturalmente inmóvil. Entonces le ocurrió algo. Lo sentí con tanta certeza como lo vi y en un parpadeo Magnus se había transformado de manera indescriptible y completa. El fantasma maquillado había desaparecido. Ahí estaba el monstruo que yo conocía de la noche de mi fin como mortal; las mismas mejillas hundidas, marchitas y blancas, los mismos grandes ojos negros e idéntico cabello negro y enredado, con brillantes mechas plateadas. Un oscuro escalofrío me recorrió el cuerpo.
«Recuerda que algún fantasma está manipulando tu cerebro, amado mío —dijo Amel—, para hacerte ver lo que estás viendo.»
¿Y qué debía hacer yo con semejante conocimiento?
Gremt estaba sorprendido. Clavó los ojos en Magnus y, lentamente, la vieja imagen regresó, el Magnus de ahora, el fantasma bien parecido, el fantasma soñado por un anciano mortal de extremidades deformadas, giboso y de nariz estrecha y ganchuda, y ahora no quería saber nada de todo eso. Aquí estaban los regulares rasgos griegos, la frente hermosa y el pelo rubio, la imagen de un varón en su apogeo, con toda la seguridad que otorga la belleza.
Con todo, desvió los ojos de mí, humillado, desolado. Miraba el fuego mientras Gremt lo miraba a él con evidente preocupación. Yo seguía perturbado. En realidad, estaba comenzando a sentir una especie de pánico.
En ese momento, el agotamiento se apoderó de Gremt, quien se relajó en su silla, elevó la mirada, quizás hacia los personajes del tapiz, y cerró los ojos.
Amel reía con malicioso deleite.
«Menuda panda —susurró entre su grave risa de hierro—. ¿Estás disfrutando de la compañía? ¿Por qué no les incendias la casa y acabas de una vez con esto?»
«Desperdicias tu ira», repuse en silencio. Pero advertía que, desde luego, Teskhamen había oído la amenaza y no se la tomaba a la ligera. Me miraba en busca de la confirmación de que yo no tenía semejantes intenciones.
—He venido como huésped —dije—. No hago lo que él quiere.
—¿Y cuánto tiempo pasará antes de que te haga hacer lo que desea? —preguntó Teskhamen. No sonaba ni enfadado ni impaciente en lo más mínimo, sino calmado.
—Nunca será capaz de obligarme a hacer nada —dije. Me encogí de hombros—. ¿Qué te hace pensar que podría hacerlo? —No hubo respuesta—. Escucha, si alguna vez consiguió que Akasha hiciera algo a instancias suyas fue porque la engañó, le hizo creer que ella era quien creaba los pensamientos que había en su mente. Jamás pudo forzar a Mekare a hacer nada.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —me preguntó Teskhamen. Me estudiaba atentamente—. Tal vez persuadió a Mekare para que te buscara, hizo que se te ofreciera y te invitó a sacarlo de ella.
Negué con la cabeza.
—Vino por sí sola —dije—. Yo estaba ahí. Ella quería seguir adelante, quería reunirse con su hermana. —Visiones fugaces de la fallecida Maharet de pelo rojo en un lugar soleado, esperando a su hermana superviviente.
Teskhamen asintió, pero solo por cortesía.
—Pero estarás en guardia —dijo con suavidad—. Irás con cuidado. En tu interior tienes un espíritu poderoso y malvado.
—¿Malvado? —le pregunté—. ¿Vamos a empezar a discutir sobre la naturaleza del bien y del mal?
—No hay necesidad —dijo Gremt en voz baja—. Sabemos lo que es el mal. Y tú también lo sabes. —Me miró. Teskhamen y Gremt tenían una apariencia muy semejante, pero eso era perfectamente razonable, puesto que todos esos años Gremt había estado moldeando sus ademanes con Teskhamen como modelo.
Magnus estaba cambiando otra vez. Su piel parecía desvanecerse como la imagen de una vieja fotografía y tras un silencioso parpadeo vi al viejo, con su nariz de pico, los hombros encorvados y las muñecas huesudas y nudosas, antes de que se recuperara y volviera a ser terso y guapo otra vez.
—¡Mostraos como os plazca, monsieur! —le dije a Magnus, inclinándome hacia él—. Por Dios, no mantengáis una apariencia por mí.
Mi intención era ayudar, ser amable. Quería romper el hielo. Pero Magnus se volvió con una mirada asesina, como si yo hubiera cometido una falta imperdonable. Sus ojos se contrajeron y si todavía hubiera sido un bebedor de sangre tal vez me habría acribillado con su ira, aun sin dirigirla hacia mí. En todo caso, la rabia lo volvió más brillante. Podía ver el tenue entramado de sangre inundándole el blanco de los ojos. Veía sus labios trémulos. ¿Siente todo eso un fantasma?
Teskhamen se puso de pie.
—Príncipe, ahora te dejaré con estos dos. Una vez más, nos alegra que hayas venido.
—No te vayas —le pedí—. Deseo hablar con todos vosotros. Escucha, sé que os he ofendido y decepcionado. —Sin esperar a que respondieran, añadí—: Han pasado seis meses desde que fuisteis a verme a Trinity Gate, en Nueva York. Os prometí que nos encontraríamos y que os invitaría a la Corte. Lo prometí, pero han pasado tantas cosas. Además he sido negligente, lo siento. He venido yo mismo para deciros todo esto. Y Amel deseaba que viniera; me insistió para que no lo aplazara más. No podía soportar la idea de enviar un mensajero o una invitación formal. He venido ahora y siento no haberlo hecho antes.
Esto, obviamente, los tomó por sorpresa. Sin duda había captado la atención de Gremt, aunque no parecía contento del todo. Y la tristeza sobre la cual Magnus no parecía tener control había inundado sus ficticias facciones.
Algo iba mal, pero ¿qué? Sobre el grupo se cernía una nube que se había hecho más espesa antes de que yo llegara a la puerta.
El único que permaneció calmado fue Teskhamen, quien volvió a sentarse, y dijo:
—Gracias. Me alegro, me alegro mucho. Quiero que lo sepas. Deseo conocerte lo bastante bien como para poder ir y venir de la Corte sin que eso sea nada extraordinario. He oído hablar de los bailes de los viernes por la noche, del teatro, de tu actuación en Macbeth, y de la boda de Rose y Viktor. —Sonrió—. Todo eso es un signo de vitalidad —dijo—, de una intensa vida comunitaria, algo que nunca antes había unido a los no-muertos. ¡Vaya! ¿Hemos acabado para siempre con las sectas y los cultos antiguos? Y sé que estás exhausto. Otros me lo han dicho. Están preocupados porque todo esto te desgaste y no te culpo por darle las riendas al Consejo. No puedes gobernar y ser a su vez poderoso y creativo.
—Entonces está decidido —dije—. Vendréis con frecuencia. Vendréis esta noche y mañana, esté yo o no, y lo haréis siempre que lo deseéis. Entraréis por la puerta principal, igual que los bebedores de sangre que llegan de todas partes del mundo. Dicho sea de paso, Macbeth no es más que la primera de las obras que deseo representar. Quiero continuar con Otelo. La música compuesta para los bailes se graba y se compila, y Marius está pintando otra vez, aunque no sé cómo encuentra tiempo. Está cubriendo todos los dormitorios y los salones nuevos con sus murales de estilo italiano.
Me percaté de que estaba hablando demasiado rápido. Teskhamen había mencionado precisamente los aspectos de la Corte que me entusiasmaban: representar el papel del mismísimo Macbeth en nuestro pequeño escenario para un público de doscientos bebedores de sangre, jóvenes y ancianos, y que la gran Sevraine aportara su cautivante Lady Macbeth con profundo sentimiento que dejó asombrados a sus compañeros. Desde luego, tuvimos nuestros críticos, los pesimistas, los lúgubres, los profundamente conservadores que deseaban saber por qué los bebedores de sangre habrían de molestarse por nada más que atacar a los humanos para extraerles la sangre.
«¡No puedes construir una cultura con demonios salidos del infierno!»
«Claro que puedo», fue mi respuesta.
Continué hablando durante un rato sobre los músicos de Notker y de cómo habían aparecido nuevos músicos para formar nuestras orquestas. Comenté que Antoine, uno de mis neófitos a quien no había visto en muchísimo tiempo, ahora escribía conciertos para violín; también que me invadió una repentina tristeza porque él quería traer a la Sangre a un secretario capaz de trascribir para él todo lo que se tocaba y grababa, y que eso había planteado la cuestión fundamental, que yo todavía no conseguía afrontar: si todo eso era bueno, ¿por qué no incluir a otras personas para lograr nuestros propósitos? ¿Acaso no lo había hecho Fareed al convertir en vampiros a brillantes médicos y científicos? ¿Éramos algo bueno o no? Y si yo creía que éramos buenos y creía que el Don Oscuro era precisamente eso, un don, entonces debía permitir que Antoine se procurara los escribas musicales que deseaba. Y después ¿qué?
Puede que Teskhamen hubiera leído mi mente, pero no estaba seguro de ello. Había reglas sutiles acerca de estas cuestiones, reglas de cortesía, de no zambullirse en la mente de otro sin permiso para retomar la comunicación telepática.
—Escuchad —dije—. Hay otro asunto. Algunos os tienen miedo. Esa es la pura verdad. Os temen. Tú, un bebedor de sangre que proclama mayor lealtad a la Talamasca que a nosotros. Y Gremt, un espíritu encarnado. Yo he visto fantasmas toda mi vida, pero hay muchos bebedores de sangre que jamás han visto uno o, por lo menos, que al verlo no se han percatado de que lo era.
Había captado toda su atención y seguí adelante.
—Esto no debería haber sucedido, este silencio y descuido de mi parte con respecto a vosotros. Además, por favor, no me llaméis Príncipe. Soy Lestat y basta; Lestat de Lioncourt según los documentos legales, y para todo el mundo simplemente Lestat.
«Oh, venga ya. Te encanta que te llamen Príncipe —dijo Amel—. Vanidoso, engreído y monstruoso pavo real. Te encanta. Presumido. Háblales de las joyas de la corona que te prodigaron los vampiros de Rusia, todo ese botín de los Romanov, empapado en sangre.»
—Cállate —dije en voz alta.
«¡Y la corona forjada expresamente para ti por ese viejo vampiro de Oxford!»
—Si no te callas...
«¿Qué? —preguntó Amel—. ¿Qué harás si no me callo? ¿Qué puedes hacer? ¿Ves cómo te miran, cómo te estudian y escuchan mi voz en tu interior? ¿Adviertes sus mentes calculadoras y malvadas?»
»¿Por qué querías venir?», le pregunté sin mover los labios.
Silencio. Me las estaba viendo con un chiquillo.
Entonces habló Teskhamen.
—No te hace la vida fácil, ¿verdad? —preguntó.
—No —respondí—, pero me la hace muy emocionante. La mayor parte del tiempo no es tan difícil. En absoluto. —Lo que acababa de decir era un eufemismo increíble. Amaba a Amel—. Además, se marcha durante largos períodos —añadí—. Se va por ahí, a toda velocidad, a espiar a otros. Pero con todo este ruido puede hacer que la vida se convierta en un perfecto infierno si lo desea: preguntas, exigencias y negaciones. Sin embargo, eso es todo lo que puede hacer.
«Eso no es verdad. Si quieres, puedo hacer que tu mano derecha salte ahora mismo.»
Cerré mi puño derecho.
—¿Una personalidad diferente —preguntó Magnus— o una legión de trasgos embutidos en un único ser? —Parecía una pregunta sincera.
—Una personalidad muy diferente. Varón. Amoroso.
«Me asqueas, voy a hacer que vomites.»
—Por el momento —dijo Teskhamen, poniéndose de pie—. Pero no tengo otra elección que advertirte en su presencia sobre ciertas cosas, porque no hay forma de saber dónde está o en quién puede estar oculto, incluyéndome a mí. Y debo advertirte. Él desea algo más que estar atrapado dentro de ti. Tuvo una vida como espíritu, una personalidad. Tenemos pruebas parciales de ello, lo que Maharet les dijo a los demás cuando te contó las viejas historias. Pero en esos relatos él era un espíritu malvado, que exigía sangre y violencia...
—No escuches esta basura —dijo Amel en voz alta. Me sobresaltó el volumen de su voz y Teskhamen lo advirtió. Puede que lo oyera.
—Recuerda, Lestat —dijo Teskhamen, volviendo al tono suave—, somos la Talamasca. Conocemos a los espíritus y sabemos todo lo que ignoramos sobre ellos. Nunca te fíes de él. Nunca lo dejes a cargo ni por un segundo. Tu cuerpo es poderoso. Te ha elegido por tu cuerpo.
«Tonto —dijo Amel, y repitió—: Tonto. No sabe nada sobre el amor. No sabe nada sobre el sufrimiento de aquellos a los que llama espíritus. ¡Y qué es tu cuerpo comparado con el de Marius, el de Seth, el de Gregory, o el suyo mismo, por cierto!»
Miré a Gremt.
—¿También tú puedes oírlo hablar dentro de mí ahora mismo?
Gremt negó con la cabeza.
—Al principio sí podía, pero de eso hace siglos, cuando yo no era más que una ilusión. En aquella época podía verlo superpuesto a la figura de la Reina en estado de coma. Cuando me acercaba a su santuario, y lo hacía con frecuencia, oía de él una especie de canto incesante que hacía pensar que estaba loco. Pero no, ahora no puedo oírlo. Soy demasiado sólido, demasiado apartado e individual.
Había amargura en su voz. Me pregunté si había moldeado de forma intencionada ese tono, ese timbre profundo, al dar forma a su apariencia. Quizá la voz se había ido definiendo con el paso del tiempo.
Amel se echó a reír otra vez. Una risa odiosa y burlona.
Se produjo otro silencio y Gremt parecía perdido en sus pensamientos, con la mirada en el fuego.
—Vine aquí por él —dijo, como si le hablara a las llamas—. Volví a encarnarme por Amel, fascinado con su ejemplo. Y deseaba ser uno de vosotros, un humano. Parecía algo tan espléndido...
«Haz arder esta casa y obsérvalos —dijo Amel—. Nunca haces nada para contentarme.»
—¿Y ha sido espléndido? —le pregunté a Gremt.
Me miró como si la pregunta lo sorprendiera. A mí me parecía natural.
—Sí —respondió—. Es espléndido, pero no soy humano, ¿verdad? Parece que no envejezco y no puedo morir. La vieja historia.
—¿Habría sido más espléndido si te hubieras hecho humano del todo, si hubieras envejecido y muerto? —insistí.
Silencio. Vago enojo.
—Y por eso eres buena compañía para nosotros, Gremt —dije—. Tú nos comprendes.
Silencio otra vez, y yo lo detestaba. Algo implícito flotaba en el aire. De repente pensé en marcharme, continuar mi camino y volar sobre el mar para buscar a Louis. Pero era demasiado pronto para irme únicamente porque me sintiera incómodo.
—Te has tomado bastante en serio eso de ser Príncipe, ¿no es así? —preguntó Magnus. Su sonrisa era casi inocente, casi agradable.
—¿No debería? —pregunté yo—. ¿No te alegras de que tu neófito y heredero creciera hasta convertirse en el Príncipe de los no-muertos? ¿No estás orgulloso de mí?
—Lo estoy —dijo con sinceridad—. Siempre me he sentido orgulloso de ti, salvo cuando sucumbiste a tu sufrimiento y te retiraste. No me alegré cuando lo hiciste, pero regresaste. No importa cuán espantosa haya sido la derrota, siempre vuelves.
—¿Significa que todos estos años has estado cerca, observándome?
—No, porque entonces yo no era el fantasma que ves ahora. Fui otro tipo de fantasma hasta que Gremt me rescató, me trajo aquí y me enseñó lo que podía ser. Después, sí, te he observado. Pero de eso no hace mucho.
—¿Me contarás más sobre todo esto?
—Sin duda, alguna noche —dijo—. Todo. A veces escribo. Escribo páginas y páginas con mis pensamientos, poemas, hasta canciones. Escribo mis reflexiones. La autobiografía de un vampiro y de un vampiro fantasma que una vez fue un alquimista que intentaba curar todas las enfermedades del mundo y hacer que los huesos se soldaran sin imperfecciones; un alquimista que procuraba confortar a los niños que sufrían... —Se detuvo y sus ojos se desviaron de mí para mirar las llamas—. Había escrito libros para ti, mi heredero. Después, la noche anterior a que te llevara a mi torre, los quemé.
—Dios, ¿por qué? —pregunté—. ¡Habría atesorado cada palabra!
—Lo sé —dijo él—. Ahora lo sé, pero entonces lo ignoraba. Tenemos mucho que decirnos y puedes atacarme.
Me miró durante un momento y otra vez volvió los ojos hacia los leños en llamas.
—Puedes despotricar contra mí por haberte arrebatado tu vida mortal, puedes echarme en cara el haberte abandonado con unas joyas y unas frías monedas, cuando podrías haberlas conseguido por tu cuenta... —Guardó silencio de nuevo y la imagen parpadeó, pero ahora resultaba impensable que el parpadeo redujera su poder aparente.
—No debería haber secretos entre nosotros —dije—. Me refiero a que la Talamasca ya no existe, ¿no es verdad? Has permitido que la Orden humana saliera al mundo sin estar bajo tu dirección. ¡Y ahora eres libre de venir a vivir con nosotros durante todo el tiempo que desees! Libre para ser parte de nosotros, parte de la Corte, parte de la compañía que hemos montado.
Me dirigió una sonrisa larga y amorosa. Yo me sentía ligeramente humillado. Amel estaba en silencio, pero presente, sin ninguna duda.
—Ya no es necesario que te preocupes por la Talamasca —dijo Teskhamen—. Seguramente lo sabes. Nunca más intentarán hacerte daño, como en el pasado. Se han marchado a estudiar fenómenos sobrenaturales con la misma monótona dedicación por la que siempre han sido famosos.
—No nos meteremos con la Talamasca —dije, encogiéndome de hombros—. Acordamos eso la primera vez que nos reunimos para convenir algo.
Eso no lo sorprendió. Es posible que lo supieran. Puede que tuvieran algún fantasma espiándonos en esa misma habitación. ¿Dónde estaban los demás fantasmas? ¿Hesketh? ¿Y ese varón que había venido a Trinity Gate y había hecho derramar lágrimas a Armand, ese llamado Riccardo?
—Pero tú —dije—, tú, el corazón mismo de la Talamasca, debes venir a visitarnos y compartir con nosotros todo lo que habéis descubierto y aprendido...
—¿Y qué crees que hemos aprendido —preguntó Teskhamen— que Maharet no haya dicho hace mucho tiempo? Existen los fantasmas. Existen los espíritus. ¿Todos los espíritus son fantasmas? Nadie lo sabe. El final es siempre: «nadie lo sabe». Y nada cambia el ascenso de los humanos biológicos, los humanos de cuerpo y alma, para gobernar el planeta y alcanzar las estrellas.
De pronto, en una visión silenciosa y efímera vi una ciudad que se hundía en el mar, una gran ciudad de torres rutilantes... Pero la imagen se desvaneció como si me la hubieran arrebatado. Me inundó un sufrimiento que, estaba seguro, provenía de Amel. Lo sabía porque no se parecía a nada que hubiese sentido durante el curso regular de las cosas. El fuego. El mar. ¿Una ciudad que se fundía? Y entonces todo desapareció, el fuego del hogar crujía y el aire se cargó nuevamente con el humo dulce de la madera ardiente. Sentí una corriente de aire helado que se movía por el suelo, lo que significaba que fuera hacía frío y que posiblemente estuviera nevando. Desde donde estaba no podía mirar por las ventanas, pero sentía que nevaba. Añoraba el aire dulce y balsámico de Nueva Orleans, del otro lado del mar, añoraba a Louis.
Teskhamen empezó a hablar otra vez.
—Ahora la Orden se encuentra estable y para ti es bastante inofensiva. Pero nunca hemos dejado de vigilarla. Las viejas tradiciones aún son veneradas y los eruditos obedecen más que nunca las viejas reglas. Lo sabemos todo. Los vigilamos mientras ellos observan los fenómenos sobrenaturales del mundo. Y si hubiera alguna perturbación en la Orden, si alguno de vosotros resultara amenazado, entonces intervendríamos. Cuando llegue el momento de que la Orden muera, acabaremos con ella.
—Hace algunos años —respondí—, en ocasiones yo causaba muchos problemas a la Talamasca. Pero sabes perfectamente bien que yo creía que la Orden estaba compuesta íntegramente por mortales. Eso lo reconozco, así como los problemas que causaba. Yo seduje y derroté a David Talbot de forma deliberada. También hice otras cosas. Ofendí a la Orden y ahora sé que tú estabas en ella, y aunque no puedo decir que me arrepiento de nada de lo que hice, también es cierto que nunca he sentido animadversión hacia ti.
—Lo que sucedió con David Talbot y Jesse Reeves ha sido eliminado de los registros de la Orden —dijo Teskhamen—. De todos los registros en todas sus formas. Ahora no hay nada en los archivos que pueda verificar que esos hechos realmente ocurrieron alguna vez. También las pinturas de Marius, que fueron rescatadas de sus años en Venecia, le han sido retornadas. Sin duda te lo ha dicho. En las bóvedas ya no hay más reliquias de bebedores de sangre.
—Entiendo —dije—. Bueno, eso probablemente es lo mejor.
—Es para proteger a la Orden mientras sus miembros continúan con sus estudios de los fenómenos paranormales del mundo. Desde luego.
Reflexioné sobre todo esto, con el codo sobre el reposabrazos.
—Entonces, los has entrenado durante más de mil años para vigilarnos —aventuré—. Y ahora no es necesario en absoluto que la nueva Orden nos vigile, que informe sobre nosotros ni que nos siga.
—Eso es totalmente correcto —dijo Teskhamen—. La Orden se ocupa de la reencarnación, de las experiencias cercanas a la muerte, como se las llama. Y de fantasmas, por supuesto, siempre de los fantasmas y, en ocasiones, de hechiceros y brujas. Pero los vampiros han sido retirados de los estatutos, por decirlo de algún modo. Y no tenéis absolutamente ninguna razón para temer a la Orden. Proclámalo. Aprecio tu autocrítica, pero eres el Príncipe, puedes hacerlo y espero que lo hagas. Ellos son lamentables mortales, simples mortales, honrados mortales, eruditos y nada más.
Asentí con la cabeza e hice un gesto de completa aceptación con la mano abierta. Me preguntaba si realmente era tan fácil ordenarles a unos eruditos humanos que no estudiaran más a los vampiros, cuando en realidad ahora estos eran mucho más visibles en el mundo que en otras épocas. ¿Acaso ninguno de esos sabios mortales había oído las emisiones de radio de Benji? ¿Ninguno había leído las noticias en los periódicos acerca de los misteriosos fuegos en todo el mundo que documentaban la descripción de Benji de la Gran Quema de vampiros en capitales lejanas?
«Nota mental: hacer que Marius, el Primer Ministro, redacte un anuncio formal.» Y quería decir «Primer Ministro» en el sentido en que Mazarino y Richelieu fueron Primeros Ministros del rey de Francia, no en el sentido de los Primeros Ministros de la actualidad. Marius era mi Primer Ministro.
—Convencer a un grupo de eruditos de que otro departamento secreto de la misma organización está trabajando en el asunto de los bebedores de sangre, cuando en realidad ese departamento no existe, es más fácil de lo que crees —explicó Teskhamen—. Los estamos dirigiendo. Te lo he dicho.
Asentí con la cabeza.
—Nunca he temido a la Talamasca —dije—. Tampoco te temo a ti. No lo digo por ponértelo difícil ni para ser poco amistoso. Pero no os tengo miedo. Por tanto, estamos de acuerdo en todo esto.
Gremt me estaba estudiando. Había salido de sus pensamientos profundos y yo veía sus pupilas moverse de ese modo sutil que indica un cálculo mental.
¿Por qué guardaba silencio Amel? Sentí el cosquilleo en mi cuero cabelludo, esa presión interior sobre la nuca.
«Si estás tan enfadado —dije en silencio—, ¿por qué no te marchas a alguna rama de tu enorme enredadera, a molestar a otro bebedor de sangre, y me dejas en paz?»
No hubo respuesta.
Mientras hacía mi nota mental, una agradable calidez penetró mi columna vertebral. Su influencia, su influencia física. Después oí su voz susurrante.
«Fantasmas, espíritus, formas y cosas sombrías que tropiezan en la noche. Nos estás menospreciando a ambos. Esto es una tumba.»
Advertí que Magnus, o la cosa que representaba a Magnus, me daba la espalda; estaba vuelto hacia el hogar, y sus extremidades, debajo de la sotana marrón, se habían marchitado. El pie calzado con sandalia que asomaba bajo el dobladillo era blanco y esquelético. La sotana se veía raída y rota aquí y allá, y yo podía oler el polvo que desprendía. Dios, ¿qué pasaba en las mentes de estas criaturas mientras experimentaban esas transformaciones?
Cientos de años fueron desvaneciéndose. Vi a ese monstruo blanco saltando a cuatro patas sobre su pira funeraria. Vi la sonrisa de bufón y el cabello negro flotar entre las brasas turbulentas... ¡Oí mis propios gritos mientras las llamas lo envolvían! No creo haber recordado algo con tanta nitidez en toda mi vida. Yo temblaba.
—¿Podemos esperar que vengáis a la Corte? —pregunté. Paseé la mirada desde Teskhamen a Gremt. Luego miré a Magnus.
—Eres una caja de sorpresas —dijo Teskhamen en tono afable—. Por supuesto que iremos. Y pronto. Pero ahora hay otros asuntos que debemos tratar. Tengo que hacerte otra advertencia.
—¿Advertencia?
—Rhoshamandes —dijo Gremt—. Lo estás subestimando. Es débil. Su amante, Benedict, lo ha abandonado y ha venido a nosotros. Rhoshamandes está desolado.
Gremt sacudió la cabeza como si fuera un ser mortal.
—Te odia, Lestat —dijo—. Te odia y desea destruirte.
—¡Mucha gente me odia! —dije riendo—. Pero él es la última de mis preocupaciones. No puede destruirme.
—Y hay otros rumores en el ancho mundo —dijo Teskhamen—. Pequeños colectivos de criaturas de la noche que están molestas porque alguien ha reclamado una corona entre los no-muertos.
—Desde luego —respondí—. ¿Cómo podría ser de otro modo? Pero también hay bebedores de sangre que se nos unen en masa cada atardecer. Y quieren un príncipe y reglas. Cuántos, nunca lo habría imaginado. —Me relajé en la silla y coloqué el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha. El fuego era agradable porque la brisa helada lo había avivado. Continué hablando—: Cada noche, durante dos horas, escuchamos las quejas y las disputas por territorios; uno exige que se castigue a otro, los miembros de este aquelarre insisten en que «llegaron primero» y quieren que otros sean expulsados del lugar. Hay quien solicita permiso para exterminar a un enemigo. Es como en la época de Constantino, cuando los cristianos llevaban sus disputas a la corte para exigir que se condenara a tal o cual hereje y asentar las doctrinas fundamentales de un credo.
Nada de esto los sorprendió. Teskhamen sonrió y lanzó una risita por lo bajo.
—Eres el Príncipe perfecto, Lestat —dijo—. Realmente detestas tener autoridad, ¿no es verdad?
—Puedes apostar a que sí —respondí, con un irrefrenable estremecimiento—. Antes de que me proscribieran, Rhoshamandes me dijo que solo hay una razón por la cual se desea el poder realmente: impedir que otros tengan poder sobre uno, y esa idea, al menos, es algo que ambos tenemos en común.
Gremt aún me miraba fijamente y hasta Magnus parecía más restablecido y a gusto. Pero todavía había algo que no iba bien.
—¿Deseáis hablar con el espíritu? —pregunté—. ¿Es eso? ¿Queréis hablar con Amel? —Abrí los brazos con las palmas de las manos hacia fuera.
Amel lanzó un siseo grave. Podría haber sido una serpiente enrollada en mi cuello, ejerciendo repentinamente una sutil presión sobre mis cuerdas vocales y mi aliento.
Lo ignoré.
De pronto usó todo su poder para intentar hacerme levantar de la silla. Había intentado muchas cosas parecidas con anterioridad y esta vez me mantuve firme sin mostrar la más mínima señal de lo que sucedía. Era como quedarse quieto cuando se tienen calambres en los miembros y se está llorando de dolor, pero fui más tenaz que Amel. Y lo detesté por hacer eso aquí, frente a este pequeño grupo de despiadados espectadores.
—No puedo obligar al espíritu a que hable con vosotros —dije—, pero puedo pedírselo. Puedo entregarme totalmente a él y repetir solo lo que él dice. Lo he hecho muchas veces para Fareed y Seth. Le permito a Amel que les diga lo que quiera.
«Traidor —dijo Amel—. Zorra.»
Intenté ocultar mi sonrisa. Me encanta que me llamen zorra. No sé por qué. Me encanta.
«Vamos allá, mi amado zopenco», murmuré sin mover los labios.
—Ya vemos cómo son las cosas —dijo Gremt. Su voz era amable y calmada, pero en sus ojos claros había desconfianza—. Dentro de ti no está tranquilo. No lo subestimes. La verdad, creo que tu error es que subestimas a todo el mundo.
Reflexioné un instante. No iba a ponerme a hablar del amor con este grupo, pero no tenía escrúpulos para permitirles que lo supieran de manera telepática.
«Amo a este ser. No intentéis comprenderlo. Y no intentéis socavar mi amor.»
—No me subestiméis —musité. Ellos no respondieron.
—Con Amel, todo es cuestión de aprender —dije con calma—. Me ha dicho que cuando estaba dentro del cuerpo de Akasha pasó eones sin poder ver ni oír nada con precisión. Lo desbordaban sensaciones, ecos, vibraciones, destellos de luz y color. Tuvo que aprender a ver, de forma semejante a como un mortal ciego de nacimiento debe aprenderlo tras haber recuperado la vista.
Me escuchaban con atención y también Amel me escuchaba.
—Bueno, ahora puede ver, sentir y saborear —dije—. Puede hacer estas distinciones y por eso lo que está experimentando es totalmente nuevo. Habla, pero la mitad de las veces no sabe lo que está diciendo.
«¿Qué, no hay respuesta de mi pequeño y listo amigo?»
Tampoco había respuesta de parte de los otros tres. De hecho, sus rostros tenían un aire de disimulo y de dureza.
—Continúa, por favor —dijo Teskhamen—. Quiero saber más. —Miró a los otros dos, pero ellos no apartaron la mirada de mí.
—¿Qué más puedo deciros? —pregunté—. No siempre está dentro de mí, aunque lo está el ochenta por ciento del tiempo. Quiere que lo lleve a ciertos lugares, que le ofrezca nuevas experiencias, que escoja víctimas para él, que inunde mis sentidos para él, con música o con estímulos visuales como películas o que asista a la ópera o a escuchar orquestas sinfónicas. El teatro. Le han fascinado las obras. Le encantó que yo actuara en Macbeth. Adora la idea misma de que yo, con él dentro, me transforme en otra persona sobre el escenario. Habla de estas cosas durante semanas. Las orquestas sinfónicas lo han maravillado. Hace preguntas absurdas y simples y después hace las observaciones más complejas. Dice cosas como que la orquesta está generando un alma, un alma colectiva, una entidad. Le pregunto qué quiere decir con eso y me dice que la conciencia produce alma. Pero la mayor parte del tiempo no puede explicar sus afirmaciones. —Me encogí de hombros. Mi gran gesto, mi excesivamente utilizado gesto. Me he estado encogiendo de hombros ante el mundo, por una u otra razón, desde el momento de mi nacimiento—. Así son las cosas con él. No añora irse a ninguna parte.
—¿Y te ha confiado secretos como de dónde viene? —preguntó Gremt.
—Deberíais saber perfectamente bien que Amel no tiene ni idea de dónde viene —respondí—. ¿Sabes tú de dónde vienes?
—¿Qué te hace suponer que no lo sé?
—Sé que no. Si supieras de dónde vienes y por qué eras un espíritu no habrías fundado la Talamasca. Podrías no haberte reencarnado. Creo que tú y todos tus hermanos y hermanas espíritus... suponiendo que tengan género... están tan perplejos como lo estamos nosotros. Y lo mismo ocurre con los fantasmas. Todo el mundo está desconcertado. Y sí, Amel ha hecho algunas afirmaciones filosóficas, ya que tanto os interesa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Magnus con interés.
—Que en el ámbito de lo invisible no hay bien ni mal —respondí—. Eso me ha dicho. También me dijo que las ideas del bien y del mal se originaron con los seres biológicos, que sedujeron el mundo de los espíritus, y que el mundo espiritual desea saber más sobre ello. Dice que todas estas búsquedas provienen de nosotros.
Esto los sorprendió completamente, pero era la más pura verdad. Amel no decía nada, absolutamente nada.
—No me digas que no recuerdas nada de esto —le susurré.
Hubo una larga pausa y después, en voz baja:
«Lo recuerdo.»
Con calma, Teskhamen apartó los ojos de Gremt para mirarme a mí y volvió a mirar a Gremt de un modo que me pareció ligeramente perturbador. Pero él pareció advertirlo y bajó la vista otra vez hacia el fuego, como si hubiera sido descortés conmigo.
—Escúchame, Lestat —dijo Gremt. Era un tono de voz que nunca antes había oído en él. Era una voz baja, notablemente suave, pero bastante dura—. No conoces a este espíritu. Crees que sí, pero no lo conoces.
Amel guardó silencio.
—¿Por qué lo dices? —pregunté.
Una expresión ominosa oscureció el rostro de Gremt.
—Porque recuerdo una época en los amplios cielos en la que él no estaba —respondió.
—No entiendo.
—No es un simple espíritu, Lestat —dijo Gremt—. Yo soy un simple espíritu y ciertamente hay miles de ellos; hay espíritus simples que «poseen» a los mortales; hasta hay espíritus simples que intentan procurarse una segura ciudadela de carne, tal como he hecho yo, y hay innumerables espíritus, que vienen de la atmósfera más ligera de la Tierra, a quienes los humanos normalmente no ven ni oyen. Pero él, Amel, no es un simple espíritu. Y yo, que no puedo recordar casi nada de aquellos largos eones, recuerdo bien cuando llegó Amel. Era nuevo. Y al llegar ya tenía el nombre de Amel. ¿Me entiendes?
Hizo una pausa, como si no estuviera satisfecho, y dirigió la mirada hacia el fuego. No es nada raro que nos reunamos alrededor del fuego, porque nos da algo que mirar cuando no podemos mirarnos entre nosotros.
Silencio. Frialdad. La serpiente enrollada en mi interior se había quedado inmóvil.
—¿Qué dijo de sí mismo? —insistí—. ¿Mencionó el lugar del que provenía?
—No —dijo Gremt—. Estaba herido, sufría; parecía un fantasma confinado en la Tierra, deambulando por el mundo invisible, presa de un sufrimiento agónico. Pero no era un simple fantasma. Posee el poder inmenso de un espíritu.
¿Cómo es eso?
—Somos tan diferentes de los fantasmas como los ángeles lo son de los humanos —dijo Gremt—. No creas ni por un momento que sabes lo que es Amel. Posee una astucia y una ambición que los demás espíritus no tienen ni han tenido nunca. No, por lo menos, tal como yo los he conocido. Yo aprendí mi astucia y mi ambición siguiendo su ejemplo. Y cuando se encarnó mediante Akasha lo perseguí, pero me llevó miles de años lograr la concentración y la fortaleza suficientes para poder entrar en el mundo físico. No pienses ni por un momento que él es de la misma índole que yo. Lo impulsa algo diferente y ese algo está arraigado en una experiencia y un conocimiento que yo jamás he tenido.
—¡Entonces, estás diciendo que es un fantasma!
—No. —Negó con la cabeza. Estaba derrotado.
Parpadeo. Visión fugaz. La ciudad hundiéndose en el mar. El grito inmenso de miles de seres. Desvanecido.
Había perdido el hilo. Me llevé una mano a la frente y me masajeé las sienes.
—Dices que antes había sido de carne y hueso, que es un fantasma.
—No es ningún fantasma —dijo Gremt—. Conozco a los fantasmas. —Señaló a Magnus—. Eso es un fantasma, impulsado por la urgencia y las preocupaciones morales que aprendió antes de morir. No. Amel no es un fantasma.
—Creo que lo que mi amigo quiere decir —dijo Teskhamen—, es que no debes fiarte de él, Lestat. Ámalo, sí, desde luego, y trátalo con el enorme cariño que siempre has mostrado por él, pero nunca te fíes de él.
Asentí para indicarles que estaba escuchando, desde luego, pero en realidad no respondí.
—Lo has amado desde el principio —dijo Teskhamen—. Tú y solo tú hablaste a su favor cuando los demás buscaban una manera de desterrarlo y meterlo en alguna especie de trampa segura desde donde pudiera animar el mundo vampírico en vuestro provecho. Pero tú lo amabas. Lo salvaste de eso. Lo invitaste a entrar en tu cuerpo.
¿Acaso sabían cuán poco me he detenido a reflexionar cada cosa que he hecho? Era probable que sí. Seguramente sabían cómo había vivido mi vida, montado en una ola tras otra de instinto y emoción, movido por una enorme codicia tanto como por la generosidad.
Pero ahora ese no era el asunto. Intentaban llegar a algo decisivo con respecto al propio Amel.
—Entonces, lo que estáis diciendo —pregunté finalmente— es que el mundo de los espíritus está poblado de seres sin ambiciones, mayormente benévolos, que flotan caprichosamente, tal como Maharet nos los describió alguna vez... unos seres aniñados... pero que este espíritu, Amel, es algo diferente, ¿no es así?
—¿Benévolos? —preguntó Gremt—. ¿Aniñados? Lestat, ¿has olvidado a Memnoch?
«¡Memnoch!»
—¿Qué sabes de Memnoch? —pregunté. Apenas podía contener mi emoción—. ¡Si sabes algo sobre Memnoch, cualquier cosa, debes decírmelo! Dímelo ahora. ¿Qué sabes de él?
Memnoch era un espíritu que me había perseguido, me había seducido con visiones e historias sobre el cielo y el infierno, y me había suplicado que me convirtiera en su aprendiz en el mundo de los espíritus. Memnoch había afirmado ser uno de los «hijos de Dios» que habían engendrado a los nefilim. Memnoch había afirmado ser el diablo judeocristiano. Yo había huido de él y lo había repudiado, presa de un horror absoluto. Pero nunca supe de dónde había venido ni qué era realmente.
—¿Qué te dijo Maharet sobre Memnoch? —preguntó Gremt.
—Nada —respondí—. Nada más que lo que le dije a todo el mundo. Dijo que lo conocía. Eso es todo. Eso es todo lo que dijo. Maharet no le decía nada a nadie. Ese era su problema. Se sentó con nosotros una vez, hace mucho tiempo, y nos contó su historia personal y cómo habían aparecido los bebedores de sangre; y después de eso se retiró del mundo rehusando ser líder o mentora de ninguna clase. Cuando llevaba jóvenes a sus escondites, los ponía a estudiar viejos documentos humanos, tablillas y rollos, o a reflexionar sobre misterios que habían desenterrado. Era el centro de atención, pero no como instructora, sino como una especie de...
—Una especie de madre —dijo Gremt.
—Bueno, sí, supongo que sí —dije yo—. Me trajo una carta de Memnoch, o eso dijo ella que era. Y mi ojo estaba envuelto en la carta, este ojo que los demonios de Memnoch me habían arrancado de la órbita. La carta era burlona y cruel. Me coloqué el ojo de nuevo y ahora está curado, aunque el corazón nunca sana de un ataque como el de Memnoch. Pero Maharet jamás me dijo nada. Creo que Maharet estaba agotada hasta la médula de todas las formas de la ambición.
Al oír mis palabras Magnus sonrió, como si lo deleitaran.
—Memnoch jugó a ser el diablo para ti —dijo Magnus—, para ese niñito asustado por las historias del fuego infernal y los demonios. Utilizó tu imaginación, tu mente, tu corazón, por decirlo así, para tejer sus etéreos dominios a tu alrededor.
—Sí, ahora lo sé. Entonces lo sospechaba. Y me marché. Hui. Hui a pesar de que me quitaron un ojo.
—Tú eras más valiente y más fuerte de lo que yo era —dijo Magnus en tono suave—. Y tienes razón con respecto a Maharet. Estaba contra todas las formas de la ambición.
—Maharet creía en la pasividad —dijo Gremt— y, es triste decirlo, creía en la ignorancia.
—Estoy de acuerdo —dije yo.
—A eso se llega tras siglos y siglos de esperanza vana —dijo Teskhamen—. Puedes mirar desde una triste distancia a los seres que luchan a tu alrededor. Y puedes agradecer al cielo por la ignorancia, por los seres simples que no anhelan saber nada.
—Mirad, no deseo hablar sobre Maharet —dije—. Hay tiempo de sobra para ello. Deseo hablar de Memnoch. Si me ocultáis lo que sabéis de Memnoch...
Me enderecé en la silla. Planté ambos pies en el suelo, como si estuviera preparado para levantarme y atacar a alguien, pero eso no significaba nada.
—¿Quién era Memnoch? —pregunté.
—¿Por qué hablas en pretérito? —preguntó Gremt—. ¿No crees que esté cerniéndose cerca de ti, dispuesto a empujarte a sus mundos imaginarios?
—No puede —dije—. Lo ha intentado. Lo ha intentado durante años.
Ellos se mostraban escépticos.
—Todo aquel que se dedica a fascinar a otros tiene una marca distintiva —dije—. Una vez que aprendo a reconocer esa marca me vuelvo inmune. No me pueden engañar otra vez. —Los estudié uno por uno—. Hace siglos, Armand intentaba envolverme en uno de sus hechizos. Aprendí a reconocerlos de forma instantánea. —Esperé a que hablaran, pero no aportaron nada.
»Quiero que me digáis lo que sabéis sobre Memnoch —insistí—. ¡Tú has pronunciado su nombre! —le dije a Gremt—. Yo no habría preguntado por él, no en este momento, no hasta mucho después, cuando nos hubiéramos conocido mejor todos y nos estimáramos. Yo no me habría atrevido. Pero has dicho su nombre y tú sabes lo que significa para mí. ¿Qué sabéis de él?
Magnus se animó, encendiéndose y mirando a sus compañeros.
—Es un espíritu maligno —dijo Magnus—. Cree en todas las cosas que te dijo. Alimentó tu temor de Dios y el Diablo. Es codicioso. Hace eones se enamoró de las religiones de los seres humanos; ahora habita grandes purgatorios de su propia hechura y seduce a las almas de los creyentes muertos que están atadas a la Tierra, sostenido por la fe de aquellos en esos sistemas...
—¿Recuerdas —dije— que decía enseñar el amor y el perdón en su infierno purgatorio?
—Por supuesto —dijo Magnus—, y ofrece abundantes imágenes de esas almas que han aprendido sus lecciones subiendo al cielo. Pero nadie asciende desde sus dominios. Él no es de Dios. Tampoco es del infierno. Se trata de un espíritu. Y en sus fauces caen los incautos, aquellos que anhelan ser juzgados y castigados.
Lancé un suspiro y me repantigué en la silla. Nada de esto me sorprendía; sin embargo, escuchar esta confirmación, por fin, ya era algo importante.
—Piensa en los grandes teólogos católicos del siglo veinte —dijo Magnus—. Son poetas de sus propios sistemas tóxicos de creencias. Se mueven en una atmósfera de teologías añejas y urden sistemas nuevos y etéreos, totalmente separados del mundo real, el mundo de la carne y la sangre...
—Lo sé —susurré.
—Bueno, considera a Memnoch de este modo. Piensa en él como en alguien que encuentra en la religión un gran medio creativo ¡en el cual se puede definir a sí mismo!
—Memnoch manipuló las devociones perdidas de tu niñez —dijo Gremt—. A eso se dedica. Y de cuando en cuando otras almas van a su mundo, almas más sabias; buscan a las que están atrapadas y las sacan de ahí, hacia la libertad.
—¿Cómo? —pregunté.
—Alertan a las almas cautivas de que son prisioneras de su propia culpa y decepción. —Gremt miró a Magnus—. Son almas con gran habilidad para esas cosas, para viajar por el mundo astral, como le llaman a veces, e intentar liberar a los incautos fantasmas humanos que permanecen atrapados en laberintos que no tienen salida.
—Solo pensarlo me horrorizo —dije—. Que las almas sean capturadas en regiones de fantasía cuando tal vez haya otro destino mejor para ellas.
—Y en ocasiones —dijo Magnus—, cuando esas almas atormentadas son liberadas de sus trampas, ascienden y desaparecen. Otras veces, no ascienden. Bajan otra vez, con sus salvadores y permanecen atadas a la Tierra, inacabadas, sin descanso. Eso es lo que ves cuando me miras: un fantasma que ha escapado del infierno de Memnoch y sabe bien que Memnoch es un impostor. Ves a alguien que destruiría hasta el último vestigio astral de su reino si hacer cosa semejante estuviera en mi poder.
—Tú ya sabes todo esto, Lestat —dijo Gremt—. Te lo han dicho tus instintos. Huiste de su purgatorio, lo condenaste, lo rechazaste.
—Sí, exactamente —dije—. ¿Cómo podría haber destrozado el lugar? ¿Cómo podría haber liberado a todas las almas?
—El Sábado Santo —susurró Magnus—. «Descendió a los infiernos.»
Yo sabía muy bien qué quería decir. Se refería a la vieja idea de que, tras su muerte en la cruz, Jesús bajó al Sheol o infierno con la finalidad de liberar a todas las almas que esperaban Su redención para poder subir al cielo. No sé si los cristianos más devotos siguen creyendo esas cosas en algún sentido literal, pero a mí me las habían enseñado en la escuela de un monasterio siglos atrás y recuerdo los invaluables manuscritos iluminados, con sus diminutas representaciones de Jesús despertando a los muertos.
—Memnoch es un mentiroso —dijo Magnus—. Yo padecí en su infierno.
—Y ahora eres libre —dije.
—¿Libre para estar muerto eternamente? —preguntó él.
Me di cuenta de lo que estaba diciendo, por supuesto. Estaba atado a la Tierra. Él no era uno de los que habían ascendido a la Luz, como suelen decir. Él era un espectro del mundo material.
—¡Si alguna vez estuviera en tu presencia, Príncipe —dijo Magnus—, creo que sería el más fuerte de los fantasmas! Durante el día yacería sobre tu sarcófago y soñaría a la espera de que despertaras, y en términos de poder, al salir tú en el ocaso, sería la salida del sol para mí.
—Perdóname, maestro —dije—, pero parece que te va muy bien por tu cuenta, y tienes tus tomos, tus poemas y tus canciones que escribir. ¿Para qué me necesitas?
—Para que me mires —dijo con suavidad, levantando las cejas—. Para que me mires y me perdones.
Silencio una vez más. Magnus se volvió hacia el fuego. Todos lo hicieron. Recliné la cabeza sobre el relieve de madera noble y alcé la mirada, pensando en todo esto, recordando a otros fantasmas que había conocido, y fui presa de un oscuro temor, un temor a estar muerto y atado a la Tierra, y entonces no me parecía improbable que todos los seres inteligentes de todo el mundo estuvieran trabados en una especie de danza con lo físico. Tal vez quienes ascendieron a la Luz murieron, sencillamente, y el universo más allá de este mundo es silencioso. Podía volverme loco contemplando una gran nada llena de mil millones de puntitos de luz y millones de planetas a la deriva dando origen a su miríada de reinos biológicos de insectos, animales, testigos sensibles.
—Lo importante es esto —dijo Gremt—. Memnoch espera y vigila, y podría no volver a hacer nada durante cien años. Pero nunca olvides que está ahí. Y no te olvides de Rhoshamandes. Lo mejor es eliminar a Rhoshamandes.
—No —dijo Teskhamen, como si no pudiera evitarlo.
—Bueno, ¿por qué no? —preguntó Gremt. Me miró otra vez—. Y no subestimes a los rebeldes que quieren derrocarte por el puro placer de hacerlo. ¡Y no, nunca subestimes a Amel!
Se oyó un quejido grave que provenía de Magnus.
—Ah, en tiempos como este cómo desearía ser músico, porque la música es el único vehículo adecuado para las emociones que siento. Morí la noche que te creé, ¡y qué tonto fui al hacerlo, morir en ese fuego que yo mismo había encendido, y no tener el valor de abrazarte, amarte, recorrer la Senda del Diablo contigo, y que mi anciano cuerpo fuera el ávido alumno de tu nueva fortaleza señorial! Ah, las cosas que hacemos. ¿Qué somos, para poder cometer errores tan grandes sin advertir en lo más mínimo lo que estamos haciendo? ¡Qué es el hombre que es tan consciente de sí mismo y sabe tan poco de las consecuencias de sus actos!
Se puso de pie y se acercó a mí. Sentí otra vez, en un instante y con la misma certeza con que lo veía, que dejaba de ser el varón de cabellos rubios y proporciones perfectas para convertirse en la imagen misma del monstruo que yo había conocido.
Tuve que recurrir a toda mi determinación para no levantarme y alejarme de él. Se me acercó, la nítida encarnación del ser flaco y espectral que había sido la noche de mi creación, con excepción de sus ropas, que ahora eran oscuras, andrajosas y sin forma, con mallas como vendajes, y sus ojos fieramente negros, negros como su pelo.
«Esparce las cenizas. De lo contrario, regresaré. No me atrevo a imaginar bajo qué forma, pero haz caso de mis palabras: si me permites regresar y vuelvo más horroroso de lo que soy ahora...»
Me descubrí de pie a algunos centímetros de él. Ni un sonido de parte de Amel. Solo esa criatura de espaldas al fuego, su ondulante figura rodeada de un halo de luz trémula.
Gremt se me acercó en silencio.
—Todo esto es culpa mía —dijo. Sentí su brazo sobre el mío.
—Sí, esparcí las cenizas —susurré. Sonaba tan tonto, tan aniñado...—. Las esparcí tal como me pediste —le dije a Magnus—. Las esparcí.
El rostro de aquella figura estaba en la sombra, a contraluz de las llamas, pero vi que su expresión se suavizaba.
—Oh, sé que lo hiciste, pequeño —dijo con una voz tensa y quebrada—. Lo recuerdo, y también recuerdo tus lágrimas y tu terror. —Pareció suspirar con la totalidad de su cuerpo espectral y después se cubrió el rostro con sus largos dedos como arañas mientras el enredado pelo negro y gris le caía sobre la cara como un velo.
—Qué tonto fui. Pensé que si nacías con terror serías más fuerte. Yo era hijo de una época cruel y respetaba la crueldad. Ahora, en cambio, la deploro más que a ninguna otra cosa bajo el cielo. La crueldad. Si pudiera eliminar de la Tierra una sola cosa, sería la crueldad. Daría mi alma para desterrar la crueldad de la Tierra. Te miro y veo al hijo de mi crueldad.
—¿Qué consuelo puedo ofrecerte, Magnus? —le dije.
Echó hacia atrás la cabeza y levantó las manos. Sus dedos flameaban, blancos y suplicantes, y rezaba en francés antiguo a Dios, a los santos y a la Virgen. Después, sus ojos oscuros se clavaron otra vez en mí.
—Hijo, quiero suplicar tu perdón por todo, por lanzarte como un vagabundo por la Senda del Diablo sin una palabra de instrucción, convirtiéndote en el joven y vulnerable heredero de lo que yo mismo no pude soportar.
Lanzó un suspiro, se volvió y regresó a su silla. Se apoyó en el respaldo. Yo sentía su mano blanca cerrándose sobre la madera, podía sentirla como me había tocado durante tantos años:
«¡No puedes abandonarme!... ¡El fuego no. No puedes lanzarte al fuego!»
Esa era mi voz, la voz del chico que había sido a los veinte años, inmortal desde hacía menos de una hora.
«¡Oh, sí! ¡Sí que puedo!... mi valiente Matalobos.»
No soportaba verlo así, encorvado, temblando, como si se inclinara sobre la silla en procura de un vital apoyo. No soportaba el quejido que emitía ni la forma en que se enderezaba, muy recto, y se balanceaba hacia delante y hacia atrás con las manos levantadas otra vez, como si interrogara al cielo.
Gremt me pasó el brazo por la cintura con calidez y colocó su mano sobre mi brazo. Sin embargo, el que necesitaba que lo reconfortaran era el fantasma. Se me estaba rompiendo el corazón.
Teskhamen se había marchado. Sin que yo lo advirtiera se había escabullido de la habitación, dejándonos solos. Y una parte de mi mente registró que él, un ser viviente al igual que yo, que nunca había conocido la conciencia incorpórea, no podía participar del dolor que compartían esos dos espectros en ese momento.
—Pasará —dijo Gremt en un murmullo—. Lo he causado todo yo. Somos vagabundos. Los espíritus y los fantasmas no tenemos un Fareed ni un Seth. El destino es impiadoso con los seres vivientes que carecen de carne y de hueso.
—No es así —dijo Magnus. Se volvió y, al hacerlo, su figura pareció endurecerse, perder un poco de su brillante parpadeo—. No es tu culpa. —Me miró con el mismo rostro cadavérico que tenía cuando me creó.
El fantasma vaciló una vez más, nos dio la espalda y se tornó transparente. Nos llegaba el ruido de su voz vaporosa al llorar.
Yo no podía quedarme mirando sin hacer nada. Me acerqué a Magnus, extendí mis brazos en un intento de abrazarlo y envolví lo que parecía una vibrante fuerza invisible que no era nada más que luz y voz.
—Ya no tengo nada de que arrepentirme —dije—, nada. Pero no puedes llorar por mí. Llora por ti, sí, tienes ese derecho, pero no tienes derecho a llorar por mí.
Alguien había entrado en la habitación tan sigilosamente como la había abandonado Teskhamen. ¿Había ido Teskhamen a convocar al recién llegado, a llamarlo? Oí los pasos del otro y capté el olor de un bebedor de sangre. Pero no me separé del espíritu que lloraba ni deseaba que me separaran de él.
Era como si el espíritu me estuviera envolviendo a mí. Sentía la presencia sutil y pulsante alrededor de mis brazos, de mi rostro, de mi corazón. Nos unía un éxtasis. Mis sentidos se inundaron de imágenes de antaño, el claustro sombrío y hundido en el cual, bajo un cielo que se iba tornando púrpura, el mortal alquimista Magnus había atado a su tierno prisionero vampiro, que yo conocía por el nombre de Benedict, el Benedict de Rhoshamandes, sobre el cual se inclinaba para robar la preciosa Sangre. Le habían negado la Sangre pese a su genialidad, su sabiduría, su mérito; se la negaron porque no era joven, porque no era bello, porque no era agradable a los ojos de quienes la salvaguardaban únicamente para sus favoritos. Magnus bebiendo la Sangre, por fin, de forma criminal y codiciosa, mientras su propia sangre manaba de sus muñecas rasgadas; bebiendo una y otra vez el néctar puro, sin mezclar con su propia sangre, sin diluir y potente en forma suprema. Llorando, llorando.
Una voz llenó la ilusión, una voz ominosa, severa y enfadada, la voz de Rhoshamandes.
«Maldito seas entre todos los bebedores de sangre por lo que has hecho. ¡Abominación sobre la faz de la Tierra! Bendito sea el bebedor de sangre que acabe con tu vida.»
Vi a mi viejo maestro elevarse por el aire como si fuera a encontrarse con las estrellas, flotando en su niebla púrpura, con los ojos maravillados. Es mía. Está en mis venas. Ya estoy entre los inmortales.
Y ahora lloraba. Lo hacía con tanto sufrimiento como el mío cuando, siendo un joven bebedor de sangre, había visto cómo lo quemaban en la pira. Magnus tragó e intentó acallar su llanto, pero el ruido era aún peor. Un sufrimiento así es intolerable.
¿Era por eso que Amel no decía nada? ¿Por eso parecía que ni respiraba en mi interior? ¿Sentía él lo mismo que yo?
Cerca de nosotros, un canto suave penetró el éxtasis. El bebedor de sangre que había entrado y ahora, aquí, en esta gran habitación cavernosa, cantaba un himno en alemán que yo conocía, la obra maestra de Bach, «¡Despertad... la voz nos llama... de los vigías en las almenas, despertad... ciudad de Jerusalén! Esta hora es la medianoche...». Y, bajo la voz, la música del clavecín. Esa voz de soprano, tierna aunque aguda, era la voz de uno de los chicos del coro de Notker.
El fantasma que me abrazaba suspiró; lentamente, sus miembros tomaron forma y su cuerpo se volvió sólido otra vez. Su cabeza descansaba sobre mi hombro, su cabello era muy fino al tacto y sus manos asían mis brazos.
Siempre, sí, siempre y para siempre...
«Ahora estaría muerto para siempre, bajo la tierra, si no fuera por ti, o sería un fantasma errante sin haber visto jamás lo que me diste...»
La música seguía, el joven soprano bebedor de sangre cantaba en un volumen apenas más alto que el del teclado, interpretando variaciones de su autoría sobre el tema de Bach, tal como el propio Bach podría haber hecho por pura diversión, llevando la letra a lugares inexplorados: «Despertad, despertad, la sangre nos llama desde el sueño eterno...»
Permanecimos unidos y ahora era la música la que nos envolvía a ambos.
Finalmente, la música se hizo más suave y llegó a un delicado final.
Un silencio resplandeciente se apoderó de la habitación, en la cual los muros parecían ceder al fantasmal eco de la cantata. En ese momento el fantasma se volvió hacia mí y me besó en la boca. Magnus, una vez más, completo. No el ficticio Magnus ideal, sino el Magnus fuerte y poderoso que me había traído a la Sangre. Ya no era el espectro, sino un Magnus robusto y vestido con ropas sencillas, su largo cabello peinado, oscuro y lustroso, con el mechón plateado, y su rostro macilento en calma, surcado por las finas líneas que se habían transformado en algo parecido a trazos de bolígrafo al crearlo.
—Eres mi obra más bella —me dijo—, mi más hermoso milagro. —Me besó otra vez y yo abrí los labios para recibir su beso y devolvérselo. Él lo recibió, a su vez, aunque cómo y qué sentía no podía saberlo. Acarició mi pelo, mi cara.
—Y ahora eres el Príncipe de la tribu, y el viejo Rhoshamandes anda errante, con la marca de Caín, ese encantador, caprichoso y despiadado bebedor de sangre, con la marca de Caín para que nadie acabe con su angustia por lo que le hizo a la amable bruja, y eres tú quien gobierna.
Retrocedió, precisamente como podría haber hecho un ser vivo en ese momento, y se limpió las lágrimas de los ojos, tras lo cual se miró las manos durante un momento. Era una criatura que yo nunca había visto realmente —el auténtico Magnus recuperado: la nariz fina y la boca grande, la frente alta y curvada, las manos blancas y nudosas, los hombros parejos pero deformes— como debía de haberse visto en aquellas primeras noches cuando la Sangre había obrado todo lo que podía para hacerlo casi perfecto. ¿Y quién podía decir que esto no era belleza?
—Sí, pero yo nunca fui hermoso —dijo con un suspiro—. ¿Qué es lo que te ha hecho ver belleza ahí donde otros solo ven fealdad, imperfección y los estragos de la enfermedad?
—Mi hacedor —dije yo—. Quien me otorgó el poder de ver bellas todas las cosas.
No se oía ningún sonido de Amel, en mi interior. Ni un estremecimiento. Pero estaba ahí.
Magnus se volvió como si buscara la silla, extendió la mano, en realidad, sin poder encontrarla. Lo acompañé hasta ella y le sostuve la mano mientras se sentaba con lentitud, como si sus huesos de fantasma le dolieran realmente.
¿Acaso puede un fantasma transformarse en la expresión completa del mortal y el inmortal?
—Perdóname —dijo Magnus mirándome. Se acomodó, relajó las manos sobre los brazos de la silla como acostumbramos hacer en esas viejas sillas de madera que tienen complicados labrados y me dirigió una mirada tranquila.
—Has venido en busca de Gremt y te he distraído, te he atrapado entre mis aflicciones y mi locura. Siempre estuve loco, o eso me decían, cuando afirmaba cosas sobre el mundo que hoy en día afirman los hombres y mujeres corrientes; creían que estaba loco cuando hablaba de amar y de cómo uno debe aprender a amar. Loco. Magnus, el ladrón de la Sangre. Ahora debo dejarte para que hables con Gremt. Pero estoy completo y soy sólido otra vez, y no quiero dejar de estarlo.
—Lo entiendo.
Miré a Gremt quien, sencillamente, nos observaba. El esbelto y joven vampiro soprano estaba de pie junto a él, acólito eterno vestido con una sobrepelliz de encaje blanco, y Gremt lo sostenía por la cintura, tal como me había sostenido a mí un momento antes.
Deseaba marcharme. Ya era hora de que me fuera. Sabía que Magnus estaba agotado hasta la médula y que había tenido bastante por ese día. Y yo también. Y el silencio de Amel era ominoso e incomprensible. Descubrí que estaba agotado y triste, y que ahora no tenía nada más que decir a ninguno de ellos.
Me volví, tomé la mano derecha de Magnus y la besé. Carne. Todo el mundo habría creído que lo era. No recuerdo haber besado antes la mano a ningún ser, pero besé la de Magnus.
—Pronto iré a verte —dijo en voz baja—. Bendito heredero.
—Sí, maestro, cuando lo desees —dije. Me volví hacia Gremt y cogí su mano—. Y ahora me retiro. Estáis invitados a venir a la Corte cuando lo deseéis, tú y todos los que aquí habitan.
—Gracias —dijo Gremt—. Iremos muy pronto, pero no olvides mis palabras. Recuerda: él no es lo que tú crees que es. Es más y es menos. Que no te engañe.
Asentí. Miré al joven cantor e intenté recordar si lo había visto antes con el coro o los músicos de Notker. Sin duda había venido del cubil que tenía Notker en los Alpes.
Tendría unos trece o catorce años en el momento de su transformación, justo antes de los cambios que lo habrían convertido en un hombre. Era un chico de pelo oscuro y rizado, brillantes ojos oscuros y piel casi del color de la miel bajo la luz de una lámpara. Se le encendió el rostro.
—Sí, Príncipe —dijo—. He cantado para ti y cantaré para ti otra vez. Fue Benedict quien me llevó con Notker, pero quien me creó fue tu maestro y por eso canto para él, para consolarlo.
—Ah, ya veo —dije. Contuve el simple impulso de tocar su pelo cariñosamente. Contra toda evidencia, tenía cientos de años, era un hombre en el cuerpo de un chico, no era más niño que Armand o que yo, pese a mi apariencia veinteañera.
Cuando me dirigí a la puerta principal, Gremt me siguió y se apresuró a abrirla para mí.
El aire frío de la noche era agradable y caía una fina nieve. El suelo estaba recién cubierto de blancura. Más allá, los árboles resplandecían al moverse con aquella brisa cortante. Me esperaban dos figuras oscuras.
—Adiós, amigo mío —dije—. Lo repito, he venido a romper el silencio entre nosotros. Venid a mí cuando queráis y yo volveré cuando pueda, si estáis dispuestos.
—Siempre —dijo él. Noté la angustia en su cara nuevamente, la infelicidad lúgubre y extraña—. Ay, hay tantas cosas que deseo confiarte, pero no puedo decírtelas sin decírselas al que temo.
Yo no supe qué decir. Permanecimos allí, mirándonos, con la nieve cayendo en ligeros y mudos remolinos a nuestro alrededor. Luego me tomó de la mano. Sus dedos eran cálidos y humanos, y sentí el tenue latir de su corazón en ellos. ¿Qué corazón? ¿El que se había fabricado él mismo para convertirse en uno de nosotros?
—Ve a ver a Fareed y a Seth —le dije—. Son nuestros médicos, lo son de todos nosotros. Ven a verme. Y sí, Amel puede oírte, pero aunque los oye a todos no siempre puede oír a cada uno. Ven.
—¿Médicos de todos nosotros? —preguntó.
—Tienen que serlo. Si no nos unimos fantasmas, espíritus, bebedores de sangre, ¿entonces qué somos? Estaríamos perdidos y no podemos permitirlo. Ya no toleraremos más estar perdidos.
Gremt sonrió.
—Ah, sí —dijo. Parecía tan invulnerable como yo al aire helado. Sin embargo, sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas y sus ojos brillaban—. He oído esas palabras antes en esta casa, de los labios de otros fantasmas.
—Bueno, pues, búscalos y venid a verme —dije. Sentía lágrimas en mis ojos. En realidad, sentía unas emociones tan fuertes que no sabía muy bien qué decir. Sentía desesperación.
—Escúchame, debes venir. La Corte es un lugar demasiado ocupado en ser una corte. Pero ¿qué sentido tiene una corte si no nos une a todos? Fareed y Seth están trabajando en sus nuevos laboratorios, en París. Y la mansión de Armand, en Saint-Germain-des-Prés es la sede de la Corte en París. Eso ya lo sabes.
—Oh, sí, lo sé —dijo él, pero no se sentía reconfortado ni animado. ¿Qué lo hacía contenerse? ¿Qué era lo que no estaba diciendo?
No podía soportarlo. No podía soportar la idea de Thorne y Cyril a solo unos metros, esperándome, oyéndolo todo y pensando cosas que yo nunca sabría; ahí, siempre ahí. Yo no sabía lo que quería ni qué hacer con el dolor que sentía; solo sabía que se había desvelado en mí un sentimiento prístino que había estado enterrado todo este tiempo bajo preocupaciones superficiales y placeres fortuitos.
En la casa, el chico cantaba de nuevo y las notas del clavecín parecían perseguir a toda velocidad sus sílabas dulces y rápidas. Cuán seguro y fuerte me pareció aquel amplio lugar durante un momento, en contraste con el caos aleatorio de la nieve que flotaba por el aire.
—Ten cuidado, Lestat —dijo Gremt. Me apretó la mano con fuerza—. Cuídate de Amel. Cuídate de Memnoch. Cuídate de Rhoshamandes.
—Lo comprendo, Gremt —dije, tranquilizándolo.
Asentí con la cabeza. Advertí que estaba sonriendo. Era una sonrisa triste, pero era una sonrisa. Habría deseado transmitirle de alguna manera, sin orgullo, que toda mi vida había estado amenazado por uno u otro adversario, que casi había sido asesinado por aquellos que yo amaba y que hasta mi propia desesperación casi me había destruido. Siempre había sobrevivido. De verdad, no conocía el miedo, no como un rasgo permanente de mi corazón. Simplemente no «captaba» el miedo. No «captaba» la precaución.
—Vale, ya me voy —dije, lo cogí por los hombros y le besé las mejillas rápidamente.
—Me ha alegrado que vinieras, más de lo que puedo decirte —respondió. Después se dio media vuelta y entró hacia la luz amarilla. La puerta se cerró y pareció desvanecerse en la oscuridad de la pared.
Caminé por la nieve silenciosa, alejándome de Thorne y Cyril, y de las cálidas luces amarillas de las ventanas del monasterio. El chico estaba improvisando las palabras de un concierto que no tenía letra y, en un instante exquisitamente doloroso, me percaté de que probablemente había pasado su eternidad haciendo cosas así, urdiendo esa belleza, creando esas magníficas canciones, y me maravillé de que el chico pudiera proporcionarle estas creaciones a Notker o de que Notker pudiera proporcionárselas al chico. El mundo estaba repleto de inmortales que no tenían ni un propósito así ni un hilo que los guiase a través del laberinto del azar y la desgracia.
—¿De verdad ignoras lo que incomodaba a ese espíritu? —le pregunté a Amel con voz grave y desdeñosa—. ¿O simplemente te haces el tonto para enfadarme?
»Bueno, obviamente me teme —continué diciendo—. Te teme a ti, teme a Rhoshamandes...
«No, no, no —dijo Amel—. ¿No sabes qué le pasa, en su interior, lo que está sufriendo?»
—Entonces, ¿qué es?
«Ya no puede disipar su cuerpo, idiota —dijo—. Está atrapado en él. No puede desvanecerse a voluntad. ¡No puede desaparecer y reaparecer, ni viajar de un lugar a otro en un abrir y cerrar de ojos! Está preso en un cuerpo sólido de su propio diseño y perfeccionamiento. ¡Ahora es de carne y hueso, y no puede salir!»
Permanecí inmóvil, mirando la nieve. Lejos, muy lejos, la gente reía en una taberna de la aldea. La nieve arreciaba. El frío no era nada para mí.
—¿Lo dices en serio?
«Sí, y se lo ha confiado a Magnus —dijo Amel—, con lo cual ha sacudido la confianza del fantasma en su propio cuerpo material. Los ha sacudido a todos. Ahora Hesketh tiene miedo. Riccardo tiene miedo. Todos tienen miedo de los cuerpos de partículas que ellos mismos han creado; temen quedar atrapados como Gremt. Él quería pedirte que bebieras su sangre. —Amel comenzó a reír con su risa fiera y loca—. ¿No lo ves? El miserable espíritu Gremt consiguió lo que deseaba, ser de carne y hueso, y ahora no hay vuelta atrás.»
Continuó aullando de risa. Yo quería protestar, decirle «¿Cómo diablos lo sabes?», pero tenía la convicción de que sí lo sabía y estaba en lo cierto. ¿Qué era ese cuerpo en el que Gremt hablaba, andaba y dormía? ¿Podía ingerir alimentos? ¿Dormía? ¿Soñaba? ¿Tenía algún poder telepático?
«Teskhamen lo sabe —dijo Amel—. Teskhamen lo sabe y no quería que yo lo supiese ni que lo supieras tú, pero al intentar ocultarlo me lo ha revelado. —Rio otra vez—. ¡Menudos genios!»
No respondí nada durante un momento. Después miré hacia la ventana más cercana, hacia la luz que parpadeaba, más allá de la nieve, en los paneles romboidales de cristal y varillas de plomo.
—Eso debe de ser absolutamente horrible —musité.
Amel me respondió con más risas.
«Vámonos a buscar a Louis», dijo.
No me importaba Amel. Pensaba en lo que esto debía de significar para Gremt. Sopesé todos los aspectos del asunto a la luz de lo que sabía sobre Gremt, los fantasmas y los espíritus, y supe cuán intensamente había deseado ese espíritu transformarse en un ser de carne y hueso.
—Bueno, puede morir y volver a ser espíritu, ¿no? —dije.
«No lo sé —dijo Amel—. ¿Crees que estoy dispuesto a averiguarlo? Ningún ser desea morir, por si no te has dado cuenta.»
Probablemente no. Seguro que no.
«Venga, basta de estas “cosas” —dijo con un tono de marcado cansancio—. Nueva Orleans espera. Louis espera. Y si no ha viajado a Nueva Orleans como le pediste, yo digo que vayamos nosotros a buscarlo a Nueva York.»
Amel había mencionado a Louis innumerables veces en los últimos seis meses, pero lo extraño era que yo no confiaba en sus intenciones cuando afirmaba cuánto necesitaba yo a Louis, o cuando me decía que debía escribirle o levantar uno de los numerosos teléfonos que había a mi alrededor y llamarle. Yo temía profundamente que Amel estuviera realmente celoso de Louis, pero ese sentimiento me avergonzaba. Y ahora me decía «Vamos, busquemos a Louis».
«Lestat, ¿acaso no sé siempre qué es lo mejor para ti? —preguntó—. ¿Quién te dijo, hace décadas, que restauraras el Château? ¿Quién llegó a ti en el espejo, en Trinity Gate, con la visión de lo que yo era para que no me tuvieses miedo?»
—¿Y quién instó a Rhoshamandes a tomar prisionero a mi hijo? —pregunté enfadado—, y a asesinar a la gran Maharet; ¿y quién lo habría impulsado a matar a Mekare?
Amel suspiró.
«Eres inmisericorde», farfulló.
Thorne se me acercó; Cyril le seguía, no muy lejos. Cyril era un bebedor de sangre de tal corpulencia que a su lado Thorne parecía pequeño. Los hombres así tienen una intrepidez insolente que los que son más menudos jamás poseen. Pero no me moví, me quedé donde estaba, con la nieve cubriéndome la cabeza y los hombros como si fuera una estatua de un parque, y ninguno de los dos dijo nada.
«Necesitas a Louis —dijo Amel—. Sé lo que necesitas. Además...»
—¿Además qué?
«Me gusta mirarlo a través de tus ojos.»
—No quiero que pienses en estar dentro de Louis —dije.
«Ah, no te preocupes. No entraré en Louis. Los seres débiles como él nunca me han interesado. Piensa en quienes oyeron “la Voz”. ¿Era alguno de ellos tan humano como Louis? No. Y si quieres saberlo, no puedo encontrar a Louis. No puedo entrar en él. Tal vez en un siglo o dos sí sea capaz, quizá Louis consiga oírme, pero de momento no es así. Sin embargo, me gusta mirarlo a través de tus ojos.»
—¿Por qué?
Amel lanzó un suspiro.
«Cuando miras a Louis, algo les ocurre a tus sentidos. Cuando observas a Louis, no lo sé. A veces lo veo con mayor nitidez que a los demás. Veo a un bebedor de sangre. Me parece que, cuando lo veo a través de tus ojos, veo en Louis una vida entera. Deseo conocer vidas completas. Quiero conocer grandes cosas, cosas completas, cosas vastas.»
Sonreí. ¿Sabía Amel cuándo yo sonreía? Me impactaba la continuidad de lo que decía. Un discurso completo. Normalmente hablaba en brillantes ráfagas, pero sus pensamientos rara vez tenían continuidad. El hilo de sus pensamientos rara vez se extendía.
Tenía razón en que la mayoría de quienes habían oído su voz el año anterior habían sido los más antiguos...
—Te gustan los que tienen poder —dije—. Te gusta entrar en aquellos que pueden crear fuego.
Un gemido largo y desgarrado de sufrimiento.
«Y tu amado Louis, si tiene el poder de crear fuego, no lo descubrirá ni lo utilizará, a menos, desde luego, que alguien amenace a la gente que ama.»
Seguramente, eso era muy cierto.
«Escucha, estoy más cerca de ti que ningún otro ser de la creación —dijo—. Pero cuando estoy en tu interior no puedo verte, ¿verdad? Solo veo lo que tú ves. Y a veces sucede que, cuando estás con Louis, extiendes la mano para tocarlo. Desearía verte como te ve él. Tiene ojos verdes. Me gustan los ojos verdes. Mi Mekare tenía los ojos verdes.»
Eso me perturbaba, aunque no sabía muy bien por qué. ¿Qué ocurriría si, de pronto, Amel quisiera hacerle daño a Louis? ¿Qué sucedería si tenía celos de Louis, de mi cariño por él?
«Tonterías, ve a buscar a Louis —dijo él. Voz calmada. Voz viril—. ¿Tengo celos de tu hijo Viktor? ¿Tengo celos de tu amada hija Rose? Necesitas a Louis y lo sabes, y él está preparado para entregarse. Se ha contenido, por principios, durante un tiempo suficiente. Percibo...»
Se interrumpió. Oí algo parecido a un siseo.
—¿Percibes, qué?
«No lo sé. Quiero que vayas a buscarlo. ¡Pierdes tu tiempo y el mío! ¡Quiero elevarme! Quiero estar en las nubes.»
No me moví.
—Amel —dije—. Las cosas que dijo Gremt acerca de ti, ¿eran ciertas?
Silencio. Confusión en Amel. Agitación.
Otra vez aquella visión fugaz, una ciudad de edificios resplandecientes hundiéndose en el mar. ¿Era una ciudad real o era un sueño sobre una ciudad?
Un espasmo en mi garganta y en mis sienes. Levanté la mirada hacia el cegador torbellino de nieve. Cerré los ojos. Vi la ciudad en llamas dibujarse en la oscuridad.
Un latido. Un momento. La mudez de la nieve es notablemente hermosa. Tenía una mano llena de nieve. Mis dedos se cerraron repentinamente sobre ella, aunque yo no les había ordenado que lo hicieran.
—Deja de hacer eso —dije.
No hubo respuesta. Sentí un ligero dolor en los dedos al relajarlos contra la voluntad de Amel. Eso realmente me alarmó. ¿Qué sucedería si Amel pudiera adueñarse de todo mi cuerpo como lo había hecho con mi mano; si fuera capaz de hacer que me pusiera de pie, que me sentara, que volara...?
—Caballeros —dije haciendo un ademán a Cyril y a Thorne—. Me voy a volar sobre el mar. En este momento el sol se está poniendo en Nueva Orleans.
Thorne asintió con la cabeza. Cyril no dijo nada.
—Quiero estar en la única ciudad que amo más que París —dije, como si le hablara a alguien a quien eso le importara.
—Donde vayas tú, vamos nosotros —dijo Cyril encogiendo los hombros—. Mientras me alimente en algún momento de las próximas dos semanas, ¿qué más me da si quieres ir a China?
—No digas eso —farfulló Thorne poniendo los ojos en blanco—. Estaremos listos siempre que tú lo estés, Príncipe.
Me reí. Creo que Cyril me gustaba un poco más que Thorne, pero este también tenía sus momentos. Además, Thorne sufrió una auténtica agonía cuando mataron a Maharet, quien lo había creado y se había convertido en su diosa. Thorne había solicitado autorización para encabezar una pandilla de vampiros vengadores con la finalidad de quemar a Rhoshamandes por haberla asesinado. En consecuencia, el auténtico Thorne aún estaba surgiendo de toda esa tristeza.
—Muy bien, caballeros, y ahora partimos hacia las estrellas.
Me lancé hacia arriba con todas mis fuerzas y en pocos segundos me encontré viajando entre las nubes. Sabía que Cyril y Thorne venían justo detrás de mí. ¿Veían ellos las constelaciones como yo las veía? ¿Veían la gran luna blanca como yo? ¿O simplemente tenían la vista fija en mí mientras se esforzaban por mantenerse a mi velocidad?
Emití una llamada con todas mis fuerzas.
«Armand, Benji, decidle a mi amado Louis que estoy en camino.»
Envié mi llamada una y otra vez, como si mi voz telepática pudiera chocar contra la luna y reflejarse con su luz, brillando sobre el ajetreado mundo de Nueva York, en las numerosas habitaciones y criptas de Trinity Gate, mientras yo me elevaba cada vez más y volaba sobre el gran vacío oscuro del Atlántico.