3
Garekyn
Mientras se ponía el sol en Nueva York, en esa apacible tarde de invierno, Garekyn Zweck Brovotkin caminaba con rapidez por la Quinta Avenida hacia un trío de mansiones situadas en el Upper East Side llamadas en conjunto Trinity Gate. El aire era limpio y frío, o por lo menos tan limpio como puede llegar a ser el aire de Nueva York, y Garekyn albergaba esperanza en su corazón.
Se daba cuenta de que aquello podía ser una gigantesca pérdida de tiempo, pero ¿qué otra cosa tenía él en el mundo sino tiempo? Por tanto, ¿por qué no echar un vistazo al misterioso residente de Trinity Gate, una juvenil estrella de la radio que Garekyn había estado escuchando últimamente, un atrevido personaje de nombre Benji Mahmoud que decía ser un «bebedor de sangre», una especie de mutante inmortal? Cada noche hablaba por internet en un murmullo intenso a otros seres mutados que mencionaban una y otra vez aquella fuerza controladora en sus vidas que se llamaba «Amel».
Amel.
Era un nombre del cual Garekyn no había oído hablar en doce mil años y no podía darse el lujo de ignorarlo.
Los programas de radio de este bebedor de sangre llevaban años emitiéndose. Duraban entre una y dos horas cada noche, y después la transmisión de internet seguía, con grabaciones de programas anteriores. Garekyn había filtrado meticulosamente todo ese material durante los últimos seis meses, hasta acabar con los programas disponibles en todo formato. De esta manera lo había aprendido todo sobre Benji Mahmoud y los seres que constituían el universo de Benji, bebedores de sangre de todas partes del mundo, que los periodistas de Nueva York que escribían de vez en cuando sobre el «fenómeno» del «programa» de Benji consideraban personajes de ficción, aunque los oídos humanos no podían saber cuál era su auténtico alcance. Ah, sí, Garekyn pensaba mientras caminaba, ahora más rápido, todo esto podía ser una pérdida de tiempo. Pero le encantaba Nueva York en el crepúsculo, con su tránsito cada vez más denso y el brillo de las luces de los rascacielos y las casas, la gente hablando en la calle después del trabajo para sumarse a la animada vida nocturna que se extendería sin bajar el ritmo hasta altas hora de la madrugada.
Por tanto, pensaba Garekyn, si no encuentro auténticos inmortales esta noche, ¿qué habré perdido?
Garekyn era un varón alto, de más de un metro ochenta de altura, de complexión fuerte pero esbelta, con el cabello negro y rizado, largo hasta los hombros. Tenía un grueso mechón dorado, que le caía hacia la derecha desde el centro de la cabeza, y unos ojos fieros y cautivadores, entre marrones y negros. Su nariz era larga y fina, y su piel de un moreno muy oscuro. Caminaba a gran velocidad, deseando llegar a su destino antes de que cayese la noche. Según su «mitología», la exaltada tribu de Benji Mahmoud solo volvía a la vida con la oscuridad, y Garekyn se proponía descubrir si esa mitología contenía siquiera una pizca de verdad.
Garekyn había despertado en 1889 para encontrarse con una cultura planetaria, brutalmente dañada por una profunda ignorancia, que discriminaba a las personas por su raza y su color. Pero estas actitudes peyorativas hacia la gente de color nunca habían penetrado el alma de Garekyn, porque el mundo tan antiguo en el que él había nacido era muy diferente.
En aquella época, cuando Garekyn fue creado y enviado a la Tierra, casi toda la gente del planeta era de un color similar al suyo. Casi todos tenían el pelo negro y los ojos oscuros de Garekyn. Cuando en 1889 lo despertó en Siberia un cariñoso antropólogo ruso, no lo trataron como a un hombre negro inferior, sino como un milagro que la ciencia no podía explicar, un ser inconsciente que había dormido en el hielo, desecado y al parecer sin sensaciones, al cual le habían restaurado la vitalidad mediante calor e hidratación.
El príncipe Alexi Brovotkin, el hombre que había rescatado y educado a Garekyn, era un antropólogo aficionado y coleccionista de fósiles; hijo de padre ruso y madre inglesa, era un aplicado erudito. Escribió un largo artículo académico sobre el descubrimiento de Garekyn, que rechazaron todas las revistas especializadas a las cuales lo había enviado. Ni un solo científico de Rusia o de Europa aceptó jamás la invitación de Brovotkin para conocer en persona al hombre de doce mil años de edad que él había rescatado de los yermos helados de Siberia. Desde luego, doce mil años no era más que una estimación del tiempo que Garekyn había estado congelado. Nadie podía saberlo realmente.
Eso no tenía importancia. El príncipe Alexi Brovotkin amó a Garekyn desde el instante en que este abrió los ojos y lo miró. Brovotkin había llevado a Garekyn desde Siberia a su palacio de San Petersburgo y en menos de una semana el estupefacto y obnubilado Garekyn había sido bautizado en el mundo moderno por una experiencia que sobrepasaba todo lo que podría haber imaginado.
Era el 15 de enero de 1890 y el príncipe Brovotkin había llevado a Garekyn al estreno del ballet La bella durmiente, de Piotr Ilich Chaikovski, en el magnífico y dorado Teatro Mariinsky.
Garekyn nunca había imaginado semejante música ni un espectáculo tan lleno de ornamentos y encanto como el que vio sobre el escenario aquella noche. Por no mencionar el esplendor de San Petersburgo, o las bibliotecas y lujos del amplio hogar de Brovotkin. Por no hablar de la reluciente decoración del Teatro Mariinsky. Lo que hechizó a Garekyn fue la música y la danza, el poder concertado de los instrumentos de la orquesta para crear un flujo de música embriagadora a cuyo compás unos humanos altamente disciplinados realizaban movimientos rítmicos con arte y elegancia casi imposibles.
Le llevó años encontrar una explicación para lo que había sentido al mirar el ballet de La bella durmiente, así como para la razón de que esa inmensa afirmación de bondad innata resultara tan importante para él. Pero el placer que había experimentado aquella noche lo había convencido de que él no cargaba con la culpa horrible e irrevocable de un hecho anterior, cometido u omitido y no del todo recordado.
—Tomamos la decisión acertada —le decía al príncipe Brovotkin, con la voz entrecortada y repetidamente, esa noche y muchas noches después—. Mis hermanos, mi hermana y yo. Teníamos razón. ¡Este mundo, este mundo piadoso nos exculpa!
Después de esa noche, Garekyn se convenció de que si sus compañeros originales estuvieran sanos y salvos, y vivieran en ese siglo, los encontraría en lugares dedicados a la representación de la ópera o el ballet, porque encontrarían esta nueva música y estas representaciones tan fascinantes como él. También ellos las considerarían un elemento emblemático del esplendor de la humanidad, de una bondad innata que surgía de maneras incontables e imprevistas.
Alguien, tiempo atrás, mucho tiempo atrás, había usado la expresión «el esplendor de la humanidad». Era un idioma diferente, una lengua que Garekyn podía oír en su cabeza, aunque no era capaz de escribirla, y pese a ello Garekyn había traducido esa emoción con facilidad al ruso y al inglés que había aprendido con el príncipe Brovotkin. La mente de Garekyn había sido dotada para la rápida comprensión del lenguaje y el veloz análisis de patrones y sistemas. A Garekyn le gustaba aprender. Y el príncipe Brovotkin lo amaba por ello. Pero los primeros recuerdos de Garekyn eran incompletos y fragmentarios. Le llegaban en forma de visiones fugaces, imprevistas y en ocasiones inexplicables. Su mente había quedado dañada, herida por la catástrofe que lo había encerrado en el hielo. ¿Y quién podía saber cómo lo había afectado el paso del tiempo? Había intentado recuperar cada trozo de recuerdo errante con todas sus fuerzas.
Tres años después del estreno de La bella durmiente, cuando murió el gran Chaikovski, Garekyn lloró amargamente. Y lo mismo hizo el príncipe Brovotkin. Para entonces, Garekyn ya había sido completamente educado en la biblioteca del príncipe Alexi y este lo había llevado dos veces a París y una a Londres, a Roma, a Florencia y Palermo, y ahora estaba planeando llevarlo a Estados Unidos. Garekyn sabía más cosas al final del siglo XIX de lo que jamás había aprendido sobre su breve existencia doce mil años atrás.
Garekyn le había confiado al príncipe Brovotkin todo lo que sabía sobre sí mismo y que lo habían enviado con otros tres seres humanoides a la Tierra con el propósito específico de corregir un lamentable error. Hablar le había ayudado. Cuando hablaba, cuando viajaban, cuando leía libros o cuando veía nuevas ciudades, le llegaban fragmentos de imágenes; también cuando Garekyn encontraba nuevas maravillas como las pirámides de Guiza, el gran Palacio de Cristal de Londres o la gran catedral de Milán.
La Gente del Propósito, así se llamaban a sí mismos Garekyn y los suyos, pero no porque tuvieran la intención de realizar aquello para lo cual los Progenitores los habían enviado, sino porque habían pensado en otro objetivo mucho más importante: «el esplendor de la humanidad». El ser que había pronunciado esas palabras... en este punto las facultades de Garekyn lo traicionaban. Podía oír la voz, ver los ojos, unos ojos claros, no entre negros y marrones como los suyos, sino notablemente claros, verdeazulados, tan raros en esa época de la Tierra como aquel lustroso cabello rojo con reflejos dorados.
Las efímeras visiones y las preguntas incompletas obsesionaban a Garekyn. En sus sueños veía una selva por la cual él y sus compañeros caminaban juntos, luchando contra insectos y reptiles, y a los curiosos salvajes que los habían invitado a sus aldeas y les habían ofrecido abundante comida y bebida. Veía una vasta ciudad resplandeciente bajo una inmensa cúpula transparente. «Todo depende de que entréis en la ciudad. No conseguiremos nada si no lo hacéis.» Recordaba los rostros y las formas de los demás: el amado Derek, que era aniñado; Welf, amable, paciente y siempre con una sonrisa en la cara, y la brillante y dominante Kapetria, quien nunca levantaba la voz por enfado ni por entusiasmo. Welf y Kapetria se aparearon el uno con la otra, tal como habían programado los Progenitores, y el joven Derek sedujo sin esfuerzo a los seres humanos con su innata afabilidad y su belleza. ¿Cuál era el papel particular de Garekyn? ¡No lo recordaba! Se acordaba de la suavidad de los miembros de Kapetria y la sedosa tersura de la piel de Derek, pero solo en forma de visiones efímeras y oscuras. ¿Acaso Derek y él habían sido amantes? ¿Había discutido una vez Welf con Garekyn a causa de Kapetria? En todo caso eran pequeñeces.
Los Progenitores les habían dicho: «Habéis sido creados con este único propósito y pereceréis al conseguirlo; sin vuestra muerte el propósito no se puede conseguir.» Cuando los Progenitores pronunciaron estas palabras Derek había llorado.
«Pero ¿por qué hemos de morir?», había preguntado Derek.
La pregunta había sorprendido a los Progenitores. Kapetria abrazó a Derek y había preguntado a su vez:
«¿Es necesario que el chico sufra de este modo?»
Una vez, Garekyn despertó en medio de la noche en un hotel de Chicago. Algo que había visto brevemente en la televisión había hecho emerger otro fragmento. El gran reino de los Progenitores, cubierto de helechos y enredaderas, volando por el aire a cientos de metros de altura.
«Habéis sido construidos con el fin de haceros pasar por un perfecto grupo de humanos para poder entrar en la ciudad.»
¿El nombre de la ciudad? Los Progenitores le habían dado un nombre. ¡Y por qué no puedo recordar el nombre!
Los primeros años el príncipe Brovotkin interrogaba a Garekyn constantemente acerca de estos asuntos. Los Progenitores no eran como ellos. Simplemente no podía describirlos, pero podía verlos: altos, de ojos grandes y grandes alas. ¡Cuando extendían sus alas y alzaban el vuelo era algo deslumbrante!
—Como búhos —había dicho Garekyn cogiendo un libro de un estante y abriéndolo en una colorida ilustración—. ¡Así! Pero mucho más grandes.
—¿Dices que esas criaturas eran aves?
—Nos crearon para hacernos pasar por humanos de este planeta. Lo hicieron de tal forma que nos viéramos como los demás. Ya habían cometido antes un error, al crear a un ser que había sido recibido como un dios. Lo habían dotado de un exceso de conocimiento básico para su misión.
El príncipe Brovotkin murió en 1913 durante un viaje a Brasil, y dejó todas sus propiedades a su hijo adoptivo, Garekyn. Durante algún tiempo, este se había sentido perdido. Le había resultado agónico ver cómo entregaban el cuerpo del príncipe a las profundidades del océano, y había llorado durante meses, incluso mientras viajaba a lo largo y a lo ancho del continente americano. No encontraba consuelo ni siquiera en la música. Garekyn nunca había experimentado la muerte de un ser querido, ni la tristeza. Y tuvo que aprender a seguir adelante a pesar de ello. La búsqueda de sus hermanos perdidos pronto se convirtió en una obsesión para él.
Incluso ahora, mientras caminaba por la Quinta Avenida sintiendo el aire tonificante de aquel invierno templado, Garekyn vestía un viejo chaquetón militar de fina lana negra con botones metálicos que el príncipe Alexi le había regalado. Y en su chaleco llevaba el gran reloj de bolsillo del príncipe, con la cita de Shakespeare grabada en el interior de la tapa: AMA A TODOS, FÍATE DE POCOS, NO HAGAS DAÑO A NADIE.
Garekyn nunca había encontrado en ningún lugar ninguna prueba de la existencia de los demás, los suyos como él los llamaba. Pero no había renunciado a la búsqueda. Si él estaba vivo, ellos aún podían estarlo. Si él había estado atrapado en el hielo durante miles de años, seguramente ellos también. Y, por cierto, era posible que aún estuviesen prisioneros ahí o que estuvieran a punto de ser liberados gracias al extraño fenómeno que el mundo llamaba «calentamiento global».
Y los recuerdos de Garekyn iban en aumento, poco a poco, cada vez más detallados y perturbadores. El final del siglo veinte le había dado a Garekyn nuevos y poderosos instrumentos que temer y usar como auxilio en la búsqueda de los demás. En todas partes donde estaba necesitaba documentos complejos y redactados con precisión, y vivía con el miedo a que un accidente o una enfermedad pudieran ponerlo en manos de médicos que, en una sala de urgencias, descubrirían que él no era humano.
Pero la invención de internet y la difusión de las redes sociales habían incentivado mucho a Garekyn a perseverar en su búsqueda y le habían dado oportunidades que antes no existían. Había sido internet el medio por el cual había descubierto al delicioso y animado Benji Mahmoud y el complejo mundo de los bebedores de sangre de todas las épocas que llamaban al teléfono de Benji en procura de ayuda desde todas partes del orbe, a menudo utilizando la propia emisión como un medio para encontrar a quienes habían perdido.
Qué idea más asombrosa, había pensado Garekyn. ¿No podría él, de alguna manera, encontrar a quienes había perdido? ¿Y cómo debía hacerlo, cómo podía evitar la miríada de respuestas de gamberros bebedores de sangre que fingirían ser los compañeros de Garekyn, ansiosos por jugar con el mundo de Garekyn del mismo modo que los humanos jugaban a veces con el mundo de Benji Mahmoud?
Benji Mahmoud creía disponer de un modo a prueba de errores de separar a sus bebedores de sangre de todos los demás. Él y su estirpe vampírica hablaban en la radio con voces que solo podían captar otros vampiros, con su sobrenatural sentido del oído. Pero Garekyn Brovotkin también podía oír esas voces sin esfuerzo e identificar una diferencia sutil entre el timbre de aquellas y el de los humanos, que tanto deseaban participar en el juego de los Hijos de la Noche y el reino del gran príncipe Lestat.
Casi inmediatamente después de su descubrimiento de esas fascinantes emisiones de radio, Garekyn oyó hablar sobre «Amel» y su curiosa mitología. La mente de Garekyn había quedado tan impactada como si hubiera sufrido una tormenta de arena. Amel. El mismo nombre, Amel.
Este «Amel», según la mitología de Benji Mahmoud, era un espíritu que había entrado en el mundo de los humanos en épocas antiguas y había seducido a dos poderosas brujas pelirrojas, quienes habían aprendido a comunicarse con el espíritu y a manipularlo. El que las brujas fueran pelirrojas no hacía más que asombrarlo. Garekyn había visto por primera vez en una visión fugaz a aquel ser que él mismo conocía como Amel, ¡con su piel clara y su pelo rojo! Y había sido este ser el que había dicho las palabras «el esplendor de la humanidad».
Coincidencias, probablemente. Coincidencias y poesía. Mundos ficticios. Probablemente Benji Mahmoud fuera un artista que creaba mundos irreales y ganaba millones gracias a sus programas de radio, aunque Garekyn no pudo encontrar ni la más mínima prueba de una motivación relacionada con el dinero. En los sitios web del programa no había nada a la venta. Sí que ofrecían un montón de exquisitas imágenes de seres que parecían ser humanos, de facciones sorprendentemente pálidas y resplandecientes, todas las cuales podían ser fraguadas.
Cuanto más escuchaba, más intrigado se sentía con respecto a si aquella seducción por parte del espíritu llamado Amel había producido consecuencias catastróficas; si Amel, procurando complacer a las brujas pelirrojas, se había zambullido en el cuerpo físico de una de las primeras reinas de la tierra de Kemet y al hacerlo había creado al primer «vampiro». De aquel vampiro provenían todos los demás y Amel los animaba a todos y cada uno de ellos en una cadena ininterrumpida hasta la actualidad.
Pelo rojo. Amel. Épocas antiguas. Inmortales. No era demasiado, pero ¿qué significaba el timbre diferente de las voces? ¿Era Amel, el espíritu, responsable de eso también? Amel había otorgado grandes poderes a sus hijos, los vampiros: podían fascinar a los mortales, leer mentes y, con el tiempo, desarrollar la capacidad de quemar cinéticamente a sus oponentes o echar abajo puertas. Hasta podían aprender a desafiar la gravedad y volar.
Ahora, reflexiona. ¿Cómo vivía y respiraba Amel en estas criaturas? ¿Quién era Amel?
Según Benji Mahmoud, todos los vampiros del mundo estaban animados por Amel, quien desde esos primeros tiempos se había trasladado de un cuerpo primigenio a otros y, finalmente, a un joven bebedor de sangre ahora conocido como príncipe Lestat, desde el cual el espíritu mantenía a toda la tribu de los vampiros vigorosa y pujante. La «Conciencia Amel», como Benji la llamaba a veces, podía viajar de un vampiro a otro a través de unas conexiones invisibles semejantes a una telaraña y, el año anterior, el propio Amel había llamado por teléfono al programa de Benji más de una vez a través de las voces de bebedores de sangre aleatorios que él había seducido.
Pero, desde luego, cualquier bebedor de sangre podía fingir diciendo que Amel hablaba a través de su voz. No obstante, Benji había ignorado a varios de ellos por afirmaciones que no le parecieron creíbles.
Entonces había llegado el Príncipe, el príncipe Lestat, y Amel, según Benji le decía a la tribu, estaba seguro en su interior. Amel nunca había telefoneado al programa a través del Príncipe, al menos Garekyn no lo recordaba. Pero Garekyn tenía esperanza.
Tinieblas. Se cernían a su alrededor, amortiguadas por el torrente de peatones en las calles, el infinito desfile de coches y los semáforos que cambiaban en silencio a su alrededor.
Garekyn había llegado a la calle correcta. Una nota del periódico le había dado la descripción de las tres mansiones que buscaba. Las vio al girar a la derecha y avanzar hacia la avenida Madison, con su puerta central de hierro. Esto, por lo menos, es real, pensó. Las luces estaban encendidas en todo el recinto, desde las ventanas del sótano, cerca de la calle, hasta la última planta.
Garekyn se detuvo en la acera estrecha para acomodarse la corbata de seda, como si esa fuera su única preocupación. Observando a la gente que deambulaba por la zona advirtió de inmediato que se trataba de simples seres humanos. Jóvenes con algunos libros o revistas bajo el brazo, que a todas luces miraban Trinity Gate con reverencial temor y expectativa. No era una gran multitud y parecían ligeramente inquietos, pero hacían más fácil al propio Garekyn deambular, él también, por los alrededores.
Pasaron más humanos, simples humanos que iban y venían. Garekyn se entretenía sin llamar la atención. Extrajo su reloj, miró la hora y pronto se olvidó de ella. Anduvo con lentitud desde un extremo de la calle al otro.
Transcurrió una hora, durante la cual la mayor parte de la gente se había marchado. Podría haber esperado hasta la medianoche o, incluso, después. De cuando en cuando tenía la sensación de que alguien lo observaba desde el interior de la casa, aunque no veía nada que le indicara que así fuera. Recorrió la acera una y otra vez. Finalmente, se adueñó de él una gran tristeza. Era posible que nunca encontrara a los demás. Era posible que estuviera perdido para siempre en este planeta, escondiéndose eternamente de sus habitantes mortales.
¿Cómo sería capaz de amar otra vez y, con la muerte, perder a ese ser querido? ¿Cómo podría aliviar la soledad y el aislamiento que sentía a menos que se estableciera un nuevo propósito?
Propósito.
En su breve paseo por la acera, había llegado otra vez a la esquina de la avenida Lexington y estaba a punto de girar de nuevo cuando vio que se abría la puerta principal, lacada y brillante, de la casa central. Un diminuto personaje masculino vestido con un terno de lana de estambre, con un sombrero fedora italiano en la cabeza. ¡Hombrecito! ¡El mismísimo Benji Mahmoud! Garekyn lo reconoció al momento gracias a las miles de descripciones que se realizaron en las emisiones de radio durante el año anterior, así como a las imágenes de la red. Además, también supo de forma instantánea que Benji Mahmoud no era humano. Eso estaba fuera de duda. Benji Mahmoud quizá no era el heroico ser resucitado que decía ser, pero no era humano.
Cómo se lo indicaban sus finos sentidos, Garekyn no podía saberlo. Pero la piel tenía un lustre extraño y su andar, aunque elegante, resultaba poco natural.
«Hombrecito», como le llamaban, se detuvo al pie de la escalera para firmar sendos autógrafos a una pareja de jóvenes humanos. Se caló el sombrero con una facilidad encantadora y después, con un discreto gesto de la mano que pedía intimidad, se alejó rápidamente hacia la avenida Lexington, y hacia Garekyn.
Garekyn se detuvo cuando sus caminos se cruzaron y se volvió para descubrir que Benji Mahmoud lo estaba observando.
No es humano.
Benji Mahmoud también había reconocido lo que Garekyn era, o lo que no era. Pero Benji Mahmoud había vuelto a girar la cabeza y continuaba caminando sin temor y con indiferencia.
Garekyn apenas podía contenerse. Quería abordar a ese personaje, confesarle todo lo que sabía de sí mismo y suplicarle a Benji Mahmoud que lo ayudara. Pero algo más fuerte que el instinto lo mantenía varios pasos por detrás de Hombrecito, que giró a la derecha y se dirigió hacia el centro.
¡Garekyn no sabía qué hacer! Se daba cuenta de cuán sorprendido, cuán extremadamente asombrado estaba, y aunque sabía que nada parecido le había pasado en cien años, en realidad nunca antes había visto a un ser como Hombrecito en ningún lugar del mundo. Esto realmente estaba sucediendo ¡y Benji Mahmoud lo ignoraba! La verdad, era peor que eso, porque Hombrecito apretó el paso. Parecía estar intentando perderse entre la no muy concurrida multitud que paseaba por la avenida Lexington.
En realidad, era asombroso con cuánta rapidez podía andar el bebedor de sangre sin llamar la atención. Como tantos otros neoyorquinos, caminaba a gran velocidad esquivando a la gente con elegancia, a izquierda y derecha, la cabeza ligeramente inclinada, y desaparecía por momentos mientras Garekyn, media calle detrás, se apresuraba e intentaba captar su imagen una vez más.
La mente de Garekyn bullía. No era parte del plan el que los pensamientos se apresuraran así ni tener las inevitables emociones de los mamíferos chocando unas con otras en el cerebro y el resto del cuerpo. Y, repentinamente, comenzó a repetir el nombre «Amel» en voz baja, como si fuera una plegaria.
—Amel, Amel, Amel... —susurraba mientras avanzaba—. ¡Debo saber sobre Amel! —susurró—. ¡Debo saber sobre Amel! —¿Podía oír el vampiro lo que Garekyn estaba diciendo?—. Amel, dime, necesito saber sobre Amel.
El personaje al que seguía se puso tenso y detuvo su marcha. Durante un instante Garekyn no pudo ver a Benji a causa de los paseantes, pero después lo divisó. Benji se había vuelto y lo miraba, y Garekyn tuvo la sensación más parecida al pánico que había sentido en años. Peligro. Amenaza. Retroceder.
Ahora bien, Garekyn no sentía un miedo instintivo hacia los humanos. Era, según sus propios cálculos con ayuda del príncipe Alexi, unas cinco veces más fuerte que un varón humano. Pero cada molécula de su cuerpo lo alertaba sobre un peligro extremo.
No podía echarse atrás. No podía. ¡Había establecido contacto con Benji y Benji debía hablar con él! Además, ¿qué podría hacerle ese bebedor de sangre? Caminó hacia Benji mientras continuaba repitiendo la palabra:
—Amel, Amel.
De repente apareció un coche y se detuvo en la acera, cerca de Benji. La distancia entre Garekyn y Benji no llegaba a los treinta pasos. Benji le clavó sus ojos negros y después subió al coche, que aceleró hacia el sur, pasó junto a Garekyn y se incorporó al constante flujo de coches que obstruía la avenida.
Garekyn lanzó un grito suplicándole que esperara, pero el coche ya había desaparecido, acelerando de forma casi temeraria entre los demás vehículos y girando tras recorrer dos calles.
A Garekyn se le cayó el alma a los pies. Se pasó los dedos por el pelo. Encontró un pañuelo en uno de sus múltiples bolsillos y se limpió la cara, enfadado. Continuó caminando, intentando pensar.
Tal vez así era mejor. Quizás esta cosa, esta especie de mutante que era Benji pudiera hacerle daño. Era posible que si volvía a Trinity Gate varios de estos seres, alertados por el temible Benji, pudieran herirlo.
Poco a poco iba dándose cuenta de que esa había sido una gran experiencia para él, una experiencia singular, y que ahora tenía mucho para reflexionar, mientras que antes no tenía apenas elementos.
Pero se sentía dolido hasta el tuétano. Había encontrado a alguien que resultaba vital para su búsqueda y había escapado de él, por lo cual ahora debería enfocar el asunto de una manera completamente nueva y cautelosa.
Encontró una cafetería en la que se sintió a gusto. En realidad se trataba de un restaurante que todavía no había abierto para la «cena» como aquí la llamaban, pero cuyos empleados no objetaron que él se sentara a una de las mesas más pequeñas, cerca de la ventana principal, y bebiera un vaso de vino de la casa.
El vino se le subió a la cabeza, como siempre, desde el primer sorbo, y sintió que el cuerpo se le iba relajando como si se hundiera en un baño caliente.
Nunca había olvidado las advertencias de los Progenitores respecto de que, durante su misión en la Tierra, debía abstenerse de tomar bebidas alcohólicas, destiladas o fermentadas, así como otras sustancias embriagadoras contra las cuales tendría poca o ninguna defensa, contra las cuales los seres humanos tenían poca o ninguna defensa también, pero que podían mutilar sus circuitos cerebrales aun más rápidamente que los de un ser humano.
Pero a Garekyn le gustaba el vino. Le gustaba emborracharse y que la embriaguez le atenuara el sufrimiento y la soledad. En realidad, le encantaba, y lloraba mientras pedía otro vaso y se lo bebía como si fuera un trago de bourbon. ¿Y por qué no una botella? La camarera asintió sin decir una palabra y, al volver, le llenó otra vez el vaso y dejó la botella tapada al lado.
Garekyn lloraba en silencio. La gente pasaba junto a él del otro lado del cristal. Se limpió los ojos con el pañuelo airadamente, pero eso no lo hizo sentirse mejor. Se repantigó en la silla pequeña y cómoda, y comenzó a hacer un rápido inventario de todo lo que Benji Mahmoud había dicho acerca de «Amel, el espíritu».
Amel había quedado preso en la carne de los vampiros. Amel había tardado miles de años en volverse consciente. Había sido trasladado a la fuerza desde su hospedadora, la reina Akasha, a la bruja pelirroja Mekare y después esta lo había cedido al gran príncipe Lestat, venerado por todos los bebedores de sangre como una suerte de héroe advenedizo. Audaz inconformista que despreciaba las reglas y había cometido errores catastróficos, pequeños y grandes, el poderoso Lestat decía amar a Amel, quien vivía y respiraba en su interior y hablaba con él en secreto, noche tras noche, manteniendo conversaciones que nadie más podía oír, ni siquiera los ancianos con poderes telepáticos de la tribu, si Lestat y Amel preferían no compartirlas con ellos.
Entonces sucedió algo completamente imprevisto.
Garekyn tenía los ojos cerrados. Se había colocado dos dedos de la mano derecha sobre el puente de la nariz, como haría un mortal con dolor de cabeza. Pero él veía... no, estaba en otro lugar. Una vasta habitación con paredes de cristal, pero que no era cristal, no, no era nada parecido al vidrio, una habitación muy amplia y más allá las torres de... Casi pudo captar el nombre de la ciudad cuando la voz de Amel lo interrumpió, Amel alzándose desde detrás de su escritorio, la piel clara, el pelo rojo, ¡sí! ¡Amel! Hablaba con esa voz rápida y emotiva de los mamíferos con la cual todos ellos habían sido dotados:
«¡No me digáis que sois la Gente del Propósito cuando vuestro propósito es hacer exactamente lo que os han enviado a hacer! ¡Por amor a vuestras almas, buscad un propósito superior, tal como he hecho yo!»
Conmocionado, Garekyn abrió los ojos. Ese intenso fragmento del pasado se había desvanecido. Y sintió a la vez el arrollador deseo de recordarlo otra vez y el temor a hacerlo. Cerró los ojos de nuevo e hizo frente a la horrible posibilidad de que sus compañeros hubieran desaparecido, que hubieran muerto y que también Amel hubiera muerto; que ese espíritu vampírico nada pudiera ofrecerle. Después de todo, ¿cómo podría haberse transformado en un espíritu el Amel de aquella época? El príncipe Brovotkin había educado a Garekyn para ser escéptico respecto de las historias relacionadas con espíritus, fantasmas y el más allá, así como de los sistemas religiosos elaborados sobre ideas tan caprichosas como la de la supervivencia del alma. El príncipe Brovotkin había sido un gran seguidor de los escritos de un estadounidense llamado Robert G. Ingersoll, quien había repudiado todas las religiones en nombre del librepensamiento.
Repentinamente, el peso de la decepción aplastó a Garekyn y el rechazo del silencioso Benji Mahmoud se le clavó en el corazón como una espina. ¡Podría haber hablado conmigo! ¿Qué podía temer de mí, que soy lo bastante valiente como para mezclarme a plena vista entre los humanos, en la metrópoli más ajetreada del mundo?
Garekyn se levantó enfadado de su silla y buscó el lavabo. Necesitaba echarse agua en la cara, espabilarse, volver a sus cabales. La camarera le indicó un pequeño pasillo, detrás del salón, que hedía a polvo y desinfectante. Garekyn se dirigió hacia «la última puerta a la izquierda».
Se detuvo. Peligro.
No había nadie más que él en el pequeño vestíbulo. Más allá de la pared de la cocina, a un lado, se sentía el entrechocar metálico de ollas y sartenes, y la estridente cacofonía de voces. Continuó andando, abrió la puerta y entró en un cuarto grande que contenía un váter, un espejo ornamentado y un lavabo. Cuando cerraba para echar el pestillo, la puerta se abrió de golpe y se estrelló contra su frente. Se descubrió contra el mármol frío y duro de la pared, aturdido, mientras un bebedor de sangre entraba en el cuarto de baño y cerraba la puerta a sus espaldas.
Peligro. Alerta total. Peligro inmenso.
Piel cerosa, luminiscente, una mata de pelo castaño claro y ojos fieros. Una sonrisa que era una exposición de colmillos y no un gesto de conciliación.
—Vendrás conmigo, forastero —dijo el vampiro con una voz horrible—. ¿Qué pretendes siguiendo al pequeño Benji? Mis amigos quieren hablar contigo.
—¿Y tú eres...? —preguntó Garekyn con dureza. No se movió. Miró a ese ser como si tuviera todo el tiempo del mundo. Más bajo que Garekyn, de brazos más cortos, una cabeza enorme, viejas cicatrices grabadas de forma poco natural en la carne, como si estuviesen pintadas en la cara de una muñeca, y dientes rotos entre los colmillos relucientes. Su ropa apestaba a polvo y moho.
El otro lanzó una carcajada.
—Me llamo Killer —dijo—. Y el nombre, que significa «asesino», no es casual. Ahora saldrás de aquí conmigo y volveremos a Trinity Gate, y no intentes atraer la atención en lo más mínimo. Mis amigos ya han sido alertados. No sé quién ni qué eres, pero nos ocuparemos de eso muy pronto.
Mientras hablaba, los ojos claros de aquel ser parecían estrecharse y ponerse vidriosos. Algo se removió en su rostro maltrecho y se tornó tan carente de expresión como el de un gato gigante.
—Carne y hueso, y sangre —murmuró. Respiró hondo y aspiró. Acortó la distancia entre Garekyn y él, y le clavó sus afilados colmillos vampíricos en el cuello antes de que Garekyn pudiera detenerlo.
Garekyn sintió un vahído. Una gran oscuridad se abrió ante él. Tuvo la efímera visión del extenso sistema de circuitos de su propia sangre que brillaba. No, así, no. Sintió el tirón en sus venas y en centros de poder dentro de sí que desconocía. Una visión estalló en la oscuridad. ¿Amel? La cara de Benji Mahmoud, el nombre Armand en un susurro. Y después Amel. Amel.
Era como si algo invisible se extendiera desde el interior de Garekyn hacia el otro ser. El otro le sorbía la sangre con tanta fuerza que Garekyn comenzó a estremecerse. Sintió náuseas y un súbito terror.
Garekyn luchó con todas sus fuerzas y empujó hacia atrás a la criatura, contra la otra pared, con tanta fuerza que la cabeza del atacante golpeó el mármol con un ruido sordo. Ahora era una batalla. El otro se lanzó nuevamente sobre él y esta vez, usando todo su poder, Garekyn lo empujó nuevamente hacia atrás y hacia abajo. El rostro de la criatura golpeó con fuerza el lavabo de porcelana y algo se rompió, pero el ruido fue tan suave que Garekyn apenas lo oyó.
La sangre manchó la sucia porcelana blanca. ¡La sangre resplandecía! Otra vez la oscuridad se alzó para apoderarse de Garekyn. Las manos de la criatura se cerraron sobre su cuello, pero Garekyn, con su mano izquierda, cogió un gran mechón de pelo del monstruo y le golpeó repetidamente la cabeza contra el borde del lavabo.
El cráneo cedió y de la boca de la criatura comenzó a manar sangre como de un reluciente manantial. «Amel.» «Armand.» Nombres pronunciados en un vacío que podría reemplazar aquel pequeño cuarto de baño si Garekyn no lo resistía con cada gramo de su obstinación que pudiera convocar.
Continuó golpeando la cabeza de la criatura, esta vez contra el grifo cromado, y sintió cómo aquella parecía envolver el grifo a medida que este penetraba el cráneo.
—¡Armand! —rugió la criatura, mientras la sangre borboteaba en sus labios. Sin dudarlo, inseguro de su fuerza y determinado a controlar todo lo que sucediera de ahí en adelante, Garekyn forzó la cabeza de la criatura hacia delante y la giró con todas sus fuerzas de forma tal que le rompió el cuello.
¡Ya está!
La criatura cayó al suelo. Su rostro pareció resbalar de su cráneo como una máscara mientras la sangre manaba de los ojos y la boca. Una vez más la sangre resplandecía como si contuviera una miríada de diminutos fragmentos pulsantes de luz viva, escabulléndose y arremolinándose en la sangre. La criatura yacía en el suelo, inmóvil.
Garekyn tocó la sangre con sus dedos y se la llevó a los labios. Una sensación chispeante le recorrió las extremidades. Lamió la sangre una y otra vez. Amel. Movimiento, voces, irrumpían de otro mundo.
Se inclinó y con sus dedos desgarró la carne blanca rasgándola hasta arrancarla de los huesos blancos y relucientes del cráneo y allí, en una gran fisura vio lo que debía haber sido el cerebro, crepitante y sibilante con minúsculos puntitos de luz.
Las imágenes flotaban en su entendimiento. Las gemelas, la Madre, el cerebro devorado, Benji hablando sin parar de las viejas historias, las historias nuevas... Amel en el cerebro.
Se puso en cuclillas junto al amasijo en que se había convertido la criatura, extrajo el cerebro y se obligó a metérselo en la boca, mientras su garganta se cerraba a causa de las náuseas. Pero las náuseas se desvanecieron. El mundo se desvaneció.
Una red inmensa, una red tan intrincada, hermosa y vasta que parecía abarcar los cielos, y las estrellas parpadeaban en ella como minúsculos seres vivientes, llamando, suplicando. Un eco débil se elevaba como si fuera una salpicadura de sangre en un muro: ¡Armand, ayúdame, atacado, asesinado, no-humano, no-humano!
Vomitando, doblado, Garekyn sostenía el cerebro en su boca, apretando contra él la lengua mientras la gran red se hacía cada vez más brillante.
Abrió los ojos. Estaba tumbado contra el váter blanco y frío. Tenía la ropa empapada de sangre, las manos ensangrentadas. Sin pensarlo, se puso de pie de un salto, abrió la puerta y huyó, pero no por el restaurante, sino hacia fuera, por un pasaje trasero, hacia un callejón oscuro. Avanzó a trompicones, chocando con grandes bolsas de plástico brillante y con pilas de cajas de cartón, casi cayéndose, resbalando en charcos de grasa y agua, corriendo tan rápido como podía sin la menor idea de qué había más adelante.
Garekyn podía oír las pisadas de quienes lo perseguían. Sabía que ellos querían que él los oyera, que oyera el golpetear de las botas contra el suelo. Siguió corriendo, pero pronto se encontró ante una pared.
Se volvió justo a tiempo para reconocer a ese ser de rostro blanco que se le echaba encima. ¡El rostro beatífico y el cabello caoba! Armand. El señor de Trinity Gate. Se elevaron, cada vez más alto, hasta que el viento rugió en sus oídos. Y, una vez más, sintió unos colmillos en el cuello, pero esta vez también había un coro de voces que clamaban en la gran oscuridad vacía.
«Quedáis todos advertidos. ¡Es algo no-humano!»
«¡No me mates! —imploró sin voz—. Ayúdame. No quise matarlo. Fue él quien me atacó. Yo no quise matarlo. Yo quería saber...»
No tenía voz ni cuerpo. Solo estaban esa dulzura y ese dolor, ese éxtasis, y las voces que se alzaban a su alrededor juzgándolo y amenazándolo, pero en tonos tan suaves y melodiosos que era como si cantaran. Vio otra vez el sistema de circuitos de su sangre y fue sintiendo todo el dolor a medida que la sangre le era extraída y su corazón latía cada vez más rápidamente como si fuera a estallar.
«¿Amel, eres tú? ¿Estás aquí? ¿Eres tú, después de todos estos siglos? ¿Estás aquí? Soy Garekyn.»
Estaba a gran altura sobre la ciudad y agonizaba. Esta vez no había salida, no importaba lo que los Progenitores hubieran dicho. «Y si el sufrimiento es demasiado grande como para soportarlo, perderéis la conciencia, pero no moriréis. Y reviviréis lentamente y os recuperaréis, sin importar lo que os hayan hecho.» Nieve sin fin, nieve y hielo. Ve donde el hielo y congélate. Montañas de hielo. Nieve sin fin.
«Os han enviado para destruirme, ¿no es así? —dijo Amel, el Amel de antaño, en su gran morada de Atalantaya. Aire cálido. Ventanas llenas del espectáculo de las torres de la ciudad, como un bosque de cristal—. Y bien, ¿es así?»
Solo Kapetria podía responder por ellos. Derek tenía miedo. Welf esperaba y él, Garekyn, lo soltó porque no fue capaz de contenerse, no después de lo que ellos habían visto, de todo lo que habían llegado a saber.
«Sí, a destruirte a ti y destruir todo esto, esta ciudad que has construido y...»
Oscuridad. «No moriréis...»
¡Y qué horrible es que finalmente todo acabe así, en manos de estos monstruos, este mundo magnífico, para no verlo más, para perderlo, para perderlo todo, sin que pueda comprender nada!
Ante él, de repente, apareció un cielo de un azul infinito y la gran ciudad translúcida de Atalantaya ¡estallando en humo y llamas! Amel protestaba. ¿O era él, Garekyn, quien gritaba desafiante mientras las torres se fundían, se hacían añicos, al tiempo que la gran cúpula se rajaba y la ciudad íntegra oscilaba y se hundía en el mar que borboteaba?
Mi muerte, solo mi muerte. Porque eso fue hace mucho y están todos muertos.