4
Lestat
Viajando con el viento, en algún lugar sobre el Atlántico Norte, Amel me abandonó.
Me pareció estar solo cuando entré en el camino privado de mi vieja casa de la Rue Royale, en Nueva Orleans. ¿Había venido Louis tal como yo se lo había pedido? Muy probablemente no. Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Los maestros no pueden oír los pensamientos de los neófitos. Los maestros se quedan fuera de las mentes de sus hijos para siempre. Y por lo que sabía, yo también estaba fuera del corazón de Louis.
El patio trasero estaba exuberante, tal como a mí me gustaba; la buganvilla, con sus fucsias brillantes, crecía sobre los altos muros de ladrillo. Las pequeñas flores habituales de Luisiana, las lantanas amarillas y violetas, estaban inmensas y perfumadas, suavemente hermosas con sus hojas pequeñas y polvorientas. La adelfa, de flores rosadas, crecía magnífica. Los gigantescos plátanos se mecían con la brisa fresca que llegaba desde el río cercano, y la espléndida fuente nueva, con sus querubines cubiertos de musgo, estaba llena y en ella el agua cantaba bajo la luz de las farolas situadas a lo largo del porche trasero.
¿Tuve acaso un sentimiento inmediato de bienestar? Bueno, no. Era algo tan dulce como doloroso, como miel con un matiz amargo. Aquí me habían roto el corazón más de una vez, casi había muerto en la planta alta de esa casa y había despertado de un profundo sueño para conocer a Louis en este mismo patio, en un ataúd abierto, quemado por el sol casi hasta morir. Entonces lo traje de vuelta con mi sangre. Y mi amado neófito David Talbot me había ayudado. Desde aquel momento Louis se había hecho más poderoso gracias a la infusión de mi sangre, y si bien al principio había sido feliz por un tiempo con el amor de David y de una extraña bebedora de sangre de otro mundo llamada Merrick, Louis había llegado a odiarme por haberle otorgado esa nueva fuerza que lo había alejado todavía más de aquel humano que él nunca volvería a ser.
Yo sabía que estaba enfrentado con Louis. Tenía que convencerlo de que esta vez era diferente de las demás veces que habíamos intentado estar del mismo lado, que esta vez era distinta del breve aquelarre de la vieja Night Island, distinta de aquella efímera conexión después de que él intentara autodestruirse, distinta incluso de la época que Louis había pasado en Trinity Gate, la cual había cambiado para siempre a causa de recientes sucesos. Diferente porque ahora todos éramos diferentes y yo, en mi corazón y en mi alma, era diferente. Y necesitaba que Louis me ayudara a escribir una nueva página en la historia de toda la tribu.
Pero ¿cuál era el sentido de seguir reflexionando sobre todo esto? Las palabras no conseguían transmitir la emoción. De un modo u otro Louis tomaría el camino del corazón.
Subí rápidamente las escaleras de hierro hacia la puerta de la casa, dispuesto a tirar abajo las paredes si el lugar realmente estaba vacío, giré el pomo oxidado de la puerta casi transformándolo en polvo y entré.
El viejo vestíbulo se veía espléndido, con el terciopelo color burdeos que cubría las paredes y un nuevo sofá victoriano, de madera blanca laqueada, con pintorescos cojines rellenos de una moderna espuma de goma. Lo importante para mí es cómo se ven las cosas y aquí todo se veía bien: la alfombra industrial Aubusson, azul y beis, tan bonita como si la hubieran tejido dedos humanos. El mismo viejo escritorio Luis XV, con ornamentos dorados, y sus sillas, pero todo reluciente, restaurado, precioso. Un jarrón chino lleno de fragantes ramas de eucaliptus y en la pared un pequeño cuadro impresionista francés, de indudable autenticidad, con una mujer de perfil, de largos cabellos castaños rojizos.
Aspiré el olor a cera de los muebles, a hojas de eucaliptus y otro más intenso a flores; tal vez había rosas en otra habitación. El lugar me pareció estrecho, más pequeño de lo que recordaba, pero siempre me ocurría lo mismo al principio.
Había alguien. Y no era ni Cyril ni Thorne, que estaban abajo, en el patio, explorando el antiguo edificio donde se alojaban los esclavos y las criptas de hormigón construidas recientemente debajo de la instalación, refugios que podían proteger por lo menos a seis no-muertos de la luz del sol o de alguna otra catástrofe durante las horas diurnas.
Permanecí un momento en el pasillo, mirando hacia el salón en el que las luces amarillas de la Rue Royale brillaban sobre las cortinas de encaje y cerré los ojos.
Louis, Claudia y yo habíamos vivido aquí cincuenta años y Claudia había pegado fuego al lugar por las inevitables mismas razones por las que Adán y Eva daban la espalda al paraíso noche y día. ¡Estos tablones, estos mismos tablones, antes alfombrados y ahora duros y relucientes de laca! ¡Cómo le gustaba correr por el pasillo, con las cintas de su vestido flameando, y saltar a mis brazos! Un escalofrío me recorrió el cuerpo, como si sintiera su mejilla blanca y fría contra la mía, y su voz íntima y ronca en mi oído.
Bien, el lugar no estaba realmente vacío, la verdad; estaba y siempre iba a estar encantado y ningún papel tapiz de motivos chinos podría cambiar eso, ni tampoco los candelabros eléctricos de reluciente cristal que iluminaban todas las habitaciones.
Entré en su dormitorio, la recámara que siempre había sido de Louis: Louis sentado, su espalda contra la enorme cama con dosel; Louis leyendo a Dickens; Louis en el escritorio, escribiendo sus reflexiones en un diario que nunca leí; Louis dormitando, con la cabeza sobre la almohada mientras observa las flores del dosel como si estuvieran vivas.
Estaba vacía. Desde luego. Era una habitación museo, hasta con las viejas ménsulas metálicas de las lámparas de gas con sus globos esmerilados y el gigantesco armario en el que antes guardaba toda su sencilla ropa negra. Bueno, ¿qué esperaba yo? Nada personal arruinó el efecto hasta que advertí que estaba mirando un par de gastados zapatos negros que alguien había descartado, tan completamente cubiertos de polvo que parecían estar hechos de ese mismo material; y sobre la silla, junto a la cómoda, una camisa vieja y ajada.
¿Eso significaba que...? Me volví.
Louis estaba de pie en el vano de la puerta de la habitación opuesta, del otro lado del pasillo.
Respiré. No dije una palabra. Me gusta mirarlo a través de tus ojos.
Estaba completamente vestido con la ropa nueva que yo había comprado para él: una larga chaqueta de montar negra, de cintura brillante y amplia, y una camisa de lino europeo hecha a mano, de color rosa claro. Lucía una corbata de seda de un verde casi idéntico al color de sus ojos y en el dedo llevaba un anillo con una esmeralda. Del bolsillo del pecho asomaba la punta de un pañuelo a juego con la corbata. Completaban su atuendo unos pantalones entallados de lana negra y botas brillantes, que se le ajustaban a las pantorrillas como guantes.
Yo no podía hablar. Se había puesto esa ropa para mí y yo lo sabía. No había otra cosa en el mundo que pudiera haberlo llevado a vestirse así o a haberse cepillado todo el polvo de su reluciente cabello negro. Y lo llevaba largo, de forma tal que era como había sido en los viejos tiempos: ondulado, un poco rebelde, rizado bajo las orejas.
Hasta su blanca piel parecía refinada y de su cuerpo se elevaba el perfume de una colonia masculina cara y poco común. También la había encargado yo. También eso habían traído los sirvientes junto con los demás regalos.
Silencio. Era como cuando Gabrielle, mi madre, se soltaba su larga cola de caballo y se cepillaba el pelo libre y exuberante. Yo apenas podía respirar.
Sentí que él lo comprendía. Cruzó el pasillo, me rodeó con los brazos y me besó en los labios.
—Es lo que querías, ¿no? —preguntó. En sus palabras no había nada burlón ni malicioso.
Estaba conmovido. Me vi incapaz de responder.
—Bueno, imaginé que te iría bien un poco de ropa nueva. —Lo dije tartamudeando, aferrándome a un hilillo de dignidad, trivializando el momento con palabras ridículas.
—¿Una habitación repleta de ropa? —preguntó—. Lestat, se acabará el siglo antes de que pueda usarla toda.
—Venga, vamos a cazar —dije. Lo cual en realidad quería decir «Salgamos de aquí, caminemos juntos y en silencio, y, por favor, déjame ver cómo bebes. Déjame mirar cómo le extraes la sangre y la vida a un ser humano. Déjame ver que la necesitas, que la persigues, que la consigues y te llenas hasta rebosar con ella».
Me coloqué las gafas de sol con cristales violetas, tan fundamentales para ayudarme a hacerme pasar por un humano en las calles atestadas, y guie a Louis hasta la puerta.
Salimos rápidamente, como dos seres humanos normales, y recorrimos media calle hasta que, al girar por Chartres, Louis advirtió que Cyril y Thorne venían detrás de nosotros, demasiado cerca y demasiado visibles, y preguntó si iban a seguirnos dondequiera que fuéramos.
—No puedo quitármelos de encima —respondí—. Es el precio de tener el Germen dentro de mí. El precio de ser el Príncipe.
—Y ahora de verdad eres el Príncipe, ¿no? —preguntó—. Realmente intentas hacer que esto funcione. No quieres que salga mal.
—No saldrá mal —dije—. No esta vez, no mientras me quede aliento. Esto es más que un aquelarre, más que un grupo de tres o cuatro en una ciudad nueva. Es más grande que todo lo que nos haya sucedido a cualquiera de nosotros en el pasado —suspiré. Me rendí—. Cuando veas la Corte lo comprenderás.
—Estaba seguro de que ya te habrías hartado —me dijo—. ¿El príncipe malcriado transformado en el Príncipe? Jamás lo habría dicho.
—Ni yo —dije—. Pero ya conoces mi lema, el mismo de siempre. Me niego a fracasar en lo que hago, y eso incluye ser malo. No fracasaré en ser malo. Y tampoco haré mal esto. Espera y verás.
—Ya lo veo —dijo él.
—Si quieres, puedo hacer que los guardaespaldas se marchen.
—Ellos no importan —dijo—. Tú eres el único que importa.
Continuamos por Chartres hacia Jackson Square. Cerca, en una esquina, había un elegante bar restaurante y Louis parecía atraído por el lugar, aunque yo no sabía bien por qué; me resultaba demasiado excitante estar cerca de él, caminar con él como si lo hubiéramos estado haciendo durante cientos de años. Era una noche balsámica y templada, tal como pueden ser las noches de invierno en Nueva Orleans entre períodos más fríos, y la gente era en su mayoría turistas bien vestidos que rondaban por ahí, inocentes y exuberantes, como es la gente cuando está en Nueva Orleans y procura pasárselo bien.
Tan pronto como se hubo sentado a la mesa del bar, Louis fijó los ojos en una pareja sentada al final del salón. Por el modo en que sus ojos se clavaban en la mujer, supe que estaba escuchando sus pensamientos, su mente. Louis había obtenido el poder telepático gracias a su nueva sangre y con el paso del tiempo. La mujer, de unos cincuenta años, llevaba un vestido negro sin mangas y el cabello cano, parecido a nailon, exquisitamente peinado; tenía los brazos firmes y bien torneados. Lucía unas gafas muy oscuras, un poco ridículas, al igual que el hombre sentado frente a ella, que además estaba disfrazado. Ella no lo sabía. El hombre se había desfigurado la boca de forma deliberada mediante un objeto artificial colocado en las encías y llevaba el pelo teñido de color marrón, corto y poco interesante. La mujer lo iba a contratar para que él matara a su marido y quería que supiese cuáles eran sus razones. A él no le importaban en absoluto esas razones. Solo quería coger el dinero y esfumarse. Pensaba que la mujer era una auténtica idiota.
Entendí la situación con facilidad, y también Louis, obviamente. Cuando ella se echó a llorar, el hombre se marchó rápidamente, pero no sin antes recibir de manos de la mujer un sobre que deslizó en el bolsillo interior de su abrigo sin siquiera mirarlo. El tipo salió rápidamente en dirección a Jackson Square, y ella se quedó sentada, rumiando y llorando. Rechazó otro trago que le trajo la camarera y se repitió que debía apartar a su marido de su lado, que esa era la manera de hacerlo, y que nadie entendería jamás la vida horrible que había tenido. Después, tras dejar un billete sobre la mesa, salió a la calle. Ya estaba hecho y no podía deshacerse. Tenía hambre; tomaría una buena cena en el hotel y después se emborracharía.
Louis fue tras ella. Yo seguí adelante y floté hasta la entrada del Callejón de los Piratas que da a la Rue Royale. Ahora la mujer caminaba hacia mí, llorando otra vez, con la cabeza inclinada, el bolso colgado de un hombro y apretado contra un lado, el pañuelo enrollado en la otra mano.
La inmensa y silenciosa catedral era una gran sombra que se alzaba a mi derecha. Los turistas pasaban por allí, empujándose, y la mujer venía hacia mí con Louis siguiéndole los pasos en silencio, su rostro era una llama pálida en la media luz. Louis se le acercó y colocó su mano, con el anillo de esmeralda, sobre el hombro derecho de la mujer. La hizo girar con tanta suavidad como habría hecho un amante y, tiernamente, hizo que apoyara la cabeza contra el muro. Lo vi inclinarse y besarle el cuello.
Observé cómo bebía de ella. Me deslicé en la mente de la mujer para encontrarme con Louis y con lo que él sentía mientras toda esa deliciosa sangre salada le inundaba la boca y los sentidos, mientras el corazón de la mujer se debilitaba y palpitaba cada vez con mayor lentitud. Louis hizo una pausa y dejó que la mujer se recobrara ligeramente. Las inevitables imágenes de la niñez, recuperadas con desesperación a medida que el cuerpo advertía que iba perdiendo su vitalidad. La cabeza de ella inclinada hacia la derecha y los dedos de él sujetándole la barbilla con firmeza. Y los paseantes, que pensaban que eran amantes, y las voces de la ciudad zumbando y susurrando. Y el olor de la lluvia en la brisa.
De repente, Louis cogió a la mujer en brazos y se elevó, desapareciendo con tanta rapidez que los turistas que iban y venían no lo advirtieron; algunos solo sintieron una ligera perturbación en el aire. ¿No había alguien ahí hace un momento? Había desaparecido. Había desaparecido el olor a sangre y muerte.
Eso quería decir que ahora Louis usaba todas sus capacidades, sus nuevos dones, los dones de la poderosa Sangre, poderes que, según el devenir normal de las cosas, quizá no habría adquirido hasta un siglo más tarde, tal vez nunca. Ascender a las nubes o elevarse solo hacia la oscuridad, hasta encontrar un lugar donde depositar aquellos restos sobre algún tejado lejano, tal vez entre una chimenea y un parapeto, quién podía saberlo.
Bueno, si nadie detenía a aquel asesino a sueldo tan sutilmente disfrazado, se llevaría a cabo el homicidio del marido a pesar de que las razones para el hecho hubieran desaparecido. Pero una lejana onda de información me hizo saber que Cyril ya se había encargado de aquel canalla, que se había alimentado rápidamente de él y lo había depositado en el río, mientras Thorne regresaba para quedarse conmigo. Es que los guardaespaldas también tienen que comer.
Amel seguía sin aparecer después de todo ese discurso sobre querer ver a Louis a través de mis ojos y cerré mi mente a las voces telepáticas. Louis se había marchado y me sentía hambriento y cansado de volar con el viento, y harto hasta la médula. Sangre inocente. Quería sangre inocente, no mentes y corazones que fueran como cloacas, sino sangre inocente. Bueno, yo no iba a beber sangre inocente. No mientras predicaba a los demás que no podían hacerlo. No. No podía.
Anduve por el Callejón de los Piratas con rumbo al río y seguí por la ribera, bajo los porches situados frente a Jackson Square. Las tiendas estaban cerradas. Era una pena. Cerca del río había una muchedumbre y oí la música del órgano que provenía del vapor turístico; por un momento me pareció que no había cambiado nada desde la época en que yo había vivido y amado en este lugar. Las calles podrían haber sido de fango, las lámparas de gas, amarillentas y sucias, y las tabernas podrían haber estado abarrotadas de barqueros deliciosamente sucios, con el ruido de los dados y las bolas de billar; los carruajes podrían haber atestado la Rue Saint Peter con gente saliendo de la vieja Ópera Francesa de la calle Bourbon, en Toulouse. Y también podría haber sido aquella noche, mucho después de que Louis y Claudia me abandonaran tras intentar matarme, en que Antoine, mi neófito músico, y yo asistimos al estreno de una ópera francesa titulada Mignon. Yo estaba lastimado, quebrantado; tenía el alma herida. Antoine me conducía como a un ciego y la gente se apartaba a nuestro paso para evitar a ese personaje quemado. Pero yo permití que Antoine me sentara en la oscuridad con él y oí cómo aquel brillante clarinete u oboe daba comienzo a la obertura. Una música así puede hacernos sentir vivos otra vez. Hasta puede hacernos sentir que todo el dolor del mundo se ha ido a algún glorioso lugar, compartido por los seres más simples que nos rodean.
Pero ahora ¿qué importaba todo eso? Caía la lluvia, una lluvia fina que humedecía las almas de la gente que hacía cola fuera del Café du Monde. Pero me encantaba, así como me encantaba el olor del polvo que se elevaba de la calzada mojada.
Avancé hasta el principio de la cola y seduje al camarero de turno para que creyera que yo tenía algún derecho especial a disponer de una mesa en ese mismo instante. Un sencillo truco con unas cuantas palabras y algo de encanto y me encontré sentado en medio del gentío, con mi mano alrededor de una taza de café con leche caliente que habría agradado a alguien que estuviera realmente vivo. El lugar estaba repleto y rebosaba del ruido de las conversaciones, y los camareros iban y venían con bandejas llenas de tazas y platos de beignets cubiertos de azúcar. El aire se desplazaba pesadamente en la brisa húmeda. Alcé la vista hacia los ventiladores que giraban con lentitud sobre nuestras cabezas, sostenidos por largas barras que colgaban del techo de madera oscura, y fijé la mirada en las aspas del ventilador más cercano, sintiéndome flotar lejos de la memoria y la razón, pensando. Estoy solo, estoy solo, estoy solo. Amel permanece conmigo noche y día, pero estoy solo. Soy un príncipe y vivo en un palacio en el que cada noche hay cientos de seres a mi alrededor, pero estoy solo. Estoy en un café abarrotado, repleto de corazones palpitantes, de risas y del júbilo más dulce e inocente, y estoy solo. Miré la superficie de mármol de la mesa, la blanca azúcar glas amontonada sobre las rosquillas calientes y sentí que la taza de café se enfriaba más y más con cada segundo que pasaba y recordé a mi padre, hace mucho, mi padre viejo y ciego, sentado en su cama miserable envuelta en una mosquitera, alimentado por una sirvienta dulce y bonita, y quejándose. Nada está lo bastante caliente, ya nada está lo bastante caliente.
En la Biblia, el rey David, agonizante, suplica por más calor «... le cubrían de ropas, pero no se calentaba...».
Es terrible tener frío y estar solo. La taza estaba fría. La superficie de la mesa estaba fría y el viento estaba frío por la lluvia, y los ventiladores hacían girar el aire frío con enorme lentitud. Pensé en el rey David, tumbado en su lecho cuando le trajeron una doncella para que lo calentara. «Y la joven era hermosa; y ella abrigaba al rey, y le servía; pero el rey nunca la conoció.»
¿Por qué no cazaba yo para conseguir la única cosa que podía calentarme, la sangre de una víctima corriendo por mis venas, un alma exhalando su último aliento en mis brazos? Porque no me habría calentado mucho más que aquella joven al rey David. Y yo no podía afirmar que había matado ni a un solo Goliat en toda mi vida o...
Una sombra oscureció la mesa, el azúcar brillante de los beignets y el mármol blanco. Louis estaba ahí sentado. Calmado. Compuesto, como suelen decir. Los brazos cruzados, lejos del mármol pegajoso de la mesa. Sus delicados ojos verdes fijos en mí.
—¿Por qué demonios quieres que yo, precisamente yo, vaya a Francia contigo? —preguntó.
Advertí de manera vaga que Thorne requería mi atención, que, inquieto entre la multitud que había fuera del café, me enviaba señales: «algo importante, por favor, ven ahora mismo». Lo ignoré.
Miré de frente a Louis, que tenía una apariencia más espléndidamente humana que nunca, a pesar de aquella sangre extraña, la sangre que se había mezclado con la mía para convertirse en el poderoso bebedor de sangre que era ahora. Una oleada de celos contra la sangre que corría por sus venas y que no era la mía estalló en mi interior.
—Ya sabes por qué —dije, girando la cabeza y mirando a la multitud. Fuera había artistas callejeros que bailaban, cantaban y conseguían explosiones de entusiasmo de la muchedumbre—. Sabes perfectamente bien por qué. Porque estuviste ahí cuando nací a la Oscuridad. Estabas ahí cuando llegué a estas costas y busqué a un compañero, y te encontré a ti; y estuviste ahí cuando vivimos todas esas décadas juntos, tú y yo y Claudia, y eres el único ser viviente que recuerda el sonido de su alegre voz, su joven voz, el timbre de su risa. Y estuviste ahí cuando casi muero a manos de Claudia, y cuando tú y ella luchasteis contra mí y me abandonasteis en las llamas. Y estabas ahí cuando fui humillado y arruinado en el Théâtre des Vampires, cuando mataron a Claudia por mis crímenes, por mi debilidad, por mis errores, por mi ignorancia, por haber fracasado en guiar una barca pequeña y frágil en la dirección correcta, y estabas ahí cuando me alcé de entre los muertos y tuve mis breves minutos de gloria sobre el escenario de rock, esa gloria barata ante las luces, como Freddie Mercury; estuviste ahí. Fuiste al teatro. Estabas ahí. Y ahí estabas cuando acogí en mi interior al espíritu de Amel, y cuando todos a mi alrededor decían que debía ser el Príncipe, lo quisiera o no; estuviste ahí. Estabas ahí cuando todas estas calles tenían fango y agua del río, y cuando tú y yo fuimos a ver Macbeth, y cuando, después, yo no podía dejar de bailar bajo las farolas recitando las palabras «Mañana y mañana y mañana», y Claudia pensaba que yo era tan guapo y tan ingenioso y tan listo, y que estaríamos siempre a salvo; estabas ahí.
Silencio, o el silencio que puede haber en un café atestado y ruidoso en el que alguien ríe a carcajadas en una mesa cercana y otro discute con el hombre de al lado quién debería pagar la cuenta.
No me atrevía a mirar a Louis. Cerré los ojos e intenté escuchar el río, el Misisipí grande y ancho, que estaba a solo unos cuantos metros de nosotros y fluía junto a la ciudad de Nueva Orleans, tan profundo que nadie jamás encontraría los cuerpos depositados en sus profundidades, el río ancho y grande que podría tragarse la ciudad una noche por causas que nadie era capaz de explicar, y de llevar cada partícula de la ciudad hacia el sur, hacia el golfo de México y el gran océano que estaba más allá de... de todo ese papel tapiz y todas esas lámparas de gas, de todas las risas y las baldosas violetas, de las brillantes hojas verdes de los plátanos, semejantes a hojas de cuchillos.
Yo podía oír el agua, y la tierra misma moviéndose y ablandándose, las plantas creciendo, y a Thorne insistiendo en que saliera, que hablara con él, que me necesitaban, siempre me necesitaban, y a Cyril que decía:
—Venga, deja al cabrón en paz.
¡Ese es mi guardaespaldas! Ciertamente, dejad al cabrón en paz.
Giré la cabeza y vi que Louis me miraba. Los viejos y conocidos ojos verdes, la sonrisa leve. ¿Está Amel dentro de ti? ¿Eres tú, Amel, mirándome a través de los ojos de Louis?
—Muy bien —dijo Louis.
—¿Qué quieres decir?
Se encogió de hombros y sonrió.
—Iré, si tú quieres que vaya. Iré y me quedaré, y seré tu compañero si lo deseas. No sé por qué quieres que lo haga, ni cuánto tiempo lo querrás, ni cómo será estar contigo, viendo todas tus excentricidades de cerca e intentando ser de ayuda sin saber cómo conseguirlo, pero iré. Estoy cansado de luchar contra ello, me rindo. Iré.
Creí no haberlo oído bien. Me quedé mirándolo, tan indefenso como lo había estado en el pasillo de la casa al verlo por primera vez aquella tarde, intentando captar el significado de lo que había dicho.
Se inclinó, acercándose a mí, y me puso la mano sobre el brazo.
«Porque adondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que morares, yo moraré. Tu pueblo será mi pueblo... y dado que no tengo, ni tendré nunca, otro dios... tú serás mi dios.»
¿Era Amel el que decía estas palabras a través de Louis? ¿Era Amel quien me tocaba el brazo a través de su mano? ¿Acaso Amel me había mentido al decir que no era capaz de encontrar a Louis? Cuando miré esos ojos verdes vi únicamente a Louis y las palabras que resonaban en mi mente eran las palabras de Louis.
—Sé lo que necesitas —dijo—. Precisas una persona que esté siempre de tu parte. Bien, ahora estoy dispuesto a ser esa persona. No sé por qué te he atormentado y te he obligado a pedírmelo, ni por qué te he hecho venir hasta aquí. Siempre supe que iría. Pensaba que perderías el interés porque jamás he entendido realmente por qué me querías a mí. Pero no lo has perdido, ni siquiera con toda la Corte detrás, así que iré. Y, desde luego, cuando te canses de mí y quieras que me marche te odiaré.
—Confía en mí —susurré. Me hacía daño y me hacía feliz, y era doloroso.
—Ya lo hago —dijo.
—Eres tú quien dice esas cosas, ¿verdad?
—¿Y quién más podría ser? —preguntó él.
—No lo sé —respondí. Me acomodé en la silla y miré a mi alrededor. Aquí las luces eran demasiado brillantes y la gente observaba a esos hombres extraños de piel luminiscente. Las gafas violetas siempre distraían a la gente, y ayudaban a ocultar un rostro que era demasiado blanco y unos ojos demasiado brillantes. Pero nunca era suficiente. Además, Louis no llevaba gafas. Era hora de cambiar de lugar.
—Disfrutarás de la Corte —le dije—. Allí hay cosas hermosas para oír y ver.