5

Fareed

Estaban sentados en el salón «azul» de la casa de Armand de Saint-Germain-des-Prés, en la suite que Armand le había asignado a Fareed para su uso particular. Fareed estaba ante su escritorio. En el lado opuesto de la habitación, sentado a una mesa redonda, Gregory había extendido una partida de solitario con una baraja de borde dorado.

Fareed miraba algo en la pantalla de su ordenador.

—Entiendo lo que quieres decir —le dijo a Gregory—. Que tú no gestionas de manera activa Laboratorios Col­lingsworth. Pero yo te pregunto sobre este proyecto en particular por una razón concreta.

—Te diré encantado todo lo que sé —dijo Gregory—. Pero lo más probable es que no sepa nada. —Se repantigó en el sillón con ornamentos de pan de oro y miró las cartas indóciles—. Tiene que haber un juego más divertido que este —dijo entre dientes.

—Es sobre la doctora que hay metida en el asunto.

—No sé nada sobre ella —dijo Gregory con aire distraído—. Los que la investigaron, la contrataron y aprobaron sus proyectos fueron otros, no yo. —Giró otra carta y la miró decepcionado—. Tal vez debería empezar a diseñar nuestros propios juegos de cartas, juegos para nosotros.

—Eso suena genial —dijo Fareed, cuyos ojos seguían en la pantalla—. El solitario para bebedores de sangre. Hasta podrías diseñar una baraja nueva.

—Esa sí que es una buena idea. Una baraja exquisita, tal vez, compuesta por cartas adornadas con caras que signifiquen algo especial para nosotros. Quizá nuestro amado Príncipe podría ser la jota de diamantes. Pero, entonces, ¿quién sería el rey?

—Es demasiado pronto para hablar de traición —musitó Fareed con los ojos clavados en la pantalla. Había tres monitores del mismo tamaño y dos más pequeños, uno a cada lado, asignado a propósitos específicos.

Eran alrededor de las cuatro y media de la mañana, y llegaba poco ruido de las calles que circundaban la inmensa mansión decimonónica. Los restaurantes y los bares del famoso distrito parisino quedaban lejos.

—Tenme paciencia —dijo Fareed—. Los informes que esta doctora ha facilitado a sus superiores son brillantes, pero ella no es quien dice ser, o lo que dice ser. Y todos sus proyectos están relacionados con la clonación. Pero eso ya lo sabes, por supuesto.

—¿Con la clonación? —preguntó Gregory mientras distribuía una nueva partida sobre la mesa—. No sé nada sobre el asunto, pero no me sorprende que el personal de mi empresa esté trabajando en la clonación humana. ¿Acaso no es ilegal? Nunca he creído ni por un segundo que los médicos mortales del mundo pudieran resistirse a algo tan excitante como la clonación humana. En ocasiones he visto a mortales en Ginebra de los que he sospechado que eran producto de la ingeniería genética, pero sé muy poco sobre el tema.

Fareed permaneció en silencio, asimilándolo todo.

—Oficialmente, Laboratorios Collingsworth no tiene ninguna relación con la clonación —dijo Gregory—. Tenemos reglas contra esa práctica. Tenemos una política contra la investigación con tejidos fetales.

—Es gracioso —dijo Fareed—, porque vuestros laboratorios están metidos en una gran cantidad de investigaciones que utilizan tejidos fetales.

—Eh... —Gregory estudiaba las cartas, concentrado—. Me encantaría diseñar cartas específicamente para la Corte. Creo que Lestat debería ser el rey, aunque él evita el título, y que Gabrielle podría ser una magnífica reina. La jota podría ser Benjamin Mahmoud.

Fareed sonrió.

—Pero entonces cada palo podría ser diferente. Marius podría ser el rey de bastos, y yo el rey de oros, y Seth el rey de espadas.

Fareed rio y dijo:

—Laboratorios Collingsworth lleva veinte años trabajando en la clonación de seres humanos.

Gregory se reclinó en su sillón y miró a Fareed.

—Muy bien. ¿Eso te molesta de algún modo? ¿Crees que es peligroso? ¿Crees que debo frenarlo?

—Podrías frenarlo en tu empresa, pero nunca en todo el mundo.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?

—Solo quiero que me escuches un rato —dijo Fareed.

Gregory sonrió.

—Por supuesto. —Volvió a la tarea de acomodar las cartas por palos.

Qué tipo más encantador y genial era Gregory, pensaba Fareed. Era extremadamente difícil advertir que probablemente era el bebedor de sangre más antiguo que existía en la actualidad. Ahora que Khayman y las gemelas ya no estaban, casi con seguridad Gregory era el más antiguo. Había sido creado antes que Seth, hijo de Akasha y maestro, mentor y amante de Fareed, aunque no mucho tiempo antes.

Todo en la alta, esbelta y a menudo silenciosa persona de Seth sugería una gran antigüedad, incluida su excéntrica forma de vestir, su inclinación por las sandalias y las túnicas de lino hechas a medida, largas hasta el suelo, así como su forma de hablar, lenta y a menudo poco corriente. Que ahora entendía casi todas las lenguas indoeuropeas modernas era bastante obvio, pero escogía las palabras con un cuidado extremo y tendía a usar un vocabulario austero que sugería una preferencia por los conceptos que se habían formado en su mente mucho antes que esas lenguas desarrollaran la gran abundancia actual de adjetivos y adverbios que las matizan y les dan precisión. Hasta la mirada de los profundos ojos de Seth era escalofriante y remota. Con frecuencia su expresión parecía decir: «No intentes comprenderme ni comprender la época de la que provengo. No eres capaz de hacerlo.»

Esa noche Seth había salido a cazar por los rincones oscuros de París. Era probable que un espectro de ropas blancas engalanado con antiguos anillos y brazaletes egipcios atrajera a depredadores mortales por el solo hecho de su peculiaridad, de su aparente indefensión.

En cambio, Gregory Duff Collingsworth había resultado totalmente fortalecido por el estilo moderno en todos sus aspectos. Se comportaba con la gracia elegante de un hombre poderoso del siglo veintiuno, tan cómodo en las escaleras mecánicas como en los ascensores, en lo alto de un rascacielos como en un cavernoso centro comercial, ante las cámaras de los telediarios como ante los interlocutores humanos; un «hombre de negocios» de pulcritud impecable y vestimenta conservadora que hablaba a todos y cada uno con una gentileza espontánea que era a la vez formal y afable.

Hasta en ese enorme salón rococó Gregory tenía el lustre de un hombre de la época. Vestía una chaqueta gris de ante sobre una camisa a cuadros azul claro y unos pantalones vaqueros. Llevaba el reloj de oro de costumbre y un par de botas marrones de piel de becerro. Todos los inmortales que volaban calzaban botas.

Desde luego, Gregory hacía lo imposible para hacerse pasar por humano. Transcurría las horas diurnas en estado de coma dentro de una habitación que tenía el techo de cristal. Todos lo sabían. En el Château dormía a cielo abierto, en lo alto de la torre sur. Aquí en París, en un patio de muros altos. Eso le mantenía la piel siempre bronceada. Y cada atardecer, al levantarse, se cortaba el cabello oscuro a la perfección, por lo que pocos entre sus nuevos compañeros inmortales siquiera imaginaban que cuando fue creado lo llevaba largo hasta los hombros.

Ese asunto del cabello confería a su apariencia una gran flexibilidad. Con el pelo largo y atado en una cola de caballo podía recorrer los pasillos de su compañía, en Ginebra, como si fuera un empleado de la oficina de mensajería, algo que hacía de vez en cuando. Cuando cazaba podía aprovechar el cabello largo. Vestido con vaqueros viejos y camisetas de colores chillones rondaba los callejones y los fumaderos de droga sin llamar la atención hasta que se decidía a atacar.

Cuando Gregory se encontraba con empleados y reporteros aparecía hábilmente maquillado con cosméticos modernos que disfrazaban aun más su piel sobrenatural y jamás pasaba mucho tiempo en compañía de los humanos. Manejaba casi todos sus asuntos por teléfono o por correo, por Skype cuando era absolutamente necesario, y gran parte de ellos mediante largas y, con frecuencia, ingeniosas «Cartas del despacho de Gregory», que hacía circular entre sus empleados desde la cúpula hasta la base de la gigantesca empresa de la cual él era el presidente del directorio y propietario de hecho. Las brillantes fotos publicitarias que lo retrataban, y que la compañía había distribuido entre las agencias de noticias, habían sido todas tomadas por Chrysanthe, su amada esposa de Sangre.

Fareed comprendía que esa compañía era a la vez el almacén y el generador de una riqueza inmensa, y también sabía que pronto Gregory se retiraría totalmente de la empresa, algo que este le había explicado una vez, e invertiría toda su fortuna en otra compañía que le garantizara seguridad y oportunidades parecidas. Qué empresa era esa, Fareed no podía adivinarlo. «El tiempo lo dirá», le había dicho Gregory. A Gregory le quedaban por lo menos diez años de este personaje mortal y su intención era sacarles el mayor provecho posible. Le resultaba todo tan fácil que no entendía bien por qué eso podía sorprender o intrigar a los demás.

Lo que a Fareed le interesaba de Laboratorios Col­lingsworth era que se trataba de una empresa médica y farmacéutica, un conglomerado de laboratorios de investigación pionero en el perfeccionamiento de medicamentos antivíricos. Y gracias a Gregory, Fareed tenía acceso informático a casi todo lo relacionado con la compañía. Además, también por medio de Gregory, Fareed ahora también tenía acceso a cada pieza de equipo y cada fármaco que pudiera desear para su propio trabajo especial y secreto. Gregory le había prestado toda su cooperación para montar el laboratorio de París y entendía que Fareed era, de todo corazón, un médico vampiro que vivía para cuidar a los bebedores de sangre del mundo, y que a ellos, y solo a ellos, Fareed había transferido la devoción que alguna vez había sentido por sus pacientes mortales.

Fareed quería aprender de Laboratorios Collingsworth. Quería sacar provecho de ese acceso ilimitado a los proyectos de investigación y los fármacos experimentales de la compañía. Esperaba extender su propia investigación especial bajo el manto de Laboratorios Collingsworth. Quería explotar al máximo, en beneficio de sus propios planes, la completa libertad que Gregory le había otorgado. Gregory había ampliado las instalaciones parisinas de Laboratorios Col­lingsworth específicamente para Fareed y trasladaba cualquier proyecto a París desde su localización original, si Fareed lo pedía.

Pero Gregory afirmaba una y otra vez que sabía poco o nada acerca de muchos proyectos que ahora fascinaban a Fareed. Y Fareed lo entendía. Gregory nunca había sido un científico. Era un inmortal que tenía una vaga fascinación por el «dinero, las inversiones y el complejo mundo de la riqueza y el poder económico de la época moderna». Sin embargo, no cabía duda de que era su genialidad la que había dado forma al éxito de la empresa. Especialistas de las más diversas áreas de investigación acudían a él en busca de decisiones políticas que, sin excepción, resultaban eficientes, creativas y sagaces.

Pero, una vez más, no era esto lo que interesaba a Fareed, salvo de forma indirecta. Él quería sobrevivir y, obviamente, se había fijado en que los grandes y sabios bebedores de sangre que habían sobrevivido a los milenios, Sevraine, Gregory, Marius y Teskhamen nunca tenían que preocuparse por los problemas económicos. Para ellos, esos vampiros carteristas, solitarios y vagabundos eran una chusma demasiado estúpida hasta para causar lástima. Aunque ahora los ancianos de la tribu se esforzaban en enseñar a los jóvenes que llegaban a la Corte cómo tratar con el mundo humano con cierta eficacia, su paciencia era escasa.

El mundo actual ofrecía abundantes presas para la obtención de sangre y riquezas entre los traficantes de drogas y de esclavos sexuales que se congregaban en cada gran ciudad del este y del oeste, y hasta los neófitos más jóvenes eran capaces de alimentarse con cierto éxito de esta clase marginal de mortales. Hasta estos podían aturdir, aventajar o eliminar con facilidad a los delincuentes mortales más organizados, y embolsarse todo el efectivo acumulado en los escondrijos de esas pandillas y los almacenes de drogas. Y para los inmortales como Gregory si un bebedor de sangre no era capaz ni de hacer eso, bueno, lo mejor era mantener el secreto lejos de los oídos de los ancianos de la tribu así como de los propios compañeros.

—No es la clonación lo que me interesa —dijo Fareed—, aunque se trata de un tema extremadamente interesante.

—Irresistible, para muchos —respondió Gregory—. Estoy seguro de ello.

—Me interesa esa doctora. Hay algo erróneo en ella. O tal vez debería decir que tiene algo extraño.

—Te escucho. —Gregory estaba reclinado en la silla mirando las cuatro largas hileras de cartas—. ¿Por qué son solo rojas o negras? —preguntó en voz baja.

—En primer lugar, la doctora no es quien afirma ser en absoluto.

—¿Cómo es posible? —preguntó Gregory. Recogió las cartas y las mezcló con la misma habilidad que un crupier profesional.

Fareed comenzó a explicarse.

—Se ha inventado una identidad utilizando, hasta donde sé, los expedientes de cuatro genetistas fallecidos. He rastreado todo hasta sus orígenes. Entró a trabajar para la compañía hace diez años, y entiendo que no os habéis conocido ni tú la has visto jamás. Desde entonces ha estado publicando artículos e informes brillantes. Todos relacionados con la genética, la ingeniería genética, los medicamentos perfeccionados genéticamente para usuarios individuales, ese tipo de cosas. La clonación, sin embargo, ha pasado desapercibida. Me he infiltrado en sus archivos secretos, pero es demasiado lista para que el asunto resulte transparente. Escribe en alemán e inglés, principalmente, y me parece que usa un código personal de alta complejidad.

—¿Y todo eso te parece peligroso? ¿Justifica que intervengamos? ¿O quieres traerla aquí? ¿Convertirla en un miembro de tu equipo?

—Bueno, así es como empezó —dijo Fareed—. Pensé que tal vez sería una buena incorporación. Pero ahora estoy obsesionado con otra cosa.

—¿Con qué?

—¿Por qué se inventó esta identidad falsa? Es obvio que se trata de una mujer brillante. Entonces, ¿por qué lo ha hecho? No consigo encontrar ni el más mínimo indicio sobre quién era o quién pudo haber sido antes de inventarse este disfraz para Laboratorios Collingsworth. Es como si hubiera comenzado a existir hace diez años.

Ahora Gregory escuchaba con atención.

—Bueno, ¿cómo podrías encontrar indicios, digo, si ella no quiere? —preguntó.

—He usado un programa de reconocimiento facial y los registros de personas desaparecidas, de médicos de todo el mundo con la misma descripción física, vivos o muertos. No he encontrado nada. Y, sin embargo, es una investigadora y autora con un enorme talento. Quiero reunirme con ella.

Fareed amplió la fotografía más reciente de la mujer hasta llenar la pantalla.

—Bueno, nada te lo impide —dijo Gregory—. Supongo que podría arreglarlo, si quieres. Tienes una bendición, amigo mío. Pareces humano. Eres un médico angloindio totalmente creíble. Atacas sin amenazar antes. Estoy seguro de que podrías conversar con ella en Ginebra, café de por medio. ¿Qué riesgo habría en ello?

Fareed no respondió. Un extraño escalofrío le recorría el cuerpo. Observaba ese rostro, miraba esos ojos.

Gregory se levantó de la silla y se acercó al escritorio para colocarse detrás de Fareed y poder mirar el monitor.

—Una mujer bonita —dijo—. Tal vez le gustaría pasar la eternidad con nosotros.

—¿Eso es lo que ves? —preguntó Fareed, y se volvió para mirar a Gregory—. ¿No ves nada más?

—¿Qué hay que ver?

Fareed clavó los ojos en la imagen. Piel trigueña clara, un rostro oval y cabello moreno partidos al medio, retirado de la cara en un estilo serio y, con todo, atractivo. Tenía un notable mechón rubio que nacía en el pico de viuda y le recorría hacia atrás la cabeza; su expresión era la de una inteligencia casi intimidante.

—Doctora Karen Rhinehart —leyó Gregory del pie de la fotografía.

—El nombre es falso —dijo Fareed. ¿Qué era lo que sentía? Una sensación de alarma, vaga pero profunda—. Es el nombre de otra persona, una médica que murió en un accidente de tráfico en Alemania. El nombre no significa nada.

—Sinceramente, no entiendo cómo podría haber engañado al personal de mi compañía. ¿Estás seguro?

—Absolutamente.

—Reúnete con ella, si quieres. ¿Le envío un correo? Es fácil. Podría venir a París mañana y reunirse contigo.

—No, no creo que sea una buena idea —dijo Fareed.

—¿Por qué?

¿Cómo podía explicárselo? Abrió su mente a Gregory de forma deliberada y le pidió en silencio que percibiera las tenues sensaciones que el propio Fareed no conseguía identificar.

«Hay algo raro en ella. Algo formidable. Algo que sugiere que, de alguna manera singular, podría ser como nosotros...»

Gregory asintió. Colocó su mano sobre el hombro de Fareed con una familiaridad poco habitual.

—Como quieras —dijo—. Pero no creo que haya podido engañar a mi equipo. No imaginas cuántos controles pasan nuestros científicos.

—Vale, esta doctora los ha engañado —respondió Fareed—. Y no quiero acercarme a ella todavía, no hasta que tenga más respuestas.

Gregory se encogió de hombros.

—Debo regresar a Ginebra —dijo—. Puede que yo mismo me reúna con ella.

—¡No! —dijo Fareed—. Gregory, no lo hagas. —Se volvió y miró a Gregory, que no entendía semejante recelo. Gregory no sentía miedo y había pasado tanto tiempo sin sentirlo que carecía de la capacidad básica para comprender la aprehensión de Fareed.

—No permitas que se te acerque —dijo Fareed—. No hasta que yo sepa más sobre ella. ¿De acuerdo?

Gregory lo observaba en silencio.

—Gregory, no quiero que ella nos vea de cerca.

Gregory se encogió de hombros otra vez.

—Vale —dijo.

—Y hay otra cuestión —continuó Fareed.

—Te escucho.

—Esta doctora solicita constantemente reunirse contigo. Se le ha rechazado la solicitud por lo menos cuatro o cinco veces cada año desde que entró a trabajar para ti. Y pese a ello, sigue pidiendo una reunión contigo aduciendo que tiene una propuesta para una subvención, y que es exclusivamente para ti.

—Bueno, eso no es nada extraño. Todos quieren conocer al capitán de la nave. Todos quieren que los inviten a una cena en el camarote del capitán.

—No, aquí hay algo más.

Fareed tecleó algo y en la pantalla aparecieron varias fotografías.

—Esta mujer te ha estado siguiendo durante años. Si miras bien, la encontrarás en cada una de estas fotografías.

—Es que eran conferencias de prensa —respondió Gregory—. Asisten muchos miembros del personal; comentan e informan sobre los avances más recientes.

—No, no lo entiendes. Aparece en todas las fotografías y no entre el personal de la empresa, sino con la prensa. Intenta acercarse a ti, encontrarse contigo. Creo que podría estar intentando conseguir una muestra de tu ADN.

—Fareed, creo que te estás dejando llevar por tus sospechas. Le resultaría casi imposible.

—No estoy tan seguro.

Fareed amplió el último grupo de tomas de los reporteros reunidos para entrevistar al jefe de Laboratorios Col­lingsworth. Y allí estaba, en la primera fila de los que sostenían micrófonos, equipo de grabación y blocs de notas, una mujer alta, de chaqueta oscura y falda larga. Llevaba suelto el cabello marrón y ondulado, pero lo tenía peinado con cuidado por detrás de los hombros. El largo mechón rubio destacaba claramente, y sus ojos herméticos e inquisitivos estaban fijos en Gregory. En sus manos solo se veía un iPhone.

—Te está haciendo una foto, evidentemente.

—Todos me están fotografiando —dijo Gregory—. Fa­reed, mi compañía investiga a cada persona que trabaja para nosotros en cada una de nuestras instalaciones, ya sea París, Zúrich, Ginebra o Nueva York.

—Pero mira sus ojos.

—No veo nada —confesó Gregory—. Es hermosa y fascinante. Me alegro por ella y por aquellos que la conocen, y también por mí, si está haciendo un buen trabajo.

Fareed permaneció en silencio. Pero mientras observaba la expresión concentrada y oscura de la mujer fue presa de otro escalofrío.

—No creo que...

—¿Qué es lo que no crees?

—No creo que sea humana.

—¿Qué quieres decir? ¿Que es una de los nuestros?

—No, no lo es, sin duda. Es obvio que vive y trabaja tanto de día como de noche. Tengo grabaciones de vídeo que la muestran yendo y viniendo durante el día. Indudablemente no es una de los nuestros. No.

—Entonces, ¿un fantasma? ¿Eso es lo que quieres decir? ¿Otro de esos espíritus de genios, como Gremt, Magnus o los demás que viven con ellos?

—No. La mujer es de carne y hueso, de eso no hay duda. Pero no creo que sean carne y huesos humanos.

—Vale, eso es muy fácil de verificar. Su ADN debe de estar en nuestros archivos. Nadie investiga para mí sin que se le haya tomado una muestra de ADN. Cuando la contratamos, esta mujer tenía una forma física, se le extrajo sangre y se la sometió a rayos X.

—Lo sé. Lo he comprobado. Pero los resultados no me convencen. Creo que todo es falso. Estoy comparando su ADN con los de cada banco de datos del mundo.

Gregory se giró y volvió lentamente a la mesa redonda. Se dejó caer con bastante pesadez en el sillón de damasco y, una vez más, colocó su mano derecha sobre la baraja.

—Fareed —dijo en un tono más serio—. No importa que un fallo de seguridad como el que describes sea casi imposible. Me atañe y lo comprobaré. Sin embargo, lo que dices es absurdo.

—¿Por qué?

Gregory suspiró y se reclinó en el sillón mientras paseaba la mirada por la habitación.

—Porque llevo tanto tiempo recorriendo este mundo, que he perdido la cuenta de los años y ya no puedo concebirlos como una sucesión —dijo Gregory— ni comprender cómo me han moldeado... No tengo conciencia de la continuidad de mi vida antes de la época del emperador Juliano. Con todo, han sido miles de años de cazar, de vagar, de amar, de aprender, y puedo decirte que en todo este tiempo en este planeta jamás me he encontrado con una criatura de carne y hueso que pareciera humana y no lo fuera.

Fareed no se inmutó.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Gregory—. ¿Harás un esfuerzo por entender lo que te he dicho?

Fareed pensaba que él había vivido menos de cincuenta años, pero que en ese tiempo había visto mucho, tantos vampiros, espíritus, fantasmas y otros misterios que no le sorprendía encontrar un ser con apariencia humana que no fuera humano, pero no lo dijo.

Había ampliado la foto de la mujer de chaqueta oscura y falda larga, de pie entre los reporteros. Los ojos tenían una forma perfectamente almendrada y la piel, esa bonita piel bronceada. No era humana.

—Fareed, ¿me estás escuchando? Espíritus y fantasmas, sí que hemos conocido. Todos los antiguos nos hemos encontrado con ellos. Pero no con humanoides biológicos que no hayan sido realmente humanos.

—Bueno, sabré más si puedo acercarme a ella, ¿no te parece? —dijo Fareed sin apartar la mirada del rostro de la mujer. No era un rostro cruel. No era malvado. Pero tampoco era generoso ni curioso y le faltaba cierta chispa, algo que podía definirse como...

—¿Qué, crees en el alma humana? —preguntó Gregory.

—No —respondió Fareed—, pero sí creo en la existencia del espíritu humano. Si no fuese así, ¿cómo podríamos tener fantasmas llamando a la puerta ahora mismo? No digo que se trate de una chispa divina, solo creo que le falta cierta chispa humana.

—¿Existe otro tipo de chispa?

—Buena pregunta. No lo sé.

—Oye, ¿tienes tiempo para esto? —preguntó Gregory—. No has acabado tu investigación sobre los restos de Mekare y Maharet. Creía que para ti ese tema era muy importante y que los restos se estaban deteriorando. Pensé que habías invitado a Gremt para estudiar el cuerpo que él mismo se ha fabricado. Creía que querías ampliar el laboratorio de París...

—No, los restos ya no se están deteriorando, exactamente —musitó Fareed. No podía apartar los ojos de la mujer—. Y sí, estoy ocupado, es cierto, hasta lo indecible, y necesito más ayuda, pero esto no puede esperar.

Abrió otra fotografía más. Una conferencia de prensa de 2013 en la que se anunciaba una nueva bomba de insulina para el tratamiento de la diabetes. La escasa luz habitual. Gregory en sombras y el grupo de reporteros un poco mejor iluminado. Y allí estaba ella de nuevo, esta vez con un atuendo menos serio y más femenino: blusa de seda, un lustroso collar de perlas, chaqueta de punto ancha y el iPhone, con su notable ocular fotográfico, cerca del pecho. Dedos largos y finos, rematados en uñas ovaladas.

—Fareed, no estarás sugiriendo que esta mujer es algún tipo de clon implantado en mi empresa para clonar a otros...

—No, no he mencionado la palabra clon —respondió Fareed.

—Creo que te equivocas, aunque solo sea porque ella es especial.

—No te entiendo.

—¿Has visto antes a alguien que sea como ella?

—No —concedió Fareed—, pero eso no es importante. Podría ser la primera que llama nuestra atención, lo cual no significa que sea la única. En realidad, estoy dispuesto a apostar que no es la única.

Fareed abrió otra fotografía de otro fichero. En ella, Karen Rhinehart aparecía con sus colegas, en el laboratorio. Vestía una bata blanca almidonada semejante a la que ahora llevaba Fareed. Tenía el cabello peinado hacia atrás, tan tirante que podría haber tenido un efecto brutalmente poco favorecedor, pero no era así. La mujer tenía una mandíbula fuerte, y una expresión de calma y determinación. Además, por alguna causa que no podía describir, a los ojos de Fareed, la mujer resaltaba entre los demás como si su imagen hubiera sido recortada de otra fotografía y después la hubieran pegado en la que Fareed tenía ante sí. Claro, no era así. Pero la mujer no era humana. Y eso es lo que él veía y percibía.

—Sí, tengo mucho que hacer —dijo Fareed, mientras sus ojos seguían estudiando a la mujer—. Es cierto. Pero quiero ir a Ginebra y echarle un vistazo a esta doctora sin que ella pueda verme. Quiero meterme donde vive...

—Fareed, mis empleados confían en que no violaré su intimidad ni su dignidad.

—¡Gregory, sé serio! Si quisiera traerla aquí no opondrías la menor objeción.

—Mira, Fareed, esa mujer debe de trabajar hasta tarde. Todos lo hacen. Todos los laboratorios y todas las oficinas están monitorizados mediante cámaras de vídeo.

—¡Ah, no había pensado en ello!

—Te daré acceso a las cámaras.

—No es necesario —confesó Fareed—. ¿Por qué no he pensado en ello antes? Claro.

Sus dedos volaban por el teclado del ordenador, un teclado especialmente diseñado para soportar la velocidad sobrenatural de los dedos de Fareed.

—Estoy dentro —susurró, e introdujo rápidamente los datos necesarios para enfocar el laboratorio correcto, así como todos los archivos de ese laboratorio exclusivamente.

—Vale, que lo disfrutes —dijo Gregory con una falsa risa burlona—. Que pases una mañana magnífica observando cada uno de sus movimientos durante los últimos diez años. En cuanto a mí, ahora saldré. Estas largas noches de invierno me dejan agotado, aunque merece la pena. Quiero caminar a solas durante un rato.

Gregory se dirigió hacia el alto secreter de madera frutal que había contra la pared y colocó la baraja en el cajón central. Se giró hacia la puerta, pero después volvió sobre sus pasos y se inclinó sobre Fareed para darle un beso en la cabeza.

—Sabes que te quiero. Me encantan tu agudeza y tu determinación. Y adoro que seas tan paciente con todos nosotros.

Fareed sonrió y asintió levemente. Extendió la mano hasta encontrar la de Gregory y la sostuvo. Pero sus ojos estaban fijos en la tarea que tenía delante. No oyó los pasos de Gregory al abandonar la habitación. A su alrededor, la gran mansión de tres plantas estaba en silencio y aparentemente vacía. Los sirvientes mortales dormían en el ala correspondiente del edificio. Las calles estaban desiertas. Los mortales de los apartamentos cercanos dormían. Se oía débilmente una música.

Fareed oyó que Gregory Duff Collingsworth subía las escaleras hacia el tejado. Un momento después dejó de oír el tamborileo grave y tenue del corazón de Gregory.

Se le erizaron los cabellos de la nuca. Un roedor se movía en las paredes, en algún lugar cerca de él, detrás del revestimiento lacado. Fuera pasaba un pequeño automóvil.

De repente Fareed se percató de cuán entusiasmado estaba con el misterio de aquella mujer y cuánto lo disfrutaba sin importar lo perturbador que le resultara.

Volvió al teclado. Sus dedos se movían con rapidez aun para sus ojos, por lo que confiaba en el tacto de las teclas y en su infalible conocimiento de las mismas. En el monitor, los códigos se sucedían unos a otros a toda velocidad, mientras Fareed revisaba los sistemas de videovigilancia de Laboratorios Col­lingsworth, y asimilaba todos sus sistemas y sus límites.

Identificó la transmisión en vivo desde el laboratorio de la doctora Karen Rhinehart y encontró que la habitación estaba vacía. No era extraño. También era temprano en Ginebra, desde luego; la ciudad estaba a solo tres horas de tren de París. Abrió la carpeta con las grabaciones previas y pronto encontró vídeos con la imagen nítida que mostraban a la mujer, la doctora Rhinehart, sentada en un taburete ante una mesa de laboratorio, apuntando algo en una libreta blanca con una estilográfica pasada de moda. Junto a ella había una taza de café o té caliente. Escribía en breves ráfagas, se detenía a pensar y continuaba escribiendo. De cuando en cuando se pasaba la mano izquierda por el pelo largo y suelto.

La mujer mostraba una quietud sobrenatural. Los pocos gestos que hacía eran tan asombrosamente deliberados como extraños sus largos períodos de inmovilidad. Cuando movía la mano para escribir no se movía nada más en ella, ni el ángulo de su cabeza, ni los dedos de la mano ociosa. Fareed sentía una poderosa fascinación. Clon, droide, ciborg, replicante, las palabras corrientes de la jerga para designar a los duplicados humanos pasaban por su mente, separadas de las diversas ficciones que las habían engendrado.

Pasó media hora de esa grabación y entonces reconoció la repetición idéntica de un gesto previo, el levantamiento de la taza de té, peinarse los cabellos con la mano. La mujer había anulado la cámara mediante un bucle digital. Avanzó la grabación para confirmarlo: el bucle se repetía el resto de esa tarde y durante la noche.

Bien, los empleados mortales podían ser unos genios en el registro y el almacenamiento de ese material, pero seguramente el valor de todo el sistema dependía exclusivamente de que alguien intentara recuperar un momento en particular para un uso concreto. Y probablemente nadie lo había hecho.

Algo molesto, Fareed avanzó rápidamente varias horas de grabación, la mayoría de las cuales mostraba sesiones grupales y el trabajo de médicos jóvenes que no eran la doctora Rhinehart, quien solo aparecía fugazmente de cuando en cuando ante la cámara o cruzaba su campo visual.

—Así que evita las cámaras —musitó Fareed—, y lo hace con bastante habilidad. Y cuando trabaja sola en el laboratorio utiliza la grabación en bucle, en lo cual también es buena, y nadie se lo imagina.

Fareed continuó revisando el material y estaba a punto de rendirse cuando se topó con una grabación de la misteriosa mujer en la misma mesa de laboratorio, otra vez con la pluma en la mano. Esta vez ella hablaba por el iPhone y desde luego no había registro de sonido, ¿o sí lo había? Ralentizó la imagen, realizó una búsqueda, abrió el registro de sonido y lo amplificó. Ahora podía oír su voz con claridad, hablando un francés de Suiza suave y lento.

La conversación no era nada importante, planes para reunirse más tarde con alguien a comer, comentarios sobre el tiempo. Tenía una voz sensual, bonita, especialmente femenina y, de cuando en cuando, una risa tranquila y sutil.

Fareed se puso furioso por tener que dejar todo eso para irse a las criptas que había debajo de la casa. Pero ahora sentía cada vez más frío, como le pasaba siempre antes del alba, como les pasaba a todos los bebedores de sangre, y le enfadaba mucho dejarlo...

Porque esa no era, estaba seguro de ello, una voz humana.

¿Qué podía significar? No importaba lo que había dicho Gregory, debía viajar a Ginebra la noche siguiente y ver de cerca esa cosa, esa criatura, ese humano artificial.

Se levantó de la silla y cuando se volvía para marcharse lo alertó un mensaje. Provenía de la doctora Flannery Gilman, bebedora de sangre que era a la vez su asistente y confidente, madre de Viktor, el hijo de Lestat. El mensaje tenía que ver con el ADN de la mujer.

«He encontrado una coincidencia —escribía Flannery—. Se trata de una mujer de setenta y cuatro años que vive en Bolinas, California, y regentea un parador que es famoso en la costa californiana. Todo el material proviene de los archivos médicos de esta mujer que están en los bancos de datos de Kaiser Permanente. La sangre es, sin duda, de esta mujer de Bolinas. Termino aquí, por esta noche obviamente, y buscaré tu respuesta de inmediato en cuanto me despierte. Pero ¿quieres que alertemos a Laboratorios Collingsworth? Se trata de una impostura grave.»

«Consigue todo lo que puedas sobre la mujer de Bolinas —escribió Fareed—. Y olvídate de la compañía. El fallo de seguridad es la menor de nuestras preocupaciones. Al atardecer viajaré a Ginebra para echarle yo mismo un vistazo a esa mujer.»

Las sencillas criptas de hormigón y acero que había debajo de la casa parisina de Armand eran como todas las criptas en las que dormían Fareed y sus hermanos y hermanas. Para él carecían de importancia, pues había nacido a la Oscuridad a finales del siglo veinte, cuando los bebedores de sangre del mundo ya no apreciaban los ataúdes y los sarcófagos tallados, y las leyendas ya no tenían sentido. Lo único que le importaba era que en ese lugar íntimo, bajo tierra, él estaba a salvo.

Se había tumbado en la cama estrecha y acolchada que había en su celda limpia, seca y sin ventanas, y estaba a punto de cerrar los ojos cuando fue sacudido por un mensaje telepático, débil pero cifrado. El mensaje se le clavaba como si alguien le golpeara la sien con un picahielos sin poder penetrar su cráneo. «Peligro. Nueva York.»

Bueno, concluyó, de eso tendrían que encargarse los del otro lado del mar, y su mente se fue nublando lentamente, perdiendo toda sensación de urgencia con respecto a todo lo que pasaba en el mundo. Alguna noche Fareed idearía alguna manera de liberar a toda la tribu de los vampiros de esa incons­ciencia diurna, esa muerte viviente que les sobrevenía con la salida del sol.

Pero de momento Lestat tendría que ocuparse de la alarma. O Armand. Lestat estaba en Estados Unidos. Había viajado esa misma noche para reunirse con su amado Louis en Nueva Orleans, o eso es lo que se decía. Todos coincidían en que Lestat necesitaba a su antiguo compañero Louis. «Es nuestro rey Jacobo que necesita a su George, duque de Buck­ingham», había dicho Marius. Y Armand estaba en Nueva York, donde llevaba ya un mes, comprobando que todo fuera bien en Trinity Gate. Bueno, ellos se encargarían de todo eso. Lestat o Armand. O Gregory, quizá con unos momentos más de conciencia. O tal vez Seth. Debían ocuparse de eso. La mente de Fareed se cerró con la misma fuerza que sus ojos. Y él ya no estaba. Era presa de un sueño, vívido, bello, lleno de un sol escandaloso, como el que recordaba de su hogar en la India, y bajo ese sol deslumbrante Fareed vio una ciudad, una ciudad grande y centelleante con torres de cristal —ah, otra vez este sueño— que estallaban en llamas y se hundían en el mar...