7
Garekyn
Había estado escuchándolos durante cerca de una hora. Lo habían amarrado a una mesa con una especie de cable de acero. Estaban ansiosos por saber cómo retenerlo durante el día cuando ellos, obviamente, tendrían que dormir.
Ya no le asombraba seguir con vida. Todo había sido demasiado parecido a su surgimiento del hielo, en Siberia, tanto tiempo atrás. Esa sensación de despertar de un largo sueño. Los Progenitores le habían prometido que no habría casi nada en el mundo que pudiera matarlo y de alguna manera ahora Garekyn se sentía desleal con ellos, por haber temido su propio fin. Los Progenitores... ah, ojalá pudiera recordar.
El bebedor de sangre más fuerte, el que lo había alcanzado en su huida y le había extraído la sangre, hablaba. Se llamaba Armand.
—Y si lo ponemos en mi cripta y consigue escapar, me encontrará en otra de las criptas.
—Vale, entonces ¿qué hacemos?
Cables de acero. Eran fuertes, qué duda cabe, pero ¿acaso tenía razón ese vampiro al decir que Garekyn tenía la fuerza de diez hombres? Eso es lo que él había oído decir por teléfono a ese que llamaban el Príncipe. La fuerza de ocho o diez hombres.
Si Garekyn tenía tanta fuerza, se libraría de esos cables en cuanto ellos se hubieran ido a descansar. Y no perdería ni un segundo abriendo sus criptas. Había descubierto precisamente lo que había venido a descubrir. Lo había visto todo mientras Armand le extraía la sangre. Amel el Germen, Amel el espíritu que, en efecto, animaba a todos los vampiros. Amel estaba en ese ser, Armand, en el momento del ataque. Además, en medio de la pelea, mientras Garekyn luchaba con el bebedor de sangre que intentaba matarlo, había visto la ciudad, la inconfundible ciudad de Atalantaya, y no del modo en que él mismo podría haberla visto en el pasado, sino desde otra perspectiva, una perspectiva distante, como la de un dios, mientras la ciudad estallaba en llamas y se hundía lentamente en el océano.
Sepultó esos pensamientos en lo profundo de su mente por miedo a las dotes telepáticas de sus captores, de las que se jactaban en la radio noche y día.
¡Qué panda de tíos más descarados! Ventilar sus secretos más íntimos a los cuatro vientos y aprovecharse de la credulidad de los seres humanos para que los consideraran los creadores de un mundo de fantasía, integrantes de un elaborado juego de rol, dedicados y fragmentados aficionados al folclore de los vampiros. Pero tenía sentido. ¿Quién creería a Garekyn si dijera «al mundo» que estos diablos pálidos eran vampiros? ¿Quién creía en los viejos cuentos de Platón sobre la Atlántida que Garekyn había leído por primera vez en la biblioteca de Alexi, en San Petersburgo, un siglo atrás?
Ni siquiera el Príncipe había creído al que llamaban Armand cuando este le explicaba que Garekyn no era humano.
—De acuerdo, escuchadme —dijo Armand—. La cosa está volviendo en sí. Hay una sola cripta en esta casa que puede contenerla con seguridad, la que se hizo para Marius. Ahora iré a ver si puedo abrirla y cerrarla sin ayuda, y asegurar la puerta de algún modo desde fuera. Eleni, quédate aquí de guardia. Benji, tú ven conmigo.
Sonidos que indicaban que esos dos se alejaban por un pasillo y subían una escalera; los rápidos pasos de Benji, el más joven, intentando alcanzar los casi imperceptibles pasos de Armand. Salieron del sótano y entraron en la casa. El suelo era de madera.
Silencio. El único ruido era el de la respiración de la mujer bebedora de sangre y el del tráfico, el de los camiones que transitaban por la avenida Lexington, esos camiones grandes y ruidosos que hacían el reparto a los restaurantes y los bares de la metrópoli antes del amanecer.
Garekyn abrió los ojos con cautela. Ella estaba de espaldas a él, concentrada en alguna tarea. Entonces la oyó, una vocecita electrónica que salía del móvil.
—Tú sabes quién es. —Una voz masculina. La voz de un bebedor de sangre, demasiado débil para ser oída por un humano. Pero Garekyn podía oírla, ciertamente—. Deja un mensaje de cualquier longitud.
Garekyn levantó la cabeza e intentó ver con precisión cómo y a qué estaba amarrado. Cables de acero, sí, pesados y fuertes. La mesa era de piedra, probablemente de mármol. Obviamente, el punto débil era la mesa misma, la calidad quebradiza de la piedra. Si diese una sacudida brusca y pateara contra la mesa con todas sus fuerzas, puede que el mármol se partiese. Pero ¿y si era de granito? Bueno, si lo era o si era de cualquier otra roca demasiado densa para que él pudiera quebrarla, aún podría separarla de su base y deslizar los cables hasta liberarse. Pero ¿cuál sería el momento adecuado?
—Rhosh, escúchame —decía la bebedora de sangre al teléfono—. Aquí hay una criatura que no es humana. Armand intentará retenerla en Trinity Gate durante el día. Al anochecer se la llevará a París. Esta puede ser la oportunidad para que todos nos unamos, para que tú vayas a la Corte y preguntes sobre este descubrimiento, para que busques un modo de que vuelvan a recibirte. ¡Esta cosa se alimenta de cerebros de vampiros! Si el Príncipe nos convoca a todos a una reunión, tú debes ir, Rhosh. Debemos tener paz.
Silencio.
Bueno, eso había sido interesante, ¿no? Cuando la mujer bebedora de sangre se volvió, Garekyn bajó el ritmo de su respiración y cerró los ojos otra vez.
La mujer se acercó a la mesa. Estaba ansiosa, inquieta. Garekyn podía oír su respiración agitada, sus talones golpeteando en el hormigón con cada paso. Se acercó más. Oía su corazón. Era fuerte, pero no tanto como el corazón de Armand. Prestó atención para ver si captaba alguna señal de Armand. Lo único que podía oír, apenas, eran las voces de esos dos, no en este sótano, sino en otro, probablemente debajo de otra de las tres casas que componían la mansión de Trinity Gate y que habían sido construidas de forma separada un siglo antes.
Abrió los ojos con lentitud y descubrió que la mujer lo miraba fijamente, y cuando ella se percató de que él la observaba dio un respingo. La mujer retrocedió y se rehízo, avergonzada por haberse asustado, los ojos fijos en los de Garekyn. Del techo pendían largos grupos de luces fluorescentes que iluminaban la complexión esbelta, la piel pálida y marfilina, y los ojos de la mujer, oscuros como los suyos. Llevaba el lustroso cabello negro partido al medio, largo hasta los hombros, y alrededor del cuello elegante tenía un collar de perlas color crema. Garekyn podía oír los susurros que producía el largo vestido de seda negra con el movimiento del aire. Alguna máquina situada en algún lugar bombeaba aire hasta la cámara del sótano. La mujer estudiaba a Garekyn con la misma atención con que este la estudiaba a ella.
—¿Quién eres? —preguntó él con su voz más amable. Le habló en inglés porque ella había estado usando ese idioma. Los ojos de Garekyn inspeccionaron la habitación, pero con tanta rapidez que probablemente ella ni siquiera se percató de lo que él estaba haciendo. Una gran habitación de hormigón con una puerta de hierro muy gruesa que se abría a un pasillo débilmente iluminado. La puerta era como esas que se ven en las grandes cámaras frigoríficas y congeladores, provista de un gran tirador de palanca y un cierre a un lado.
—¿Quién eres tú?, esa es la cuestión —respondió la mujer, pero su tono era tan amable como había sido el de él—. ¿De dónde vienes? ¿Qué quieres? —Parecía profundamente intrigada por Garekyn—. Escucha, no debes temernos.
Garekyn se relajó y la miró con calma. Advirtió que sus muñecas no estaban amarradas y que ahora podía flexionar los dedos, que todo el aletargamiento del sueño se había desvanecido. Puso a prueba, de forma imperceptible, la fortaleza de los cables de acero. Había cuatro, quizá, de esos cables atándolo a la mesa.
—¿Qué es esto a lo que me habéis atado?, ¿mármol? —le preguntó—. ¿Por qué me tenéis prisionero?
—Porque destruiste a uno de los nuestros —respondió ella. Parecía franca, sincera.
—Ah, pero es que creí que era él quien intentaba destruirme a mí —dijo Garekyn—. He venido a hablar con vosotros, a haceros unas preguntas. No hice ningún gesto amenazador hacia vuestro amigo Benji. —Hablaba con lentitud, casi en un susurro—. Entonces vuestro enviado intentó matarme. ¿Qué otra cosa podía hacer yo?
Ella estaba visiblemente fascinada. Se acercó más y más, hasta que la seda de su vestido rozó el brazo de Garekyn.
—¿Esto es mármol? ¿Es un altar?
—No, no es un altar. Por favor, quédate quieto hasta que regrese Armand. Es una mesa, nada más.
—Mármol —repitió él—. Creo que es un altar. Sois seres primitivos y salvajes. Cazáis en la ciudad como lobos. Esto es una especie de lugar de culto. Vuestra intención es sacrificarme en este altar.
—Tonterías —dijo ella. Su rostro se había animado bellamente, las mejillas se le redondearon al sonreír—. No te emociones por algo que no es.
Parecía sincera.
—Nadie va a hacerte daño —continuó ella—. Queremos saber sobre ti, queremos saber qué clase de criatura eres.
Garekyn sonrió.
—Me gustaría confiar en vosotros —confesó—. Pero ¿cómo podría? Me tenéis amarrado e indefenso.
De repente los ojos de ella parecieron nublarse. Esos ojos grandes y oscuros, con pestañas gruesas, tan brillantes como su pelo.
Ahora su rostro era inexpresivo. ¿Estaba ella tan fascinada por él como lo estaba él por ella?
—¿Puedes liberarme? ¿Podemos conversar sin ambages y sin todo esto? —Garekyn dirigió la vista al cable que le ataba el pecho y la parte superior de los brazos a la mesa—. Este altar de mármol está frío.
Ella se inclinó, acercándose aún más, como si no pudiera evitarlo. Ahora sus ojos se veían claramente vidriosos, vacíos, con la apariencia que tenían los ojos del otro, de ese Killer, justo antes de hundir sus dientes en el cuello de Garekyn.
—Es mármol, dime la verdad —insistió él.
—Está bien, sí, es mármol —musitó ella, pero su voz era soñolienta, monótona—. Pero no es un altar, ya te lo he dicho... —La mujer se inclinó sobre él como para besarlo y se tocó los labios con los dedos de la mano derecha—. Te llevaremos con nuestros científicos. No somos animales salvajes.
Garekyn podía oír el rápido latido del corazón de la bebedora de sangre. En algún lugar alejado Armand discutía con Benji. Pero estaban demasiado lejos como para que él pudiera oír lo que decían. ¿A qué distancia? ¿Cuánto les llevaría volver si ella daba la alarma?
Era tan bonita, tan tan bonita... El pelo de la mujer envolvió a Garekyn. Podía sentirlo contra la frente y la mejilla, lo sentía caer sobre su cuello. Era ahora o nunca.
Garekyn se impulsó con todas sus fuerzas, levantándose sobre los brazos, sacudiendo todo el cuerpo y golpeando la mesa con los talones. El mármol se partió y Garekyn permaneció sentado al tiempo que, con los cables colgando laxos de su torso, toda la plataforma de piedra se estrellaba contra el suelo, partida en tres gigantescos fragmentos; la mujer gritaba.
Liberó sus brazos al instante, cogió a la mujer y le puso una mano sobre la boca. Arrastrándola consigo mientras se deshacía de los cables y los escombros del mármol roto, Garekyn se dirigió hacia la puerta. La mujer se debatía con tanta fuerza que parecía a punto de liberarse. Garekyn cerró la puerta de un golpe.
Ella luchaba con todo lo que tenía, rasguñándolo, mordiéndolo y hasta clavándole el afilado tacón del zapato en la pierna izquierda. Él intentó alejarla con un empellón, pero sin conseguirlo, por lo que finalmente la cogió por los cabellos, se desplazó torpemente hacia un lado, desequilibrándola, y le estrelló la cabeza contra la pared de hormigón, al igual que había hecho con Killer.
La mujer gritó con tanta fuerza que el ruido parecía un puñal que se le clavaba a Garekyn en los oídos. Pero el impacto la había aturdido y ese grito era lo único que la mujer podía controlar.
Garekyn volvió a golpear la cabeza de la vampira contra el muro una y otra vez. Los huesos se fracturaron, pero los gritos continuaban. El cuerpo de la mujer resbaló por la pared hasta el suelo; le manaba sangre de la boca y de los oídos, manchándole el vestido de seda negra. Las perlas estaban cubiertas de sangre, sangre espesa y centelleante, sangre viva que tenía algo que él podía ver en la luz.
Sabía que tenía que huir, recorrer el pasadizo y subir las escaleras antes de que Armand y Benji lograran interceptarlo. Pero se quedó paralizado mirando la sangre y ese brillo que no era natural. Los ojos de la mujer, que no paraba de gritar, miraban a Garekyn desgarrando sus ideas, su voluntad. Esos ojos le suplicaban aunque ella no podía mover los brazos ni las piernas.
Garekyn la alzó con un brazo. La sostuvo como si fuese a besarla, sus pechos contra su pecho, la cabeza de ella inclinada hacia atrás, como si tuviera el cuello roto. Garekyn le introdujo los dedos en la boca abierta y se llevó la sangre a los labios. Sensaciones dulces y chispeantes, como las que había sentido con Killer. Se llevó más sangre a los labios. Los escalofríos le recorrían el cuerpo. Garekyn se inclinó para chupar la sangre de la boca de Eleni.
«Déjala. ¡No le hagas daño!»
¿Quién le hablaba?
«Déjala. No le hagas daño. Quien te habla es Amel. Deja marchar a mi hija.»
—¿Amel? —susurró Garekyn.
Le pareció que habían pasado años desde que los gritos de la mujer se apagaran y hubieran comenzado los golpes sobre la puerta de metal.
Bebió más y más sangre.
«Es mi hija, Garekyn.»
—¿Eres tú? —dijo, las palabras perdidas en la sangre que fluía hacia su boca y le bajaba por la garganta. Pero no captó ninguna imagen para confirmarlo, ninguna visión fugaz de El Magnífico de hacía tanto tiempo. Solo una gran red que surgía con intrincado detalle desde un mar de negrura insondable, y por toda la gran red miles de diminutos puntos que relucían y brillaban.
La puerta se descolgó de sus pesadas bisagras y salió volando para caer con estrépito sobre el suelo de hormigón.
Armand apareció frente a él, con Benji detrás.
Garekyn sostenía a Eleni contra su cuerpo y bebía de su boca abierta como si esta fuera una fuente, con los ojos fijos en Armand.
—Entrégamela —dijo Armand—. Entrégamela o te quemaré vivo.
«Garekyn, haz lo que te dice. Él puede hacer que se recupere. Yo haré que te deje marchar.»
Garekyn quería hacerlo, quería entregarla, dejarla marchar. Pero no podía apartarse de esa sangre chispeante que era tan rica y tan bella, ni de la voz telepática que le hablaba casi con ternura, una voz que él estaba seguro de conocer y que le llegaba a través de la sangre. Vio la red que crecía en todas direcciones, cada vez más compleja y, para él, extrañamente hermosa, con sus miles de puntitos de luz parpadeantes, pero aún más hermosa era la sensación de sentido, la sensación de comprenderlo todo cabal y absolutamente, y, sin embargo, la perdía tan pronto como la captaba. Y después la sensación volvía.
Vio las torres de Atalantaya fundiéndose. Millones de voces que gritaban, presas del pánico y la agonía. Un humo negro y nauseabundo se alzaba hacia las nubes. El fuego estallaba en todas partes entre las torres nacaradas que se derretían como velas. Él se elevaba cada vez más, mirando cómo resplandecían las llamaradas. Y desde las alturas vio la ciudad, allá lejos, hundirse por completo en el mar centelleante.
Los gritos le llenaban los oídos, gritos intolerables, los gritos de miles de seres, pero más terrible que los gritos, un lamento, un devastado lamento que le llenó el alma.
«Garekyn, déjala.»
Armand estaba ante él. Garekyn sostenía por la cintura el cuerpo indefenso de Eleni y, lentamente, lamiendo la sangre de su mano derecha, permitió que Armand se la llevara. Armand colocó el cuerpo en el suelo con delicadeza.
—Vete de aquí —dijo Armand entre dientes. Parecía incapaz de moverse y miraba a Garekyn mientras se le cerraban los párpados. De pronto la criatura sacudió todo su cuerpo y volvió a fijar los ojos en Garekyn.
Garekyn no podía pensar. Carecía de voluntad. Retrocedió con torpeza y miró el caos de la habitación, el mármol hecho añicos, los estúpidos rizos de cable de acero enredados en el débil marco de hierro de la mesa que había sostenido el mármol. Después vio algo que le aceleró el pulso. Su cartera de piel, sobre una mesa de madera situada contra la pared opuesta a la entrada. Sus llaves. Su pasaporte, su teléfono, sus cosas.
Se limpió la sangre de la mano con la lengua y, en un instante, recogió esos objetos personales, esos indispensables objetos personales, tras lo cual se dirigió a la puerta.
Benji Mahmoud estaba encogido contra la pared, diciendo con frenesí una sucesión de palabras a su pequeño teléfono. Lo que decía era el nombre completo de Garekyn, una y otra vez, repetía su descripción, ¡su dirección de Londres!
Todos los instintos le decían que se alejara lo más rápido posible. Pero se volvió.
Armand aún sostenía a Eleni, herida e inerte, contra su pecho, la muñeca izquierda apoyada en la boca de la mujer. Ella movía los labios. Succionaba su sangre. La criatura estaba haciendo todo lo posible para restablecer a la dañada Eleni, la pobre, herida Eleni, y no hizo ningún movimiento para detener a Garekyn.
Tampoco se movió Benji, que ahora estaba dormido, sentado contra el muro, la cabeza inclinada y el móvil junto a su mano derecha, sobre el suelo de hormigón.
Garekyn se apresuró hacia la escalera. En la entrada de la casa vacía, comprendió por qué los monstruos no habían intentado detenerlo. La blanca luz de la mañana llenaba la primera planta de la mansión. Hacía que el cristal de la puerta principal pareciera hielo. El sol se estaba elevando sobre la ciudad de Manhattan.
Las criaturas no podían ir tras él. La leyenda vampírica era cierta. Cuando el sol salía perdían toda capacidad y esa era la causa de que Benji hubiera caído inconsciente contra la pared, y de que Armand utilizara sus últimos escasos momentos para curar a Eleni.
Ahora podía regresar. ¡Los tendría a su merced! ¡Podría examinarlos aun con mayor detalle! Podría hacerlos puré con los fragmentos de la destrozada mesa de mármol.
Pero el repentino ruido de un golpe hizo que todo el edificio se estremeciera. La pesada puerta de abajo había sido recolocada en su marco de metal, aislando la cámara del sótano del mundo exterior.
Garekyn huyó. En el taxi, camino de su hotel, casi perdió la conciencia. Se sentía físicamente enfermo. Por más eficientes que fueran las propiedades de curación de su cuerpo, no podían restablecer el equilibrio de su alma. ¡Casi había matado a esa cosa y Amel le había hablado! ¡Su Amel!
Entró en la habitación tambaleándose como una criatura aturdida y ebria, se quitó la ropa manchada de sangre y se colocó debajo del firme chorro de la ducha.
Rogaba porque los monstruos no tuvieran cómplices humanos, porque no hubiera un equipo táctico humano que pudiera darle caza en el hotel o impedir que huyera de Nueva York. ¡Ah, pero eran unos seres tan listos! Lo bastante listos como para rastrear sus tarjetas de crédito y encontrarlo aquí o en cualquier otro lugar.
Ya en el aeropuerto, comprobó que el primer vuelo disponible lo dejaría en Heathrow, Londres, tras la caída del sol. Imposible. No podía arriesgarse. Sabían dónde vivía. Tenía que despistarlos. Desesperado, ideó algo parecido a un plan. Seguramente, si la herida Eleni no se había recobrado al anochecer, los bebedores de sangre irían tras él con dos cargos de asesinato en su haber.
¿Adónde podía ir? ¿Qué podía hacer?
—Amel —musitó, como si rezara a un dios en procura de ayuda, un dios que no tenía ningún motivo en absoluto para ayudarlo, salvo que lo amara como únicamente él, en todo el mundo, amaba a ese dios—. Jamás te haría daño. Lo sabes. ¿Recuerdas la promesa que hicimos, todos nosotros, la Gente del Propósito?
Lentamente, Garekyn conseguía recuperar sus ideas.
—Los Ángeles —dijo—. El primer vuelo disponible.
Durante cinco largas horas, mientras el avión volaba hacia el oeste, Garekyn escuchó los archivos de los programas de Benji Mahmoud en su iPhone, estudiando bajo una nueva luz todo lo que las criaturas revelaban sobre sí mismas. Pero al mismo tiempo pensaba, dormitaba y recordaba, recordaba más que nunca. Por momentos le parecía que todo regresaba a su mente, aquellos meses espléndidos; pero entonces perdía el hilo y cada vez que intentaba dormir volvía a ver la ciudad hundiéndose bajo las olas. Despertaba jadeando, rodeado de pasajeros y la azafata que le preguntaba si necesitaba algo, si había algo que pudieran hacer por él.
A primera hora de la tarde se registró en el Four Seasons, en Beverly Hills. Pagó en efectivo y solicitó que los empleados utilizaran un alias para referirse a él. Creyeron que se trataba de algún actor o cantante. Una vez que hubieron verificado su pasaporte, eso no supuso ningún problema.
Tras dejar un largo mensaje a su abogado de Londres, finalmente pudo dormir en una cama limpia. Disponía de algunas horas antes del ocaso y era posible que entonces tuviera que huir nuevamente.