8

Lestat

CHÂTEAU DE LIONCOURT

—Muy bien —dije—. Estamos todos, o por lo menos casi todos. Repasemos el asunto. ¿Qué sabemos?

Estábamos reunidos en la Sala del Consejo de la torre norte, un sector reconstruido del Château que no existía en mi época. Era una habitación amplia, situada en lo alto de la torre, con una solitaria espiral de peldaños de hierro que llevaba a las almenas, profusamente ornamentadas, enlucidas y pintadas, como cada habitación de mi casa solariega. Poco antes Marius había pintado en las paredes y el techo unos murales que ilustraban la batalla de Troya y una vívida representación del trágico viaje de Faetón esforzándose en vano por controlar los corceles de su padre mientras cruzaba el cielo. Los murales tenían la sobrenatural perfección de un pintor vampiro, lo que los hacía aparecer a un tiempo magníficos y artificiosos, como si alguien hubiera proyectado sobre los muros unas fotografías y después un equipo hubiera pintado las escenas encima.

Me gustaba esa sala, y me gustaba que estuviera alejada de las habitaciones públicas de las plantas inferiores. En el castillo había jóvenes y ancianos que no conocíamos bien.

En ese momento el Consejo no tenía una composición fija. La asistencia variaba. Pero sentados alrededor de la mesa estaban aquellos a quienes yo mejor conocía, en quienes yo más confiaba y a quienes más quería realmente. Gregory, Marius, Sevraine, que acababa de llegar con mi madre, Gabrielle, y Pandora, Armand y Louis, y Gremt con Magnus y otro fantasma encarnado, Raymond Gallant. Este Raymond, un personaje muy impactante, de cabello gris y rostro estrecho, algo anguloso; había sido alguna vez confidente y ayudante de Marius, y yo lo había visto varias veces con él en París, pero no habíamos hablado y no estaba con Gremt y Magnus durante mi visita de la noche anterior. Cyril y Thorne se mantenían de pie, cerca de los muros; habían preferido no sentarse como pares con nosotros. Seth y Fareed estaban en Ginebra, y comparecerían ante la Corte tan pronto como les fuese po­sible.

Benji, que había viajado con Armand, se había ausentado para emitir su programa desde una habitación que había abajo, y advertir a los no-muertos de todo el mundo sobre Garekyn Zweck Brovotkin, quien era capaz de destruir vampiros que habían estado quinientos años en la Sangre.

Armand habló primero. Se veía demacrado y hambriento, y su voz no tenía esa aterciopelada fuerza habitual.

—Bueno, Eleni se recuperará —dijo—. Ahora está en París, en los laboratorios, en manos de los médicos residentes. —Al hablar se dirigía a Sevraine y a Gabrielle, después sus ojos enfocaron a Pandora—. Dicen que pronto estará totalmente recuperada.

Ese complejo de laboratorios era el único hospital del mundo creado exclusivamente para los no-muertos. Estaba protegido y hábilmente oculto en una de las numerosas torres de oficinas de Gregory situadas en el pequeño recinto industrial conocido como Laboratorios Collingsworth, en las afueras de la ciudad.

—Todos nos alegramos de que Eleni esté bien —dije—, pero cuéntame lo que viste mientras bebías de esa criatura. Conocemos los hechos, sabemos cómo sucedió. Pero ¿qué viste realmente?

Armand lanzó un suspiro.

—Algo relacionado con una ciudad antigua que se hundía en el océano —respondió—. Una metrópolis con edificios de apariencia claramente moderna, construcciones futuristas que sugerían alguna utopía hace mucho olvidada. No sé cómo describirla. Este ser había estado en esa ciudad con otros de su especie, habían sido enviados con un propósito determinado. No pude ver con claridad a sus compañeros. Además, de un modo u otro, todo estaba relacionado con Amel.

—¿Está Amel con nosotros? —preguntó Gregory mirándome.

—No —respondí—. Eso no quiere decir que Amel no esté dentro de uno de los que estamos sentados a esta mesa —añadí—. Pero ahora mismo no está en mí. Me dejó anoche, antes de cruzar el Atlántico, y no creo que haya regresado.

—Eso es muy poco habitual, ¿verdad? —preguntó Marius.

—Diría que sí —contesté—. Pero no hay nada que podamos hacer al respecto; por tanto, ¿por qué molestarnos en hablar de ello?

—Armand, explícanos qué quieres decir —dijo Sevraine—. Que todo estaba relacionado con Amel.

De los antiguos, Sevraine estaba, sin duda, entre los más imponentes. Ella, Gregory y Seth eran, a todas luces, los de mayor edad de todos nosotros. Y su piel, suave y dorada, aunque a menudo morena por el sol, tenía un inequívoco resplandor que indicaba su edad y su poder. La verdad es que yo sabía muy poco sobre Sevraine, aunque ella me había abierto su casa y su corazón.

—Esa cosa buscaba a Amel —dijo Armand—. El nombre de Amel significa algo para esa criatura. La cosa no-humana había escuchado los programas de Benji. No creo que su intención sea hacerle daño a nadie. Vino a averiguar si nosotros y nuestro Amel éramos reales.

—¿Y dices que la sangre que le extrajiste se regeneró en cuestión de horas? —preguntó Marius.

—Exactamente —dijo Armand—. Y cuando la sangre se regeneró, la criatura volvió a la vida. Consiguió dominar a Eleni y eso no es poca cosa. Eleni fue creada por Everard de Landen. Tiene en sus venas la sangre de Rhoshamandes. No sé cómo ese ser consiguió fascinarla o subyugarla, pero lo hizo. En realidad no disponíamos de ningún medio que pudiera contener a una criatura tan poderosa en Trinity Gate.

—Bueno, nadie puede culparte por lo que sucedió —dijo Gregory—. Esa antigua ciudad que viste, ¿tenía nombre?

—Lo oí, pero para mí no tenía sentido.

—La ciudad perdida de la Atlántida —dijo Marius. Tomaba notas en un bloc que tenía delante—. ¿El nombre que oíste sonaba parecido a Atlántida?

—Puede ser —respondió Armand—. Creía que era una leyenda.

—Es una leyenda —dijo Gregory—. En mi época nadie creyó jamás en ella. Pero aparecía de vez en cuando.

Aunque era el más antiguo de la mesa, pues había nacido varios miles de años antes de crear a Sevraine, Gregory jamás asumía un aire de autoridad o de mando. Eso lo dejaba para sus vastas empresas del mundo mortal. Aquí deseaba ser uno más entre iguales.

—Un gran imperio —continuó Gregory— que se desarrolló en el océano Atlántico y pereció en el intervalo de un día y una noche.

—¿Y dónde se encuentra esa criatura ahora, ese ser que puede destruir vampiros y partir sus cráneos como si fueran huevos? —preguntó Pandora. Normalmente, Pandora permanecía en silencio durante estas reuniones del Consejo, pero ahora hablaba con evidente preocupación.

—Lo hemos rastreado hasta la costa Oeste de Estados Unidos —dijo Gregory—. Por lo que al resto del mundo respecta, se trata de un varón humano con importantes propiedades privadas y varias residencias, la principal de las cuales se halla en Londres. Y sin duda es un inmortal que ha realizado los arreglos necesarios para heredar su propia fortuna por lo menos dos veces. La historia de un antropólogo aficionado de Rusia, el príncipe Alexi Brovotkin, que lo descubrió en el hielo siberiano, todavía está disponible en varios sitios web oscuros. Brovotkin murió hace cien años. La historia afirma que el equipo de Brovotkin encontró el cuerpo congelado de un individuo en una cueva de Siberia y consiguió resucitarlo simplemente con agua dulce y calor.

—Desde luego, nadie se creyó el absurdo artículo que Brovotkin escribió sobre la cuestión. Pero la historia era muy conocida en San Petersburgo, a finales del siglo diecinueve, y el Príncipe y su protegido fueron extremadamente populares en la sociedad hasta que Brovotkin murió en el mar. Garekyn nunca regresó a Rusia.

Ahora habló Gremt.

—Entonces —preguntó—, ¿debemos suponer que este ser ha permanecido congelado desde la caída de la legendaria Atlántida y que solo emergió de su letargo a causa de las exploraciones de este aventurero ruso?

—Es posible —dijo Marius—. Brovotkin nunca mencionó la leyenda de la Atlántida y no especuló sobre los orígenes de la criatura. El rastro que hemos descubierto, de Garekyn, de su hijo ficticio Garekyn y del falso Garekyn siguiente, es sencillamente el de un hombre adinerado que viaja por el mundo.

—Mientras bebía de él, vi a un grupo de esos seres —dijo Armand—. Tuve la impresión de que esta criatura había estado intentando de forma desesperada encontrar a alguien relacionado con la ciudad perdida, a otros que también habían estado ahí.

—¿Y cómo encajaba Amel en la historia de la ciudad? —preguntó Gremt. Miró a Marius y después volvió a mirar a Armand. Este reflexionó durante un largo intervalo.

—No está claro. Pero lo que llevó a esa criatura a nuestra casa es el hecho de que Benji y otros mencionaran a Amel tan a menudo en los programas de radio.

Teskhamen habló haciendo un ademán sutil con la mano derecha.

—La Talamasca ha acumulado material sobre la leyenda de la Atlántida durante siglos —dijo—. Existen dos líneas de investigación.

Asentí con la cabeza para indicarle que continuara.

—Están las leyendas que, en realidad, comienzan con la descripción de Platón, escrita en el cuatrocientos antes de Cristo. Y están las especulaciones recientes de los eruditos de la Nueva Era. Estos proponen que, hace unos once mil o doce mil años, este planeta sufrió una especie de catástrofe que destruyó una gran civilización y dejó ruinas subacuáticas en todo el mundo.

El guapo fantasma de Raymond Gallant estudiaba a Teskhamen, sin perderse una palabra de lo que decía. Cuando este calló, Raymond empezó a hablar.

—Hay muchas pruebas, al parecer, de que en efecto existió una antigua civilización, y posiblemente más de una, antes de ese cataclismo. Con todo, los científicos se muestran reacios a admitirlo. Los climatólogos discuten constantemente. Los niveles del mar sí que han variado de forma drástica, pero no se sabe con precisión por qué. Los estudiosos de la Biblia afirman que se trató del diluvio de Noé. Otros recorren el mundo examinando ruinas sumergidas e intentando relacionarlas con la catástrofe. El escritor británico Graham Hancock escribe de forma elegante y persuasiva sobre el asunto. Pero, una vez más, no hay consenso al respecto.

—Fareed dice que son todas patrañas —ofrecí—. Aunque patrañas hermosas.

—Yo ahora me inclino por no estar de acuerdo —dijo Marius—. Es cierto que pensaba así hace siglos, sí, que con el cuento sobre la Atlántida Platón había creado una idea espléndida, pero que se trataba de un cuento moral.

—¿Y dónde están Fareed y Seth? —preguntó mi madre.

—Han salido en una misión, a investigar algo que puede acabar siendo otra de esas criaturas —expliqué—. En cuanto se enteró de lo de este Garekyn, Fareed marchó a echarle un vistazo a una misteriosa empleada de Gregory de la cual sospechamos que no es un ser humano.

Advertí que algunos lo sabían y otros no. Siempre era así con los bebedores de sangre. Algunos sabían lo que ocurría en todas partes, como si recibieran cada emisión telepática originada por cualquiera, y otros estaban sorprendidos, como mi madre, que me lanzó una mirada desdeñosa con sus ojos grises entrecerrados.

Mi madre llevaba el cabello rubio ceniza recogido en su habitual y solitaria cola de caballo, pero estaba vestida como Sevraine para la reunión o vestía así porque era la forma en que lo hacía en el recinto subterráneo de Capadocia, con un vestido de lana sencillo y largo, adornado con un grueso encaje plateado, evidentemente tejido por manos vampíricas. Su expresión no era ni más suave ni más femenina que lo habitual y, en realidad, se había mostrado ligeramente desdeñosa, y hasta molesta, durante todo el encuentro.

Gregory nos explicó el caso de la mujer misteriosa que había estado trabajando para él los últimos diez años. Brillante e imaginativa, una científica dedicada a la investigación sobre la longevidad y la mejora de la calidad de vida, así como posiblemente sobre la clonación humana. Había sido Fareed quien había insistido en que no se trataba de un ser humano.

—Sospecho que Fareed volverá con las manos vacías —ofreció ahora Gregory con sus habituales maneras discretas y corteses—, excepto, tal vez, con una buena candidata a entrar en la Sangre. No conseguí ver nada en las fotografías o las grabaciones sobre la mujer que indicara que no era una simple mortal como todos los demás.

Solo nuestros científicos habían tenido la osadía de sumar criaturas a las filas de los no-muertos con el fin de realizar trabajo importante. Bueno, se podía descartar a Notker de Prum, que había traído a varios buenos cantantes o músicos durante el último milenio. Pero en general, la idea de «convertir» a un mortal simplemente porque teníamos una tarea para él aquí o allá no había prendido en el resto de nosotros. Me encontré considerando otra vez todo el tema. El asunto comportaba un sinnúmero de consecuencias que tendríamos que abordar en algún momento. ¿Quién es apto para la Sangre? ¿Cómo la entregaríamos? ¿O, simplemente, seguiríamos sin regulación ni gobierno, como había sido durante tantos siglos en los que cada vampiro decidía por sí mismo cuándo era el momento de escoger un compañero o heredero?

—No sé qué puede ocuparlos durante tanto tiempo —dijo Gregory—. A esta hora deben de estar en Ginebra. En realidad, ya tendrían que haber regresado.

—Ahora bien, pasemos al asunto de dónde están los demás bebedores de sangre ahora mismo —dijo Marius—, y si todos saben algo sobre este Garekyn y cuán importante es que no le hagan daño y que lo traigan aquí con vida para que podamos hablar con él y que nos diga qué es y qué quiere.

—Bien, ahora mismo nadie sabe el paradero de Avicus y Zenobia —dijo Marius—. La última vez que supe de ellos todavía estaban en California. Rose y Viktor están en San Francisco, desde luego. Rose está visitando otra vez los lugares que fueron importantes para ella cuando estaba viva. Y sí, recibieron la alerta general y llamaron anoche.

—Los quiero de regreso ahora mismo —dije—. Se lo he dicho. Y no me gusta que esta criatura, Garekyn, haya ido a Los Ángeles. Está demasiado cerca de ellos.

—Es posible que nos estemos preocupando por nada —dijo Gregory. Y después repitió lo que había dicho ya varias veces esa noche, que en toda su vida en este mundo nunca había visto una criatura con apariencia humana que no fuera humana. Había visto algunos seres extraños y, ciertamente, fantasmas y espíritus, pero jamás nada biológicamente humano que no fuera humano—. Creo que encontraremos una explicación pueril y decepcionante para todo esto —dijo.

—Tú no lo viste —dijo Armand con dureza. Su tono era bajo, pero hostil—. No bebiste su sangre. No viste la ciudad hundiéndose en el océano, las torres fundiéndose.

Me recorrió un escalofrío.

—Yo he visto esa ciudad —dije volviéndome hacia él—. La he visto en mis sueños.

Silencio.

—Yo también la he visto —dijo Sevraine.

Esperé mientras miraba uno por uno a los reunidos alrededor de la mesa.

—Bien, obviamente esto es como las viejas imágenes telepáticas de las gemelas pelirrojas que surgieron por todas partes del mundo cuando despertó la Reina —dijo Marius—. Algunos han visto la ciudad, otros no. Así fue en aquella ocasión.

—Así parece —dijo Teskhamen—. Pero yo también la he visto. No pensé que fuera importante. La he visto, quizá, dos veces. —Al ver que nadie hablaba, Teskhamen prosiguió—: Una gran capital, bella y llena de torres de cristal que centelleaban bajo el sol; era como un gran bosque de cristal, pero las torres eran translúcidas o reflectantes, y entonces, de forma repentina, era de noche y llegaba el fuego; era como si la ciudad estallara desde su interior.

—Yo también la he visto —dijo Louis con una vocecita. Me miró—. Pero solo la he visto una vez, la noche anterior a reunirme contigo en Nueva Orleans. Todavía estaba en Nueva York. Creí que la había recibido de los de Trinity Gate. Llegó acompañada de algo horroroso, los gritos de un sinfín de personas que morían.

—Sí —dije yo—. Se puede oír a la gente clamando ayuda al cielo.

—Y un lamento —dijo Armand—. Como de una pena horrenda.

De repente sentí la reveladora calidez en la nuca. No dije nada. No iba a levantar la mano para decir que Amel había regresado y que sentía su aliento. Me pareció algo demasiado torpe, demasiado mundano. Simplemente lo di a saber telepáticamente y todos los asistentes asimilaron la información en segundos.

Teskhamen le susurró a Gremt que el espíritu había regresado y al dirigir mis ojos a él vi que Gremt me miraba fijamente.

—Él no sabe qué significan las imágenes de esa ciudad —dije, a la defensiva, como si defendiera el honor de Amel—. Se lo he preguntado. No sabe nada al respecto. Ve esas mismas imágenes cuando yo las veo. Las siente. Pero no sabe nada.

Entonces, sin mover los labios, le hablé a Amel. Al hacerlo sabía que los demás podían oírme, excepto Louis, a quien yo había creado.

«Tienes que decirme si comprendes lo que sucede», dije.

Amel respondió en un tono masculino fuerte y claro, audible de forma telepática por los demás.

«No sé nada. Fareed y Seth no han encontrado nada en Ginebra. Los laboratorios de la mujer estaban vacíos y había dejado su piso. La mujer no-humana ha huido.»

—Probablemente te esté mintiendo —dijo Teskhamen en un tono amable—. Sabe lo que significa.

Al oírlo Gremt asintió. Y lo mismo hizo Raymond Gal­lant. Pero Marius no dijo nada. Ni Gregory.

—No podemos sacar conclusiones de manera precipitada —contesté. Intenté no enfadarme—. ¿Por qué mentiría Amel?

Sentí un gran abatimiento y una gran melancolía en Amel, una sensación oscura y opresiva que se extendía por mis extremidades.

«Ojalá lo supiera —susurró Amel—. Si tuviera un corazón que no fuera el tuyo ni el de otro bebedor de sangre, si tuviera un corazón que fuera mío, creo que me diría que nunca, nunca lo averiguara.»