10
Lestat
Subí rápidamente la montaña hasta llegar a lo más espeso del viejo bosque que se extendía hasta el confín de las tierras de mi familia. Avanzaba sin esfuerzo por la nieve que tanto me había agotado de niño y de joven. Muchos de los viejos árboles que recordaba habían desaparecido. Me encontré en un denso bosquecillo de píceas y otros abetos que rodeaba un banco de cemento que yo había subido a este lugar, elevado y abandonado, tras emerger por primera vez al siglo veinte.
Era un banco de jardín corriente, que se curvaba alrededor de un árbol inmenso, y era lo bastante grande como para que yo me sentara en él cómodamente, con la espalda contra el tronco, y pudiera mirar el distante Château con sus gloriosas ventanas iluminadas.
Ah, los fríos inviernos que había pasado bajo ese techo, pensé, pero solo de pasada. Ahora casi estaba acostumbrado a él, al espléndido palacio en el que se había transformado el castillo, y a esta sensación de propiedad, de ser el dueño de esas tierras, el señor que podía ir hasta las fronteras mismas de sus posesiones y mirar todo lo que le pertenecía. Me evadí del ruido de la música, las voces y las risas lejanas.
—Ahora estamos solos, tú y yo —dije en voz alta a Amel—. Por lo menos eso es lo que parece.
«Lo estamos», dijo él con su tono habitual, preciso y claro.
—Debes decirme ahora mismo todo lo que sabes sobre este asunto.
«Tengo poco para decirte, ya lo he hecho —respondió—. Sé que ese Garekyn me conoce y me habla como si me conociera. Me habló a través de Eleni cuando yo estaba en su interior. Lo he visto de cerca y puedo decirte que es una copia perfecta de un varón humano.»
—¿Y en la sangre, qué viste?
«Yo no estaba ahí cuando Armand lo desangró. Estuve presente cuando Garekyn luchó con Eleni. A ella le presté toda la ayuda de la que fui capaz, pero al final se redujo a cero. No puedo mover las extremidades de otros, ni impedir que se muevan. No puedo aumentar ni reducir el poder de un bebedor de sangre. A Eleni le di valor, pero no fue suficiente.»
—Pero eso no te impide intentar mover mis extremidades —dije yo.
«Lo admito. ¿Acaso no lo intentarías tú? ¿No tratarías de pilotar la nave? Mira, no sé qué ciudad es esa ni qué significa, pero esto sí lo sé: una vez lo supe todo sobre la ciudad.»
—¿Qué quieres decir?
«Que está relacionada conmigo. Lo supe la primera vez que soñé con ella. Entonces creí que el sueño provenía de alguien en la Sangre, desde luego, pero ahora no estoy tan seguro. Creo que las imágenes proceden de mi interior más profundo, que pertenecen a mi pasado. Y que esas imágenes desean que recuerde mi pasado.»
—Entonces lo que dijo Gremt es verdad. Has vivido antes. No siempre has sido un espíritu.
«Sé que he vivido antes. ¡Siempre lo he sabido! Les dije a esos espíritus pasmados que yo había vivido antes en la Tierra. ¡Ah, no sabes cuán estúpidos, ineptos e inútiles son esos espíritus! ¡Están hechos de nada y no son nada!»
—Eso no es del todo verdad —dije—, pero tienes una forma de examinar tu pasado inmediatamente para apoyar lo que hayas aprendido en el presente. Intenta pensar cuándo soñaste con la ciudad por primera vez.
«Fue cuando tú soñaste con ella. ¿Hace cuánto? ¿Un mes? Creo que puede que sepa por qué empecé a soñar con ella.»
—¿Y bien?
«Fue la primera vez que Fareed se encontró con la cara de esa doctora de la compañía de Gregory, la mujer negra que ha desaparecido.»
En efecto, la doctora Karen Rhinehart había desaparecido.
Gregory y Fareed habían regresado de Ginebra para informar que alrededor de las dos de la tarde, apenas una hora después de que se emitiera una alerta radial desde Nueva York informando sobre la huida de Garekyn, la mujer se había marchado apresuradamente no solo de los laboratorios de la compañía, sino también de su apartamento en el lago Lemán. En efecto, Benji había estado emitiendo de manera frenética, en su voz baja secreta y hasta la salida del sol, que Garekyn había huido. Había subido a la web fotos de la criatura, con todos los detalles que sabía sobre ella, incluido su domicilio de Londres.
Los registros de las compañías de alquiler de coches y una cinta de videovigilancia de Ginebra habían revelado que la doctora Karen Rhinehart tenía un compañero, otro más de la misteriosa tribu de piel oscura y el cabello negro rizado con el distintivo mechón rubio.
El nombre oficial del varón era Felix Welf. De metro ochenta de altura, complexión fuerte y robusta, rostro cuadrado, una boca gruesa y de bella forma africana, la nariz algo delicada y unos ojos grandes y curiosos, con arcos superciliares prominentes y cejas espesas y bien definidas.
«Ese es el único momento que puedo identificar —dijo Amel—. Entro y salgo de Fareed cuando quiero, por supuesto. Nunca he confiado en él más de lo que confío en los demás. Tú eres el único al que amo y en quien confío. En una ocasión Fareed estaba mirando las fotografías de esa mujer. Intentaba decidir si les contaba a Seth y a Gregory sobre ella o si todo era una tontería. Puede que algo en esa mujer desencadenara en mí el sueño de la ciudad que se hunde en el mar. Lo sentí como una patada en el estómago, y lo detesté.»
Viniendo de Amel, era una confesión asombrosamente coherente y sin rodeos, y yo sabía que se estaba sincerando conmigo. No dije nada con la esperanza de que continuara, lo cual hizo.
«He soñado otras veces con la ciudad. Me quedé en Fareed e hice todo lo que pude para que se centrara otra vez en esa mujer, pero Fareed es especialmente hábil cuando se trata de ignorarme o, volviéndose contra mí, para aprovechar mi presencia y saber toda clase de cosas, de forma tal que me marcho porque sus preguntas me resultan tediosas. Creo que fue entonces cuando comenzó. La vi y recordé algo. Creo que recordé su voz, el sonido real de su voz. Y sí, sé muy bien que alguna vez estuve vivo y caminé por esta Tierra como lo haces tú, y todos esos espíritus amigos tuyos no saben nada. Todos los que creen a un espíritu son unos idiotas.»
—¿Y eso también vale para los fantasmas?
De repente mi mano derecha dio un respingo y volvió a caer sobre mi regazo.
«Eso no te ha gustado, ¿o sí?», preguntó.
—Intenta hacerlo otra vez —dije. Pero lo cierto es que me había alarmado. No había sido más que un espasmo, pero no me había gustado. Quien puede causar un espasmo puede causar una caída o quizá... No quería pensar en ello.
«¿Por qué no confías en mí? —preguntó—. Yo te quiero.»
—Lo sé —dije—. Yo también te quiero. Y quiero confiar en ti.
«¡Eres tan emotivo!», dijo.
—¿Y tú no? Vale. Entonces, esa puede haber sido la causa de que vieras la ciudad, que Fareed se haya tropezado con esa mujer y estuviera pensando en traerla a la tribu.
«Fareed cree que puede crear a otros bebedores de sangre sin preguntarle a nadie. Ese médico se cree un dios. Cree que su creador, Seth, lo protege de tu autoridad.»
—Es probable que así sea —dije yo—. Y, en todo caso, ¿a quién se supone que debe pedir permiso para crear a otros? ¿A mí? ¿Al Consejo?
«¡Bueno, qué crees tú, genio! —respondió—. ¿Quién da vida a todo el Corpus Amel, si se me permite preguntar? Tu amigo Frankenstein me habría puesto en un frasco si hubiera podido.»
—Jamás le permitiría que te hiciera algo así —dije—. Y nunca permitiré que nadie te haga daño. ¡Recuérdalo!
«¿Alguien lo está intentando?»
Silencio.
«Estas criaturas, estos no-humanos. Te harían daño, ¿no es así? Esa cosa, Garekyn, devoró el cerebro de Killer y le fracturó el cráneo a Eleni.»
—Tonterías —dije—. ¿Por qué te buscan a ti?
«No lo sé», respondió.
—Entonces, ¿por qué sentiste una patada en el estómago cuando tuviste la visión de esa ciudad?
«Porque la amaba y toda esa gente pereció, y gritaban. Lo que les ocurrió fue algo horrible. Oye, ¿no tienes frío ahí fuera? La nevada se está haciendo más intensa. Estamos cubiertos de nieve como si fuéramos una estatua.»
—No tengo frío —dije—. ¿Lo tienes tú?
«Por supuesto que no, no siento frío ni calor», respondió.
—Sí que los sientes —dije yo.
«¡Que no!»
—Que sí. Sientes frío cuando yo siento frío, y se necesita más que esto para que me hiele.
«Tú no entiendes cómo siento ni lo que siento —dijo desalentado—. No comprendes cómo veo el mundo a través de tus ojos ni cómo lo percibo a través de tus manos. Ni por qué quiero sangre inocente.»
—Así que eres tú el que quiere sangre inocente —contesté—. Y por eso pienso en ello todo el tiempo, noche y día, yo, el jefe que les dice a los Hijos de la Noche de todo el mundo que no pueden beber sangre inocente.
«Te detesto, te odio.»
—¿Cómo era de grande la ciudad?
«¿Cómo puedo saberlo? Tú la viste. Era grande como la ciudad de Manhattan y estaba repleta, cubierta de torres, de color azul claro, rosadas, doradas, unos edificios de lo más complejos y delicados. No pudiste ver todo eso en las visiones. No pudiste ver las flores y los árboles que bordeaban las calles...»
Silencio.
No me atreví a decir una sola palabra. Pero él callaba ahora...
—¿Sí? —pregunté—. ¿Qué clase de flores?
Sentí una pequeña convulsión en la nuca. ¿Significaba eso que Amel estaba sintiendo dolor?
«Sí, eso es lo que significa, imbécil», dijo.
Permanecí en silencio, esperando. Bajo la colina, lejos, llegaban cada vez más miembros de la tribu. No descansaría hasta que Rose y Viktor hubieran regresado. Y era imposible que llegaran al Château antes de la salida del sol. En San Francisco era de noche, pero aquí eran las cinco de la mañana. Rogué que hubieran ido a Nueva York tal como habían prometido. No soportaba la idea de que Rose y Viktor estuvieran por ahí, recién nacidos a la Oscuridad y decididos a recorrer el planeta sin guardianes. Rose había ido a explorar su antiguo hogar y su escuela, y a buscar a aquel solícito guardaespaldas mortal que le había salvado la vida una vez, para traerlo a la Sangre, si ella y Viktor eran capaces de hacerlo.
Esa había sido la única petición de Rose, ofrecerle el Don Oscuro a su amado Murray. Y yo lo había consentido, aunque también le había dado todas las previsibles advertencias de mi generación en la Sangre acerca de que eso podía acarrear graves problemas. Rose se había desvanecido del mundo mortal dejando a Murray perplejo y lastimado, pensando que su preciosa protegida, la chica universitaria que él había cuidado con tanto amor, sencillamente lo había abandonado.
Desde luego, yo había investigado a Murray. Era un hombre complejo, de sentimientos profundos, un amante de las ideas, a las que solo había tenido acceso mediante tebeos, novelas fantásticas y la televisión, pero un amante de lo espiritual en todas sus formas y un ser moral hasta el tuétano. La educación y el refinamiento de Rose, su ambición, lo habían llenado de admiración y respeto. Puede que esa invitación a Murray funcionara. Qué curioso y humano pensar en todo eso a la vez.
—¿Qué es lo que ves ahora, Amel? —pregunté.
«La ciudad —respondió—. ¿Pensarías que soy un tonto presuntuoso si te dijera que yo...?»
Silencio otra vez.
—Si supieras cuánto valoro cada una de las palabras que dices, no lo preguntarías —dije—. Jáctate. Tienes autorización para hacerlo durante toda la eternidad.
«Conozco esa ciudad —dijo con una vocecita lastimada—. Esa ciudad fue...»
—¿Tu hogar?
Silencio. Y después:
«Ya es la hora —dijo Amel—. El idiota egipcio y el matón vikingo están subiendo la montaña.»
—Lo sé —dije yo. En mi mente estaba tomando forma una idea sobre cómo podría sonsacarle más información acerca de la ciudad, pero el sol no espera a ningún vampiro. Me pregunté si Louis habría entrado ya en su cripta, la cripta especial que yo le había preparado, una cámara monacal con las cosas imprescindibles, un clásico ataúd negro que había escogido especialmente para él, con su acolchado revestimiento de gruesa seda blanca. Muy parecido al mío.
«Duerme», dijo Amel.
Sonreí.
—¿Me miraste a través de sus ojos cuando estaba con él?
«No, no puedo entrar en él —dijo—. Te lo he dicho. Pero me encanta mirarlo a través de tus ojos y sé lo que veo. Te quiere mucho más de lo que demuestra. Los demás saben que Louis te ama y dicen que ven su amor, y se alegran de que finalmente esté aquí.»
Eso era para mí más reconfortante de lo que me interesaba admitir. Y es cierto, ya era hora, y ahí estaban mis guardianes, fuera, bajo la nevada, firmes como árboles, esperándome.
Me levanté con lentitud, como si me dolieran los huesos, pero no me dolían, y caminé hacia ellos. Por alguna razón de mi actual estado de ánimo para mí desconocida, extendí los brazos para recibir a Cyril y Thorne, los abracé y bajamos juntos la montaña.
Al entrar en mi cripta tuve una visión fugaz y vi la ciudad que se hundía en el océano. Vi el humo elevarse cada vez más, entre las nubes, formando otras nubes negras que tapaban el sol.
«No es posible —dijo Amel— que una ciudad como esa haya dejado de existir en solo una hora.»
—Y tú perdiste ahí la vida —dije yo.
Pero él no me respondió. Un horrísono lamento me llegó a los oídos, pero era tan débil que para oírlo debía contener el aliento. Un lamento en sueños, que no era de Amel ni mío. Un lamento que hablaba de padecimientos sin necesidad de palabras.