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Fareed
Fareed estaba de regreso en el Château, trabajando en su habitación con el ordenador. Gregory permanecía junto a él. En una esquina de la gran sala alfombrada, aparentemente perdida entre los muebles con detalles dorados, estaba la solitaria figura de Seth, de cabello negro y piel dorada como Fareed, vestido con una sencilla chaqueta de cuello Mao y pantalones deportivos, también como el científico, pero con un sosiego que el más animado e inquieto Fareed jamás había conocido.
Fareed tecleaba rápidamente en el ordenador, revisando pantalla tras pantalla de información, mientras el gran castillo se adentraba en su hora más silenciosa, justo antes de la salida del sol. Se acercaba una gran tormenta de nieve a la pequeña aldea que había debajo del castillo y a los bosques que los rodeaban.
Lestat ya se había retirado a su cripta, situada en las entrañas de la montaña, como casi todos los de la casa. Y Fareed, a pesar de su fascinación por lo que iba descubriendo, también tendría que retirarse pronto. La parálisis diurna lo enfurecía y no le veía nada de romántico, porque no encontraba nada romántico en el hecho de ser un vampiro y punto. Lo que le importaba era su trabajo como científico de los no-muertos, nada más.
Fareed y Seth habían regresado de Ginebra solo una hora antes, para iniciar la investigación en red de la noticia de dos fugitivos de piel oscura, la doctora Karen Rhinehart y su compañero. Aquellos dos no eran humanos, eso ya no lo discutía nadie, y Fareed estaba más fascinado por el misterio que suscitaban que por cualquier amenaza que pudieran significar para los vampiros. Fareed era un poderoso bebedor de sangre. Había sido creado por Seth, uno de los supervivientes más antiguos de la tribu y, a través de una serie de intercambios de sangre y de los años, Fareed había absorbido la sangre de vampiros jóvenes y ancianos en procura de aumentar sus capacidades mentales y físicas. Tenía una multitud de teorías acerca de la naturaleza biológica de los vampiros. Su vida le ofrecía un sinnúmero de descubrimientos magníficos, sin importar hacia dónde mirara. Pero ahora debía concentrarse en la doctora Karen Rhinehart, de eso no cabía duda.
Fareed estaba convencido de que en el apartamento de la doctora Rhinehart de Ginebra había habido algún tipo de complejo laboratorio. Esa era la única explicación que encontraba para los incontables enchufes eléctricos y válvulas de gas que había descubierto en el lugar, para las largas mesas, una de las cuales estaba equipada con correas que podrían haberse utilizado para atar un cuerpo sobre ella.
Los vídeos de las cámaras de vigilancia mostraban a la doctora Rhinehart y a su compañero teniendo especial cuidado con dos de los contenedores que se habían llevado del edificio, los cuales tenían por lo menos dos metros de largo y podrían haber contenido cuerpos.
Fareed estaba furioso consigo mismo por no haber ido a buscar a la mujer antes de que tuviera la oportunidad de escapar. Ahora estaba completamente seguro de que la doctora Rhinehart iba tras la naturaleza de Gregory Duff Collingsworth, fundador de Laboratorios Collingsworth, y que los programas nocturnos de Benji Mahmoud la habían alertado sobre la existencia de otra entidad no-humana como ella, Garekyn Zweck Brovotkin, quien seguía prófugo en la costa Oeste.
¿Por qué otra razón, si no, había empezado a moverse en el mismo instante en que se difundieron las noticias sobre la captura y la huida de Garekyn?
Fareed había regresado de Ginebra ansioso por utilizar los poderosos recursos humanos de la Corte para seguir el rastro a esas dos criaturas.
Pero en el ínterin, la muestra de ADN de la doctora Rhinehart que había en los archivos de Laboratorios Collingsworth, sus archivos falsificados, habían llevado a Fareed a una noticia notable, que ahora compartía con los demás mediante ráfagas de lectura en voz alta sobre especulaciones descabelladas. Nunca olvidaba ni por un segundo que Seth no podía leer sus pensamientos, ni que Gregory parecía irrazonablemente escéptico con respecto a la doctora perdida, que había que convencerlo de lo extraordinario de todo este asunto de los seres no-humanos.
Tal como había descubierto la doctora Flannery Gilman, el ADN de las muestras de sangre había coincidido con el de una mujer de Bolinas, California, propietaria de un famoso parador. Su nombre era Matilde Green. Viejos periódicos, ahora disponibles en red, contaban que Matilde Green había encontrado a dos personas inconscientes en la playa, cerca de su hotel, una noche de 1975. Había sido después de una gran tormenta.
La mujer y el hombre, gravemente desnutridos, desnudos e inconscientes, estaban abrazados como si los hubieran «esculpido juntos de una sola piedra», hasta que Green los resucitó al calor de una fogata que había encendido con madera de la resaca para que se calentaran, mientras ella se apresuraba hasta el hotel en busca de coñac y mantas para salvarlos.
En la oscura época de 1975 la única conexión telefónica del parador había quedado inutilizada durante el vendaval.
La mujer y el hombre, conocidos como Kapetria y Welf respectivamente, habían vivido durante doce años con Matilde Green en su gran hotel destartalado, proporcionándole una ayuda invalorable en la restauración y gestión del viejo edificio. También habían sido dedicados cuidadores de Matilde durante los graves episodios de enfermedad que la llevaban al hospital durante largos períodos. En esa parte de la costa el hotel se convirtió en leyenda, y lo mismo ocurrió con Kapetria, Welf y Matilde Green.
Algunas noticias aparecidas en pequeños periódicos regionales, así como un par publicadas por el San Francisco Examiner, contaban que Welf y Kapetria eran expertos en medicamentos homeopáticos e infusiones medicinales, que daban magníficos masajes terapéuticos, y que habían pintado, techado y reparado el hotel con gratitud y dedicación infinitas. Matilde, que había sufrido diabetes toda su vida, otorgaba a sus dos amigos el mérito de haberla salvado cuando los médicos prácticamente se habían dado por vencidos. En efecto, contra todo pronóstico, Matilde todavía vivía a la edad de ciento tres años y la misteriosa pareja aún la visitaba con regularidad.
Sin embargo, estos se habían marchado en 1987 «para adentrarse en el mundo», según había dicho Matilde con lágrimas en los ojos durante «una gran fiesta» que ella había organizado para despedir a sus «hijos del mar». Después de eso se mencionaba brevemente la prosperidad actual del parador y, finalmente, la cobertura completa por parte de la prensa escrita y en vídeos de YouTube de la última fiesta de cumpleaños de Matilde, en la que Welf y Kapetria ayudaron a alimentar a doscientos invitados en una soleada tarde de la primavera pasada.
Estos vídeos caseros molestaban un poco a Fareed por todo lo que no enseñaban; sin embargo, de ellos obtuvo la imagen más detallada de los rostros de Kapetria y Welf, así como la mejor muestra de sus voces. Ambos hablaban un inglés perfecto y sin acento, y respondían a las preguntas sobre su misteriosa aparición en aquella playa californiana admitiendo respetuosamente que les encantaba ser un misterio, ser parte de las tradiciones locales y de las historias acerca de los asombrosos beneficios de la región para la salud en aquellos que se hospedaban allí durante vigorizantes escapadas.
—Bien, eso es todo, no hay más —dijo Fareed finalmente—. Pero es obvio el parecido con la historia de Garekyn, que fue hallado en una cueva de Siberia.
—Pero ¿cómo esta mujer pasó a formar parte de mi compañía? —dijo Gregory—. Lleva años trabajando para mí. Mi equipo de seguridad debería haber averiguado todo esto. Mi seguridad no es lo que...
—La seguridad de tu compañía no es la cuestión que nos ocupa —dijo Seth en voz baja—. Es imperativo que descubramos qué son estos seres, porque ellos saben lo que somos nosotros.
—Nada de esto me convence —respondió Gregory utilizando su tono de voz más afable—. Os lo he dicho, he recorrido el mundo —insistió con corrección—, he estado en todas partes y jamás he visto nada igual. Sé que habrá una explicación decepcionante para todo esto y que pronto volveremos a tratar los auténticos asuntos importantes que la Corte debe afrontar ahora.
—¿Y cuáles son esos asuntos, si no incluyen nuestra propia seguridad? —preguntó Seth, cansado—. Esa mujer ha estado estudiándote de cerca durante años y ha estado usando tu dinero para sus proyectos secretos.
Parecía haber un profundo abismo entre esos dos que Fareed podía percibir pero no desentrañar. Con todo, era evidente que de algún modo Gregory menospreciaba a Seth como a una reliquia resucitada de una edad primitiva, mientras que se consideraba a sí mismo la expresión plena de lo que podía ser un inmortal. Y Seth consideraba que Gregory se arriesgaba debido a la inmensa energía que invertía en su identidad de resuelto director de un imperio químico en el mundo mortal. En ocasiones Seth dejaba caer que se había cansado de la vanidad de Gregory, así como de su preocupación por el poder mundano. Seth no necesitaba ser conocido ni querido por los mortales. Nada más lejos de ello. Pero Gregory parecía depender en gran medida de la adulación de miles de personas.
—Mis abogados de París están rastreando sus tarjetas de crédito —dijo Fareed—, pero la mujer puede tener múltiples identidades, en cuyo caso probablemente no haya ningún indicio de adónde pueden haber ido. Podemos llamar a esa anciana, Matilde, desde luego, y enviar a alguien para que vigile el hotel, pero Kapetria y Welf serían tontos si fueran allí.
Seth se levantó de su silla. Se veía rígido y frío, como sucedía a menudo antes de la salida del sol, y esta era su silenciosa señal para indicar que era hora de que él y Fareed se retiraran a las criptas. Fareed se levantó del escritorio y los tres avanzaron hacia la puerta.
—Bueno, hemos acabado. De momento —dijo Gregory—. Debería tener el análisis de todos sus proyectos de investigación sobre mi escritorio de la oficina de París cuando nos despertemos. Averiguaremos qué es lo que realmente hacía en la compañía.
—No —dijo Fareed mientras abandonaban juntos el apartamento y avanzaban por el pasillo poco iluminado—. Averiguaremos lo que ella quería que los demás pensaran que hacía en tus laboratorios, ni más ni menos.
Gregory no quería admitirlo. Y Seth se adelantó, impaciente. Momentos después Fareed y Seth estaban solos en la gran cripta que compartían, debajo del Château.
Ninguno de los dos tenía inclinación por los ataúdes ni por los demás paramentos románticos occidentales de las tumbas. La habitación era un dormitorio sencillo aunque elegante. El suelo estaba cubierto por una moqueta oscura. Había una cama ancha como las del antiguo Egipto, sostenida por leones dorados, y una solitaria lámpara de pie que daba una luz cálida a través de su pantalla de pergamino. Los muros estaban pintados con las arenas doradas y las verdes palmeras del antiguo Egipto.
Fareed se quitó las botas y se tumbó entre los cojines forrados de seda. Por primera vez en muchos meses estaba realmente cansado, cansado hasta la médula, y quería dormir un rato.
Pero Seth permaneció de pie con los brazos cruzados y con la mirada perdida, como si no estuviera en esa diminuta habitación, sino mirando la nieve caer a su alrededor, en la ladera de la montaña.
—En aquellas épocas antiguas siempre había historias de hombres sabios y curanderos que venían del mar —dijo—. He hablado de esas leyendas con muchos narradores, en esta o aquella ciudad y en diversos lugares; he oído historias sobre un gran reino que fue tragado por el océano. Esos hombres y mujeres sabios eran supervivientes de ese gran reino, o eso es lo que algunos creían. Yo solía abrigar esperanzas respecto de esas leyendas. Solía creer que un día podría encontrarme a uno de esos sabios y descubrir en ellos una gran verdad salvífica.
Fareed no había oído jamás a nadie pronunciar la palabra «salvífica». No dijo nada. Él nunca había tenido tales creencias idealistas o románticas. Criado por una pareja totalmente moderna, Fareed había estado protegido tanto de la mitología como de la religión. Su mundo había sido el científico, y científicas eran todas las obsesiones de su vida. Para Fareed, el gran don de la inmortalidad significaba que continuaría viviendo y descubriendo una verdad científica tras otra, que sería testigo de cómo el mundo científico hacía descubrimientos que empequeñecerían los del presente en tal magnitud que estos parecerían primitivos y supersticiosos a las generaciones posteriores. Y Fareed compartiría este futuro. Fareed estaría ahí.
Pero percibía una gran tristeza en Seth. Quería decir que era todo fascinante, que no había nada por lo que estar triste, aunque sabía bien que no debía cuestionar ningún estado de ánimo ni emoción de Seth, quien era inalcanzable en su fuero interno cuando se trataba de especulaciones acerca de qué era este mundo o qué era él mismo, y por qué estaba vivo seis mil años después de haber nacido.
—Recuerda la descripción de ambos entrelazados en un abrazo —murmuró Fareed soñoliento—. ¿Por qué no vienes y te tumbas junto a mí, representamos esa imagen y nos dormimos? Cada uno en los brazos del otro, como si hubieran sido tallados en piedra.
Seth obedeció. Se quitó las botas con los pies y se acostó junto a Fareed con la mano derecha sobre el pecho de este.
Fareed respiraba con mayor profundidad, ahuyentando el ligero pánico que siempre sentía al perder la conciencia con la salida del sol. Se acercó más a Seth, cerró los ojos y empezó a soñar casi de inmediato. Fuego, el humo elevándose en una gran columna oscura hacia los cielos...
Apenas oyó el zumbido sordo del móvil en el bolsillo de Seth y la voz de este al responder. Seth era mucho más fuerte que Fareed y todavía disponía de una hora más de vigilia antes que la parálisis lo invadiera. Fareed apenas oyó la voz repentinamente airada de Seth, aunque se esforzó mucho por hacerlo y seguir lo que este decía.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué actuaron y lo apresaron sin consultar con nadie?
Fareed podía oír la voz de Avicus al teléfono. Avicus, quien meses atrás había ido a California a cuidar las viejas instalaciones médicas mientras las evacuaban por completo. Avicus, quien lo había hecho por generosidad. Pero Avicus habría hecho cualquier cosa por Fareed, por Seth o por la tribu.
—Es que no deberían haber ido solos —decía Seth—. ¡Ellos dos solos! Una verdadera tontería. Deberían haber esperado.
Sintió que Seth se sentaba otra vez junto a él y que su brazo lo acercaba más a su cuerpo.
—Otro bebedor de sangre destruido por ese Garekyn —dijo Seth—. Un disidente de California llamado Garrick. Dos de ellos se enteraron de que ese ser había utilizado su pasaporte en un hotel local. Avicus no tenía intención de actuar. Pensaron que podrían capturar fácilmente a la criatura y llevarla a Nueva York. Quisieron ser héroes. La criatura decapitó a Garrick y escapó con su cabeza.
Fareed sintió el dolor, aunque no podía moverse ni hablar. «¡Ay, jóvenes ingenuos! Y este fracaso enardecerá a los vagabundos de la región, provocando que la cosa llamada Garekyn sea destruida por la próxima horda de agresores.» En Los Ángeles no era siquiera medianoche.
Seth hablaba con pena y frustración por los dos. Pero Fareed ya no podía oír lo que decía. En realidad, soñaba. Veía esa ciudad otra vez, la ciudad que se hundía en un mar de llamas y el humo tan negro que convertía el día en noche al extenderse por el cielo en forma de nubes aceitosas, la ciudad que desaparecía, que colapsaba al ser tragada por el océano. Truenos. Rayos, lluvia del cielo. El mundo entero temblando.