12

Derek

¿Y si se había caído? ¿Y si alguien lo había visto? Tal vez el maligno Rhoshamandes había mentido al decir que la isla estaba desierta. ¿Y si había guardias humanos que lo habían tomado prisionero y encerrado en otra celda de esa misma mazmorra, demasiado lejos para que Derek oyera sus gritos pidiendo ayuda?

Era una mañana fría y pálida, y por lo que Derek podía saber, los demonios no habían regresado a dormir a la ciudadela. No había oído sus voces ni las radios de sus pequeños móviles ni ningún otro ruido que indicara que había alguien, además de él, en el castillo. Pero el castillo era enorme. Lo había visto desde el aire. ¿Cómo podía saber qué había en esa fortaleza?

Permaneció durante horas sentado solo, encorvado, temblando con su camisa y sus delgados pantalones, descalzo y desesperado por oír a su hijo del otro lado de la puerta.

Su nuevo brazo izquierdo no parecía diferente del antiguo. Los dedos se flexionaban con la misma facilidad de siempre, la piel tenía el mismo tono oscuro que el resto. La visión del hacha bajando hacia su hombro le parecía un sueño. Lamentaba no haber estado consciente para ver cómo le crecía el brazo nuevo, cómo se formaba y desarrollaba una mano hasta llegar a estar completa. Lamentaba no haber visto cómo el brazo cercenado se transformaba en un hombre. Pero quizá debía estar inconsciente para que esos prodigios pudieran tener lugar.

El fuego ardía aún, pero el gran tronco chamuscado del centro se estaba enfriando y todo lo que quedaba de las ramas y las hojas que habían llenado el hogar en algún momento eran rescoldos. Pronto no habría ningún calor en absoluto en esa espantosa habitación.

Sin embargo, la mejor arma de Derek contra el miedo eran sus nuevos recuerdos, el torrente de nuevos recuerdos que la formación de su hijo había desatado en él.

Estaba bastante seguro de que los Progenitores nunca les habían dicho ni una sola palabra, ni a él ni a sus compañeros, acerca de que podían multiplicarse de esta o aquella manera. ¿Acaso Kapetria lo sabía y lo había mantenido en secreto? A ella le habían otorgado el saber superior que los Progenitores habían señalado como necesario para sobrevivir y llevar a cabo su misión. Con cuánta nitidez veía ahora a los Progenitores explicándoles que debían cumplir con su misión, con qué precisión oía sus voces suaves al explicarles que era para «este propósito y únicamente para este propósito» que los habían creado.

«Habéis nacido para este único propósito... Y recordad, debéis estar todos juntos en la cúpula y debéis reuniros para hacerlo ante él si eso es posible, explicándole que nos ha fallado y el motivo por el que esto debe hacerse.»

Claro que los Progenitores no les habían dicho cómo debían multiplicarse. No era necesario, ¿verdad? Y cuánto habían insistido en que jamás enviarían al planeta a otro tan instruido como Amel. Ese había sido su error garrafal, habían dicho, proporcionar a Amel un conocimiento e inteligencia inmensos para desatar la peste en el planeta y estudiar sus efectos a lo largo de los siglos en todas las múltiples formas que los Progenitores solicitaban.

«Casi nunca son los mamíferos de un planeta los que consiguen sobresalir. De no haber sido por el asteroide que chocó contra la Tierra esto jamás habría ocurrido, y conocemos las consecuencias...»

Habían creado a Amel para que lo recibieran como a un dios en el planeta de los básicos mamíferos primates, para que Amel los gobernara y forzara su cooperación mientras se aprontaba a desatar la peste.

¿Acaso Derek había revisado en su mente todos esos detalles tan precisos con anterioridad? En una visión fugaz vio a los Progenitores, sus enormes ojos redondos y sus magníficos rostros, los vio cuando abrían sus alas.

En la época actual, había una expresión en la Tierra para describir lo que le había sucedido a Amel. Se había «vuelto nativo» del planeta. Había desobedecido a los Progenitores. Había utilizado todo el refinado conocimiento que le habían otorgado para acumular poder entre los primitivos mamíferos que había descubierto. Había adoptado sus costumbres.

Por eso, los cuatro nacidos para castigar a Amel no habían sido creados con el conocimiento inmenso de este. Se los había dotado únicamente con el saber necesario para llevar a cabo la misión que Amel nunca terminó. Y Kapetria, la líder, era su autoridad en todos los aspectos que ellos no comprendían.

En sus recuerdos, los vastos espacios donde habitaban los Progenitores nunca se le habían mostrado con tanta nitidez; las numerosas habitaciones con hileras de muros que bullían con imágenes vivientes de la Tierra, los amplios recintos, los grandes árboles a cuyas ramas más altas los Progenitores se subían. Los muros de las habitaciones eran monitores con la resolución de las pantallas de cine actuales. ¿Recibían imágenes de toda la Tierra o solo de las extensas tierras salvajes que rodeaban Atalantaya?

«Estáis dotados de todo lo que necesitáis para dar término a esta misión —dijeron los Progenitores, con luminosos ojos redondos y gran delicadeza—, y este de naturaleza más dócil, el dulce y dócil Derek, os alertará del peligro, ya que él es el que está más en sintonía con las emociones de los nativos. Por eso, estad atentos cuando lo notéis inquieto, o cuando llore, y prestad atención a aquello que lo atemorice. Observad lo que ocurre a vuestro alrededor y haced lo que podáis para reconfortarlo, porque él sufre de un modo que vosotros desconocéis.»

Ah, qué amargo era que lo hubieran dotado de forma deliberada para sufrir. Y si así era, ¿por qué se habían sorprendido tanto cuando Derek lloró ante la idea de que todos ellos morirían? No podía dejar de pensar en ese momento.

Es que no quiero morir.

Ah, pero estos recuerdos todavía eran fragmentarios. No podía unir todas las piezas. Tenía muchas lagunas, y la sensación de que había pasado con los Progenitores un largo tiempo ahora irrecuperable. Welf y Kapetria no habían hecho más que mirar mientras Derek lloraba. Fue Kapetria quien preguntó por qué los habían hecho tan complejos y poderosos si su misión debía acabar en sus propias muertes.

«Para nosotros es sencillo crear criaturas como vosotros —dijo el principal de los Progenitores—. Y necesitaréis el poder y la resiliencia que se os han otorgado para introduciros en Atalantaya sin despertar las sospechas de Amel. Él siempre os estará vigilando. Vuestros cuerpos contienen los medios para que os podamos rastrear, ver y oír. Es decir, hasta que entréis en Atalantaya, donde la cúpula impedirá que os monitoricemos o que os proporcionemos ayuda.» Había mucho más.

Ay, ¿se enfadaría con él Kapetria cuando descubriera que se las había arreglado para dar a luz un duplicado de sí mismo mediante la sección de su brazo? Kapetria estaba viva, viva y coleando, y él debía dejar de pensar en su enfado. ¿Cuándo no había sido cariñosa con él? Además, seguramente comprendería que él no sabía lo que estaba pasando y no podría haberlo evitado. ¿Y si Kapetria no sabía...?

Lentamente, la luz diurna, pálida y lechosa del mar del Norte llenó la mazmorra. Derek atizó de nuevo las brasas agonizantes, pero fue inútil. Pensó en quitarse la camisa y quemarla, pero eso no habría bastado para volver a encender el leño. Le castañeteaban los dientes.

Un ruido. Había oído un ruido nítido. Se puso de pie y retrocedió, alejándose de la puerta. Había alguien ahí fuera. Alguien movía el pestillo quitándolo de las ranuras donde encajaba.

La puerta se abrió y Derek vio la maravillosa figura de su hijo de pie en la entrada. Estaba vestido con unos vaqueros negros y un jersey blanco, y llevaba calcetines y zapatos. Se había peinado el cabello dorado y negro. Lucía un abrigo de tweed bonito y grueso que le llegaba a las rodillas.

—Vamos, padre, deprisa —dijo el chico—. Sé dónde estamos y cómo salir de aquí. Hay humanos en la isla y no sé cuánto tiempo podremos estar solos.

Derek corrió a los brazos del joven.

—Padre, no es momento para lágrimas —dijo el chico—. Podemos llorar y regocijarnos más tarde. He encontrado ropa en los armarios de los dormitorios que nos irá bien a ti y a mí. La he guardado en unas maletas junto con mucho dinero, pasaportes, tarjetas de crédito y todo lo que podamos necesitar. Ahora tienes que vestirte, estás temblando. Y hay más cosas que debo hacer en el ordenador. Esas criaturas pagarán por haberte tenido prisionero tantos años. Pagarán con todo lo que podamos llevarnos de este lugar.

El chico tomó la mano de Derek y lo guio rápidamente hacia arriba por los peldaños de piedra de la escalera de caracol. Llegaron a un pasillo tan austero y yermo como la cámara de la mazmorra. Pero en cuestión de minutos alcanzaron otra planta, con puertas que se abrían a numerosos dormitorios bien amueblados. Ah, la riqueza de estos demonios, de estos monstruos, pensó Derek. Pero su odio no era lo bastante fuerte como para superar su miedo.

Entraron en una gran habitación adornada con revestimientos de roble, en la que había una cama tapizada, gruesas alfombras azules y cortinajes de color salmón claro sobre unas ventanas en arco. Más allá, el tenue sol nórdico iluminaba un cielo gris. En las paredes había grandes pinturas modernas con pesados marcos dorados; además, sillas reclinables revestidas de terciopelo y un televisor de pantalla plana, mucho más grande que los que Derek había visto antes.

Escritorio, ordenadores, cajoneras, armarios a rebosar. Y el ordenador que había sobre la mesa mostraba la pantalla repleta de imágenes del mar. Habían pasado años desde la última vez que Derek había visto un ordenador y nunca uno con el monitor tan grande.

—Sospecho que el discípulo de ese monstruo, Benedict, era el propietario de estos armarios —dijo el chico abriendo unas puertas dobles. Había chaquetas y trajes completos en los colgadores, anaqueles con camisas y jerséis doblados, filas de brillantes botas y zapatos de vestir.

Por el suelo había desparramados billetes ingleses, franceses, unos que parecían ser rusos, euros, dólares estadounidenses, pasaportes y pilas de tarjetas de crédito atadas con gomas elásticas.

—¡Padre, espabila! —dijo el chico. Empezó a sacar chaquetas, jerséis y pantalones de los colgadores y de los ana­queles que olían vagamente a cedro—. Toma, padre, vístete lo más rápida y cómodamente que puedas. Escoge lo que quieras, pero date prisa. Las maletas que están sobre la cama ya están hechas.

—No entiendo cómo sabes todas estas cosas —dijo Derek.

—Sé todo lo que tú sabes, padre —respondió el chico—. Podemos hablar de eso más tarde. Esa criatura bebedora de sangre, Benedict, tenía una colección de relojes. Toma, ponte este. Está sin usar.

Derek se esforzó por rehacerse.

—Ahora necesito volver al ordenador —dijo el chico. Se sentó ante el escritorio y comenzó a teclear con dos dedos, tal como hacía siempre Derek—. Estamos al norte de la isla de San Kilda. En la bahía hay tres barcos y debo encontrar más información sobre cómo pilotar el yate. La lancha motora es demasiado complicada y el bote pequeño no es lo bastante rápido.

Derek luchó con el reloj, pero finalmente consiguió abrochar la correa de cuero. Era un reloj viejo, pero funcionaba. Entonces, esto le informaría de los minutos y las horas de su nueva libertad. De repente estaba hambriento, exhausto y agobiado. Quería estar emocionado, ser eficiente y de ayuda para el chico.

Se acercó para mirar el monitor del ordenador por encima del hombro de su hijo. Inmediatamente, las imágenes de un gigantesco yate llenaron la pantalla, un Cheoy Lee 58 Sportfish. El chico avanzaba rápidamente por el interior de las suntuosas cabinas y lo que parecía ser el puente de mando. Derek no sabía nada sobre barcos modernos.

—Padre, vístete —dijo el chico—. Deja que yo me ocupe de esto. Apresúrate.

Derek encontró unos pantalones de lana, se los puso y extrajo una camisa blanca nueva de su envoltorio de plástico. Mientras se quitaba la vieja camisa desgarrada, un acceso de ira le invadió el cuerpo.

—Me han tenido prisionero diez años —dijo entre dientes—. Diez años, imagínate, diez años encerrado en una celda deprimente de un sótano de Budapest... —Las palabras le salían a borbotones, incontrolables.

—Lo sé —dijo su hijo—. Habrá tiempo para venganzas. Puedo conducir este barco fácilmente. Todo lo que necesito saber está aquí. No hay ningún problema. El canal dieciséis es el canal universal de los guardacostas. Si el bote tuviera los depósitos llenos...

Derek encontró un cepillo y un peine e intentó acomodar su alborotado cabello. Se vio en el largo espejo de la puerta del armario. No había visto su propio reflejo en muchos años. Se sentía increíblemente bien al pasarse el cepillo por el pelo espeso, pero sabía que su hijo tenía una confianza y un estado de ánimo que él no poseía. Derek parecía el hermano menor de su hijo.

De repente, el ordenador comenzó a hablar, pero lo que decía estaba totalmente mezclado con el sonido de un piano. Ah, era Benji Mahmoud que hablaba desde la emisora de radio vampírica.

—Y todos los Hijos de la Noche del mundo deben salir a la caza de estos tres: Felix Welf, la doctora Karen Rhinehart, que también podría usar el segundo nombre de Kapetria, y Garekyn en la costa Oeste de Estados Unidos, quien ha asesinado a otro bebedor de sangre.

—¡Welf! ¿Has oído? —exclamó Derek—. Welf está con Kapetria. ¡Estamos todos vivos, todos! ¡Estamos todos!

—Sí, lo sé —dijo el chico con indiferencia y sin distraerse de la pantalla. Tecleaba, incansable, mientras la voz seguía hablando. De pronto Derek vio tres caras en la pantalla: Garekyn, inconsciente sobre una especie de mesa, y los retratos oficiales, de frente, de Kapetria y Welf.

En la fotografía Welf sonreía, Welf el calmado, quien siempre había sonreído con facilidad, ¡mi hermano mayor! El pelo negro era abundante y bello, y sus ojos rebosaban humor. ¡Y volveremos a estar juntos otra vez! Derek se esforzaba por contener las lágrimas.

—¡Tenemos que huir, tenemos que sobrevivir, tenemos que hacerlo! —dijo Derek con un tono de voz aniñado. Y después—: Jamás, ni en un millón de años, sabrás lo que esto significa.

Se abotonó la camisa nueva y se puso los pantalones. La voz continuaba, las palabras se sucedían con regularidad tras el flujo suave y dulce de la música, como una cinta oscura al desplegarse.

—Sé lo que significa, padre —dijo su hijo—, porque sé todo lo que tú sabes, te lo he dicho, aunque en mí no hay tanta emoción asociada a la información. —El chico lo miró—. Ahora quiero que me pongas un nombre.

La voz que provenía del ordenador estaba diciendo algo acerca de un asesinato, de la sangre, de una decapitación. Describía al trío de no-humanos de piel oscura y pelo negro en términos de asesinos y de un peligro para los no-muertos. Alerta mundial. Todos los bebedores de sangre debían salir a la caza del trío.

—¡Escúchalo, está mintiendo! —dijo Derek. Estaba revisando los calcetines y las botas dispuestas sobre la cama—. ¡Escucha! Todo eso es falso. No somos enemigos de nadie. ¿Qué has dicho acerca de un nombre?

—Propongo que mi nombre sea Derek Two, pronunciado como una sola palabra y deletreado Derektwo, y tomaré tu último apellido moderno, Alcazar, que tomaste de quien te rescató.

—No —dijo Derek, pero tenía la atención puesta en la voz de la radio—. No eres tan listo como crees. Roland conoce el apellido Alcazar. Roland volvió a mi piso de Madrid después de capturarme y lo puso patas arriba buscando información. Roland informó a los demás que yo había muerto.

Derek se sentó en una otomana de cuero, con los calcetines negros y los zapatos marrones que había escogido de la cama. Los zapatos le quedaban bastante bien.

—Desde luego, tienes razón. Tengo dentro de mí todo lo que sabes, pero no soy tan perfecto en la recuperación de la información. Dame un nombre.

—Derektwo suena absurdo y se leerá absurdo —dijo Derek.

—Piel negra —decía Benji Mahmoud—, cabello rizado negro, un notable mechón rubio en el pelo. La fuerza de diez seres humanos. Deseo de sangre vampírica, de cerebros de vampiros.

—¡Eso es falso! —dijo Derek—. No sentimos ningún deseo por la sangre o los cerebros de los vampiros. Es una sucia mentira.

—Mi nombre, padre. Debes darme un nombre.

—Pero ¿qué es esto, un bautismo? —preguntó Derek—. Acorta tu nombre a D-e-r-t-u —dijo Derek—. Así ya está bien. Y suena bastante normal. Y si tiene que haber un Derek tres o un Derek cuatro, ya idearemos una forma de que suene de manera apropiada. Dertu servirá. Ahora no necesitas apellido.

—Muy bien —dijo el chico—. Dertu ha de ser. Nunca se me ocurrió. El apellido puede esperar. Igualmente, no podemos arriesgarnos con nombres nuevos de este ordenador. Nos ocuparemos del apellido después, cuando lleguemos a Escocia o Irlanda.

Derek se subió los calcetines negros gozando con su tacto sedoso. Los zapatos marrones eran refinados y cómodos, sin hebillas ni cremalleras, pero colocárselos era todo un reto.

—... extremadamente peligrosos —decía la voz baja, casi inaudible, del ordenador—. Se pide a todos los antiguos que vayan a la Corte. El Príncipe lo ha ordenado. Todos los antiguos deben ir a la Corte si pueden, para tratar el tema de estos amenazantes no-humanos.

—Todo lo que dice es incorrecto. Deben de haberle hecho algo a Garekyn. Él jamás habría atacado a nadie por voluntad propia, ni siquiera a un bebedor de sangre. Somos la Gente del Propósito. Creamos un nuevo propósito, todos juntos, y la promesa solemne de cumplirlo. ¡Estos seres le han hecho algo a Garekyn y él se ha defendido, y ahora lo están calumniando! Quieren que los demás lo destruyan.

Dertu se arrodilló ante Derek y lo ayudó a atarse los zapatos.

—Ahora ponte un jersey, quizá dos —dijo el chico—. Los guantes y las bufandas están sobre la cama.

Dertu subió repentinamente el volumen del ordenador.

—Todo aquel que vea a uno de estos extraños no-humanos debe llamar a este número —decía Benji Mahmoud—. Recordad, seréis atendidos por una máquina que recibirá la información noche y día. Para entrar en antena en mi ausencia, presionad dos en vuestro teclado. Proporcionad la información en el volumen habitual. Sed claros y concisos, datos como dónde habéis visto a los no-humanos y a qué hora. Es muy importante que incluyáis la hora. Y también lo es que habléis en el volumen adecuado. Cuando yo regrese, os llamaré en cuanto pueda.

Al instante, Dertu cogió un bolígrafo del escritorio y apuntó algo en su muñeca.

—¿Qué escribes? —le preguntó Derek.

—Nada. —El chico se dirigió hacia la puerta—. Tengo que buscar un portátil o algo que podamos llevar con nosotros...

—No me dejes aquí —dijo Derek.

Derek estaba aturdido. El ordenador emitió un brusco ruido crepitante y se oyó una voz femenina:

—Soy Selena y llamo desde Hong Kong, Benji. Aquí estamos todos en estado de alerta, pero ahora no podemos acudir a la Corte. Benji, por favor, infórmanos de las novedades en cuanto puedas.

Dertu le ofreció a Derek un buen jersey de gruesa cachemira. Rojo. Derek detestaba el color rojo, pero ahora no había tiempo para eso. Se lo puso.

—Si supieras lo difícil que es construirse una identidad —farfulló Derek—. Y Roland volvió y destruyó la mía. Solía decirme «Nunca vendrá nadie a buscarte», «Nadie intentará averiguar jamás qué te sucedió».

Dertu le ofreció un abrigo negro tan suave como el jersey. Se trataba de un sobretodo formal, forrado exquisitamente, de factura alemana.

—Bueno, ya no es tan difícil —respondió el chico—. Puede que solo requiera dinero y de eso tenemos mucho.

—Puede que estas criaturas sean aún más poderosas físicamente de lo que creemos —decía Benji Mahmoud—. Es posible que Garekyn Zweck Brovotkin haya abandonado Los Ángeles y hasta ahora no tenemos la menor pista de su paradero.

Dertu colocó una bufanda alrededor del cuello de su padre.

—Ropa limpia —dijo Derek en voz baja. Se miró otra vez en el espejo, recobrado. No podía moverse—. Ropa limpia —repitió—. No tengo frío.

—Y sabemos que los monstruos conocen este programa de radio —dijo Benji Mahmoud desde el ordenador— y que lo están escuchando. Pocas horas después de que difundiéramos la alerta sobre Garekyn Zweck Brovotkin, la doctora Rhinehart y su compañero, Welf, desaparecieron de su piso de Ginebra. Sospechamos que la doctora Rhinehart y su compañero nos han estado espiando durante algún tiempo, y que, sin duda, escuchar con regularidad esta emisión era parte de su...

Derek estaba paralizado, mirando fijamente el ordenador.

—... debéis ser discretos cuando deis en antena vuestros informes. El objetivo es alertar a nuestros hermanos y hermanas, no ayudar en modo alguno a estos monstruos.

—Madre mía —dijo Derek—. Son nuestros enemigos declarados. ¡Intentarán destruirnos! Para ellos ahora somos demonios, como lo son ellos para nosotros.

—No —murmuró Dertu—. Quieren que nos pongamos en contacto con ellos.

Se llevó el dedo a los labios para pedir silencio.

—No lo creo —dijo Derek—. Quiero alejarme de ellos y de su especie tanto como me sea posible.

Pero alguien había entrado en el gran castillo de piedra. Dertu repitió el gesto pidiendo silencio. Se oía el eco de pasos irregulares, como si provinieran de una escalera de madera, y un sonido débil, como si alguien cantara.

Dertu bajó totalmente el volumen del ordenador y le indicó por gestos a Derek que cerrara la puerta del armario.

—Ya no tenemos más tiempo para trabajar desde aquí —susurró Dertu—. Ponte el abrigo, padre.

Sí, era una voz masculina que cantaba una agradable cancioncilla mientras los pasos se acercaban. Dertu recogió las dos maletas de piel y le extendió una a Derek.

—¿Salimos al encuentro del humano como dos huéspedes de la casa? —preguntó.

Encontraron al viejo mayordomo de pelo cano en un gran salón en el que el hombre, mientras cantaba por lo bajo, limpiaba los muebles con un paño que apestaba a aceite rancio, completamente ignorante de la presencia de padre e hijo, hasta que Dertu se dirigió a él.

—Nuestro anfitrión nos ha propuesto que cojamos el más pequeño de los dos barcos grandes —le dijo Dertu al anciano—. Nos dijo que creía que sería más fácil de pilotar. ¿Sabe si recordó hacer llenar el depósito de combustible?

—Ah, el Benedicta —dijo el mayordomo—. Siempre tiene combustible y está listo para zarpar. —Observaba a Dertu y a Derek con sus húmedos ojos grises. Sonrió cordialmente. Parecía totalmente inofensivo. Llevaba una chaqueta de punto con coderas, y unos viejos pantalones con los bajos manchados—. El señor no me dijo que habría alguien en la casa. Vaya, les habría traído el desayuno.

—Me muero de hambre —susurró Derek—. No puedo recordar cómo es estar saciado.

—Bueno, ya conoce a nuestro querido anfitrión —dijo Dertu en tono jovial—. ¿Se ofendería él si dijéramos que es excéntrico? ¿Hay comida a bordo?

El anciano rio. Extrajo un par de gafas del bolsillo de la camisa y miró a Dertu a través de los gruesos cristales.

—Creo que al señor le encanta que digan que es excéntrico —dijo—. Y sí, el frigorífico del Benedicta siempre tiene lo esencial. En realidad, es el barco preferido del señor. Sale a navegar en el barco nuevo, pero el que más le gusta es el Benedicta. Las llaves están en el garaje, pero puedo ir con ustedes, si lo desean.

—No es necesario —dijo Dertu—. ¿Cuánto nos llevará llegar a Oban?

—¿A Oban? Madre de Dios, joven, en ese barco les llevará tres horas llegar solo hasta Harris. Estará todo el día fuera. Mire, ¿por qué no bajan y se ponen cómodos en el barco? Tiene un hogar con chimenea, ¿sabe? Y yo les prepararé un almuerzo y una cena para llevar. Y todo lo que puedan necesitar. Si están decididos a ir a Oban, en realidad deberían coger un vuelo desde Harris. A menos que estén enamorados del mar.

—Muchas gracias —dijo Dertu—. Nuestro amable anfitrión me dijo también que era posible que en algún lugar hubiera un ordenador portátil que podría llevarme, y un móvil.

—Bien, debe de haberse referido a los que guardó cuando el señor Benedict se marchó. Hay un par sin abrir. Ahora bajen, instálense en el barco y yo veré qué puedo improvisar. Encontrarán vino y queso en el frigorífico. Fruta, zumo, bebidas energéticas. El pan está en el congelador. Solo hay que tostarlo, ¿de acuerdo? Y el brie también se descongela perfectamente.

—Es usted realmente muy amable —dijo Dertu, a la vez que tomaba la mano del hombre—, y debe decirle a nuestro anfitrión que nos lo hemos pasado espléndidamente, que el castillo nos ha parecido sencillamente asombroso y, sin duda, no ha habido ni un solo aspecto que no hayamos apreciado. Venga, Derek. Vámonos.

Mientras bajaban los empinados peldaños hacia el sendero, el viento azotaba de forma salvaje los alrededores del gran castillo. El sendero rodeaba la casa y los campos del aparcero y bajaba hasta la bahía. En derredor, los árboles eran grises y estaban retorcidos a causa del fiero viento de la isla; la tierra estaba húmeda por las lluvias recientes.

—Soy libre —musitó Derek. Pero no podía sentir alegría. Se detuvo y se volvió, inclinándose hacia el viento, miró la sombría mole gris del castillo de piedra por última vez. La visión lo llenó de temor, al igual que la del agitado mar gris que lo rodeaba.

—Podría haber estado aquí cautivo para siempre —dijo Derek entre dientes, y no podía sentir que había escapado, que era libre y que Dertu lo acompañaba.

—Vamos, padre —dijo Dertu.

En el pequeño puerto había cuatro barcos diferentes, tres de los cuales eran yates, todos meciéndose violentamente contra sus amarres. A Derek, el barco más grande le pareció siniestro, pero el gigantesco yate, el Benedicta, parecía sólido y pesado, y tal vez seguro para la navegación en mares helados.

Dertu avanzó por el muelle hasta el garaje y salió un momento después sosteniendo las llaves en alto. Lideró el camino hacia el barco y después ayudó a Derek, cogiéndole la maleta, tras lo cual llevó todo el equipaje al gran salón. Este le recordó a Derek las imágenes que había visto en el ordenador. Muebles empotrados, sofás de rayas, el suelo de madera reluciente. La cocina era tan grande como el salón y había en ella un frigorífico inmenso con sus valiosos vinos y alimentos.

Dertu lo inspeccionó todo, después extrajo del bar una botella de coñac, la descorchó y se la ofreció a su padre.

—No mucho, solo para calentarte un poco.

—No podemos beber —dijo Derek.

—Sí, lo sé, y sé lo que has hecho. Lo sé todo sobre ti. Te encantan el vino, la cerveza y los destilados desde que llegaste a la Tierra. Ahora, bebe. Vamos.

Las manos de Derek temblaban. El chico tuvo que ayudarlo a sostener la botella.

—Cuando estemos en el mar, a salvo, me convertiré en el hombre que tú quieres que sea, te lo prometo —dijo Derek.

—Tú déjalo todo en mis manos —respondió Dertu.

El coñac era como fuego líquido. Pero le encantaba, le encantaba el calor en la garganta y en el pecho. Los ojos comenzaron a humedecérsele. Bebió otro trago y un poco de coñac le cayó por la barbilla.

Dertu subió una pequeña escalera de peldaños de madera y entró en la parte superior de la cabina de control o puente de mando o comoquiera que llamaran a ese espacio. Derek lo siguió, intentando mostrar su apoyo, pero toda la aventura lo aterrorizaba. Dertu estaba entusiasmado. Se sentó en una de las dos grandes sillas de piel y examinó el volante, los diales, y otros artilugios y palancas.

—¿Y si nos ahogamos en el mar? —dijo Derek. Era como si las palabras se hubieran dicho solas—. ¿Otra vez derrotado, y ahora los dos, y pasarán años antes de que volvamos a la superficie? —Bebió otro trago de coñac. De pronto estaba eufórico. Era tan bueno que podría hacer desaparecer el miedo instantáneamente.

—Padre, deja de preocuparte —dijo Dertu—. Soy capaz de llevar este barco a Irlanda del Norte. Ahí es donde empiezan nuestros problemas, porque sin una identificación con su correspondiente foto no podemos viajar por este mundo.

—Creí que habías dicho Oban —dijo Derek—. Para despistar al viejo, claro.

Derek pensó otra vez en todo el tiempo que le había costado, cuán difícil le había resultado crear sus identidades anteriores, las identidades que lo habían ayudado a atravesar tres cuartos del siglo veinte. Pensó en los amigos que había hecho en el mundo moderno, amistades que nunca sabrían ni una pizca de la verdad sobre él, si es que lo habían echado en falta y alguna vez lo habían buscado. Había habido una mujer... Hacía años que no pensaba en estas cuestiones. De nuevo, lloraba. Ah, eso era tan horrible, llorar. Regresaron otros recuerdos, de aquellos primeros años tras abrir los ojos a un mundo más primitivo. Se bebió otro largo trago de coñac. Kapetria se enfadaría si supiera que había bebido.

—Bien, puede que consigamos encontrar a los otros desde Derry —dijo Dertu. Parecía estar calculando—. Nos las arreglaremos. Nuestro primer problema es llegar al continente desde aquí. —Buscaba algo en sus bolsillos y pronto lo tuvo en la mano. Un teléfono móvil.

—Aquí no hay señal —dijo—. Lo temía.

Oyeron la llamada del anciano. Él y su esposa de pelo gris habían subido a bordo y estaban colocando bolsas repletas de comida fresca en el frigorífico. La mujer dejó sobre la mesa un portátil sin estrenar, con su embalaje original y varios móviles nuevos, aún en sus cajas.

Dertu acribilló al hombre con preguntas.

—Oh, no, este barco no tiene sistema de seguimiento —dijo el anciano—. No tiene wifi. El señor jamás lo habría aprobado. Desconfía de todos los dispositivos de rastreo por GPS. Tiene ideas muy anticuadas con respecto a eso. Cuando sale al mar, lo que quiere es, como dice él, desaparecer de la faz de la Tierra. Ni siquiera el barco grande tiene un dispositivo de rastreo propio. Como ha dicho usted, el señor es un hombre excéntrico.

Derek ayudó a la mujer con las provisiones. La visión de un pollo asado en su envoltorio plástico resultaba tan deliciosa para su barriga hambrienta que comenzó a dolerle. Y los plátanos y la fruta fresca, ¿cómo conseguían todo eso en este lugar? No veía la hora de que se fueran para poder devorar algo, cualquier cosa, y sentir cómo se marchaba su vieja compañera, el hambre.

Qué amables y considerados eran ambos, pensó Derek, y cuánto se enfadaría con ellos el gran Rhoshamandes esa noche, cuando descubriera que los habían embaucado. Derek temió por ellos. Pero el monstruo tenía una reputación que mantener, ¿verdad?

Dertu los abrazó a ambos y dio las gracias. Presa de un impulso, Derek rodeó con su brazo los hombros del anciano.

—Dígale a nuestro amable anfitrión que hemos tenido que marcharnos —dijo, imitando las maneras de Dertu—, y que le agradecemos todas sus gentilezas, que ustedes jamás se quejaron por nada y que fueron muy buenos con nosotros.

Derek advirtió que eso podría tener un efecto diferente al deseado. Pero ¿qué otro mensaje podía enviarle a ese monstruo cruel? Esperemos que el demonio no tenga tiempo para tomarla con la pareja.

Los ancianos se apresuraron a desembarcar y comenzaron a quitar las amarras para liberar el yate. Los grandes motores del barco vibraban. Dertu estaba en el puente, hablando a través de una especie de micrófono, quizá con alguien de la Guardia Costera. Derek no podía oírlo.

Estaba sucediendo. Estaban escapando. Se marchaban de la isla de su prisión.

Derek encontró mantas bajo los sofás de piel del salón y las llevó al puente.

—El tiempo no está tan mal como parece —dijo Dertu—. He trazado el rumbo a Harris, aunque no es ahí donde vamos. Sin embargo, hay algo que debo hacer antes. Quiero seguir mi instinto. —Miró a Derek de manera inquisitiva.

—¿Me lo estás preguntando? —preguntó Derek encogiéndose de hombros—. Hazlo, lo que sea, tus instintos son mucho mejores que los míos.

Dertu desembarcó rápidamente. Intercambió unas breves palabras con la anciana pareja y después, mientras ellos esperaban, corrió al garaje. El viento le sacudía el cabello negro y dorado.

Derek permaneció ahí, temblando, con las manos metidas en los bolsillos, preguntándose cómo era posible que el chico supiera todo, todo sobre su larga vida, de las épocas en que había despertado a un mundo primitivo y había vuelto a las cavernas de hielo para congelarse otra vez, de esas tristes épocas entre humanos primitivos del continente que ahora el mundo conocía como Sudamérica. ¿El chico tenía toda la información a flor de piel, en la superficie, o necesitaba buscarla y recuperarla de alguna forma? Fuera como fuera, el caso es que estaban juntos, él y Dertu, y este parecía una versión nueva y mejorada del propio Derek, libre de los obstáculos del miedo y la pena, capaz de hacer cosas que Derek simplemente jamás había aprendido a hacer. ¿Cuál era el propósito de ese método de propagación? ¿Toda su descendencia, suponiendo que pudiera engendrar más, sería mejor que él?

Date prisa, Dertu. Date prisa. Estos monstruos tienen humanos que trabajan para ellos, notarios, abogados, lo que sea. Date prisa.

Por fin vio a su hijo que corría por el muelle hacia él. Tenía un aspecto estupendo con esa ropa tan refinada.

Y si me cortaran una pierna, ¿crecería otro ser así de mi extremidad?, se preguntó Derek. ¿Y si me cortaran otra vez el brazo izquierdo?

Había tantas cosas que descubrir juntos...

Dertu estrechó la mano del anciano, subió a bordo de un salto y soltaron la última amarra. Dertu se apresuró al puente de mando y se desplomó en la silla de piel que había ante el volante. Al instante, el barco empezó a avanzar, alejándose del muelle. La anciana pareja decía adiós con la mano.

—¿Qué has hecho, en el garaje? —preguntó Derek.

Los ojos de Dertu estaban sobre el volante y la gran ventana frontal, ahora salpicada por el agua del mar.

—He llamado al programa de Benji Mahmoud desde el teléfono del garaje. Salí directamente en antena. Hablé igual de bajo que ellos. Dije «Derek está vivo y quiere que Kapetria, Welf y Garekyn sepan que está con vida. Y Derek no está solo. Unos crueles bebedores de sangre lo han tenido cautivo. Un bebedor de sangre llamado Roland lo ha retenido en una prisión durante diez años y se merece nuestra venganza. Y Rhoshamandes, su cómplice, ha cometido con Derek crueldades indescriptibles. Ambos han ocultado todo esto al gran Príncipe y a la gran Corte. Derek y yo jamás haríamos daño de forma intencionada a un bebedor de sangre. No nos persigáis. Unámonos, os lo rogamos. Nunca ha sido nuestra intención dañar a los seres humanos ni a vosotros».

—¡Dime que no lo has hecho! —Derek estaba conmocionado—. ¡Nunca debiste haberlo hecho!

Dertu sonreía mientras guiaba el barco hacia mar abierto. Las olas parecían lo bastante grandes como para inundar la nave, pero no lo hicieron. Ahora había más salpicaduras de agua en el cristal de la ventana frontal.

—Dertu, ¿estás loco?

—Padre, era exactamente lo que había que hacer —dijo Dertu—. No les he dicho que estábamos en el mar. No les he dicho dónde íbamos. Rastrearán la llamada hasta el teléfono fijo de la isla, pero eso solo ocurrirá dentro de algunas horas, cuando ya no haya luz diurna, y entonces estaremos muy lejos.

El pesado yate tomaba velocidad empujando las enormes olas. El cielo y el mar eran de un gris acerado.

—¡Nos perseguirán! —dijo Derek—. En este momento hay bebedores de sangre despiertos en otras partes del mundo. Dertu, estas criaturas pueden volar.

—Bueno, no pueden volar hasta aquí en este momento, ¿verdad? —dijo Dertu—. Aún tenemos ocho horas de luz por delante. Y ahora todos esos bebedores de sangre saben que el despreciable Rhoshamandes ha ocultado información al Príncipe y a la Corte. En cuestión de unas horas la Corte sabrá lo que ha hecho Rhoshamandes.

Eso era cierto.

—Pero ¿adónde vamos? —preguntó Derek—. ¿Dónde podemos escondernos? ¿Y qué sucederá si tienen ayudantes, abogados, ya sabes, sirvientes humanos, como ese anciano?

—Nada para preocuparse —dijo el chico—. Aunque esos sirvientes existan, no pueden actuar con la suficiente rapidez. Estaremos con Kapetria antes de lo que te imaginas. Ve abajo, come algo. Enciende el hogar del salón. Estás muerto de hambre y no puedes pensar.

Aturdido, Derek bajó los escalones y avanzó por el salón, hacia la cocina. Extrajo del frigorífico una botella de zumo de naranja y, encogiéndose por la sensación de frío contra su mano enguantada, se bebió la mitad. El paraíso. Néctar de los dioses. Tan delicioso. Había otras botellas de bebidas energéticas, zumos vegetales y leche, más zumo de naranja, y todas esas bandejas de cartón con comida cubiertas de plástico: pollo, rosbif, jamón.

Derek permaneció en la cocina, temblando. Después volvió a la cabina de control para llevarle a Dertu una botella de zumo de naranja.

—Si Kapetria está escuchando el programa —dijo Dertu—, y ellos creen que así es, nos pondremos en contacto con ella esta misma noche, en Derry, Irlanda del Norte. Ese es mi plan.

—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó Derek.

Dertu tragó el resto de zumo de naranja.

—Lo confieso, padre —dijo el chico—. He consumido una buena cantidad de comida antes, en las cocinas del castillo. Estaba famélico. Lo devoré todo como un animal. Ahora eres tú el que debe alimentarse. Debí haberte llevado comida. No soy un buen hijo.

—Bah, tonterías —murmuró Derek—. Eras un recién nacido. Debías de estar hambriento. Yo soy un padre horrible. ¿Cómo podemos contactar a Kapetria esta noche?

—He dejado otro mensaje en el teléfono, padre. Y roguemos que nadie elimine ni corte la línea. No creo que lo hagan.

—¿Otro mensaje? ¿Y qué decía?

Dertu estaba obviamente entusiasmado con lo que había hecho. Pilotaba el barco sin mirar a su padre, pero no podía dejar de sonreír.

—He usado la antigua lengua de Atalantaya —dijo—, para decirle a Kapetria que alfabetice el idioma según la transliteración con el inglés y que, si es necesario, inunde internet con sitios web y mensajes que expliquen cómo encontrarla. Le he dicho que nos envíe correos electrónicos con direcciones escritas en la lengua antigua. Y en esa misma lengua le he dicho nuestro auténtico destino. Le he dicho el nombre de la región y de la ciudad. Ah, ojalá hubiera usado mejor mi tiempo en el ordenador. Ojalá hubiera pensado todo esto antes. Podría haberle dado hasta el nombre del hotel. No importa. Los bebedores de sangre nunca descifrarán la lengua antigua, sin importar cuán sobrenaturalmente listos sean. Les es demasiado ajena y no disponen de ninguna pista.

Derek estaba estupefacto.

—Jamás habría pensado en hacer todo eso.

—Bueno, yo tampoco he pensado lo bastante rápido como para planearlo bien —dijo Dertu.

—¿Y si Benji Mahmoud corta las emisiones, borra el mensaje e impide que sea archivado?

—Padre, el mensaje estará disponible el tiempo necesario para que Kapetria y Garekyn puedan oírlo, ¿no lo ves? Y cuando lleguemos a tierra buscaré los mensajes de Kapetria. Ya tengo móviles con los cuales hacerlo de inmediato.

—Los vampiros quieren matarnos —dijo Derek.

—En algún lugar del mundo Kapetria está escuchando ese mensaje en lengua antigua —dijo Dertu—. Si puede, vendrá a Derry a buscarnos. La recuerdo con tanta nitidez como tú, padre. Kapetria es sabia. Fue ella quien ideó el nuevo propósito. Vendrá. Y los bebedores de sangre no pueden reunir sus recursos con bastante rapidez como para impedirlo porque no tienen la información que le he dado a Kapetria en la lengua antigua.

Derek estaba atónito. Se quedó sosteniendo la botella de zumo de naranja vacía y después pasó la lengua por la boca del envase. Este chico es una lumbrera, pensó. Nadie habría podido retenerlo diez años en un sótano de Budapest.

—Ve abajo —dijo Dertu—. Enciende el fuego. Come y duerme.

—Y si cedieras uno de tus brazos para crear un hijo, Dertu —preguntó Derek—, ¿ese hijo sería más listo que tú, como tú eres tanto más listo que yo?

—No lo sé, padre. Pero apuesto a que pronto podremos averiguarlo. Mientras tanto, por favor, deja de tener miedo. Por favor, confía en mí.

Derek bajó al salón. Estaba anonadado. Permaneció un buen rato ahí varado y después recordó lo que quería hacer. El mar se había tranquilizado un poco y el barco, evidentemente, se movía a gran velocidad.

El hogar era eléctrico, tenía «leños» de porcelana y le resultó fácil encenderlo. Proporcionaba unas llamas con una apariencia más agradable y natural de lo que Derek habría pensado posible. Se quedó sentado en el sofá de rayas, quieto, mirando las llamas mientras en la cabina iba creciendo la calidez, una bendita calidez.

Le parecía no haber sentido jamás nada tan maravilloso como ese calor. Había caminado por la selva en unas tierras salvajes hacía largos eones, con Welf, Kapetria y Garekyn, mientras Kapetria hablaba del peligro de captura y de que todos debían recordar que estaban hechos para sobrevivir.

Y después debían morir en Atalantaya, pensaba Derek, cuando estallara en llamas y humo. Pero no lo había dicho. Sabía que no debía quejarse. Había sido creado con un propósito y solo para ese propósito. Y todavía no había visto las maravillas de Atalantaya. Ninguno de ellos las había visto aún. Solo conocían las habitaciones de los Progenitores con los muros de pantalla de cine y los grandes jardines.

Ahora, en la pequeña nave que avanzaba con ligereza, se recostó en el sofá y se tapó con una de las mantas. Era suave, como su abrigo. La adorable calidez llenaba la habitación, adorable como la luz que provenía del hogar. Dormitando, caminaba por la selva otra vez, con aquellos a quienes amaba. Puede que una vez allí no sea necesario apresurarnos, pensó, y eso fue antes de que los nativos los encontraran y fueran tan amables con ellos, y antes que ellos compartieran su primera celebración. Recordaba los tambores y los bailes, la música sobrenatural de las flautas de madera y al cacique diciéndole a Kapetria:

«Nuestro Señor, Amel, os recibirá en Atalantaya. Sois exactamente de la clase que él recibe. Enviaremos la noticia al puerto por la mañana. Os recibirá con los brazos abiertos.»

Derek cerró los ojos. Dormitaba. Vio a Amel, el Amel de la piel clara y el pelo rojo, Amel con sus divinos ojos verdes. Amel dijo:

«Son unos mentirosos y unos malvados. ¡Son el origen de todo el mal!»

Kapetria intentaba razonar con él.

«Aun si lo que dices es verdad...»

Abrió los ojos de golpe. La lluvia caía con gran estruendo sobre el barco y todo a su alrededor. Las ventanas parecían ríos. La cabina estaba maravillosamente cálida y llena del agradable parpadear de la luz del hogar. No estaba en la horrible celda de Budapest y jamás volvería a estar en ella. Era libre.

Del puente de mando llegaba una melodía. Dertu había encontrado algún modo de poner música. Se oía una bella canción. Una voz masculina preguntaba «Who wants to live forever?», ¿quién quiere vivir eternamente? La música era tan hermosa, tan conmovedora. Se le rompió el corazón. «Who wants to die?», ¿quién desea morir?, susurró Derek y, como siempre, sus ojos se llenaron de lágrimas.

El barco lo arrullaba como a un niño en su cuna. O eso se imaginaba Derek porque nunca había sido un niño. ¡Como un niño en su cuna, por la senda de la ballena! Derek divagaba. ¿Viajaba Kapetria en ese mismo instante para encontrarse con él en Derry?