14

Rhoshamandes

Nunca había estado tan furioso en toda su larga existencia, ni siquiera la noche en que Benedict lo había abandonado. Acababan de encontrar su amado Benedicta a la deriva, frente a las costas de Irlanda del Norte, sin uno de los botes. Sus pobres y débiles cuidadores humanos se habían echado a llorar al enterarse de que habían sido engañados por esos supuestos «invitados» poco después del amanecer. ¿Quién había rescatado al lamentable Derek? ¿Y cómo lo habían encontrado? ¿Qué significaba la extraña descripción que los ancianos habían hecho del par de fugitivos? ¿Como mellizos, salvo que uno de ellos tenía una profusión de mechones rubios? ¡Y por lo demás eran idénticos!

—Lo que estás pensando es inimaginable —dijo Roland.

Se hallaban en el enorme y vacío salón estilo Tudor de la casa del no-humano Garekyn Brovotkin, en Redington Road, Londres. Todo estaba sumido en el silencio, igual que en el momento de su llegada.

—¿Qué quieres decir con «inimaginable»? —preguntó Rhoshamandes. Se estaba cansando de Roland, el mentecato que había guardado durante diez años el secreto de esa criatura de otro mundo, Derek—. Si yo puedo imaginarlo, es imaginable, amigo mío. ¡El brazo se desarrolló hasta formar un duplicado!

—Pero si la criatura pudiera multiplicarse de ese modo, sin duda lo habría hecho mucho antes.

—No si no sabía cómo hacerlo —respondió Rhoshamandes—. ¿Creíste que era un genio de su especie? Era un niño, un pelagatos, un soldado raso en el mejor de los casos. Se habría quebrado con facilidad si yo no hubiera sufrido tantas interferencias.

—Debes decírselo a la Corte —sugirió Roland—. Tienes que pedirles que levanten el programa cuanto antes. Debes ir a verlos ahora mismo.

—De eso nada —replicó Rhoshamandes. Se sentía humillado, irritado. Oía el eco de las palabras de sus asustados cuidadores—. Creímos que eran invitados. Les dimos comida, vino...

Cuando pensaba en la visión de la antigua habitación de Benedict hecha un caos de ropa, dinero y documentos desparramados por el suelo, lo embargaba una furia incontenible.

—Esa criatura no volverá a esta casa —dijo Roland—. Estos seres son demasiado listos para regresar. —Al ver que Rhosh no respondía, insistió—: Dile a la Corte que quieres acudir allá. Yo iré contigo. En un momento como este no se atreverán a hacerte daño. Te necesitan; quieren tu cooperación y tu ayuda.

Durante un segundo, solo uno, a Rosh le pareció posible: un futuro en el que era recibido en la Corte, en el cual estaba Benedict, tal vez suplicando que lo aceptaran, después de lo cual deliberaría con el Príncipe y volvería a ver a Sevraine, quien se había negado a recibirlo en su casa, y estaría con Gregory, que había sido iniciado en el reino de la oscuridad hacía cinco mil años. Pero ese fugaz destello de esperanza se esfumó como la llama de una vela agonizante.

Antes aun de haberlo decidido, la onda de calor surgió de su cuerpo e impactó en los cortinajes que flanqueaban las ventanas del salón, haciendo que estallaran en llamas.

Roland se sobresaltó, el mismo Roland que haría bien en callarse de una buena vez, que daba vueltas y más vueltas mientras los cortinajes de la enorme habitación ardían, mientras la boiserie de roble empezaba a cubrirse de ampollas y humo.

Ah, era un poder de lo más conveniente y, en cierto modo, el más delicioso de todos. Aunque, a decir verdad, Rhosh lo había descubierto bastante tarde y lo usaba rara vez o nunca de la manera en que lo estaba usando ahora. Lo reservaba para asuntos más mundanos, como el encendido del fuego del hogar o de las velas de los candeleros. Pero la sensación era maravillosa. Ese músculo invisible situado detrás de su frente contrayéndose y relajándose, el repentino espectáculo del humo que surgía de las fibras sintéticas a su alrededor y se elevaba rugiendo hacia el techo.

Con una inhalación, Rhoshamandes apagó el fuego de la puerta doble del salón y salió a la quietud de la noche caminando sobre cristales astillados, ignorando el lamento electrónico de la alarma contra incendios. Roland iba a su lado, como un perro fiel, ¡y cómo lo detestaba ahora! Pero es el único aliado que tienes, pensó. ¡El único! Allesandra te ha abandonado y Arion, esa alma traidora y despreciable, se ha marchado con ella, corriendo hacia el Príncipe!

Las voces telepáticas del mundo vampírico se reían de él, se reían de Rhoshamandes, mientras sus neófitos lo abandonaban. Solo quedaba Roland, quien había recibido a Rhosh en su casa, Roland, quien le había dado como regalo a Derek, ese no-humano de sangre espesa y deliciosa.

Rhosh se volvió y envió la onda de fuego contra las ventanas de la planta superior, una tras otra, de izquierda a derecha, haciendo volar los cristales en todas las direcciones, incinerando las habitaciones por encima de él. Y ahora el aire estaba cargado de ruido de sirenas. Las nubes más bajas tenían el color de la sangre.

¡Ah, ojalá hubiera sabido cómo usar ese poder unos siglos antes! Habría destruido el aquelarre satánico de Les Innocents, habría destruido a Armand y habría recuperado a los neófitos que los Hijos de Satán le habían robado. Pero entonces no lo sabía. No. Había sido el gran Lestat quien, con sus libros, se había convertido en el primer auténtico maestro de primaria de los no-muertos, y Marius, su profesor. ¡Cómo los detestaba!

Volvió la espalda a la casa y vio su larga sombra delante de sí, sobre el césped húmedo, y la sombra de Roland, que flotaba como un ángel a su lado.

—Volvamos a Derry —propuso Roland—. Continuemos buscando en las mentes de los pobladores hasta que alguien nos proporcione la imagen de esos dos.

—Ya no están en Derry —dijo Rhoshamandes—. Ha pasado demasiado tiempo desde que esa criatura llorona llamó a la radio y les dijo dónde estaba.

—Pero no tienen documentos, y sin ellos no pueden ir y venir por el mundo.

—¡Hombre de poca fe! ¡Y poco conocimiento!

Avanzaron rápidamente en la oscuridad, a la máxima velocidad que les fue posible, hasta que encontraron una calle tranquila, lejos del infierno que se había desatado en la casa de Garekyn y de los camiones de bomberos que convergían en ella.

Roland hablaba otra vez. De hecho, casi nunca dejaba de hablar. Ahora decía algo acerca de la emisión de radio y Rhosh estaba pensando en lo bien que se había sentido al incendiar la casa, al convertir en cenizas todo lo que pertenecía al camarada de ese depreciable, débil y diminuto Derek, quien tanto le había recordado a Benedict algunas veces; un niño eterno, un niño inmortal, una lamentable combinación de ira adulta e impotencia infantil. Sí, ponte ese pequeño auricular y escucha el programa. ¿Qué me importa ese programa? ¿Qué puede importarme todo lo demás?

La noche en que Benedict se marchó pareció haberse abierto un gran vacío bajo sus pies. Al parecer, había visto las profundidades de ese vacío y se había enfrentado a la verdad más horrenda de su existencia: que en realidad, sin Benedict, para él nada tenía sentido, que había sido Benedict, el pobre y tierno Benedict, quien lo había mantenido con vida, no la sangre humana y el poder de Amel que transformaba eternamente sus células humanas en células inmortales... Solo Benedict, su necesidad de Benedict y su amor por Benedict, y todas las demás pasiones de Rhoshamandes se habían consumido en las llamas como si Benedict hubiera usado el Don del Fuego al marcharse para siempre de la vida de Rhoshamandes.

Pensó en el Príncipe. Vio su rostro sonriente, sus ojos brillantes. Oyó el timbre de su voz. ¿Acaso él había tenido una pasión por la vida como la que tenía el Príncipe; el Príncipe, que en su breve vida vampírica ya había muerto y resucitado; el Príncipe, que se nutría del amor de quienes lo rodeaban en igual medida que se alimentaba de sangre; el Príncipe, que proclamaba su amor por ese Amel, esa cosa demoníaca que había llevado a Rhoshamandes a la ruina? El Príncipe, que era intocable mientras Amel estuviera en su interior.

¡Podría haber dirigido el Don del Fuego al mundo entero! Podría haber incendiado las casas que lo rodeaban, los árboles. Podría haber hecho estallar las propias nubes que flotaban en lo alto y desatar una tormenta de lluvia sobre incendios que nada lograría apagar. ¡Podría haber incendiado toda la ciudad de Londres! La creciente sensación de su poder lo excitaba vagamente y hacía temblar su gélido corazón como si este realmente pudiera volver a sentir.

Roland se acercó con pasos largos.

—El Príncipe está emitiendo —anunció—. Los está animando a llamar por teléfono. Dice que los invitará al Château y que él se encargará de todo.

Tendió hacia Rosh el pequeño móvil para que escuchara. ¡Cuán tentado estaba de convertir en polvo aquel teléfono diminuto, un polvo con centelleantes partículas de cristal! O de dirigir el Don del Fuego, tan nuevo, tan deliciosamente poderoso, hacia Roland, solo para ver cuánto tardaba en incinerarse alguien tan antiguo y poderoso.

Algo había cambiado en Roland. Miraba fijamente a Rhosh, como si los pensamientos de este hubieran saltado fuera de su mente y hubiesen pellizcado su corazón, aunque esa nunca había sido la intención de Rhoshamandes.

Rhosh sonrió. Colocó una mano sobre el hombro de Roland y dijo:

—Aléjate de mí, Satanás. Sígueme o márchate. —Se volvió y se elevó rápidamente hacia las nubes deshechas y las débiles estrellas de las alturas.