16
Derek
AIX-EN-PROVENCE
Ya no estaba asustado. Ya no. ¿Cómo estarlo ahora que Kapetria lo abrazaba? No tenía miedo. Oh, qué hermosa era su Kapetria, con su cabello recogido en una trenza, con su refinada blusa de seda de color azafrán y su elegante falda negra, las piernas enfundadas en medias translúcidas de nailon negro y sus pies tan hermosos dentro de esos zapatos de tacón. Kapetria estaba ahí, la auténtica Kapetria, surgida a la vida en medio de una nube de perfume francés, con la boca pintada y los ojos tan negros como el cielo nocturno que los envolvía. No, ya no tenía miedo.
Ella le besó las lágrimas y los ojos, e hizo que los demás dejaran de hacerle preguntas.
—¡Ahora silencio, los dos! Y pensar que este es vuestro hermano y después de todo este tiempo ¿qué hacéis, además de interrogarlo?
Y, en efecto, es lo que habían hecho, le habían preguntado cómo diablos había estado prisionero todos esos años y por qué no había hecho esto o aquello para escapar, hasta que finalmente ella dijo:
—Welf y Garekyn, si tuviera una fusta os azotaría a los dos.
Dertu estaba sentado en el sofá largo, bajo y moderno con una expresión de lo más plácida en el rostro, estudiando atentamente a los demás, sin pronunciar palabra, estudiándolos como si a partir de sus gestos, de sus expresiones, de sus antipáticas preguntas aprendiera cosas maravillosas.
Basta de miedo. Basta de lágrimas. Kapetria lo rodeaba con los brazos. Al llamar por teléfono a la radio se había sentido aterrorizado. Había hablado en lengua antigua lo más rápido posible y había proporcionado a su gente el número del teléfono desechable junto con la auténtica dirección de la vieja granja a las afueras de Derry en la que él y Dertu se alojaban temporalmente. Se había sentido aterrorizado cuando llegaron esos sonrientes caballeros para llevarlos al aeropuerto privado situado al otro lado de la ciudad. Se había sentido aterrorizado cuando el pequeño avión despegó hacia el cielo rojo sangre del atardecer; seguro de que se estrellarían en el mar del Norte y jamás llegarían a Francia. Se había sentido aterrorizado al aterrizar en la temprana oscuridad invernal, y mientras el gran coche negro los llevaba a toda velocidad, por caminos débilmente iluminados, a la ciudad pintoresca de Arlés, a un hotelito en el que los esperaban en la recepción las llaves de otro coche. Se había sentido aterrorizado mientras caminaban aquellos tres kilómetros de calles estrechas y retorcidas hasta encontrar el coche al que pertenecían las llaves, y también mientras Dertu conducía ese pequeño monstruo rugiente por los caminos aún menos iluminados que llevaban a la bonita ciudad de Aix y finalmente hacia las colinas, a una encantadora casa encalada, de postigos blancos, donde los esperaban Kapetria, Garekyn y Welf.
Había visto demonios en el cielo, monstruos a punto de arrojarse sobre ellos y llevárselos de nuevo a aquella odiosa celda, demonios que salían de entre los árboles oscuros que rodeaban la casa, que se cernían entre las sombras, en lo alto de las escaleras. El Don de la Nube, el Don del Fuego, el Don de la Mente. Le había repetido en susurros las antiguas tradiciones a Dertu, que solo había asentido y le había sostenido la mano durante todo el camino, intentando calmarlo. El valiente Dertu, quien había interrogado al piloto y las azafatas del pequeño avión acerca de todo tipo de cosas; que había conversado con el chófer del automóvil negro sobre el turismo del sur de Francia en esa época del año. ¡Dertu, que había conducido el coche con facilidad y destreza asombrosas, mientras hacía comentarios sobre su velocidad y maniobrabilidad!
Pero ahora no estaba asustado.
No ahora, que ella lo abrazaba y le decía que todo iba a ir bien, que todo iba a estar bien, sin duda, y que no había ninguna razón para volver a tener miedo; y sin importar cuántas preguntas hiciera repitiendo los mismos ruegos y frenéticos «y si», una y otra vez, ella lo abrazaba y lo confortaba y le decía que todo iba a estar bien. A pesar del Don del Fuego, del Don de la Mente y del Don de la Nube. Ella, Kapetria, se ocuparía de aquello, de ellos y de él, de Derek. Nadie le haría otra vez lo que Roland y Rhoshamandes le habían hecho. Y ella se encargaría, a su debido tiempo, de que aquellos monstruos recibieran su castigo.
De pronto, Dertu le dio el teléfono.
—El Príncipe, en la línea directa —dijo—. No está saliendo al aire. Esto es secreto.
Kapetria presionó el botón de manos libres para que todos pudieran oír.
—Quiero reunirme contigo —dijo—. Tenemos enemigos que, como sabes, nos están buscando.
—Lo sé —respondió el Príncipe en francés—. Quiero que vengáis.
Sin una sola condición y con una voz uniforme y segura, el Príncipe le dio toda la información pertinente: la ubicación del Château, las distancias a las ciudades más cercanas y los códigos eléctricos para los diferentes grupos de puertas, y le garantizó que su personal la recibiría y la llevaría a la posada del pueblo para, más tarde, escoltarla a la montaña, al propio Château.
—Pero no podéis intentar venir hasta que salga el sol —dijo—. Y debéis estar dentro del Château antes del crepúsculo. Nosotros estamos aquí y no correréis peligro. Yo estaré con vosotros.
—Y no podéis hacerle daño a mi hermano Garekyn por lo sucedido en Nueva York —dijo Kapetria.
—No, en ninguna circunstancia —repuso el Príncipe—. Eso puedo garantizarlo —añadió en un francés claro y melódico—. Queremos saber lo que sabéis sobre nosotros y sobre Amel, y por qué nos habéis estado vigilando. Queremos saberlo todo.
—Sí, todo —dijo ella.
—Te doy mi palabra —prometió el Príncipe.
—¿Y qué hay de tus malvados súbditos —preguntó Kapetria—, los que tuvieron cautivo a mi hermano Derek?
—Ellos no son parte de nosotros —dijo rápidamente el Príncipe—. Pero ¿no podemos acordar, por el momento, que la muerte de nuestro compañero bebedor de sangre en Nueva York y las lesiones de la otra... no podemos convenir, por el momento, solo por el momento, que compensan el asunto de Rhoshamandes y Roland?
—Sí, por el momento podemos convenir que así es —dijo ella—. Desde luego, eso es razonable.
—Te aseguro que cuando estés bajo mi techo nadie te hará daño —prometió el Príncipe—. Si pudiera entender vuestro antiguo idioma lo diría en esa lengua, pero no puedo. Te doy mi palabra solemne.
—¿No hay nadie ahí que conozca nuestra antigua lengua? —preguntó Kapetria—. ¿Nadie?
—No. Por lo que sé, aquí nadie la conoce —contestó el Príncipe. Y repitió—: Nadie.
¿Era consciente de lo que estaba diciendo, que el espíritu que habitaba su cuerpo, Amel, que supuestamente le hablaba durante toda la noche, cuando decidía hacerlo, desconocía aquella lengua?
Derek advirtió su decepción, y la decepción de los demás.
—Vendréis y os marcharéis de aquí inevitablemente —continuó el Príncipe—, sin que ninguno de nosotros os importune, os lo garantizo, a menos que tú o alguno de los tuyos intente hacerle daño a uno de los nuestros.
—Gracias —dijo Kapetria—. Tienes mi palabra de que mientras esté bajo tu techo no cometeré ningún pecado contra tu casa. Ojalá supieras cuánto deseamos reunirnos con vosotros.
—Bueno, nosotros estamos tan ansiosos como lo estáis vosotros —respondió el Príncipe—. Pero esto es importante. No os acerquéis a este lugar antes del mediodía.
—Lo comprendo.
—¿Sería posible que fuéramos a buscaros ahora, a ti y a tus amigos? —preguntó el Príncipe—. Si lo es, podemos protegeros.
—No, eso sería demasiado pronto —dijo Kapetria.
¿Por qué?, se preguntó Derek. Él le había contado a Kapetria que Rhoshamandes lo había transportado por los aires, pero ella ya conocía todas las tradiciones y los poderes de aquellas criaturas. El Príncipe y sus compañeros podrían llegar volando de un momento a otro.
—Muy bien —dijo el Príncipe—. Pero ¿comprendes el peligro?
—Sí, lo comprendo —respondió Kapetria—. Estaremos ahí mañana, bastante antes del ocaso.
—Excelente. En el pueblo tenemos buen alojamiento y comida para vosotros, lo que deseéis. Y un último pedido. A la gente del pueblo, a mis trabajadores, no les digáis nada en absoluto sobre nuestros asuntos privados.
—No te preocupes por eso.
—Me alegra saberlo —dijo el Príncipe—. Mañana por la noche podremos descubrir qué tenemos en común y qué nos concierne a ambos.
—Exactamente —convino ella.
Se había acabado, terminado, finalizado. Dertu cogió el pequeño móvil desechable.
Ahora solo quedaba sobrevivir a las siguientes ocho o nueve horas de oscuridad en este nido de moradas humanas, con el coche oculto en el garaje, para que Rhoshamandes no los descubriese.
Ninguno de los otros había pronunciado palabra durante la conversación, pero Garekyn había recibido otra llamada, y cuando regresó a la habitación parecía profundamente afectado.
—El monstruo ha incendiado mi casa de Londres —anunció—. Eso fue hace menos de una hora.
—Es despreciable —masculló Kapetria—. Pero eso significa que no tiene idea de dónde estamos, o de lo contrario no perdería el tiempo haciendo eso.
«Saldrá bien —pensó Derek—. Estaremos a salvo, porque ahora ella se encuentra aquí para pensar en todo.»
Welf fue el primero en disipar la melancolía.
—Es hora de que nos demos un banquete —proclamó. Antes había cocinado un asado para ellos y estaba preparado para servirlo acompañado de unas cervezas frías que no deberían afectar mucho sus sentidos. Welf y Garekyn pusieron la mesa en el comedor. Dertu recorrió la casa revisando las cerraduras, aunque para qué podía servir eso, Derek no lo sabía.
Al final se sentaron, las manos tomadas y la cabeza gacha; de nuevo estaban juntos, compartiendo el pan por primera vez desde aquellos días y noches de la antigüedad, y Derek advirtió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se sentía avergonzado y quería abandonar la mesa, pero Welf se sentó a su lado y lo reconfortó y le dijo que lamentaba haberle hecho todas aquellas preguntas.
Kapetria le cortó la comida en trozos pequeños, como si Derek fuera un niño, mientras Dertu devoraba cuanto caía delante de él: zanahorias, patatas, rodajas de tomate con aceite de oliva y ajo, pan caliente con mantequilla y rosadas lonchas de carne.
Alguien preguntó cómo había nacido Dertu y todos desearon conocer hasta los mínimos detalles. Hablaban en lengua antigua, y Dertu explicó lo que le habían hecho a Derek. Después, Dertu intentó describir algo que ignoraba: cómo se había desarrollado él a partir del brazo seccionado de Derek y cómo, exactamente, se le había despertado la conciencia. Derek intentó describir el rostro diminuto que había en la palma de la mano, la boca que succionaba su pezón y el calor de su pecho, pero lo que más recordaba era la conmoción y el dolor, el momento en que abrió los ojos para ver a Dertu de pie delante de él.
Mientras los demás hablaban, Derek se vio inundado por los recuerdos de aquella primera noche en la Tierra, cuando compartieron aquel festín con los salvajes. Los tambores, las pipas de junco y el amable rostro de su líder.
Sin evocarlo, Derek tuvo un nuevo recuerdo del Festival de la Carne de Atalantaya, ocasión en que se permitía a todos los habitantes comer cordero y aves de corral, antes de volver a su dieta regular de frutas y verduras. El Festival se celebraba seis veces al año.
Se recordaba de pie en su apartamento, mirando la calle, allá abajo, con todas aquellas mesas iluminadas en los patios, en los pequeños parques, en los jardines, en todos los balcones; tanta gente feliz reunida a la luz de las velas para gozar del Placer de la Carne. Recordaba lo mucho que había disfrutado cuando se habían reunido en la azotea, después de comer, y desde ahí contemplaban un sinfín de otras azoteas.
Esa noche, Atalantaya le había parecido demasiado hermosa para describirla con palabras. A través de la cúpula cristalina había visto las estrellas dispuestas en el cielo en sus eternos patrones y la luz brillante de Bravenna, que ardía en lo alto; Bravenna, el satélite o planeta de los Padres.
«Siento como si nos estuvieran mirando ahora mismo», había dicho Derek.
«Pero no pueden vernos a causa de la cúpula —le había recordado Kapetria—. Y seguramente se están poniendo ansiosos. Hemos estado un mes en Atalantaya.»
Todos habían guardado silencio. Derek recordaba el sabor de la cerveza helada. Recordaba los jugos de aquellas lonchas de cordero en su plato, un plato muy bonito, translúcido, como tantas otras cosas. Había pasado el dedo por el jugo de cordero y lo había lamido. Ya no recordaba el nombre de la fruta roja que había en su plato, esa fruta con semillas diminutas.
Welf y Kapetria hablaban con frecuencia de Bravenna, de los Padres en sus habitaciones con paredes parlantes, con muros repletos de imágenes cinematográficas de las selvas y los salvajes de la Tierra; los salvajes haciendo el amor, los salvajes cazando, los salvajes dándose un festín...
«¿Estás segura de que no pueden vernos?», había preguntado Derek mirando hacia el cielo como si la cúpula no existiera.
«Sí, estoy segura —dijo Kapetria—. Los Padres nos dijeron que no podían vernos a través de la cúpula.»
La sombra de su propósito había caído sobre ellos. Habían seguido comiendo, celebrando, bebiendo la deliciosa cerveza fría que elaboraban en Atalantaya, y estaban ligeramente borrachos cuando la luna alcanzó su cenit.
Y todos ellos, míralos, mamíferos humanos, qué inocentes son, pensó Derek, todos ellos, a nuestro alrededor, en estas poderosas torres y en la antigua ciudad de arcilla y en la antigua ciudad de madera, comiendo juntos, felices, ¡sin pensar en lo que significaba aquella estrella que brillaba en el cielo!
«Ah, ojalá tuviéramos otro propósito», había dicho Derek.
Ninguno había respondido, pero Kapetria le había brindado una de sus amorosas sonrisas.
Y ahora estaba en un país llamado Francia, en un continente llamado otra vez Europa, y estaban todos juntos y se preguntaba si aún tenían el poder... «¡Debéis tomaros del brazo! Debéis estar juntos, tomados del brazo...» ¿Y Dertu? ¿El brillante y joven Dertu? Y todavía hablaban de cómo había sucedido, el corte del hacha, el brazo en el suelo, los dedos que se flexionaban...
Finalmente, Kapetria dijo:
—Quiero que Derek duerma, para que se recupere. Tiene los ojos hundidos y está débil a causa de sus sufrimientos.
Kapetria se levantó de la mesa y tomó la mano de Derek.
—Ahora ven a mi habitación y duerme —dijo—. El resto, esperadme aquí. Tú también, Dertu. Quedaos aquí.
Agradeció la tranquilidad del dormitorio. Era una casa muy bonita, aunque las ventanas de estilo francés le producían ansiedad, al igual que la noche negra contra el cristal y el viento entre los árboles negros. Deseaba salir, ver las estrellas, ver las estrellas que no había visto en todos esos largos años en aquella tumba de sótano, debajo de Budapest, pero también tenía sueño, y cuando Kapetria lo ayudó a quitarse las botas y tumbarse, ahuecó la almohada que le sostenía la cabeza y se durmió.
¿Cuántas horas pasaron?
Cuando despertó, lo hizo de un sueño alegre, pero el sueño había desaparecido, como una sutil bufanda de colores brillantes.
Había una mujer de pie en la habitación, una mujer rubia. No podía verle la cara porque tenía detrás la luz del pasillo. Entonces Kapetria prendió la luz del dormitorio y Derek vio que la otra mujer era igual a ella.
—Ya casi amanece —dijo Kapetria—. Esta es Katu —añadió. Deletreó el nombre—. Y en la sala está Welftu, esperando para conocerte. Ahora somos siete. Y a media mañana, cuando nos marchemos, habrá dos más, Garetu y el hijo de Dertu, aunque no sabemos cómo llamarle. Están naciendo ahora mismo.
Derek estaba conmocionado.
—¿Cómo tuvisteis el valor para intentarlo? —Derek había temido tanto que no funcionara para cada uno de ellos... Había tenido tanto miedo a tantas incógnitas al respecto...
—Teníamos que intentarlo —dijo Kapetria—. Teníamos que intentarlo antes de reunirnos con el Príncipe. Debíamos saberlo. Y qué momento mejor que antes de ir a ver a los vampiros, poseedores de todos esos poderes asombrosos. Mi pie izquierdo ha sido suficiente para crear a esta hija —dijo Kapetria—, y Welftu fue creado a partir de la mano izquierda de Welf. Y si esas extremidades no se hubieran desarrollado hasta formar nuevos seres, si nuestras extremidades no se hubieran regenerado, podríamos haber llevado el pie y la mano cortados a Fareed, el médico de los bebedores de sangre, y pedirle que nos ayudara a recuperarlos.
—¿Y creéis que lo habría hecho? —preguntó Derek.
—Oh, sí. Creo que cuando se trata de conocimiento es inflexible —dijo Kapetria—, como yo. Creo que nos considera un tesoro, un recurso que excede lo imaginable, al igual que yo los considero a ellos un tesoro, un recurso que excede lo imaginable, un recurso que ha mantenido a Amel vivo y coleando, y ahora hablando.
La sonriente Katu se acercó a Derek. Llevaba un vestido de seda estampado ajustado y suave, y las mismas medias negras de moda que Kapetria, además de los mismos delicados zapatos de tacón. Era el duplicado de Kapetria, desde luego, pensó él, y solo el cabello, de oro y negro mezclados, era diferente, el cabello que Katu llevaba suelto.
Pero cuando se sentó junto a él, Derek advirtió que su expresión y talante eran completamente diferentes a los de Kapetria. Tenía la misma resolución y vivacidad en los ojos que había visto en los de Dertu. ¿Qué era? ¿Inocencia emocional?
—Tío —dijo Katu—. No es una palabra bonita en inglés ni en francés, pero creo que es bonita en italiano.
—Llámalo hermano —dijo Kapetria—. Así es como debe ser. Llámame madre a mí, sí, pero en realidad somos todos hermanos y hermanas.
Condujeron a Derek a la sala. Ahí había un hogar eléctrico tan guapo como el hogar que tenía el Benedicta, y Welftu estaba de pie junto a la chimenea, observando el fuego como si aquella miríada de llamas programadas le resultara fascinante. Se acercó a Derek para besarlo en ambas mejillas y estrecharle la mano. Después volvió a su fuego, como si estuviera contando patrones en las llamas.
—Pero, Kapetria —dijo Derek. Estaba sentado en una cómoda silla, cerca del sofá—. ¿No te das cuenta? El Príncipe sabrá de inmediato cómo nos hemos multiplicado. Los vampiros sabrán que podemos aumentar nuestro número con tanta facilidad como ellos.
—¿Y por qué eso es importante, cariño? —preguntó Kapetria, de pie al otro lado de la chimenea—. No estamos en guerra con el Príncipe.
—Pero ¿qué queremos con él? ¿Por qué vamos allá? ¿Qué clase de alianza estamos formando? —Tantas preguntas lo torturaban.
«Debéis estar todos dentro de la cúpula y juntos, los brazos tomados. Debéis, todos al mismo tiempo...»
—Sabes que yo seré nuestra portavoz —dijo Kapetria—. Sabes que decidiré qué es mejor decir y qué es mejor callar y, de momento, parece que es mejor decir todo lo que sabemos y todo lo que no sabemos.
—No te preocupes —dijo Welftu. Se acercó y se sentó en el sofá, cerca de Derek. Tan seguro de sí. Tan brillante y con ojos tan claros. Vestía una elegante chaqueta de lana de estambre y una camisa de algodón amarilla con el cuello blanco. Las ropas de Welf. ¿Qué había sido de Welf durante todos esos años en el planeta? Ah, había tanto más para compartir. ¿Habían tenido otras «vidas», como Derek?
El corazón le palpitaba con fuerza.
Welftu estudiaba a Derek. Y Welftu sí tenía los bellos ojos de Welf, sus gruesas pestañas negras. Pero había algo fiero y ansioso en él que nunca había habido en Welf. Ni siquiera cuando Welf le había hecho esas preguntas desconsideradas.
—Ellos nos protegerán y nosotros los protegeremos —dijo Welftu—. Es la única posibilidad que les parecerá sensata. Después de todo, piensa en lo que podría suceder si intentaran destruirnos.