17
Rhoshamandes
Altas horas de la madrugada, como las llamaban ellos. Estaba en el bosque, muy arriba del Château, mirando sus cuatro torres y la curva del camino que pasaba por debajo hacia el centro del pueblo, con su posada, su iglesia y las casas con sus tiendas cuidadosamente reconstruidas.
Los vampiros danzaban en el gran salón de baile del castillo del Príncipe. Antoine dirigía la orquesta y de cuando en cuando tocaba el violín; los dedos delicados y blancos de Sybelle se apresuraban por el teclado doble del clavecín. Los bebedores de sangre conversaban en pares o en pequeños grupos. Algunos rondaban solos por los múltiples salones. Otros se dirigían a las criptas.
Pero el pueblo dormía. El arquitecto que Lestat quería tanto dormía. El equipo de diseñadores que trabajaba para él dormía; sus oficinas, cerradas por la noche, con las mesas cubiertas de ambiciosos planos para construir mejores establos, mejores sistemas eléctricos, y mejores tuberías y cables subterráneos para los servicios y las casas nuevas y refinadas que serían construidas en el pequeño valle. ¡Qué tribu más extraña! Todos esos hombres y mujeres tranquilos, reunidos de todas partes del globo, que habían estado trabajando en la bien pagada oscuridad durante más de veinte años, creando obras maestras de la replicación y la innovación tecnológica que el mundo del otro lado de las vallas eléctricas no vería jamás.
¿Bastaba realmente todo ese oro que se les pagaba, todos esos beneficios y vacaciones en aviones chárter y yates que el Príncipe les prodigaba? ¿Era suficiente por todo lo que habían hecho y por todo lo que hacían? ¿Eran felices?
La respuesta, obviamente, era sí, aunque esa noche, mientras la cerveza y el vino fluían en el gran salón de la posada, había habido las habituales quejas acerca de que nadie sabría jamás el auténtico alcance de sus singulares logros. Pero nadie quería marcharse. Nadie estaba dispuesto a rendirse.
Alain Abelard, el joven jefe de personal que había crecido en esa montaña mientras su padre, ahora fallecido, supervisaba la primera restauración del viejo castillo, estaba convencido de que algún día se les haría justicia. Algún día el huraño Conde de Lioncourt, llamado el Príncipe por su «familia» cada vez más grande de asociados, abriría la propiedad a los ojos ansiosos de quienes amaban por sobre todo lo demás ver grandes palacios emerger de ruinas inútiles. Algún día los autocares turísticos cruzarían los múltiples grupos de puertas que había entre ellos y la autopista a Clermont-Ferrand, trayendo a hombres y mujeres ansiosos para que se maravillaran ante aquellas habitaciones pintadas, aquellos clásicos hogares de mármol reunidos de aquí y de allá, aquellos exquisitos muebles de madera de frutal, cuidadosamente escogidos para las habitaciones, tanto pequeñas como grandes. Algún día los estudiantes de agricultura e hidroponía, de la energía solar y el reciclado de residuos, de los sistemas de cables eléctricos y fibra óptica vendrían a estudiar este pequeño mundo autosostenido.
Estaba bien, pensaba Alain Abelard. En todo caso, eso había pensado esa noche mientras bebía su copa de vino. ¿Y qué si su esposa lo había dejado, su padre estaba muerto y sus hijos se habían marchado a trabajar a París, Berlín o San Pablo? Él era feliz con las caminatas semanales junto al Príncipe; por la nieve, en la oscuridad, mientras el Príncipe lo alababa por todo su trabajo y le hacía nuevas propuestas y nuevos retos. Alain se quedaría ahí para siempre. Y, al parecer, no necesitaba confiarle a nadie que el Príncipe no era una persona corriente, que en su rostro juvenil, sosegado e inmutable se ocultaba un secreto abrumador.
El Príncipe amaba a Alain Abelard. Cada noche, en el salón de baile del Château, se hablaba sobre cuándo el Príncipe lo haría parte de la tribu. ¿Y los demás seres humanos? ¿Convertiría Lestat en bebedores de sangre a los artesanos más prometedores? ¿A aquellos que sobresalían por su habilidad con la pintura, el pan de oro, el tapizado y la ebanistería? ¿A quienes destacaban en la restauración de aquellas pinturas, que siempre aparecían en cajas, destinadas a las habitaciones o las escaleras acabadas de construir? ¿Crecería la Corte de la Sangre como había crecido durante siglos la corte de Notker el Sabio con nuevos músicos seleccionados del rebaño humano? Ciertamente, la comunidad del Príncipe crecía; el proyecto siempre se expandía. Por ejemplo, la mansión de Lenfent. El Príncipe deseaba que estuviera perfecta, aunque la casa en sí había sido incendiada hasta los cimientos durante el Gran Miedo, cuando el último Conde de Lioncourt del ancien régime apenas había alcanzado a escapar a la Luisiana con su vida y un pequeño grupo de sirvientes leales.
Ahora la mansión iba a transformarse en la residencia del propio Alain. Así se lo había explicado el Príncipe. Pero la reconstrucción debía hacerse según la investigación y los sueños del Príncipe, y el pequeño camino privado que llevaba a la puerta principal ya había sido pavimentado con las piedras adecuadas.
Lo que allí se había conseguido mediante la imaginación, la ambición y la fe era para maravillarse. Y Rhoshamandes se maravilló al verlo. Todo eso lo maravillaba. Y, en realidad, en el fondo de su corazón no deseaba destruirlo ni dañarlo de ninguna manera. Sin embargo, había acudido a ese lugar precisamente con ese propósito. Y ellos, los bebedores de sangre del Château, sin duda sabían que él estaba ahí. Tenían que saberlo. Espiando sus pensamientos y temores captó indicios tenues pero seguros de que Marius sabía que él estaba ahí, de que Seth sabía que él estaba ahí y de que sus amados de otrora, Nebamun, ahora conocido como Gregory, y Sevraine sabían que estaba él ahí, y esto pese a que ninguno de ellos podía oír a Rhoshamandes mejor que los más jóvenes, quienes le estaban proporcionando toda aquella información de forma inconsciente e irrefrenable al detenerse frente a las grandes ventanas abiertas del salón de baile para mirar los campos nevados.
«¿Dónde está? ¿Qué desea?»
¿Qué deseaba?
Podía incinerar ese pueblo intrincado y maravilloso hasta los cimientos, ¿no era así? Podía iniciar tantos incendios y hacerlo tan rápido que las llamas acabarían con todas las construcciones en solo una hora sin importar las precauciones que hubieran tomado contra el fuego. Y podía atacar el propio Château con rayos de calor tan intensos que sus techos de yeso y sus murales quedarían ennegrecidos y arruinados antes de que la riada de aguas salvadoras surgiera de las tuberías ocultas. En efecto, podía fundir los cables, los sistemas informáticos, las pantallas cinematográficas, los candelabros, los candeleros. Podía utilizar toda su energía para reventar cada rincón y cada rendija, cada anexo del edificio y cada vehículo, hasta que los caballos galoparan desbocados por la noche nívea y los mortales corrieran raudos hacia sus coches y se marcharan aterrados en ellos, mientras los inmortales... ¿qué harían los inmortales? ¿Huirían por las puertas en busca del cielo? ¿O bajarían a la carrera hacia las mazmorras, a sabiendas de que la luz del sol finalmente ahuyentaría a su enemigo? ¿Y si Rhosh decidía morir en aquel intento, usando todo el poder destructor de su cuerpo y su alma cuando ellos, los antiguos, lo rodearan y con sus propios rayos intentaran que la sangre se le incendiara en las venas hasta que le estallaran los huesos?
¿Cuánto deseaba Rhoshamandes acabar con todos y con todo lo que el Príncipe amaba? ¿Cuánto estaba dispuesto a sufrir para hacer que el Príncipe se arrepintiera de haber empuñado aquella hacha para cercenar su mano y su brazo? ¿Cuánto deseaba castigar al vampiro rubio de ojos azules, ungido por aquel espíritu veleidoso e infantil que lo había enviado a él, enloquecido, al recinto de Maharet para completar esa autoaniquilación con la cual ella había estado soñando? ¿Cuánto deseaba castigar a Allesandra, Arion, Everard de Landen y Eleni por abandonarlo? ¿Y cuánto deseaba hacer daño a Benedict, al dulce Benedict que había segado la hierba bajo los pies de Rhosh, de su pasado, su presente y su futuro?
La verdad es que no lo sabía. Solo sabía que la ira lo devoraba como si fuera un fuego y que estaba en un tris, en un tris de enviar la primera descarga letal a través de la ventana del salón de baile, antes de volar sobre el castillo para enviar sus poderosas ráfagas de calor contra los tejados del pueblo y quienes dormían debajo de ellos.
¿En un tris? ¿Y por qué? ¿Porque un lamentable mutante con el cerebro más vacío que el estómago había eludido todos sus intentos de obtener información que él, Rhosh, deseaba usar contra el Príncipe? Era como si las voces del Mundo Oscuro se mofaran de él y lo escarnecieran, como si le dijeran «No eres nada y no tienes nada, y todos tus ayeres no significan ni han significado nada».
¿Bastaba eso para dar por finalizado el viaje? ¿Bastaba eso cuando era posible que ni siquiera tocara al Príncipe o al Germen que había en su interior?
¿Y quién sabía qué podía haber más allá, en aquel país sin descubrir? ¿Y si era el infierno de los griegos, los romanos y los cristianos en el cual los demonios se regocijaban al quemar a sus víctimas con un fuego inextinguible? ¿Y si no era nada, nada más que flotar en la etérea atmósfera sobre la tierra junto con espíritus inconscientes, tal como habían sido Gremt, Amel y Memnoch alguna vez? ¿Y si se descubría ahí, sin cuerpo; ni sediento ni satisfecho, sin calor ni frío, ni adormilado ni despierto; para siempre a la deriva mirando las luces de la tierra y sus recuerdos oscureciéndose y finalmente dejándolo completamente solo, con todo su sufrimiento, transformado en una cosa que podría mirar sin comprender o aparecerse a otros en virtud de una necesidad para la cual ya no tendría un nombre?
¿Acaso el aire mismo estaba hecho de almas muertas?
¿Y si una noche, flotando ahí en lo alto, más allá del amor y del odio, de la pena y el miedo, oía otra vez la música proveniente del salón de baile de un castillo allá abajo sobre una montaña, música que había amado toda su vida, y esa música organizaba una vez más sus pensamientos y emociones, y lo llamaba a descubrir que estaba tan muerto como era posible estarlo en ese extraño mundo?
Morir o no morir, esa es la cuestión. ¿No hay más nobleza en vivir atormentado y furioso que en no vivir en absoluto? ¿La había en no recordar casi nada de los hechos aciagos que lo habían llevado al extremo?
Alguien avanzaba hacia él. Alguien caminaba con rapidez, avanzando por el viejo sendero que subía entre las peñas y los árboles hacia el lugar donde estaba Rhosh, como un ángel, en lo alto de un pequeño risco.
¿Y quién podría ser? Bueno, ¿quién debía ser sino... el propio Príncipe, desde luego, el único ser que Rhosh no desintegraría hasta el infinito a menos que decidiera destruirse a sí mismo?
Rhosh observó y escuchó. La figura se apresuraba. Tenía dificultades para avanzar por la nieve profunda y saltaba con incomodidad de una roca a otra. No, ese no podía ser el Príncipe. El Príncipe era demasiado fuerte y probablemente conocía bien el bosque.
De pronto, al acercarse y llegar a una elevación situada justo debajo de él, Rhoshamandes supo con certeza de quién se trataba y se volvió, y escondió la cabeza en el hueco de su brazo derecho.
Ah, ojalá que no viniera hacia mí tan inevitable sufrimiento.
Era Benedict, de pie debajo de Rhosh, a solo unos pocos metros, su amado Benedict, quien lo había abandonado seis meses antes hecho una furia de recriminaciones y condenas para ir a buscar refugio con los mismos que habían perdonado a Benedict por el asesinato de Maharet, pero no a Rhosh.
Benedict aguardó, como si esperara una señal. Y cuando esta no llegó, se acercó más, trepando el empinado risco hasta quedar junto a él. Rhosh percibía el olor del humo del hogar en las ropas de Benedict. Oía el latido regular y poderoso del corazón de Benedict.
—Rhosh, por favor, te lo ruego, no lo hagas —dijo Benedict. El eterno niño estaba sentado junto a él y, ¡oh, prodigio!, le había pasado el brazo sobre los hombros.
—Rhosh, ellos saben que incendiaste la casa de Garekyn Brovotkin en Londres. Lo saben todo. Y si haces lo que estás pensando, si quemas aunque solo sea una parte de este lugar, lo considerarán una declaración de guerra.
Rhosh no respondió. Estaba escuchando la voz familiar, esa voz que llevaba media vida sin oír, y se preguntaba cómo podía causarle semejante dolor, un dolor que era peor que la rabia más furiosa.
—Rhosh, los ancianos te quieren muerto. —Benedict pronunció esta última palabra como lo hacen a veces los mortales, con horror por el solo hecho de expresarla en voz alta—. Ellos no han resuelto todos sus conflictos de autoridad. Marius y los más antiguos, los más antiguos de los antiguos, quieren destruirte, y el único capaz de detenerlos es Lestat.
—¿Y se supone que debo estarle agradecido? —preguntó Rhosh, volviéndose hacia su antiguo compañero.
—Por favor, no los tientes a desautorizar al Príncipe —dijo Benedict—. Él mismo ha dicho que si atacas el Château o el pueblo lo considerará una declaración de guerra.
—¿Y eso a ti qué puede importarte, mi amado y antiguo amigo? —preguntó Rhosh—. ¿Qué puede importarte a ti, que dijiste que jamás volverías a vivir conmigo?
—Ahora me iré contigo —dijo Benedict—. Por favor. Vámonos, los dos, vámonos a casa.
—¿Y tú por qué harías eso?
Benedict no contestó de inmediato. Rhosh se volvió y estudió el perfil del chico mientras este contemplaba el valle, allá abajo.
—Porque no quiero estar sin ti —respondió Benedict—. Y si vas a morir, si vas a hacer caer sobre ti la condena de quienes son lo bastante fuertes como para destruirte, pues quiero morir contigo.
Lágrimas. Una expresión juvenil y quejumbrosa. Eternamente inocente. Algo tierno que había sobrevivido a siglos de esa alquimia de Amel, algo que confiaba.
—Espero, y ruego por ello con toda mi alma, que regreses con ellos, que te reúnas con ellos, que seas parte de ellos...
Rhosh levantó una mano para indicarle que callara.
Más lágrimas. Lágrimas tan parecidas a las de ese chico inmortal, Derek. Salvo que estas eran del color de la sangre.
Rhosh no pudo soportarlo. Atrajo a Benedict hacia sí y besó aquellas lágrimas.
Benedict rodeó a Rhosh con sus brazos.
—Oh, Dios —dijo—, ¿qué somos, que esto puede significar tanto más que todo lo demás?
—Rhosh, los no-humanos vendrán mañana. Marchémonos ahora, vayámonos de aquí juntos y usemos el tiempo de que disponemos para idear algún plan. Si no pensamos en algo, tarde o temprano los ancianos desautorizarán al Príncipe. Lo sé. Yo...
—Detente —lo interrumpió Rhosh—. No temas. Lo entiendo.
—Están totalmente decididos y...
—Lo sé, lo sé. Déjalo ya.
Rhoshamandes alzó al chico como lo había hecho tantas veces y ascendió suavemente hasta que el único ruido que sintió en sus oídos fue el rugido del viento y volando aún más alto, a través de los bancos de nubes, cambió de rumbo y se fue a casa.