20

Lestat

Conmoción. Silencio. Nadie se movió ni habló. Todos los ojos permanecieron fijos en Kapetria. Entonces oí el mensaje telepático de Armand. «Ten en cuenta el peligro.»

Kapetria tenía razón en que aún quedaban dos horas hasta el amanecer. Pero yo no disponía de esas dos horas. Yo solo tenía una hora, como mucho, y me alegraba que Kapetria hubiera contado la historia en su integridad, de una sola vez.

¿Era yo suspicaz? ¿Me sentía incrédulo respecto de todo lo que había oído? No. Conocía las leyendas de la Atlántida. En realidad, sabía bastante del interés de nuestra época por la Atlántida, aunque yo mismo nunca había creído el antiguo cuento de Platón y siempre lo había considerado una mentira piadosa, principalmente porque los eruditos que yo había leído habían emitido ese juicio hacía siglos.

Percibía que Kapetria había expuesto todo con franqueza. Y también sabía que la historia había tenido un poderoso impacto sobre Amel. Durante toda la exposición había sentido las sutiles convulsiones de Amel, una tras otra, y en ocasiones lo que equivalía a una perturbación considerable, y sabía que los demás vampiros sentados a la mesa, y que eran capaces de leer mi mente, también tenían cierta borrosa sensación de estas reacciones.

Cuando Kapetria describió la explosión de Bravenna vi las mismas imágenes que había visto de forma repetida en mis sueños. Los demás de la reunión habían visto lo mismo.

Y en aquel momento, cuando Amel gritó en la historia de Kapetria, sentí un dolor quemante e inexplicable en mi cabeza.

El dolor había disminuido un poco, pero aún estaba ahí y me producía una profunda sensación de alarma que yo intentaba ocultar a los demás de forma desesperada. No recuerdo que Amel me haya causado dolor físico alguna vez. Sí, había intentado mover mis extremidades más de una vez, y yo había sentido un cosquilleo y un calambre en la mano o el pie. Pero aquello no había sido dolor. Esto era dolor. Y yo sabía perfectamente bien que el cerebro humano no tenía receptores de dolor y que los tumores cerebrales causan dolor a los humanos porque ejercen presión sobre los vasos sanguíneos y los nervios que hay en el interior del cerebro, que sí son sensibles al dolor.

¿Por tanto, cómo podía causarme dolor mi invisible amigo? No iba a preguntárselo porque entonces los demás lo sabrían y yo no quería que ellos supieran lo que estaba pasando.

Dolor o no dolor, Amel me hizo saber que deseaba hacerle una pregunta a Kapetria y hablar con ella.

Pero Fareed, de inmediato, comenzó a hacerle a Kapetria una infinidad de preguntas sobre la luracastria y la reproducción de los replimoides que yo no entendí. Los demás parecían todos absortos en esa conversación sobre termoplásticos y genomas, sobre la fortaleza absolutamente asombrosa de la seda de las telarañas del mundo natural y así sucesivamente. Kapetria estaba obviamente encantada con esa charla puramente científica y repleta de abstracciones de una opacidad mareante. Advertí que a Seth aquello le encantaba y que, en cierta medida, era el caso de David. Gregory también estaba disfrutando la charla. Pero yo quería hablar.

«¡Interrumpe —dijo Amel— y hazlo ahora!»

Sentí un súbito dolor en la mano derecha, que saltó sobre la mesa. Kapetria se detuvo en medio de una oración y se volvió hacia mí.

—Amel quiere hacerte una pregunta —dije, intranquilo. Ella estaba fascinada.

—¡Por favor! ¿Qué dice? —preguntó. Parecía que a duras penas conseguía contenerse. Derek, Welf y Garekyn estaban igual de ansiosos por saberlo.

—Primero he de decirte algo —dije yo—. A veces este espíritu no dice la verdad.

Un dolor abrasador detrás de los ojos casi me cegó. Intenté levantar la mano derecha para cubrir mis ojos y no pude. El dolor se intensificó de tal manera que me vi levantándome de la silla y empujándola hacia atrás. ¡Nunca había tenido un dolor tan intenso en el interior del cuerpo y me vi obligado a cerrar los ojos! Solté un ruido involuntario.

—¡Muy bien, bribón! —musité—. ¡Para o no le haré la pregunta! ¿Entiendes? —El dolor se detuvo, pero solo durante unos dos segundos y regresó con renovada intensidad. Era tan intenso que mis ojos se cerraron otra vez, y cuando intenté llevarme nuevamente la mano a la cabeza, un dolor me traspasó la mano derecha, un dolor lacerante que me atravesó cada vaso sanguíneo y cada tendón. Sentí que mis uñas tamborileaban contra la mesa y cuando intenté abrir los ojos solo vi una cegadora luz blanca.

Algo me tocó la mano. Oí que la gente se movía. Sentí una mano ajena sobre mi brazo derecho. El dolor continuó, pulsante, como si se hinchara detrás de mi frente y mis ojos, y después sentí que me ponían algo en las manos. Era un bolígrafo.

Alguien colocaba mis dedos alrededor del bolígrafo mientras a la vez me levantaba la mano para bajarla sobre un papel. Mi mano izquierda me cubría el rostro. Podía oír el roce del bolígrafo sobre el papel mientras mi mano escribía y hacía pausas.

«Detén el dolor, detenlo, ¿me oyes? ¡Para!»

Cuando se detuvo el dolor, yo estaba sentado en la silla y Marius estaba de pie a mi lado, sosteniéndome por los hombros de un modo a la vez protector y reconfortante.

El papel estaba ante mí. Y justo antes de que Fareed lo cogiera para dejarlo ante Kapetria, vi los pictogramas que había en él, unos trazos bastos y sinuosos.

Kapetria miró el papel durante un largo intervalo y después levantó los ojos hacia mí, impotente.

—¡Nunca aprendí a leerlos! —dijo. Parecía desanimada.

Sentí un suspiro largo y sufriente que provenía de Amel.

«Dile que no está buscando la fórmula de la luracastria en el lugar que corresponde. Debe buscar en su interior.»

Marius lo había oído, sin duda. Todos lo habían oído. Armand me envió una rápida negación telepática. Si los demás querían que dejara de soltarlo todo podrían haber dicho algo. Ninguno lo hizo.

Repetí las palabras de Amel exactamente como él las había dicho en mi cabeza.

—Ah —dijo ella. Se repantigó en su silla como si tuviera un instante de inspiración.

Sentí un pequeño tumulto en mi cabeza.

«¡No fue mi intención hacerte daño! —dijo Amel. Muy conmovido—. ¡No fue mi intención!»

—Vale, lo entiendo —dije en voz alta—. Y podemos escribir. ¡Pero hay que encontrar un modo de escribir que no me cause dolor!

Yo estaba agotado, como si hubiera estado corriendo y corriendo y me hubiera caído al suelo. Y después sentí la humedad, que debía de ser sangre, en mis ojos.

Kapetria me miraba alarmada.

Marius me ofreció un pañuelo antes de que yo alcanzara el mío. Y había sangre en él mientras me secaba los ojos.

—¡Amel, no lo hagas de nuevo! —dijo Kapetria—. Has establecido una relación parasítica con el cerebro de Lestat, Amel. Puedes hacerle daño.

—Risas —dije—. Se está riendo.

Después soltó una larga retahíla en lengua antigua, la lengua que habíamos oído en las emisiones de Benji.

—Para —dije—. No puedo repetirlo tan rápido. ¡Para!

Ahora bien, los bebedores de sangre somos grandes imitadores, todos nosotros, y poseemos capacidades prodigiosas cuando se trata de cantar y copiar una música, por eso intenté utilizar mis talentos y empecé a repetir las extrañas sílabas que Amel pronunciaba, interrumpiendo lo que él decía con mis repeticiones, hasta que finalmente empezó a hacer pausas en los momentos oportunos. Pero súbitamente avanzó con tanta furia que ya no pude seguirlo.

Otra vez sentí el estallido de dolor y en esta ocasión, antes de que me cegara, vi lo que no había visto antes, que aquello estaba afectando a David, el más joven de nosotros, a quien yo había creado hacía menos de treinta años. Entonces el dolor hizo presa de mí. Y al percatarme de lo que debía de estar ocurriéndoles a mi Rose y a Viktor, dondequiera que estuvieran, y a Louis y a todos los demás que no llevaban miles de años en la Sangre, me derrumbé. Supe que estaba tendido en el suelo y no me importó.

Kapetria hablaba sin parar de la misma manera que Amel había hablado, en aquella lengua. Ella le hablaba y él respondía, pero yo no podía transmitirle las respuestas.

De pronto Amel me estaba gritando, gritándome. Y yo le grité a él.

«¡Si no paras no puedo hacer nada! ¡Este dolor es insoportable!»

Había desaparecido. Apenas unas ligeras convulsiones detrás de mis ojos y en la nuca. Miré el techo, las brillantes imágenes pintadas que rodeaban el medallón de yeso del que colgaba el candelabro, las nubes teñidas de dorado ahí arriba y las caras sonrientes de los querubines reunidos en los rincones alejados. Parecía que no había nada de que preocuparse, ninguna necesidad de prisa ni de alarma. Solo esa extraña clase de dicha.

«Su sangre, su sangre, abre el canal y podré hablarle...»

Marius me ayudó a incorporarme. Seth estaba a mi otro lado, con su mano firme en mi nuca. Me puse de pie. Las luces me parecieron imposiblemente débiles y supe que eso era malo, realmente malo; nadie había bajado las luces. Sin embargo, la corona pulsante del candelabro, con su miríada de esferas de cristal, resplandecía a través de una nube de vapor dorado. Kapetria me miró. Sus pechos tocaban mi pecho.

No es mujer. No es una auténtica hembra de ninguna especie, sino algo carente de la distinción de masculino y femenino, es algo maravilloso.

«Bebe», me dijo Amel.

La tomé en brazos y la giré de forma tal que mi espalda quedó orientada hacia la larga mesa, aunque sabía que mi madre estaba detrás de Kapetria y veía esta intimidad aparentemente obscena mientras yo tocaba la garganta de Kapetria con mis colmillos y los empujaba a través de su piel suave y caliente, una hermosa piel de color bronce oscuro, y sentí su sangre llenar mi boca; una sangre extraordinaria.

Atalantaya. Mediodía. Un cielo tan infinitamente azul como el mar, y Amel hablando con Kapetria mientras caminan juntos, ese malvado gemelo mío, con su cabello rojo hasta los hombros, los ojos verdes y la sonrisa dúctil, la musical lengua antigua, y ahora sus palabras brillaban con sentido, «a partir de tu piel y de tu sangre, estos elementos, sin los cuales, imposible, todo replimoide, esta síntesis, acelerando la proteína y fortaleciendo y estabilizando las propiedades de...». Los dos juntos en un espacioso laboratorio y algo chispeante y maravilloso, semejante a vidrio líquido, que brotaba y crecía de un minúsculo huevo que había en las manos ahuecadas de Amel, y extendía sus brillantes tentáculos siempre hacia arriba, hacia la luz que entraba por las claras ventanas... «inevitable reacción en cadena, invasión y transformación de la sustancia..». Un cuerpo en un lecho ovalado, un cuerpo como el cuerpo de un ser humano, solo que más pequeño. «El equilibrio químico exacto, nutrientes, de mi cuerpo, de esos mejoramientos realizados en mí...» La sostuvo en sus brazos y cuando la besó su cabello rojo cayó sobre la cara de Kapetria, los dedos de él se cerraban sobre los brazos de ella...

Oh, Dios, qué sangre, qué sangre tan exquisita e irresistible, con tantos diminutos corazones palpitantes que componen el resonante pulso de un corazón que no es un corazón en absoluto. Yo estaba empapado de sangre; la dulce sangre era una fuente y cada célula de mi cuerpo estaba satisfecha y era sostenida por la sangre.

Desperté. Sus amigos la sostenían como si fuera un Cristo muerto en los brazos de Su Madre, de Juan y de José de Arimatea, y los demás eran otros tantos ángeles. Kapetria estaba reclinada sobre esta red de seguridad hecha de brazos y manos.

—¡Mi ataúd! —dije—. ¡Ponme en mi ataúd! —¿Cuándo había dicho antes esas palabras, «¡Ponme en mi ataúd!»? Y Louis no lo había hecho, Claudia no lo había hecho. Y apareció el cuchillo. Excepto que esta vez sí me estaban ayudando. Marius y David me sostenían firmemente y me estaban sacando de la sala.

—Rose, Viktor, ¿qué les ha sucedido? ¿Dónde está Louis?

Nos apresuramos por las escaleras de piedra, el amplio pasillo hacia otra escalera más y otra vez hacia las entrañas de la montaña. La música del salón de baile sonaba como una pesadilla de la Noche de Walpurgis. Me imaginé monstruos, demonios, murciélagos y brujas chocando unos contra otros.

—Alejadme de esa música.

Alguien me levantó de tal modo que caí sobre su hombro. Cuando las puertas de la cripta se abrieron olí el incienso y reconocí la luz tranquilizadora. Abajo, sí, abajo, en la seda, en la cama de seda. ¿Y quién sabía lo que haría él mientras yo estaba dormido, paralizado e imposibilitado de ayudar? ¿Podía producir ese horroroso dolor en los tiernos neófitos de todo el mundo, los jóvenes en la Sangre que sentían todo daño contra él y contra mí con más intensidad que los demás?

Fareed se arrodilló a mi lado. Me pellizcó la piel del dorso de la mano izquierda y hundió la aguja delgada y plateada de una jeringa en la carne pellizcada. No lo sentí, pero sentí la sangre abandonarme. Esa sorprendente sangre.

—¿Por qué haces esto? —le pregunté.

—Porque quiero su sangre —respondió—. Tanta como pueda conseguir.

Debía de haber tenido más de una jeringa. Giró mi mano y efectuó unos golpecitos sobre mi muñeca. Cerré los ojos. Después de un largo intervalo los abrí.

Yacía ahí, como un muerto en exhibición durante su velatorio. Una luz tenue y trémula. Paredes de mármol. Una guarda de hojas de acanto que recorría los cuatro lados del techo rectangular de esta pequeña cámara. Las estrellas pintadas en el azul profundo del techo.

Junto a mí estaba Seth, inmóvil y en silencio, sentado en el largo banco de mármol; Seth, el más antiguo de todos nosotros, bueno, el segundo después de Gregory, pero él era mucho más un bebedor de sangre de su época original que Gregory, y me miraba con su rostro estrecho, oscuro y solemne.

—¿Qué he hecho? —musité—. ¿Qué he revelado?

—Ella murmuraba cosas, se las murmuraba a ellos y a nosotros —dijo Fareed—. Dijo que la luracastria es lo que nos une a todos; es una gran red de luracastria subatómica, pero está viva...

Silencio. Fareed se había marchado. Todos se habían marchado.

Yacía solo en la semioscuridad. Una vela ardía sobre la repisa de mármol, junto a mi féretro. Me sentía mareado y con náuseas.

—... entonces, proviene del interior de su cerebro —dije—, de su alma, de su yo astral, que sobrevive en forma sutil, como nanopartículas de luracastria, viene de su cerebro inmortal y la luracastria es el único y más importante componente o elemento superviviente.

Sí. Sí, eso es. Para modificarme y hacerme inmortal como un replimoide, utilizaron una sarta de elementos sintetizados que yo extraje, estudié, desarrollé y que finalmente vi, conocí, separé y convertí en luracastria, todos esos elementos originales de la Tierra, transformados en luracastria por mí, contemplad los compuestos químicos, contemplad la luracastria, la bella luracastria, inyectada otra vez en mí, luracastria, en mí, contemplad la luracastria, cantad el canto de la luracastria en mí, una nueva síntesis, y cuando los depósitos químicos de la Torre Creativa se alzaron en llamas y humo, contemplad las llamas y el humo, cuando las vibrantes explosiones estallaron una tras otras y los muros fluyeron como sirope hacia el agua en llamas, desintegrado yo ascendí en llamas, desmembrado... manos, brazos, piernas y cabeza, hecho añicos en un estallido, yo aún podía verla, contemplad mis partes tragadas por las llamas, mis partes más diminutas chisporroteando y ennegreciéndose, y mi torso convertido en fragmentos en un estallido, devorado por las llamas, pero mi «yo» ascendió y ascendió, y cuando mi cráneo estalló, «yo» fui libre.