21
Lestat
Recordaba cómo me había descrito Marius el cuerpo vacío del rey Enkil después de que la reina Akasha lo hubiera despertado y vaciado de toda su sangre, que el cuerpo había quedado tendido ahí, como un objeto hecho de vidrio, vacío y translúcido. Y así había quedado el cuerpo de Mekare, como algo translúcido semejante al plástico.
¿Entonces, eso es lo que nos está sucediendo a nosotros? ¿Esa luracastria subatómica va invadiendo y transformando lentamente cada célula de nuestros cuerpos mientras estos retienen su naturaleza autorreplicante y nos vamos transformando lentamente en luracastria?
El sol se había puesto hacía dos horas. Yo estaba en mi dormitorio con Rose en mis brazos, Rose con su adormilada cabeza sobre mi pecho. Viktor, mi hijo, estaba junto a mí. Rose era tan reciente que parecía humana en todo, hasta en su piel rubicunda, y yo sentía su cuerpo blando, blando y tierno, contra mí. El cabello, negro como ala de cuervo, le cubría el rostro, y su vestido largo y blando de seda color borgoña se adhería a sus extremidades bellamente formadas. Mi hijo estaba extenuado a causa del dolor de la noche anterior. Sentado en posición erguida, tenía los brazos entre las rodillas, los ojos azules fijos en algún punto lejano, y su cabello amarillo y corto centelleaba a la luz de los candeleros de la pared. Se veía regio aun vestido con camisa y pantalón de camuflaje verde oscuro, su rostro tan parecido al mío y a la vez tan diferente, de proporciones más elegantes, su boca suave, aunque tenía los ojos entrecerrados y su expresión era de ira.
Ambos habían sufrido el atroz ataque de la noche anterior. También Louis debía de haberlo sufrido, aunque no dijo una palabra al respecto. En realidad, todos los no-muertos del Château habían experimentado alguna versión de aquel ataque. O eso parecía. En un momento dado, David había perdido el sentido. Rose también. Viktor se había aferrado a la conciencia de forma obstinada, determinado a observar el fenómeno.
—Lo transformé en colores —me estaba diciendo Viktor—. Vi el dolor en rojo y amarillo, y en su peor momento era de un blanco puro. No conseguía imaginar qué había pasado. No podía. Y de la Sala del Consejo no salió nadie a decírnoslo. No nos atrevimos a movernos. Cuando sucedió, Louis sostuvo a Rose. Yo quería sostenerla, pero no lo conseguí.
Louis estaba sentado en una silla cercana, tranquilamente resplandeciente con sus ropas escogidas por Lestat, la inevitable chaqueta de terciopelo azul, las capas de encaje fino y sutil en el cuello, y la esmeralda brillando en su dedo. Sus botas parecían de ónix.
En mi interior, Amel habló.
«No fue mi intención producir ese dolor, no era mi intención que hubiera ningún dolor; no podía detener el dolor. El dolor no era la finalidad.»
Era la primera vez que Amel hablaba desde que yo estaba despierto. No había estado ahí durante la primera hora, en la que permanecí, obediente, dentro del féretro, en mi lecho de satén color crema, sin poder arriesgarme a ver los últimos rayos del sol.
Le hablé en silencio.
«¿Ahora qué quieres?», pregunté.
«¿Querer? —El largo suspiro, un suspiro tan particularmente suyo que lo habría reconocido aunque lo oyera entre una multitud de otros suspiros—. Querer.» —Esa no era una pregunta. Solo era un comentario. Silencio. El fuego crepitaba detrás de la rejilla antichispas de metal.
La estancia se me hizo visible. Una habitación digna de un príncipe.
—Escuchadme todos —dije—. Amel no tuvo la intención de producirnos ese dolor. Intentará con toda su voluntad no volver a causarnos ese dolor.
Viktor asintió.
Rose se agitó contra mi hombro.
—Aunque solo han sido seis meses —dijo ella—, ha sido toda una vida.
—No digas eso —dijo Viktor—. ¿Qué, nos organizamos un funeral incluso antes de estar muertos? —Me miró—. ¡Padre, no dejarás que esos replimoides nos destruyan!
Se levantó, mirándome, con los brazos cruzados. Hombros potentes, un buen cuerpo. Ningún padre del mundo ha pedido jamás un hijo mejor.
—¡En el Château están todos apesadumbrados! —dijo—. ¿Cómo pueden estar tan apesadumbrados?
Asentí para mostrarle que entendía lo que decía, pero yo no tenía palabras.
—Mi madre sintió el dolor —dijo—. Ha llamado desde París. Debe de haberse sentido en todo el mundo. Benedict y Rhoshamandes deben de haberlo sentido. Ojalá supiera cuántos de nosotros hay en todo el mundo.
—Nadie lo sabe, ni siquiera Amel —añadí.
Una ligera pulsación en la nuca, un tenue espasmo de los vasos sanguíneos bajo la piel de mis sienes.
Yo no conseguía dejar de ver el cuerpo de Mekare como una cáscara vacía. ¿Era todo luracastria? ¿La luracastria subatómica transforma las células en una luracastria más resiliente y en continuo perfeccionamiento, que finalmente se hace inmune al sol, casi totalmente inmune, excepto en mi caso, el del hospedador del cerebro de Amel?
En mi interior, Amel no dio ninguna respuesta.
Acunando con cuidado a Rose en mis brazos, me puse de pie y la coloqué cuidadosamente en el sofá. Le besé la cabeza.
—Pase lo que pase —le dije trasladando mi mirada primero a Viktor y después a Louis—, lucharé por nosotros y por lo que somos. Somos las extrañas flores de esta entidad, pero él se ha descubierto a sí mismo a través de nosotros y sabe que lo amo, y lo amo más con cada descubrimiento que hacemos sobre él, y sé que él tiene que amarnos, tiene que saber...
«Te amo.»
—Y no hay ninguna razón —proseguí— para que este sea nuestro final. Ahora mismo no hay ninguna posibilidad imaginable de que Kapetria o los demás replimoides puedan desear acabar con esta relación. No están esperando, bisturí en mano, para liberar a Amel de mí porque no tienen dónde colocarlo.
«Eso es verdad.»
—Ahora voy a volver arriba y a trabajar con los demás en la búsqueda de alguna solución.
—¿Dónde han ido? —preguntó Louis—. Cuando desperté me dijeron que algunos de ellos habían abandonado el pueblo cerca de las dos y que los demás siguen aquí a la espera de alguna medida contra Rhoshamandes.
—Es así —dije yo—. Se han marchado doce. Doce. Y se han quedado los cuatro más antiguos.
—¿Quieres decir que multiplicaron su número en un día? —preguntó Louis.
—Eso parece —respondí—. Sospecho que cada uno de ellos ha producido a otro. Eso haría un total de dieciséis. Resta a eso los cuatro más antiguos y tienes los ocho que se han marchado, dos de los cuales son mujeres y todos los demás varones. Esa información me llegó más temprano, mientras aún estaba en la cripta.
Yo notaba el rechazo y la alarma mezclados en sus rostros.
—No sufren cuando se multiplican, ¿no? —preguntó Rose—. Simplemente, lo hacen.
—¿Cómo puedo saberlo? —pregunté—. Pero ¿por qué os alarmáis? El hecho es que podrían haberlo hecho con facilidad en cualquier momento. ¿Qué necesitan, más que una habitación segura en la cual pueda tener lugar el proceso?
Antes, al despertar, había pensado que era nuestra tarea informar al resto de la Corte sobre lo que se había dicho en el Salón del Consejo, pero Marius y Gregory ya lo habían hecho. Y las noticias habían viajado con rapidez.
—Ahora hay otras cosas de las que debemos hablar —dije—. Gregory, Seth, Teskhamen y Sevraine se han marchado en busca de Rhoshamandes. Salieron aun antes de que yo abriera los ojos, porque ellos despiertan antes que yo. Arion los siguió enseguida, y también Allesandra, Everard de Landen y Eleni. Como sabéis, ellos son neófitos de Rhosh. Creo que tienen la intención de matarlo.
—Pero no les has dado tu autorización para hacerlo, ¿verdad? —preguntó Louis. Lo preguntó de una manera tan neutral que no conseguí interpretar si estaba a favor o en contra de ello.
—No —respondí—. Sospecho que han ido a dejar claro a Rhoshamandes que no puede hacerles daño a los replimoides, igual que no puede intentar hacernos daño a nosotros.
Parecieron aceptarlo, y percibí, como me había sucedido tan a menudo en los últimos seis meses, que todos o casi todos esperaban que yo dijera ciertas cosas y cuando lo hacía, sobrevenía un inevitable alivio, por el momento.
—No veo ninguna salida para Rhoshamandes —dijo Louis con voz suave. No me estaba retando. Solo reflexionaba.
—Bueno, existe, al menos, la posibilidad de la paz —dijo Rose. Se quitó el cabello de los ojos y durante un instante se miró la mano, las uñas. Ahora mismo, sus uñas eran el único rasgo que traicionaba su condición sobrenatural. Brillaban. No podía evitar mirarlas, fascinada por su lustre. Luracastria.
—Una oportunidad, sí —dijo Viktor—, pero, francamente, ojalá Rhoshamandes no existiera. ¿No tenemos bastante por lo cual preocuparnos sin él?
—Ya es hora de que me muestre y haga lo que esté en mis manos para calmar a los demás. Tengo que salir al salón de baile, no hay alternativa.
—Iremos contigo —dijo Louis.
Avancé por la larga serie de salones conectores que había entre donde estaba yo y el salón de baile del castillo, mi cubil con pretensiones. La música sonaba, como siempre, y esa noche eran Sybelle en el arpa y Antoine que dirigía a los cantores de Notker, que interpretaban el delirio monosilábico de un desenfrenado vals derivado de la Danse macabre de Camille Saint-Saëns, que llevaba las melodías a alturas salvajes.
Al entrar en el salón, vi que estaba repleto y que casi todos los bebedores de sangre bailaban, solos, en pareja o en un círculo de compañeros. Solo unos pocos estaban sentados, aquí y allá, algunos atrapados por la música como en un trance. En la multitud había por lo menos cien recién llegados o vampiros llegados en el último tiempo, y si había pánico por los replimoides, la verdad es que yo no lo veía. Rendirse a la música, rendirse al baile, eso es lo que importaba en el salón, o eso me pareció, y los rostros se encendían al verme, me hacían reverencias al verme, me saludaban los andrajosos y los enjoyados.
De inmediato, Zenobia, divinamente ataviada, me tomó de la mano y me condujo a la pista de baile.
—Estoy tan agradecida por que Marius se haya quedado con nosotros... —dijo. Su complexión y su rostro eran delicados, y su refinado cabello negro y brillante estaba hábilmente trenzado con sartas de perlas. Ojos que habían mirado Bizancio, ojos que habían visto la basílica de Santa Sofía en todo su esplendor.
—Yo también me alegro. Pero ¿por qué lo hizo? —pregunté.
—Lo expresaron de este modo —respuso Zenobia—. Era posible que algunos no volvieran de su visita a Rhoshamandes, por lo cual resultaba imperativo que, si las cosas salían mal, hubiera aquí bebedores de sangre fuertes para ayudarte y orientarte. —Una voz tan dulce hablando inglés con un fuerte acento que le daba un encanto particular.
—Entiendo —dije—. ¿Y Avicus?
—Bailando —dijo ella con una rápida sonrisa. Hizo un gesto elegante con su manita que significaba «por ahí». Era tan encantadora como la había descrito Marius al encontrársela por primera vez en Constantinopla, hacía tantos siglos. Y yo encontré especialmente atractivo que utilizara ropas de hombre de fina confección, una chaqueta de cintura estrecha con lentejuelas en las solapas, pantalones ajustados con un brillo trémulo y una brillante camisa de seda turquesa.
Antes de darme cuenta estábamos dando vueltas, describiendo círculos salvajes y entonces ella me cedió a la encantadora Chrysanthe de cabello café, que llevaba un arremolinado vestido blanco con diamantes en el pecho que encandilaba. La música se aceleraba hacia un frenesí.
—¿Y de Gregory? ¿Tienes noticias? —pregunté, porque sin duda su esposo de la Sangre le habría informado lo que tal vez no nos decía al resto de nosotros.
—No sé nada —respondió—. Pero no tengo miedo. Con todo, no descansaré hasta que regrese. Deseaba ir con él, pero Gregory no quería oír hablar del tema. Ninguno de ellos estuvo dispuesto a escucharme.
—Yo debería estar con ellos —dije. Pero los demás se habían opuesto de plano. ¿Por qué no me atacaría Rhoshamandes, sintiéndose al borde del precipicio, en un intento de destruirnos a todos?
La danza continuó hasta hacerse vertiginosamente rápida. Vislumbré a Davis y Arjun tocando en la orquesta; Davis, esta vez el oboe, y Arjun el violín. Y estaba el propio Notker el Sabio cantando con su coro de voces soprano masculinas y femeninas, y Antoine dirigiendo con tanta fiereza que lo suyo era una danza en sí misma.
Estaba Marius, con su larga túnica y su cinto rojo, sentado al margen, conversando rápidamente con Pandora, y Gremt Stryker Knollys, el espíritu encarnado, observándome a mí y cada movimiento mío mientras David Talbot, sentado junto a él, le hablaba sin conmoverlo. Gremt me necesitaba, me llamaba en silencio, sin una señal visible.
—Discúlpame —le dije a Chrysanthe—. Hay algo que debo hacer.
Asintió indicándome que comprendía. Pero sostuve su mano mientras le hacía una seña a David para que se acercara y, cuando llegó, la entregué en sus caballerosos brazos. Me dirigí hacia Gremt. Cuando me vio se levantó y se dirigió a las puertas que daban a la terraza de piedra. ¿Creían los más jóvenes que él era un vampiro más? ¿Lo desdeñaban los más antiguos por haber fundado la Talamasca, la organización que los había acosado? Al parecer, podría haberme pasado cada noche en la Corte hablando con los nuevos bebedores de sangre o reuniéndome con los antiguos que llegaban constantemente, para descartar los «exagerados» rumores de su desaparición. Por favor, Quinn, mi amado Quinn, alguna noche, si nos quedan muchas, entra por estas puertas.
Gremt no intentaba evitarme. Con sus miradas por encima del hombro, más bien parecía pedirme que lo siguiera afuera. El aire estaba helado y la terraza cubierta de nieve, pero el cielo lucía notablemente claro y límpido, y la nieve congelada crujía bajo mis botas.
Gremt se detuvo junto a la baranda y miró abajo, el pueblo. En mi época, esta terraza no existía. Había sido añadida al Château por mis trabajadores, y ofrecía la mejor vista del pueblo, de su sinuosa calle, su taberna y sus casas tenuemente iluminadas. Regía el toque de queda para los humanos del pueblo, pero se les permitía ir y venir de la taberna, y yo podía ver las figuras furtivas en los adoquines recién barridos y algunos demorándose contra la pared, como fantasmas oscuros, mirando hacia el Château y quizá mirándonos a nosotros, de pie el uno junto al otro, aunque los ojos mortales no podrían haberme visto coger la mano de Gremt.
Kapetria y su estirpe de replimoides esperaban noticias sobre Roland y Rhoshamandes allá abajo, en la posada que recreaba la posada en la cual, siglos antes, me había emborrachado hasta vomitar con mi amante Nicolas, había enfrentado por primera vez mi mortalidad y se me había ido la cabeza.
La mano de Gremt. Tan cálida, tan humana. Gremt era el retrato de la dignidad: el cabello sedoso y bien peinado como el de una estatua griega, el cuerpo alto y formidable cubierto con un thawb largo y negro de apariencia clerical, una vestimenta que al parecer le agradaba mucho. ¿Y qué pensaba esa noche? ¿Por qué yo no podía leer su mente ni la mente de los replimoides? Así sea. Cuando estuviera listo para ello, él me diría qué significaban para él las revelaciones que había hecho Kapetria. Debían de haberlo sacudido hasta la médula.
Capté un olor a sangre, como si fuera algo que Gremt pudiera liberar a voluntad, y detrás oí los brincos de su misterioso corazón y sentí el pulso en su muñeca.
Sangre inocente, ahí estaba la sugerencia otra vez, ese susurro de Amel en una voz que no necesitaba palabras. «Su sangre, sí, ahora.» Mi boca sabía a sangre. «La quiero, la quiero, su sangre.»
—¿Eso es lo que quieres? —le pregunté a Gremt—. ¿Quieres que te haga a ti lo que le hice a ella?
—Quiero averiguar a qué sabe la sangre de este cuerpo y qué ves mientras la bebes —dijo él con una voz débil y angustiada—. ¿Qué crees que esa mujer replimoide podría decirte sobre lo que he hecho, sobre mi encarnación? —Entonces, aquello era mucho más importante para él que las revelaciones sobre Amel.
—Es posible que pueda decirnos mucho —dije—. Y tal vez pueda decirnos cosas que no deseamos saber. Pero pronto se irá, eso dicen, y nadie puede persuadirla de que se quede. Ella y su familia se marcharán en cuanto sepan que Roland y Rhoshamandes ya no constituyen una amenaza para ellos.
Amel me estaba provocando. Mi sed era insoportable. Y, una vez más, hablaba de sangre inocente.
¿Qué es lo que resulta tan delicioso de la sangre inocente? ¿Qué la hace ser como flores primaverales que se desgranan en las manos o como un ave que aletea en la prisión de los dedos? ¿O como la piel de un bebé o los pechos de una mujer?
Detrás de nosotros, la música y la luz tendían un velo dorado sobre el salón de baile. La voz destemplada y apasionada de un violín se separó de las corrientes desesperadas del vals y cantó sobre la soledad, como siempre hacen los violines. ¿Era Arjun, o Antoine había cogido su violín?
Aparté a Gremt llevándolo por la dura costra de nieve hasta que nos devoraron las sombras de una esquina. El pueblo ya no se veía porque ahora estábamos demasiado lejos del borde de la terraza, y la noche, allá en lo alto, era tan clara que parecía haber mil veces más estrellas que lo habitual. La nieve brillaba, tan blanca como la luna. La nieve brillaba entre los bosques de las montañas que nos rodeaban, embellecía las almenas y se posaba en motas sobre el cabello de Gremt.
Ese cuerpo me parecía tan hermoso como cualquier otro cuerpo que yo hubiera abrazado en el pasado. Amel tarareaba el vals en una voz tan baja que apenas podía oírlo. Aparté el cabello negro y suave del cuello de Gremt, le cogí su fuerte brazo derecho y me introduje en él, preguntándome cómo podría reaccionar ese cuerpo fabricado ante un ataque como el mío. ¿Había dejado que otros hicieran lo mismo? Sin duda Teskhamen, su socio en la Talamasca, lo había hecho. No, nunca. La sangre manó con tanta rapidez y con tanta fuerza que sentí que mis labios y mi rostro se humedecían con ella, algo que nunca sucede. Sin embargo, no podía volver atrás, la sangre salía demasiado rápido y el corazón latía con la regularidad de una campana de fuego.
Sangre deliciosa y seductora, sangre con sal, sangre que es todo lo que la sangre debe ser, y su mente se abrió, como la carne dorada de un melocotón en los viejos tiempos, cuando yo estaba vivo y me encantaba la fruta del estío, la embriagadora dulzura de la fruta fresca de los árboles del pueblo, justo ahí, en ese pueblo, Nicki y yo tendidos en el pajar, comiendo fruta fresca hasta que nos dolían los labios.
Vi un firmamento de estrellas y una gran guerra de seres vaporosos sin rostro que aullaban y luchaban unos con otros usando fragmentos de frases y burlas; gritos de dolor y después la tierra, allá abajo, con sus grandes extensiones de agua negra brillando bajo la luz del cielo, y la tierra sembrada de luces artificiales y tejados centelleantes y delgados caminos, y el viento rugía en mis oídos y los dos éramos Gremt, Gremt andando por uno de esos caminos, andando con pasos palpables, y cuando nos volvimos, de los grandes bosques oscuros que nos rodeaban nos llegó un torrente de aire helado y hojas muertas que nos golpeó con fuerza, como una lluvia de clavos. Ira, ira dondequiera que miráramos, la ira de los espíritus, y entonces apareció él, de pie ante mí, con los brazos extendidos y preguntó: «¿Soy de carne y hueso? ¿Lo soy? ¿Qué soy?» La imagen vaciló, se debilitó, se hizo borrosa. Dios santo, ¿estaba muriendo? Tuve que reunir todas mis fuerzas para retirarme. Amel gritó y siseó y otra vez sentí el dolor, el dolor en mis manos porque él me obligaba a resistir y el dolor subiendo en mi nuca. Gremt cayó en la nieve.
«¡Para, maldición, para o te juro que dejaré que te metan en un frasco desde donde no puedas hacernos daño!»
Acabó. Nada desaparece tan rápido como el dolor. Cuando desaparece, ya está. Porque la mayoría de las veces el dolor no desaparece.
Me puse de rodillas junto a Gremt. Estaba demacrado y casi tan blanco como la nieve. Tenía los ojos entrecerrados y resplandecían como lo hacen los ojos de los animales cuando están muertos.
—¡Gremt! —Le giré la cabeza hacia mí con ambas manos. Cálida, cálida de vida, cálida de deseo de vivir.
Sus ojos se abrieron y se fueron aclarando lentamente.
Permanecimos juntos y en silencio durante un instante eterno. La nieve caía. Una nieve ligera y silenciosa.
—¿Era buena, la sangre? —susurró.
Asentí. Y dije algo que él probablemente no comprendería.
—Sangre inocente.
—¿Qué he hecho? —musitó. Parecía mirar más allá de mí, a las estrellas. ¿Veía espíritus ahí arriba? ¿Los oía de una forma que resultaba imposible para mí?
—¿Están observándonos? —pregunté.
—Siempre están observándonos —respondió—. ¿Qué más tienen que hacer? Sí, están observando. Y se preguntan qué he hecho, igual que yo me preguntaba qué había hecho Amel. ¿Y cuántos más descenderán?
Lo ayudé a ponerse de pie, pero me pidió que esperara, que le diera otro momento. Su respiración era irregular y el latido de su corazón también tenía un matiz irregular.
Finalmente estuvo listo. Seguramente ningún mortal del planeta vería en Gremt otra cosa que un humano, excepto, quizás, alguna bruja talentosa que conociera los múltiples misterios, ella podría adivinar lo que era, pero los demás no. Y Amel tenía razón en cuanto a que Gremt ya no era capaz de dispersar las partículas. No necesitaba preguntárselo. Yo sabía que era así. Porque si le hubiese sido posible dispersarlas eso es lo que habría sucedido el entrar yo en su sangre.
Lo conduje de regreso al remolino de luz dorada y música del salón de baile. Estaba somnoliento y moroso, pero por lo demás se encontraba indemne. Avanzamos entre quienes bailaban y quienes estaban de pie, al margen del baile. Avicus apareció en el rabillo de mi ojo y junto a él estaban el pelirrojo Thorne y el rostro divertido y oscuro de Cyril.
—¡Ave, Príncipe majestuoso! —dijo Cyril entre dientes. Pero ni la sonrisa ni las palabras eran en sorna; nada más que Cyril, comentando la situación. Y los comentarios de Cyril siempre tenían un acento irónico. Esa noche llevaba para el baile una elegante vestimenta blanca y negra, y era divertido verlo: Cyril, el habitual de cuevas y tumbas poco profundas engalanado hasta con gemelos de oro. Casi me da por soltar una carcajada.
—Sí, el Príncipe majestuoso —dije mascullando en voz baja—. Justo lo que necesitamos, ¿no? —Esa era mi mejor imitación de un gánster neoyorquino y a Ciryl le encantó; se rio entre dientes.
Ayudé a Gremt a sentarse en el único sofá que encontramos en la sombra total, una otomana adornada con brocado situada bajo un candelero con las velas extinguidas de las cuales subían hilillos de un humo acre. Lo sostuve con firmeza.
—¿Qué has visto? —le pregunté—. ¿Qué has visto en mí?
—Esperanza —dijo Gremt—. Esperanza de que contigo lo superaremos.
En absoluto lo que yo esperaba.
—¿Y no lo viste a él?
—Te he visto a ti.
Gremt tenía los ojos fijos en la gran masa de vampiros que bailaban bajo los candelabros indistintos. Y sin ningún indicio de ironía, la orquesta y las voces entonaron a todo volumen y por todo lo alto el Vals del Emperador de Strauss. Eso produjo risas en toda la colorida muchedumbre, que empezó a hacer burlas con volteretas y pasos exagerados; los andrajosos recién llegados brincaban con tanto orgullo como aquellos que vestían lentejuelas y se adornaban con resplandecientes oro y plata. Vi a Rose bailando con Viktor, ella con la cabeza hacia atrás, dejando que su cabello suelto flameara y a su alrededor, neófitos con los rostros rosados como pétalos, como el de ella, y mi hijo, erguido y elegante como un príncipe europeo, guiando a Rose por las florituras vienesas. Viktor se lo tomaba tan en serio... Viktor quería que todo saliera bien. Viktor creía en el poder del fasto.
Hasta Gremt reía con suavidad y su cabeza se movía ligeramente al son de la música alegre y festiva. Pero entonces entraron los timbales, las trompas y las cuerdas oscuras para darle al vals esa tensión que la compañía tanto apreciaba.
¿Por qué era importante, por qué dependía tanto de ello, inmortales reunidos ahí en una comunidad desenfrenada, en esa fortaleza, contra el mundo humano?
—Pero no entiendo —dije. Acerqué mis labios al oído de Gremt—. ¿Qué tiene que ver nuestro destino con el tuyo? ¿Por qué podría darte esperanza?
Se volvió bruscamente y me miró como si necesitara verme para comprender lo que acababa de decir. Después preguntó.
—¿Y quién querría seguir adelante sin ti?
Me quedé mirándolo, atónito.
—¿Y qué hay de Amel? —pregunté—. ¿Qué hay de toda la historia de Kapetria? Al final no has dicho nada. ¿Era lo que siempre habías deseado saber?
—¿Qué? —preguntó—. ¿Que Amel no nació malvado y fue un paladín del bien cuando estaba vivo? No era lo que esperaba. Pero ¿eso ahora tiene alguna importancia? Fue importante ayer y lo fue el año pasado, y el siglo anterior a este, y el siglo que le precedió a ese. Pero no sé si ahora importa. Yo estoy aquí y estoy vivo, y esa mujer puede ayudarme, aunque no sé cómo ni por qué.
Asentí. Pensé en lo que Kapetria podría hacer por el fantasma de Magnus. Y seguramente Magnus estaba por ahí, invisible, observando.
—¿Por qué debe marcharse? —me preguntó Gremt—. ¿Por qué no puede quedarse? Gregory le suplicó que se quedara y también lo hicieron Seth y Teskhamen. Cuando te fuiste, anoche, le ofrecieron el oro y el moro. Gregory le dijo que podría construir los laboratorios que quisiera en París, que podría tener plantas completas de alguno de sus edificios, que nadie se metería jamás en lo que hacía. Pero ella dijo que no, que debían marcharse, ponerse de acuerdo entre ellos, conocerse. ¿Y si no los volvemos a ver?
—Bueno, eso tal vez sería lo mejor que podría sucedernos —dije—. Pero ¿qué te impide irte con ella?
—Pero eso es todo. No le dijo a nadie adónde iba. Seguía repitiendo «Ahora no, todavía no, ahora no».
—Tal vez tiene que ponernos a prueba, Gremt —dije—. Tal vez tiene que asegurarse de que no la estamos engañando, de que la dejaremos marchar. Y nosotros debemos salir airosos de esta prueba. Si no lo hacemos, todo lo que le hemos dicho acerca de la lealtad en la familia será una mentira. —Gremt no respondió.
—Estoy exhausto —susurró—. Tengo que recostarme en mi cama.
Por supuesto. Le había extraído suficiente sangre para dejar a un mortal al borde de la muerte.
Lo ayudé a ponerse de pie otra vez e hice un gesto a Cyril.
—Llévalo a su habitación —dije—. Ahora necesita dormir. Llévale todo lo que quiera.
Sin decir una palabra, Cyril se hizo cargo de Gremt.
Parecía que la música había subido un punto su volumen. Algo radiante y apetecible estaba ante mí. Era mi Rose, con sus faldas largas de color borgoña arremolinándose en torno a ella, los zapatos de tacón de aguja con las correas enjoyadas.
—Padre, baila conmigo —dijo. Sus dientes eran muy blancos contra sus labios rojos. No podía rehusar. Súbitamente Rose me guiaba describiendo grandes círculos entre la cambiante multitud, y bailábamos más rápido de lo que yo jamás había bailado. Tuve que reírme. No podría parar de reírme. La sangre de Gremt me había avivado. A nuestro alrededor la gente se inclinaba y aplaudía. Rose cantaba el largo canto monosilábico de los cantores de Notker y la orquesta parecía crecer en volumen y tamaño. Este es nuestro lugar, pensé, nuestro salón de baile, nuestro hogar. Nosotros, que siempre habíamos sido despreciados, nosotros, los detestados, quienes siempre habíamos sido condenados, esta es nuestra Corte.
Girando y girando por el suelo, y yo no veía nada más que el rostro de Rose inclinado hacia arriba, sus labios rojos y sus ojos resplandecientes.
Esperanza... de que contigo lo superaremos.
Y en algún lugar, más lejos, a mi derecha, vi a los espectros danzando, Magnus con la fantasmal novia de Teskhamen, nada más ni nada menos que la grácil y seductora Hesketh. ¿Qué siente un fantasma al bailar? ¿Acaso un día ellos serían tan sólidos como ahora lo era Gremt, atrapados en cuerpos construidos por ellos mismos? ¿Acaso Kapetria construiría espléndidos cuerpos de estilo replimoide para sus antiguas almas?