22
Rhoshamandes
¡Qué grupo de bebedores de sangre tenía ante él! Los más antiguos, aquellos cuyas mentes él apenas podía penetrar y sus propios neófitos, que se habían puesto contra él, cuyas mentes siempre habían sido impermeables al amor más intenso que les había profesado y a los peores sufrimientos que había soportado.
—Y cuando nosotros, cada uno de nosotros, fuimos tomados prisioneros por los Hijos de Satán, nos diste la espalda —gritó el amargado y desagradecido Everard de Landen, ese dandi pequeño y frágil, con su chaqueta de diseño y sus delicados zapatos italianos.
—¿Y qué hiciste tú por los demás, Everard, cuando te liberaste? —le espetó Benedict, el pobre y leal Benedict, de pie junto a él—. Cuando te liberaste de los Hijos de Satán, nunca volviste a ayudar a los demás. Te ocultaste en Italia, eso es lo que hiciste.
—Y cuando nos torturaron y nos hicieron creer en el viejo credo satánico —dijo Eleni, llorando, llorando lágrimas de sangre—, no hiciste nada para ayudarnos. Tú, que eras tan fuerte. ¡Ay, nunca imaginamos cuán fuerte eras, cuán antiguo eras, ni que habías existido desde mucho antes que la tierra en que nosotros habíamos nacido tuviera nombre!
—¿Por qué no nos ayudaste? —preguntó Allesandra, quien supuestamente lo había perdonado. ¿De verdad quería que su Rhosh lo confesara todo de nuevo?
—Deseaba la paz —dijo Rhosh. Se encogió de hombros. Permaneció contra el muro, junto al hogar vacío y ennegrecido, incapaz de moverse; el poder colectivo de Gregory, Seth y Sevraine lo retenía ahí. ¿Cuándo se transformarían esos rayos telepáticos en ráfagas de calor? ¿Cuánto tardará en arder alguien tan antiguo como yo?, se preguntó. No había pretendido utilizar aquel poder cruel contra Maharet. Había usado una simple arma mortal para atacar su cabeza, su cerebro.
Ay, si nunca hubiera ido aquella noche a su complejo, si nunca hubiera creído a la Voz, si la Voz nunca lo hubiera embaucado.
Y aquí estaba ahora, condenado tanto por lo que había hecho como por lo que no había hecho, condenado por no haber sido lo bastante fiero para luchar contra los Hijos de Satán que habían capturado y atormentado a sus neófitos, maldito por haber dado muerte a la gran Maharet.
Benedict prosiguió con la defensa.
—¡Lo maldicen y escupen sobre él, dondequiera que vaya! Dondequiera que vaya. ¡Es la marca de Caín!
—¿Y qué creías que sucedería? —preguntó Sevraine, quien jamás levantaba la voz—. El Príncipe te ha permitido marcharte, pero no podía prometerte un manto de invencibilidad ni de invisibilidad. ¿Qué creías que sucedería al entrar atrevidamente en las grandes ciudades donde cazaban los más jóvenes?
—¡Qué es lo que queréis de mí! —preguntó Rhosh—. ¿Qué? ¿Esto no es más que el preludio de una ejecución? ¿Por qué prolongarlo? ¿En beneficio de quién me decís todas estas cosas?
—Jamás volverás a atacar a ninguno de nosotros —dijo Gregory con voz uniforme.
—¡Ah, tú, de lealtad tan frágil! —dijo Rhoshamandes con desdén—. Y yo que estuve a tu lado cuando la Madre te apresó a causa de tu amor por Sevraine. ¿Ha caído un velo de olvido sobre aquella época en que te serví con toda mi alma en los Sangre de la Reina? ¿Qué me enseñaste sobre la autoridad, sobre los monarcas, sobre los inmortales presuntuosos que se inventaban cuentos acerca de «derechos divinos»?
—No te he dicho nada acerca de derechos divinos —dijo Gregory en voz baja—. Retuviste aquí al inocente Derek, al indefenso Derek, cuando sabías que nosotros éramos atacados por esos replimoides. Lo sabías y a pesar de ello no hiciste nada para traérnoslo. Y tú sabes lo que queremos.
—Dinos dónde se esconde ese Roland, el que lo retuvo durante diez años.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó Rhoshamandes—. ¡Por qué traicionaría al único bebedor de sangre del mundo que fue mi amigo después de que todos vosotros, sí, todos vosotros, me proscribierais y me obligarais a vagar en el exilio! ¿Y qué más me daba si Roland tenía cautivo a ese extraño? ¿Acaso soy el custodio de Roland? ¿Soy, acaso, el custodio de alguien?
—Ahora son nuestros amigos —dijo Seth—. Son nuestra familia y exigen justicia por lo que le sucedió a Derek. La exigen para sellar el acuerdo de paz con nosotros.
Benedict se acercó a Rhoshamandes otra vez y Rhosh le indicó por gestos que se alejara.
—Que esto no sea lo último que vea —le dijo a Benedict—, que tú eres destruido conmigo. Te lo suplico. Eso no.
—Bien —les dijo Benedict a Gregory y a Seth—. Tenía a Derek aquí. Rhosh le cortó el brazo a Derek del mismo modo que el Príncipe le cortó el brazo a Rhosh. ¡Sin duda hay algo que él puede hacer o decir para resolver esto! No creo que el Príncipe quiera algo así. Sé que no. El Príncipe estaría aquí si eso fuera lo que quiere.
Tenía el rostro lleno de lágrimas de sangre. Pobre Benedict. Rhosh no soportaba ver a Benedict sufrir así y repentinamente cayó en la cuenta de que si ellos acababan con esto, cuando acabaran con esto, él ya no estaría y no habría nadie que consolara a Benedict y Benedict estaría solo, realmente solo por primera vez en todos estos siglos.
De repente, Rhoshamandes se sintió tan cansado, tan agotado al pensar que eso podía extenderse toda la noche, y le volvió un fragmento de sabiduría que había recogido hacía siglos de un emperador romano, un apreciado estoico, que no importa cuánto hayas vivido, todo lo que tienes que perder es el instante presente de la muerte. Sonrió. Porque ahora parecía cierto.
No es mucho lo que se ha escrito en las páginas de la filosofía mortal que sirva también a los inmortales, pero Marco Aurelio tenía razón. Había escrito que se puede vivir tres mil años o treinta mil años y que todo lo que tienes que perder es la vida que vives en ese instante. Sentía que divagaba. Oía sus voces mezcladas, pero no sus palabras.
—Benedict, vuelve con ellos. Márchate y vuelve con ellos.
¿Esa era su voz? De pronto parecía ser dos personas, el que estaba retenido contra la pared, con los brazos colgando e indefenso, y el que observaba cómo se iba desarrollando todo. Y entonces así acababa todo. Ojalá pudiera ver una ópera más, una buena producción más del Fausto de Gounod, realizar una caminata más por la grandiosa ópera de Praga, o de París. Ahora no podía oír a sus acusadores. Oía esos encantadores sonidos destemplados que hace una orquesta al afinar sus miles de instrumentos. Ecos en un teatro engalanado. Oía la última canción de Margarita del final de Fausto, Margarita al borde de la muerte. Ah, qué encantador recordarla con tanta nitidez, casi a la perfección. Podía oír su voz elevándose triunfal. Podía oír el coro angelical. Y se sintió libre, como siempre que oía aquella música, sin importar dónde estaba ni qué momento era. Sintió que nada podía importunarlo ahí, en el gran teatro engalanado de su mente, mientras pudiera escuchar esa música en su cabeza.
Pero algo lo estaba haciendo volver. La música se hacía más imprecisa, más débil, y él no podía recuperarla. Podía ver a Marguerite, una figura minúscula en un escenario inmenso, pero no podía oírla.
Bajó los ojos con reticencia y permitió que enfocaran otra vez la asamblea de acusadores. «¡Juzgado!», dijo Mefistófeles. Pero ¿qué estaba sucediendo?
Roland estaba de pie ante él. Roland. Y ese que estaba junto a él era Flavius, el viejo esclavo griego, y Teskhamen, el poderoso Teskhamen a quien él no había conocido en las épocas antiguas, sostenía con firmeza a Roland por el brazo derecho. Lo habían encontrado, lo habían traído a través del viento y la lluvia, y Roland estaba ahí. Su rostro era una máscara de terror. Arion también estaba aterrorizado. Y Allesandra, su fiel Allesandra, había alzado las manos para cubrirse los ojos. Parecía que todos hablaban a la vez.
La figura de Roland estalló en llamas. Las llamas brotaron de su corazón, de sus extremidades. Rhosh no podía creer lo que veía, Roland girando y girando y las llamas reduciéndolo a un gran cilindro que daba vueltas, pero no se oyó ni un sonido de Roland, ninguno de los presentes emitió ningún sonido, ninguno. Y las llamas se lanzaron hasta el techo y danzaron y se derrumbaron sobre sí mismas hasta que no hubo otra cosa que llamas. Y después no hubo llamas.
El fuego se extinguió. No se oía ningún ruido en la habitación. Había algo horrendo sobre el suelo de piedra. Algo tan espeso, oscuro y nauseabundo como el hollín de la chimenea.
Benedict lloraba, Benedict, el único que lloraba por Roland; ese era el único sonido en la habitación.
Rhosh cerró los ojos. Podía oír el mar que golpeaba la isla y el viento que entraba veloz por las grandes ventanas en arco abiertas, el viento que azotaba la delicada tracería gótica de las ventanas. Benedict sollozaba.
Un peso chocó contra Rhosh.
Era Benedict, aplastado contra Rhosh, de espaldas a él y con los brazos extendidos. Durante un instante Rhosh quedó libre de la presión de los rayos telepáticos e intentó con todo su poder lanzar a Benedict a un lado, pero Benedict no cedía y finalmente estaba utilizando toda su fuerza, finalmente estaba aprendiendo cómo utilizarla para permanecer ahí mientras los otros sostenían los brazos de Rhosh.
—Muy bien —dijo Seth, el despiadado Príncipe, el orgulloso Príncipe de Kemet—. Prométenos que jamás volverás a atacarnos, a ninguno de nosotros ni a ninguno de ellos.
—¡Lo promete! —clamó Benedict—. Rhosh, díselos.
Sevraine se adelantó y se volvió hacia los otros.
—¡E informad a todo el mundo que nadie lo acusará ni lo escupirá ni lo maldecirá ni se mofará de él de ningún modo! ¡Que aquí acaba todo!
Cuando nadie dijo nada, Sevraine alzó su voz otra vez.
—¿Para qué sirve una corte, un príncipe o un consejo si no podéis dar esa orden? Roland ha muerto, ya no existe, castigado por lo que hizo. ¡Ahora Rhoshamandes, por favor, dales tu palabra, y tú, tú y tú, dadle lo que él desea!
Benedict se giró, abrazó a Rhosh y colocó su cabeza contra la de Rhosh.
—Por favor —musitó—. O yo moriré contigo, te lo juro.
Rhosh hizo a un lado a Benedict con suavidad.
—Me arrepiento de lo que hice —dijo Rhosh. Y era verdad, ¿no? Estaba arrepentido. Podría haberse encogido de hombros otra vez ante la pura ironía de todo. ¡Por supuesto que estaba arrepentido! Se arrepentía de haber sido siempre tan tonto y haber hecho todo tan mal; se arrepentía de haber permitido que los Hijos de Satán capturaran a sus neófitos y lo expulsaran a él de Francia. Estaba tan arrepentido, tan arrepentido por todo. Parecía que lo estaba diciendo en voz alta y a quién diablos le importaba que ellos no tuvieran idea de qué es lo que realmente significaba.
—¡Pero quiero acudir a la Corte! —dijo.
Permanecieron frente a él, como piezas de ajedrez sobre un tablero.
—¡Y no limpiaré ese hollín abominable que habéis dejado en mi suelo!
Benedict puso un dedo sobre los labios de Rhosh.
—Yo lo limpiaré —musitó—. Lo haré yo.
—Ven tú mismo a la Corte y pregúntale al Príncipe si puede aceptar lo que propones —dijo Gregory—. Y escúchame bien, si vuelves a atacar a uno de nosotros otra vez, a cualquiera de nosotros, tu familia de bebedores de sangre, o «a los replimoides», será tu fin.
Silencio.
—Muy bien —dijo.
Desaparecieron. Así de rápido, ya no estaban. Los cortinados largos y pesados apenas se movieron en sus barrales. Una onda recorrió el enorme tapiz que cubría la pared más alejada y todos esos señores y señoras franceses lo miraron de reojo.
Rhosh salió de la habitación antes de haberlo decidido. En su dormitorio, buscó la única silla que le había gustado realmente y descansó su cabeza sobre el alto respaldo de madera. Ahí todavía ardía el fuego civilizado encendido al atardecer y el reloj de oro indicaba, desde la pared, que aún no era medianoche.
Cerró los ojos. Se durmió.
Cuando despertó, el reloj le dijo que había dormido una hora, y vio que alguien había cubierto las ascuas y avivado el fuego. La visión de las llamas, que siempre le resultaba reconfortante, ahora le producía frío. Se miró las manos, tan blancas, tan inhumanas y, sin embargo, tan fuertes. Volvió a reposar la cabeza, vagamente consciente de que el reloj daba la una.
Dormir. Soñar.
Después Benedict y él yacieron en el lecho, el uno junto al otro.
—¿Acudirás a la Corte a hablar con el Príncipe? —preguntó Benedict.
—No —dijo mirando hacia arriba, el interior del baldaquino—, pero nadie me dirá que no puedo ir.
Benedict recostó su cabeza sobre el pecho de Rhosh.
Rhosh quería decirle tantas cosas... decirle a Benedict cuánto lo amaba, decirle que nunca había visto tanto valor, decirle que jamás, jamás mientras recorriera la Senda del Diablo olvidaría el coraje de Benedict... Pero no dijo ninguna de esas palabras, porque las palabras no podían hacer justicia a los sentimientos que Rhoshamandes abrigaba en su interior y las palabras exigían demasiado esfuerzo y degradaban el amor, el perfecto amor que él sentía y siempre había sentido por Benedict.
Acarició los cabellos de Benedict.
Fausto...
En algún lugar del mundo, seguramente, una compañía de ópera estaba interpretando Fausto. ¿Cómo podría haber compañías de ópera en el mundo y ninguna que ofreciera el Fausto de Gounod? Y mañana por la noche o la siguiente o la noche después de esa, encontrarían esa compañía de ópera; buscarían su hogar palaciego. Después caminarían juntos, como mortales, como simples mortales vestidos de gala, por los largos pasillos alfombrados, rodeados del latir de los corazones humanos, del calor del aliento humano, y entrarían en el palco adornado con terciopelos y baños de oro, y se sentarían en la acogedora oscuridad, seguros entre la muchedumbre humana, y oirían la voz de Marguerite elevándose en el final, y todo sería perfecto una vez más.
Después de todo, odiar a la gente causa un montón de problemas, ¿no? Y estar enfadado causa problemas. Y es todo un problema preocuparse por nociones tan abstractas como las de culpa y venganza.
El Príncipe le parecía lejano y sin importancia. La Corte no significaba nada para él. Ni siquiera Roland significaba nada. No podría haber salvado a Roland. Roland estaba muerto. Pero esa criatura, tendida a su lado, esa criatura que era su Benedict, lo era todo para él. Y no sabía por qué eso lo hacía llorar.