23

Derek

Le había tomado tiempo, o mejor dicho una larga noche escuchando a Kapetria y recordando, y un poco de tiempo cerca de ella, con ella, pero finalmente ahora era capaz de ver a aquellas criaturas como seres de una belleza innata y no como las sanguijuelas blancas que lo habían retenido cautivo y lo habían torturado. Y especialmente aquellos dos.

Marius y Lestat. Eran las dos de la madrugada y todo el grupo de replimoides dormía —excepto los más recientes de los recién nacidos, que se estaban dando un silencioso festín de carne fría y vino, famélicos como al parecer venían al mundo los replimoides— cuando se oyó que alguien llamaba a la puerta.

Derek lo oyó y se incorporó en la cama. Después despertó Dertu, que dormía a su lado, y ambos escuchaban la voz de Kapetria. Todo estaba bien. Lo supieron por el tono firme de su voz.

Ahora estaban reunidos en las habitaciones de Kapetria, en la parte delantera de la posada. Sus pintorescas ventanas de vidrio emplomado miraban hacia el pueblo dormido y las cortinas, de un blanco puro, sin duda bloquearían la visión a cualquier fisgón humano. Pero no había nadie despierto, a pesar del hecho de que, cuando el viento callaba, podía oírse la música de pesadilla que provenía del Château. Y si uno salía e iba hasta la parte superior de la calle, era posible ver a esos extraños seres, una comunidad de seres extraños que se movían detrás de las ventanas, por habitaciones y pasillos inundados de brillante luz amarilla.

Lestat y Marius. Eran hermosos, innegablemente, majestuosos ciertamente, y desde el principio le parecieron a Derek un padre y su hijo.

Lestat se reclinó en su silla, inclinada contra la pared, como un vaquero hollywoodense en una película del Oeste, con el tacón de una bota enganchado en un travesaño de la silla y la otra bota sobre el asiento que tenía delante de él. Llevaba el rebelde cabello largo atado en la nuca. Pero Marius estaba inmóvil y erguido en su silla, como si jamás en toda su larga vida inmortal se hubiera doblado, encorvado o relajado. Los dos vestían de rojo. El Príncipe llevaba un abrigo de terciopelo y vaqueros planchados; Marius una larga túnica de lana gruesa que podría haber sido de una vestimenta cortesana en cualquier reino del mundo antiguo durante un milenio.

—Pero ¿está realmente muerto? —preguntó Derek—. Me refiero a que se quemó, pero ¿eso significa que realmente no puede volver?

Era Marius quien había hablado todo el tiempo y Marius respondía ahora.

—Puede que vosotros seáis capaces de sobrevivir a una pequeña quema como esa —dijo—, pero nosotros no. Roland llevaba quizá tres mil años en la Sangre. Eso lo hacía ser un bebedor de sangre poderoso, pero no imposible de incinerar.

Marius usaba la frase de Derek, pero no se burlaba de él. El vocabulario preferido de Marius incluía palabras como «inmolado», «incinerado» y «aniquilado», así como frases como «eliminado sin dilación».

—Eso lo vimos seis de nosotros —dijo Marius— y, por supuesto, Rhoshamandes también lo vio. Fue un ejemplo para Rhoshamandes, quien se rindió. Rhoshamandes tiene consigo otra vez a su compañero, Benedict. Y también Benedict lo vio. Entre el fuego que consumió a Roland y el amor que consume a Benedict, Rhoshamandes se ha ablandado y nos ha dado su palabra.

—¿Le crees; que no intentará hacernos daño? —preguntó Kapetria.

—Le creo —dijo Marius—. Podría equivocarme, pero le creo. Y, de momento, si uno solo de nosotros actúa por su cuenta e intenta aniquilarlo, bueno, habría una terrible discordia. Créeme, en el fondo de mi corazón no tengo ni una pizca de amor por esa criatura, pero pienso que el perdón de Rhoshamandes debe ser la piedra angular de lo que estamos intentando construir.

El Príncipe blanqueó los ojos y sonrió.

—Ahora, a causa de Benedict, Rhoshamandes no quebrantará la paz —dijo el Príncipe mirando fijamente a Derek—. Puede convivir con los desaires y puede convivir con el fracaso. Está protegido del letal orgullo por una casi letal mezquindad de su alma.

—Y es de mayor utilidad vivo que muerto, para vosotros —dijo Kapetria.

Marius pareció evaluar el asunto.

—Miles de años antes de que yo comenzara mi existencia, él ya estaba vivo, vagando por el mundo, como solemos decir. —Hizo una pausa—. Lo cierto es que no queremos... —Le falló la voz.

—Entiendo —dijo Kapetria—. He leído suficientes de vuestras páginas para entenderlo. —Así llamaba ella a sus libros, sus «páginas».

Marius asintió y sonrió. No sonreía a menudo, pero cuando lo hacía, durante un instante, adquiría una apariencia juvenil y humana, en lugar de la de un antiguo romano tallado en un friso.

—Y ahora tenemos mucho que hacer —dijo el Príncipe—. Debemos desarrollar un credo, establecer normas, crear alguna forma de hacer cumplir esas normas.

Marius mantuvo los ojos en Kapetria.

—¿Y ahora adónde irás? —preguntó—. ¿De verdad te marcharás sin decirnos dónde podemos encontrarte?

Era la continuación de una discusión del día anterior y Derek sintió que todo su cuerpo se tensaba, temeroso de que, después de todo, esas criaturas no fueran a permitirles marcharse, que nunca hubieran tenido la intención de dejarlos marcharse.

Pero Kapetria se lo tomó con calma.

—Marius, tenemos nuestros propios lugares. No dudo de que entenderéis cuánto necesitamos pasar este tiempo juntos.

—Sé que os estáis reproduciendo en este mismo instante —dijo Marius— y no os culpo por ello. Pero ¿cuándo os detendréis? ¿Qué pensáis hacer?

—Como te dije anoche —dijo Kapetria—, necesitamos pasar este tiempo juntos para conocernos unos a otros. ¿No puedes verlo desde nuestra perspectiva?

—Lo veo, pero me preocupa —respondió Marius—. ¿Por qué no aceptáis la oferta de Gregory de vivir y trabajar en París? ¿Por qué os separáis de nosotros con tanto secreto si todos hemos jurado ser amigos eternamente?

¿Qué pensaba ahora el Príncipe, el Príncipe que sonreía y miraba el infinito mientras escuchaba?

—Aunque solo sea porque debo responder sus preguntas —dijo Kapetria— sobre todo lo que he aprendido acerca de nosotros mismos durante los últimos años. Y tengo que estudiar a los nuevos. Necesito comprender mejor qué saben y qué no, y cómo se transmite el conocimiento que tienen, cuáles son las cualidades que posee ese conocimiento de los nuevos y cuáles podrían ser sus debilidades. Mirad, estoy siendo completamente franca con vosotros. Mi primera obligación es con la colonia y tengo que aislar a la colonia.

La colonia. Era la primera vez que Derek oía a Kapetria utilizar esa palabra. Le gustaba esa palabra, «colonia». Pues sí que somos una colonia en este mundo, reflexionó.

—¿Por qué no os quedáis por aquí —preguntó el Príncipe— y trabajáis con Seth y Fareed? Ya sabéis que Fareed ansía que lo hagáis. Vale, anoche volaron algunas chispas, pero no ha sido nada. Fareed está deseando trabajar contigo. Piensa en lo que podríais conseguir todos juntos, tú, Seth y Fareed.

Si hasta hablaba como un pistolero de wéstern hollywoodense, pensó Derek. Parece una espléndida estatua de porcelana, pero habla como un pistolero, arrastrando las palabras. El francés puede ser hermoso cuando se lo habla arrastrando las palabras y el inglés puede ser hermoso cuando se lo habla con acento francés y arrastrando las palabras. Pero más allá de cómo hablara, parecía sincero y eso llenaba de cariño el corazón de Derek. La sonrisa del Príncipe resplandecía más que la de Marius porque el Príncipe sonreía con los ojos y los labios, y Marius sonreía principalmente con los labios.

—Seguramente, juntos lograríamos grandes cosas —dijo Kapetria—. Ese es el futuro que todos deseamos. Pero antes que nada de eso suceda necesitamos nuestro tiempo a solas. Y os pido que confiéis en nosotros. ¿Confiáis en nosotros, no?

—Por supuesto —dijo el Príncipe—. ¿Y qué haríamos si no confiáramos en vosotros? ¿Creéis que os obligaríamos a quedaros? ¿Creéis que intentaríamos encerraros bajo el Château como hizo Roland con Derek en Budapest? Por supuesto que no. Es solo que no esperaba que os marcharais tan pronto.

Kapetria no estaba cediendo, pensó Derek. No les estaba dando nada. Y él no entendía del todo por qué. ¿Por qué no se quedaban en la seguridad del Château o, mejor aún, por qué no establecían una nueva residencia en París, bajo la sombra del gran Gregory Duff Collingsworth? Gregory les había ofrecido lo que quisieran. Les había ofrecido recursos más allá de sus sueños.

—¿Y qué haréis con la información que os ha dado Amel? —preguntó el Príncipe—. Os hemos abierto puertas. Y las puertas permanecen abiertas. Pero no puedo evitar preguntarme qué haréis. Me lo pregunto por lo que soy y por lo que he sido. —Igual que un vaquero, tan directo.

—Por favor, recuérdalo —dijo Kapetria—. Nos consideramos la Gente del Propósito, del nuevo propósito que asumimos en Atalantaya. Jamás haremos algo en perjuicio de la vida sensible. Somos como vosotros. Vosotros sois como nosotros. Estamos vivos, todos lo estamos. Pero debemos disponer de un tiempo para nosotros.

—¿Y qué hay de Amel? —preguntó el Príncipe—. ¿No queréis aprender de Amel de una forma más directa?

—¿Cómo podríamos aprender de él directamente —preguntó Kapetria— cuando esa comunicación te puede causar un dolor tan atroz y toda la tribu siente ese dolor cuando tú lo sientes?

—El dolor era antes de que bebiera de ti —dijo el Príncipe—. Creo que podríamos intentarlo de nuevo.

—Hay otros modos —dijo Marius—. Amel puede hablar a través de cualquier bebedor de sangre. Podría hablar a través de mí. Soy muchos siglos más antiguo y más fuerte que Lestat. Y el dolor que yo sienta no lo sentirán los demás. —Su voz tenía un matiz frío, pensó Derek, pero la frialdad no parecía personal.

Kapetria estudiaba a Marius con los ojos entornados.

—¿Y qué habéis aprendido vosotros de Amel? —preguntó Kapetria—. ¿Es quien pensabais que era? Tal vez os pregunto qué habéis aprendido de Amel a través de mí.

Silencio. Derek estaba sorprendido por su silencio y su inmovilidad. Cuando no hablaban parecían estatuas.

Entonces habló el Príncipe y por primera vez su voz era fría.

—Creo que Amel te dijo cosas en la Sangre —dijo— que no pudimos compartir.

Kapetria no respondió. Mantuvo la mirada al Príncipe y no ofreció ningún indicio de lo que había en su mente.

—Creo que os dijo cosas que tal vez no sabíais —dijo el Príncipe. Después se encogió de hombros, se irguió un poco y volvió a mirar la lejanía—. Naturalmente —dijo—, me pregunto por qué queréis marcharos tan pronto. Me pregunto qué os dijo. Me pregunto si de verdad somos amigos, familia, compañeros de viaje de los milenios. ¿Cómo podría no preguntármelo?

—No quiero decepcionarte —dijo Kapetria. Su voz había adquirido un tono nuevo, más oscuro. Pero no era hostil. Solo más serio, como si la admisión le hubiera sido extraída por la fuerza—. Algo me dice que vosotros, los dos, pensáis muy rápido sobre la marcha. Yo no pienso así.

—Hay tantas preguntas que no habéis hecho... —dijo Lestat—. No me habéis preguntado si ahora Amel recuerda quién es y esa parece una pregunta de enorme importancia.

Kapetria lo miró con cuidado antes de responder.

—Yo sé que ahora recuerda quién es, Lestat —dijo—. Lo supe anoche, en la Sangre. Supe que es nuestro Amel y que recuerda quién es y nos recuerda a nosotros.

El Príncipe esperó un momento y después asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo, desenfocó los ojos y después volvió a mirar a Kapetria—. No puedo hacer que cambies de opinión, ¿verdad?

—No —respondió ella—. Pero ¿creerás en nosotros? ¿Te fiarás de nosotros? ¿Confiarás en que volveremos pronto?

Derek imaginó que para ella eso era lo más parecido a un sentimiento profundo.

El Príncipe volvió a vacilar.

—Amel tiene algo más que decirte.

—¿Qué es? —preguntó ella.

El Príncipe extrajo un trozo de papel de su chaqueta y se lo tendió por encima de la mesa. Era papel fino para cartas, doblado por la mitad dos veces.

Kapetria lo abrió, Derek pudo leer con facilidad el texto escrito en caracteres alfabéticos grandes y perfectos sin necesidad de inclinarse sobre ella. Era lo que Dertu le había dicho por teléfono a Kapetria que hiciera, que si debían comunicarse por internet utilizara palabras fónicas producto de una transliteración de la antigua lengua de Atalantaya usando el alfabeto latino. Y al oír en su mente las sílabas escritas, las comprendió: «No podéis hacerle daño. Lo amo. No podéis hacerles daño. Los amo. Debéis encontrar un modo de hacerlo sin dañarlos, ni a él ni a ellos. O no se hará.»

Ella levantó la mirada y sonrió.

—Muy bien —dijo.

—¿Qué dice? —preguntó el Príncipe.

—¿De verdad no lo sabes?

—No. —Encogió los hombros otra vez—. No me ha dicho lo que significa. Solo lo repitió una y otra vez, y me dijo que debía darte este mensaje. Que no podías marcharte sin este mensaje. Y por eso lo escribí un momento antes de venir a verte. ¿Tiene sentido?

—Sí —respondió ella—. Tiene sentido. Pero ¿no le corresponde a él decirte qué significa?

—Probablemente —dijo el Príncipe. Se enderezó, dejó que las patas de la silla descansaran en el suelo y se puso de pie.

Kapetria lo miró con una especie de maravillado asombro, pero Derek se puso de pie por respeto. Marius también se levantó de su asiento, rodeó la mesa, pasó junto a ellos y se dirigió hacia la puerta.

Kapetria se levantó con lentitud. Dobló en cuatro la hoja de carta y se la guardó en el cuello del vestido. Lo hizo con cuidado, como si tuviera un significado ceremonial. Después les hizo un gesto para que esperaran. En silencio, fue hasta el dormitorio y regresó con un frasco lleno de sangre.

Derek estaba asombrado. Observó con recelo mientras ella colocaba el frasco en la mano del Príncipe.

—Esta es mi sangre —dijo Kapetria—. Dásela a Fareed. Él quería mi sangre, ¿no? Bueno, esta es una muestra pura. Quiero que la tenga, que haga lo que pueda con lo que descubra en ella.

El Príncipe deslizó el frasco en el bolsillo de su chaqueta e hizo una reverencia.

—Gracias —dijo. Soltó una carcajada—. Esto hará extremadamente feliz a nuestro científico loco, tal vez más de lo que nosotros podemos imaginar.

Kapetria extendió sus brazos hacia el Príncipe.

Se abrazaron con fuerza y permanecieron abrazados un largo intervalo.

Después, Kapetria habló.

—Ahora déjame decirle a Amel, a través de ti, que lo entiendo —dijo—. Y que te amo y nunca te haré daño.

El Príncipe sonrió, pero no era una sonrisa espontánea e inocente.

Asintió con la cabeza.

—Y tú, Derek, deja que te abrace a ti también —dijo el Príncipe—. Has soportado muchos sufrimientos. Perdónanos por lo que te ha sucedido. —Se abrazaron y después Marius extendió la mano para despedirse.

Estaba bien haberlos tocado, sentir su piel. No había sentido el escalofrío que temía. Por más poder que tuvieran, los recubría un calor humano genuino, y eso estaba bien.

Con todo, ahora que ellos bajaban las escaleras, Derek sintió una pequeña oleada de gozo porque Roland estaba muerto. Roland había sido castigado por lo que le había hecho a Derek. Roland había perdido su «inmortalidad». Roland ya no existía. Que Arion hubiera ayudado en el castigo de Roland, eso también alegraba a Derek, aunque no se sentía bien por alegrarse de la muerte de una criatura viviente. Se le ocurrió de forma repentina que cuando se marcharan a un lugar seguro, todos estarían felices porque la muerte ya no sería parte de su vida y el temor tampoco sería parte de su vida, y serían una colonia y una familia en su pequeño mundo propio. Le volvió aquella profunda sensación de Atalantaya, como le había ocurrido la noche anterior, al oír la historia de Kapetria sobre las noches cálidas en Atalantaya; cuando parecía que todas las cosas vivientes eran felices y prosperaban, y había música en las esquinas, y las pequeñas cafeterías y restaurantes y las flores perfumaban el aire, cuando los árboles altos y esbeltos, con sus hojas verde amarillentas, proyectaban sombras como encajes sobre los adoquines, y los pájaros cantaban, todos aquellos pájaros diminutos que vivían bajo la gran cúpula de Atalantaya y de los que no habían dicho una sola palabra, ninguno de ellos; «contemplad esos pájaros».

Kapetria fue hacia la ventana y cerró la cortina blanca. Derek, junto a ella, los miraba salir, bajo la farola situada sobre el cartel de la posada; después las figuras desaparecieron.

Kapetria soltó una risita de deleite.

—¿Has visto en qué dirección se fueron?

—No —dijo Derek—. Sencillamente desaparecieron.

—Ah, si pudiéramos movernos así.

Kapetria se quedó mirando la calle vacía. Derek oía el eco sordo de los tambores de la música que llegaba desde el Château.

—Es Marius quien gobierna, ¿no es así? —preguntó en un susurro.

—En realidad, no —respondió ella, mirando aún hacia fuera y arriba, por encima de los tejados puntiagudos que había enfrente—. Yo también lo creí al principio. Pensé que era algo obvio. Pero me equivoqué. Es el Príncipe quien gobierna. Es el Príncipe quien ha decidido confiar en nosotros.

—¿Por eso le diste la sangre? —preguntó Derek—. ¿Estás segura de que tenías que hacerlo?

—Sí, estoy segura —respondió Kapetria—. No te preocupes, Derek.

—Si tú lo dices... —dijo Derek. Ya se sentía mejor. Sentía que nunca más podría pasarle nada malo si Kapetria estaba con él. Pensó en todas las veces que Roland había bebido su sangre. Y pensar que existía ese médico bebedor de sangre, Fareed; y lo que habría dado por estudiar su sangre.

Kapetria aún miraba afuera, hacia la noche.

—Marius reunirá al consejo —dijo Kapetria— y hará todo el trabajo de elaborar un credo para ellos, unas normas y medios para castigar a los que las quebranten, y se ocupará de que todo eso se haga con dignidad y honor. Pero Marius está enfadado, enfadado con los otros vampiros antiguos. Está enfadado porque durante siglos ninguno de ellos ofreció ayudarlo a cuidar de la Reina cuando Amel estaba en su interior. Observaban de lejos, pero jamás lo ayudaron. Todo está en sus páginas. Puedes leerlas tú mismo, después.

—¿Por qué no lo ayudaron? —preguntó Derek con el mismo tono suave en que había hablado ella.

—Esa es una pregunta que solo ellos pueden responder —dijo Kapetria. Dejó la cortina y se sentó de nuevo, con los brazos cruzados sobre el pecho—. En todo caso, Marius hará el trabajo que debe hacerse, pero es el Príncipe quien lo sostiene todo. Y el Príncipe ama a Marius, y eso basta para que Marius haga lo que debe hacerse.

Gravitas —dijo Derek. Se quedó mirándola—. Marius posee gravitas.

Kapetria sonrió.

—Sí, esa es la antigua palabra romana para referirse a esa cualidad que él posee, ¿no?

Derek asintió con la cabeza. Pensó de forma vaga en todos los libros que había leído en español e inglés antes de que aquel horroroso monstruo, Roland, lo capturara como a un pájaro en el hueco de sus manos. Pensó en todo lo que había aprendido cuando nada parecía importar, mientras vagaba solitario buscando y soñando con seres que creía que no volvería a encontrar jamás. Bueno, eso había acabado y todo lo que había leído ahora resurgía en él de formas nuevas y maravillosas. Deseaba leer las páginas vampíricas, como Kapetria las había llamado siempre. Quería leer poesía e historia y todos los libros sobre la leyenda de la Atlántida que ella le había descrito, los libros que ella había leído y estudiado en la biblioteca de Matilde, en la ciudad de Bolinas, California, donde Kapetria y Welf habían llegado a la costa como amantes tallados en piedra. Deseaba ir a todos aquellos lugares que Kapetria le había descrito, a los que había ido en sus intentos por encontrar restos del «reino perdido de la Atlántida». Y deseaba con todo su corazón oír la voz de Amel. Ojalá el Príncipe hubiera permitido a Derek oír esa voz. Ojalá no hubiera habido dolor.

Derek advirtió que Kapetria le sonreía del modo más afectuoso. Lo inundó la calidez, la sensación de seguridad, la sensación de ser capaz de ser feliz otra vez.

—Chico guapo —dijo ella.

Kapetria volvió a la ventana y, levantando la cortina, miró hacia la calle una vez más. Durante un instante Derek pensó que Kapetria iba a llorar. Y nunca la había visto derramar una lágrima. Ella se volvió hacia él con esa expresión adorable que le derretía el corazón.

—Pero ¿por qué no le dijiste al Príncipe lo que había dicho Amel? —Derek pronunció aquellas palabras en la voz más baja que le era posible. Ningún humano podría haberlo oído. Pero los vampiros, ¿quién sabe qué podían oír?

—Amel se lo dirá —dijo ella.

¿Por qué parecía tan triste? Todavía tenía la mirada perdida, ahora en dirección al Château.

—Ven —dijo súbitamente—. Ahora tenemos que hacer las maletas.