24

Fareed

Estaba sentado ante el ordenador, en su apartamento del Château y escuchaba todo lo que Marius y Lestat habían venido a contarle. Seth, como era habitual, permanecía en perfecto silencio. Fareed quería ponerse a trabajar en la nueva muestra de sangre. La sangre que había extraído de Lestat estaba contaminada con sangre vampírica, pero esta era pura sangre replimoide, fresca y aún tibia.

—¿No tienes idea de qué decía el mensaje? —preguntó Fareed.

—No —respondió Lestat—. Pero fuera lo que fuera, era breve. Y Amel me insistió para que se lo diera justo después de la muerte de Roland. Él sabía que Roland había muerto, aunque no me lo dijo. Solo me recitó el mensaje y yo fui a la biblioteca y lo escribí. Hice una copia, por supuesto.

Extrajo del bolsillo un trozo de papel y se lo extendió a Fareed, después dio media vuelta y comenzó a caminar lentamente en círculos por el centro de la alfombra, con las manos cruzadas en la espalda y con toda la apariencia, pensó Fareed, de un hombre del siglo dieciocho. Puede que fuera su cabello, atado detrás de la cabeza como un joven Thomas Jefferson o un retrato de Mozart. Y la levita con el faldón acampanado.

Fareed examinó las palabras con meticulosidad. Volvió a estudiarlas una y otra vez. Intentó relacionarlas con los mensajes telefónicos que también había estudiado una, y otra, y otra vez. Seth, de pie a su lado, miraba el papel.

—No puedo descifrarlo —dijo Fareed.

—Ni yo —dijo Seth—, pero es interesante verlo transliterado de este modo. Los pictogramas eran imposibles.

—¿Y qué piensas? —preguntó Fareed.

Lestat suspiró y prosiguió con su caminata.

—No lo sé. Se marchan y hacerlo es su prerrogativa, y pasará lo que tenga que pasar. Eso es lo que mi mente me dice. Ahora bien, ¿mi corazón está de acuerdo con mi mente?

Se detuvo y tenía ese rostro inexpresivo que siempre significaba que Amel estaba hablando, pero si era así lo que le decía también era un misterio, porque Lestat no dijo nada, aunque retomó la caminata.

Entonces se oyó que alguien llamaba a la puerta.

—Pasa, por favor —dijo Seth.

Era la doctora Flannery Gilman y llevaba un hato de papeles en las manos.

—Te he estado llamando con insistencia —le dijo a Fa­reed sin saludar a ninguno y sin siquiera dirigir un gesto a Lestat.

De todos los médicos que Fareed había iniciado en la Sangre, la doctora Gilman era a quien él más quería. Ella lo había ayudado en la creación de Viktor, lo más parecido a un hijo que tendría Fareed. Ella había atraído a Lestat hacia los breves instantes de pasión erótica que una infusión de hormonas le había permitido tener. Entonces había engendrado a Viktor, había dado a luz a Viktor y lo había criado y cuidado hasta que Viktor pudo cuidarse solo.

Ahora ambos eran bebedores de sangre, Flannery y Viktor, y eran el único par de bebedores de sangre de todo el mundo que eran madre e hijo, además de Gabrielle y Lestat.

—Tienes que ver esto, todo, ahora —dijo Flannery—. Puedes colocarlo sobre la pantalla, si quieres, pero lo he examinado y he indicado con círculos todo lo pertinente. Te ha mentido. Te ha engañado.

—¿Qué quieres decir? ¿Quién? —Lestat se volvió como si alguien lo hubiera arrancado de un sueño.

—Fareed me pidió que examinara cada solicitud, cada orden de compra, cada lista de adquisiciones, todo, desde el comienzo mismo de los registros. Y así lo he hecho. ¡He extraído todo lo que ha comprado para cada experimento, cada proyecto, cada ensayo!

Fareed estudió los papeles moviendo los ojos a velocidad sobrenatural sobre los impresos, sobre los múltiples círculos hechos con bolígrafo por Flannery, sobre los subrayados, volviendo las páginas con rapidez. Después llevó toda la pila de papeles a un lado de la mesa para poder extender las páginas sobre la superficie.

—¿Qué sucede? —preguntó Seth.

—¡Entiendo perfectamente lo que quieres decir! —dijo Fareed. Levantó la mirada hacia su amado mentor y luego la dirigió a Lestat—. Desde sus primeras semanas en Col­lingsworth. Pero ¿cómo ha conseguido salirse con la suya? Ah, ya veo. Usando los nombres de los asistentes.

—Y busca los montos duplicados en las anotaciones —apuntó Flannery—. Grabadoras, reclamaciones de paquetes robados, de paquetes dañados y de envíos no recibidos. Apuesto a que todos los pedidos llegaron y fueron recibidos. Mira esto, son órdenes de compra de hormona del crecimiento humana. ¿En qué podría haber estado trabajando para utilizar semejante cantidad de hormona del crecimiento? O esto, mira esto. Era todo para el proyecto de piel sintética. Vaya, esto alcanza para fabricar piel para la mitad de Europa.

—¡Estaba desarrollando un cuerpo de replimoide! —dijo Lestat—. Y mintió al respecto.

—Vuelve a la grabación donde ella habla del tema —dijo Flannery—. He mirado la misma grabación una y otra vez. —No esperó a que Fareed le respondiera. Se sentó al teclado y abrió la película en que Kapetria contaba su historia. La adelantó rápidamente hasta que la voz de Kapetria salió por los altavoces del ordenador.

Fareed se acercó para mirar la película mientras Seth y Lestat se le unían a izquierda y derecha.

Ahí estaba Kapetria sentada a la mesa como la noche anterior.

«Pero a pesar de todas las horas que he trabajado sola, y con Welf, en el santuario de nuestro laboratorio, bajo el techo de Gregory, nunca he descubierto la fórmula de la auténtica luracastria, ni me he acercado a reproducir un po­límero o un termoplástico como ese. Contrariamente a vuestras sospechas, nunca he desarrollado un replimoide, completo y animado, aunque me he pasado muchos años intentándolo.»

Flannery presionó el botón para retroceder.

—Ahora miradla de nuevo. ¿Veis lo que hace? Mira cómo se toca el pelo cuando dice esas palabras. Es un indicio, un indicador, de que está mintiendo. Si miráis toda la grabación otra vez, comprenderéis a qué me refiero exactamente. Hay tres momentos en los que su voz cambia de tono y hace el mismo gesto, se alisa el pelo hacia atrás.

«... nunca he descubierto la fórmula de la auténtica luracastria, ni me he acercado a reproducir un polímero o un termoplástico como ese. Contrariamente a vuestras sospechas, nunca he desarrollado un replimoide, completo y animado, aunque me he pasado muchos años intentándolo».

—Ya lo veo —dijo Seth.

—¿Intentándolo? —preguntó Flannery—. ¡Ha estado trabajando en eso noche y día, y está cerca de completar un cuerpo replimoide! Ha utilizado suficientes compuestos químicos como para construir una familia de replimoides. Ha acumulado una reserva de esos compuestos...

Lestat se volvió y se alejó. Comenzó a caminar otra vez, describiendo el mismo círculo, ¿o ahora era un óvalo?

—Lestat, ¿te das cuenta de lo que está diciendo Flannery? —dijo Fareed—. ¿Cuánto tiempo falta para que se marchen, según lo planeado? —Él sabía la respuesta. No necesitaba mirar el reloj. Sabía perfectamente que ya casi era hora de que Lestat se retirara a su cripta y eso quería decir que el propio Fareed disponía de poco más de una hora.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lestat en voz baja. Tenía la cabeza inclinada y seguía caminando exactamente a la misma velocidad. Llevaba las manos juntas detrás de la espalda.

—Está construyendo un cuerpo para Amel —dijo Flannery—. Lestat, tú sabes que eso es lo que está haciendo. —Flannery miró impotente a Fareed—. Cualquiera que haya sido su objetivo antes, si era simplemente crear otros como ella, ahora tiene ese cuerpo casi listo. Lo sé. Si me das otro par de horas con esos impresos podría determinar su progreso usando solo las órdenes de compra.

—No es necesario —dijo Lestat—. Él le dio lo que necesitaba saber anoche. Lo vi hacerlo. Lo vi en la sangre, mientras la sostenía en mis brazos. Lo vi todo. —Caminaba adelante y atrás.

—¿Y vas a dejar que se vaya? —preguntó Flannery.

Fareed miró a Seth. Seth se alejó de la mesa del ordenador, con los ojos fijos, aún, en la pantalla. Flannery había detenido la imagen de Kapetria, sentada a la mesa, con una mano levantada hacia su cabello.

—Flannery, cariño mío —dijo Lestat—. Sencillamente no hay nada que podamos hacer. —Se detuvo, miró hacia arriba y le dirigió a Flannery una de sus mejores sonrisas—. Lo que tenga que pasar... pasará.

—¡No si tú los detienes! —gritó Flannery—. No si los encierras. ¡Venga, tienes ayuda más que suficiente para encerrarlos así sean veinte, veinticuatro o treinta!

—Cariño —dijo Lestat—. ¿De qué serviría? ¿Y cómo viviríamos con eso? ¿Una colonia de replimoides en nuestros sótanos, para siempre, multiplicándose sin cesar, impedidos de volver a ver jamás la luz del día? ¿O los encadenamos a los muros para que no se multipliquen? ¿No ejecutamos a Roland por ese crimen?

—Debe de haber algo que podamos hacer.

—No lo hay, no podemos hacer nada ni haremos nada —dijo Lestat. Permaneció ahí, con las manos todavía detrás de la espalda y su rostro se tornó otra vez inexpresivo, después asumió su habitual expresión meditativa y sus ojos recorrían las paredes de la habitación casi sin rumbo fijo.

—¿Te ha traducido Amel el mensaje? —preguntó Seth. Lestat asintió con la cabeza.

Miró a Seth, pero habló para todos los presentes.

—El mensaje es este —dijo Lestat—. «No podéis hacerle daño. Lo amo. No podéis hacerles daño. Los amo. Debéis encontrar un modo de hacerlo sin dañarlos, ni a él ni a ellos. O no se hará.»

Fareed respiró hondo.

—Ese es exactamente el mensaje —dijo Lestat. Se veía maravillosamente calmado, tan asombrosamente calmado.

—Tal vez haya un modo —dijo Seth, pero se detuvo. Nadie sabía ni comprendía mejor que Seth en qué punto preciso de la investigación estaban y qué podían y qué no podían hacer.

—Tiene que haber un modo de razonar con ella —dijo Flannery—. De retrasarla, de obligarla a darse cuenta de que no puede intentarlo sin garantías...

—Hará lo que pueda para liberarlo —dijo Lestat—. Y hará todo lo que esté en sus manos para cumplir sus deseos. Lo sé porque es lo que yo haría si fuese ella. Pero si no pudiera cumplir sus deseos, igual haría todo lo que estuviera en mis manos para recrearlo y liberarlo.

Con una vocecita, Flannery citó el viejo poema de Dylan Thomas:

—«No entres dócilmente en esa buena noche... Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.»

Lestat sonrió con tristeza.

Se abrieron las puertas y entraron Thorne y Cyril.

—Sabes que la pandilla de raritos se ha marchado, ¿no? —dijo Cyril con su temeridad habitual, dirigiéndose al Príncipe como si no hubiera nadie más en el mundo—. Se han ido en dos coches. ¡Se multiplican como ratas! ¿Quieres que vayamos tras ellos? Creí que no debían irse hasta después del amanecer. Probablemente habrá treinta cuando crucen las puertas exteriores.

—No —dijo Lestat—. Dejad que se marchen.

Fareed miró a Seth. Seth miraba fijamente al Príncipe, pero detrás de los ojos oscuros de Seth pasaban cosas.

—Dormid bien, amados míos —dijo Lestat—. Yo doy por finalizado el asunto. Buenas noches... o buenos días.

Lestat se dirigió hacia la puerta y los dos guardaespaldas lo siguieron como siempre, pero él se giró.

—Ah, dicho sea de paso —dijo Lestat—, ahora que disponemos de la traducción del mensaje, probablemente podremos descifrar ese idioma.

—Me pondré a ello de inmediato —dijo Fareed.

—No, Fareed, no —dijo Lestat—. Déjaselo a los poetas y los eruditos. Vosotros, científicos, dedicaos todos a la cuestión de cómo cortar la conexión, a descubrir algún modo, si lo hay, de que podamos sobrevivir cuando Kapetria venga a por Amel.

El Príncipe y sus guardaespaldas abandonaron la habitación.

Fareed estudió con la mirada el gran frasco de sangre. De momento había tenido que ponerlo en la nevera y se lo llevaría a París al anochecer. Lo asaltó un intenso sentimiento de ira, una ira que lo sorprendió y lo dejó confundido, porque rara vez se enfadaba con alguien del Mundo Oscuro al cual ahora pertenecía de forma tan plena. Pero sabía que Lestat y toda la tribu estaban ante un gran peligro, y lo aterrorizaba no poder encontrar a tiempo una forma de ayudar.