27

Lestat

Cuando regresamos al Château, salí a dar un paseo por la nieve. No me arrepentía del experimento, pero había perdido la sensación, antes notablemente nítida, de comprender cómo o por qué eso iba a funcionar.

Subí andando la vieja montaña, mi montaña, y habría matado con gusto una manada de lobos si me hubieran atacado. Pero ahora había pocos lobos en esos bosques, si es que quedaba alguno. En la época actual, cada lobo europeo viviente es una preciosa parte de la vida, no algo que yo pudiera matar sin pensar, de forma descuidada, solo porque no sabía qué sucedería la noche siguiente.

Llevaba vagando cerca de una hora cuando sonó el iPhone en mi bolsillo. Me sorprendió, porque estábamos bastante lejos del Château. Era Kapetria y se la oía fuerte y claro.

—Fareed no quiere decirme lo que estáis haciendo —me dijo.

Ah, entonces había oído la advertencia de Benji a todos los bebedores de sangre del mundo: quedarse inmóviles y en un lugar seguro la tarde siguiente, a partir de las 18:00 h.

—¿Lo culpas por eso? —le pregunté—. Nos dejasteis. Os marchasteis en un momento en que podríais haber ayudado. Nos has dicho lo que debíamos hacer, ¿no?, buscar alguna manera de impedir que toda la tribu muriera cuando hicieras tu jugada. Pero no te has quedado para ayudarnos a averiguar cómo hacerlo.

—Pero os ayudaré mañana por la noche.

—Oh, no, no lo harás. No te diremos dónde lo haremos y no debes acercarte a nosotros. Si te vemos a ti o a cualquiera de la Gente del Propósito, el experimento no se llevará a cabo. Además, no necesitamos tu ayuda.

—Por favor, permíteme ayudar.

—No.

—Es que tú no sabes lo que me escribió Amel. Me refiero al mensaje, el que me diste.

—Amel me lo ha contado —dije yo—. Aquella misma noche, un poco más tarde, por cierto. Y también me dijo que atacarías, que era solo cuestión de tiempo. Sé de vuestras conversaciones telefónicas. Amel ha dicho que eras una madre dispuesta a rescatar a su hijo, sin importar lo que el hijo quisiera.

—¿Crees que haría algo contra la voluntad de Amel?

—Sí —respondí—, porque yo probablemente lo haría, si fuera tú.

—Quiero ayudar. Iré sola.

—No hay tiempo.

—Sí que lo hay.

—Ah, me estás diciendo dónde estás, ¿verdad? Porque eso quiere decir que aún estás en Europa, ¿no es así?

—¿Me dejarás ir, por favor?

—No, Kapetria. Ya he aceptado lo que pueda suceder cuandoquiera que hagas tu jugada, pero ahora mismo quiero estar seguro de que, hagas lo que hagas, eso solo me afecte a mí.

Corté y apagué el teléfono. Amel estaba conmigo, pero no dijo una sola palabra.

Eran las tres y media de la madrugada. Bajé la montaña lentamente, cantando en voz baja. Recordé los gigantescos tejos que crecían alrededor del monasterio de Gremt y pensé que me gustaría plantar tejos también aquí. No me había ocupado bastante del viejo bosque.

Pensaba acerca de todo, menos de lo que me esperaba. Finalmente, al acercarme al Château, oí un alboroto en el salón de baile, por lo que me elevé y descendí en la terraza, desde donde entré por las puertas abiertas. El salón estaba vacío, excepto por tres personas.

Y una de ellas era Kapetria. Estaba toda envuelta en un abrigo de lana gris y una bufanda roja y llevaba el cabello recogido en un sombrero cloche bastante elegante. Tenía una apariencia accidentalmente glamurosa y su rostro oscuro se veía aún más impactante por el rigor con que se había recogido el cabello en el sombrero. Estaba sentada en el sofá más cercano a las sillas vacías de la orquesta y sostenía una feroz discusión con Thorne y Cyril. A sus pies había una gran maleta.

Cuando me vio se puso de pie.

—He venido sola —dijo—. Sola. No hay nadie más. No hay ninguno de los otros cerca. No les dije adónde iba. Vine en cuanto oí el mensaje.

—Bueno, bueno, esto sí que es interesante —dije—. Y has cometido un error muy estúpido. Porque ¿cómo harán ahora los demás para montar un ataque y liberar a Amel, si ya no eres la líder del equipo?

Ella no respondió.

—Estás en un grave peligro, es lo que intento decirte —dije.

—Por favor, no vayas por ese camino —dijo con calma.

Yo, francamente, no sabía qué decir. Entonces habló Amel.

«Deja que te ayude.»

Ella no podía oír a Amel, desde luego, pero Thorne y Cyril lo habían oído e intercambiaron una mirada.

«¡Deja que te ayude!», me gritó Amel. Thorne y Cyril me miraban como si yo fuera un fantasma o como si Amel fuera un fantasma en mi interior.

Pese a ello, yo seguía sin saber qué decir. Pero Fareed llegó en ese preciso instante y Seth estaba con él, y Gregory, justo detrás de ellos, y Marius. Gremt, Teskhamen y David también estaban ahí.

En un momento nos vimos rodeados.

—Quiero ayudar —repitió Kapetria—. Sé que vais a intentar algo y si no fuera algo peligroso probablemente no funcionaría.

Las cuatro de la mañana. Los grandes relojes del Château daban la hora y al parecer ninguno estaba sincronizado con los demás. Hora de retirarme.

—Decididlo vosotros. Su viejo amigo de la época de Atalantaya dice que le permitamos ayudar. Ahora me retiro. Hacedme saber lo que habéis decidido.

Por supuesto, incluso abajo y a salvo, tendido en la oscuridad, todavía los oía hablar. Se habían sumado las voces de Armand y de Marius. De vez en cuando oía a Kapetria, aunque me resultaba difícil porque debía hacerlo a través de los demás. Poco a poco fui componiendo la escena: la llevaban a la posada para que pasara la noche ahí. Fareed hablaría con ella. Y los mortales los espiaban desde el otro lado de las persianas cerradas.

«¿Crees que funcionará?», le pregunté a Amel.

«Si ella ayuda hay más posibilidades», respondió.

«¿Y eso por qué?»

«Porque ella puede reconocer signos de cosas que Fareed podría no reconocer. No subestimes sus sentidos. Si empiezas a morir, a morir de verdad, es decir, si se inicia el proceso de muerte celular irreversible, ella reactivará tu corazón.»

«Mmm. Muerte celular irreversible. Es un trabalenguas.»

«Para mí no lo es.»

Me reí.

«Tú no estás preocupado en lo más mínimo por este experimento, ¿verdad?»

«No —respondió—. No veo por qué habrías de morir. Tu cerebro etéreo vampírico y tu cuerpo etéreo vampírico esperarán, simplemente, a que resucites, aun si me separan y extraen mientras tu corazón permanece detenido.»

«Mon Dieu!»

«No te preocupes —dijo—. No es probable que eso suceda. ¡Es más que probable que permanezca anclado en la sangre, como lo he estado siempre! Hubo momentos de horror y desesperación en los que intenté con toda mi voluntad separarme de la sangre de Mekare. Nunca lo conseguí. Ahora piensa en esto. Imagina que el cuerpo de Akasha, o el de Mekare, hubiera sido congelado. Toda la tribu podría haberse desconectado; pero yo habría estado anclado en su interior, sin poder ascender, hasta que el hospedador se descongelara y el corazón comenzara a latir otra vez.»

«O sea que eso es todo lo que habría sido necesario para desconectar a la tribu del hospedador?»

«­Tal vez —dijo Amel—. Pero ¿quién podría afirmarlo?»