29

Fareed

Había funcionado y Fareed llevaba nueve noches escribiendo interminablemente acerca de cómo y por qué había funcionado, y cómo había afectado a la tribu en todas partes del mundo. Las primeras llamadas aterradas resultaron ser falsas alarmas. Todos estaban desconectados del Germen y nadie estaba envejeciendo ni cayéndose a pedazos, ninguno de los antiguos había perdido el Don de la Nube, el Don del Fuego, el Don de la Mente, ni ningún otro don. Además, la enorme mayoría de los no-muertos aún podía leer las mentes de los demás, así como las mentes de los mortales. Por último, esa madrugada, un vampiro de Oxford, Inglaterra, el antiguo maestro de un aquelarre dispuesto a dar el paso con la persona a la que había amado durante largo tiempo, había creado un nuevo neófito con total seguridad y había funcionado. ¿Estaba conectado el neófito de alguna manera con el maestro, del mismo modo que la tribu había estado conectada con Amel? No.

Pero este era solo el comienzo. Fareed seguiría recogiendo datos sobre una infinidad de aspectos de cada uno de los individuos que él seguía noche a noche y que seguiría en los años por venir. Flannery Gilman, quien trabajaba a su lado durante horas sin decir una palabra, continuaría introduciendo los datos en los ordenadores a toda velocidad. Vampiros de todas las edades encontraban difícil no seguir imaginando cosas tras la Gran Desconexión y podrían pasar años antes de que pudiera hacerse algo parecido a una descripción completa de las propiedades, probabilidades y expectativas asociadas al hecho.

¿La conclusión? Nada había cambiado. Nada, quiero decir, salvo que cada uno de ellos era ahora una entidad discreta. O, como lo describía Louis, que cada uno tenía su propio cuerpo etéreo y su propio cerebro etéreo, el cerebro etéreo formado y desarrollado en el cerebro biológico del neófito la primera vez que la sangre vampírica del maestro había circulado por el cuerpo biológico del neófito, impulsada por su corazón biológico.

La sencilla explicación de Louis se convirtió en la explicación que la mayoría podía comprender.

Fareed había reconocido más de una vez que la simple comprensión de Louis de la anticuada retórica teosófica nos había conducido en la dirección correcta.

En cuanto al Príncipe, Fareed no podía imaginar cómo era ahora la vida para él, y el Príncipe, obviamente, no se preocupaba por comunicarlo.

Todos sabían que Amel ya no podría viajar a otras mentes, que ya no podría ser oído en otros cerebros como una entidad separada y distinta, pero todo el mundo había esperado algo así. ¿Era Amel infeliz con este estado de cosas? ¿Se había convertido su sed en una agonía porque ahora estaba confinado a un solo cuerpo vampírico? Lestat nunca lo dijo.

Observando a Lestat moverse por la inevitable muchedumbre del Château, Fareed comenzó a preguntarse si acaso el Príncipe poseía un coraje extraordinario o si, sencillamente, no sabía lo que era el miedo. Parecía indiferente a la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Bailaba con los jóvenes y los antiguos, realizaba largos paseos por la montaña con Louis, jugaba al ajedrez o a las cartas cada vez que quería, y pasaba horas mirando películas en la sala de proyección del castillo, igual que había hecho antes. Puede que Lestat supiera algo que ellos no sabían.

Pero Fareed lo dudaba y Seth decía que no se trataba de eso. Marius decía que no era eso. Lestat, simplemente, vivía de instante en instante, con las mismas temeridad y audacia que siempre lo habían caracterizado. Tal vez, simplemente, no le interesaba.

La cuarta noche Lestat había ido a ver a Rhoshamandes sin avisar a nadie. Thorne y Cyril lo siguieron con la misma fidelidad con que lo habían hecho antes.

—Eres el Príncipe —había proclamado Cyril—. Nada lo ha cambiado. ¿Crees que voy a dejar que alguien acabe contigo? ¡A ver si maduras!

El encuentro con Rhoshamandes tuvo lugar en las Hébridas Exteriores, en el formidable y famoso castillo que Rhoshamandes se había construido hacía mil años en la isla de Saint Rayne.

—Sencillamente, le conté lo que había sucedido —explicó después Lestat—. Le hice una pequeña demostración. Nada tan elaborado como poner mi mano derecha en el fuego, pero se convenció. Creí que debía saber que era verdad porque sabía que Rhoshamandes no creería todos los rumores y las afirmaciones extravagantes. Y yo no deseaba que creyera todas esas predicciones de deterioro acelerado. Después de todo, él es uno de los nuestros.

«Después de todo, él es uno de los nuestros.»

Cyril y Thorne atestiguaron el hecho de que Rhoshamandes había recibido al Príncipe de manera cordial, lo había invitado a pasar y lo había llevado a una pequeña visita por el castillo. Habían salido juntos en el Benedicta. Rhoshamandes había hablado con franqueza de su miedo a los replimoides. Pero Lestat le había garantizado que los replimoides estaban ocupados en cosas mucho más importantes que ajustar viejas cuentas. Además, los replimoides habían dado su palabra.

¿Habían conversado sobre lo que harían los replimoides a continuación?

—No —respondió Lestat—. Ahora ese es asunto mío, de nadie más.

Rhoshamandes le había dado a Lestat una copia de las Meditaciones de Marco Aurelio. Y se había visto a Lestat leyendo el libro más de una vez.

—Veo en él un cambio —dijo Marius—. No es resignación. No es valor. Es practicidad. Lestat siempre ha sido muy práctico. Sabe que se acerca un momento decisivo.

—Nosotros no tenemos ninguna esperanza de poder separar al espíritu de él —dijo Fareed—. Pero tiene que haber un modo. Tiene que haberlo.

—Dejádselo a Kapetria —dijo Seth—. Todo lo que hagamos probablemente sea un error en comparación con lo que ella podría hacer.

No es que ella hubiera aportado ninguna habilidad superior al experimento de detener el corazón de Lestat. No lo había hecho. Simplemente había venido a ayudar, a mirar, a intentar calcular cuándo el experimento podía darse por terminado. Pero cuando se trataba del destino de Amel, de la transferencia de Amel a otro cuerpo, Kapetria era la única que sabía algo.

Antes de marcharse, la noche del experimento, Fareed le había entregado un gran frasco con sangre vampírica, sangre de sus propias venas. Ella lo había pedido. Y puesto que ella le había regalado un frasco con su propia sangre, ¿cómo podría él rehusar?

A decir verdad, le sorprendía que hubiera esperado tanto antes de pedirlo. Pero lo cierto es que Fareed no podía prever lo que haría Kapetria porque, simplemente, había demasiadas cosas que no sabía. Con todo, Fareed y Seth hablaban de ello todo el tiempo.

—Garekyn vio el cerebro etéreo en el cerebro biológico —señalaba Seth siempre que conversaban del asunto—. Lo describió como algo crepitante y centelleante que él podía ver. Bueno, nosotros no podemos. Hasta Lestat ha admitido que él nunca lo vio cuando ingirió el cerebro de Mekare, que él solo lo sintió. Y es posible que Kapetria pueda ver esa cosa que ella intenta extraer de la cabeza de Lestat sin matarlo. Es posible que haya desarrollado instrumentos que pueden detectarlo porque ella puede verlo.

Si esa era una posibilidad, Kapetria nunca la había mencionado. Después del experimento se había marchado del Château en el mismo elegante Ferrari azul oscuro que la había traído. Y el Príncipe había decretado que nadie intentara seguirla, ni rastrear su matrícula, ni introducirse furtivamente en los sistemas informáticos europeos de reconocimiento de rostros en busca de pistas acerca de dónde se habían establecido los replimoides.

—Tomamos la decisión de dejarla en paz y la dejaremos en paz —dijo Lestat—. Ella sabe lo que hará. —Había repetido eso desde entonces, con la misma lógica que había ofrecido aquella noche—. Sé lo que hará porque yo sé qué haría si yo fuera ella.

Cada vez que tres o más de los antiguos se reunían con Fareed, acababan acribillándolo con preguntas sobre todo el asunto, estuviera o no el Príncipe presente. Pero Fareed no había aportado nuevas respuestas.

El propio Príncipe nunca hacía preguntas. Pero sin duda escuchaba. Sin duda oía todas las teorías que proponían Fa­reed, Seth y Flannery Gilman en sus constantes intercambios. Ahora Viktor trabajaba con Flannery; había empezado a «leer medicina» con su madre, como se decía antes. Viktor se sentía impulsado a encontrar alguna solución. Y Viktor se preo­cupaba por muchas cosas.

—¿Qué impediría que cada bebedor de sangre creara una multitud de nuevos bebedores de sangre? —preguntaba Viktor—. Antes, todos estaban de acuerdo en no crear más bebedores de sangre hasta que la Corte hubiera establecido algunas normas, pero ¿y ahora? Sin el problema de Amel, ¿qué impedirá a nuestras filas aumentar hasta que otra vez se desate la guerra en las calles?

Además, Viktor no estaba convencido de que el mundo moderno fuera a ignorar a los vampiros para siempre por considerarlos seres de ficción. Es cierto, el sesgo contra las creencias en los vampiros en la medicina moderna estaba tan extendido y era tan rígido que todo científico herético podía acabar arruinado de por vida. Su propia madre, Flannery, había sido marginada y destruida por haber afirmado que creía en los vampiros. Eso seguía ocurriéndoles a médicos y científicos de todo el mundo. Pero Viktor decía que no podía seguir siendo así para siempre. Los Gobiernos debían estar investigando. Alguien juntaría las piezas hasta llegar a la indiscutible verdad.

Seth decía que no. El Príncipe decía que no.

—Nunca creerán en nosotros más de lo que creen en los seres de otros planetas, en las experiencias cercanas a la muerte o en la existencia de fantasmas. Y no hay ninguna verdad indiscutible. La verdad indiscutible de un médico es la mentira fantasiosa de otro.

A Fareed le dolía la cabeza. Demasiado que estudiar, demasiadas vías que recorrer, demasiadas preguntas; ahora carecía de la disciplina que siempre lo había sostenido en el pasado.

Y Amel. ¿Qué sucedía con Amel?

Todavía era posible oír su voz cuando Lestat la oía; los poderes telepáticos de Fareed siempre habían sido considerables. Siempre que estaba cerca de Lestat podía escuchar de forma subrepticia. A menos que los dos desearan aislarse. Entonces nadie podía penetrar telepáticamente sus intercambios, algo que tampoco había cambiado. Cuando Amel deseaba ser oído lo hacía evidente. Se reía, despotricaba, gritaba, cantaba en la lengua antigua. Cuando no lo deseaba, le hablaba solo a Lestat.

¿Acaso todo era paz y armonía entre Amel y Lestat?

Marius decía que no. Amel tenía cada vez más dominio sobre el cuerpo de Lestat. Fareed podía distinguir esos breves períodos en los que el Príncipe permitía a Amel tomar el control para levantar un bolígrafo y garrapatear innumerables pictogramas en hojas y más hojas de papel, o coger el móvil y marcar con el pulgar un número que solo Amel conocía.

Fareed sabía que cuando sucedía eso, Lestat lo observaba todo con la misma atención con la cual observaban Fareed y Seth. Pero ¿qué sucedía con los momentos en que Lestat no quería ceder su centro de mando interior? ¿Le gustaba realmente despertar, como una noche de la semana anterior, y descubrir los muros de mármol blanco de su cripta cubiertos de escrituras alfabéticas bruscas y extravagantes en lengua antigua? Al parecer todo había ocurrido durante las horas diurnas, con un rotulador que Amel había sustraído sin conocimiento de Lestat, pese a que obviamente había utilizado la mano izquierda de Lestat.

—Así es como lo hizo —había dicho Lestat al relatar el incidente—. Yo estaba controlando mi mano derecha con mucho esfuerzo para que él no pudiera usarla y mientras él me mantenía distraído con eso, utilizó mi mano izquierda para deslizar el rotulador en mi bolsillo, o de eso se ha estado jactando. Supongo que es ambidiestro. Probablemente todos son ambidiestros. Debí haberlo sabido.

—Creo que está furioso —dijo Marius cuando él, Fareed y Seth hablaron del tema—. Quiere ser libre. Quiere un cuerpo biológico propio. Pero también ama a Lestat. No posee una auténtica noción de cómo será tener un cuerpo propio otra vez. Pero lo que hay entre ellos es una guerra de amor-odio. Y Lestat sabe que las últimas maniobras no serán suyas.

—Claro que Amel está furioso —murmuró Fareed. ¿Debía molestarse Fareed en señalar a los demás que ahora, y a partir de la importantísima desconexión, el cuerpo etéreo de Amel era más grande y más fuerte que nunca? Todos esos cientos de tentáculos desconectados habían regresado a la compleja entidad etérea que era Amel. ¿Había aumentado la masa mensurable de Amel? Seis mil años atrás, algo había impulsado a ese espíritu a desear la creación de más vampiros. ¿Había sido únicamente por el tamaño de su cuerpo etéreo, que era infinitamente más complejo que el de un simple ser humano?

—Todo el mundo está sufriendo —dijo Rose—. Nadie puede soportar esta espera. ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!

Pero no había nada que nadie pudiera hacer. Y Fareed tenía la impresión de que quienes sufrían en extremo eran Gabrielle y Marius, y Louis, por supuesto, quien jamás abandonaba su sitio junto al Príncipe. Gabrielle estaba en el salón de baile cada noche, a menudo sin decir nada, sin hacer nada, simplemente escuchando la música y observando a su hijo. Llevaba el cabello suelto y bellamente peinado de forma tal de dejar libre el rostro. Vestía ropas de mujer de diseño sencillo e intemporal y un collar doble de perlas en el cuello.

Louis se había ofendido mucho porque Lestat había ido solo a ver a Rhoshamandes y Lestat le había prometido que no volvería a hacer algo así.

En cuanto a Thorne y Cyril, juraron que morirían combatiendo a Kapetria y a los replimoides antes que abandonar al Príncipe. Pero Lestat les daba la misma orden cada noche: «Cuando llegue el momento, desistid.»

—No quiero que incineréis a nadie —dijo Lestat al reiterar sus deseos—. No quiero que lancéis a nadie contra los muros. No quiero derramamiento de sangre, sin importar qué clase de sangre sea. No quiero que muera ningún ser por esto, salvo yo.

En cuanto a las multitudes, siempre cambiantes, que llenaban el Château, todos lo sabían en cierta medida, pero no se había llegado a un consenso acerca de qué hacer al respecto. Cada individuo se alegraba de haber sido separado del Germen vital. Y muchos bebedores de sangre, jóvenes o viejos, juraron que morirían protegiendo al Príncipe, aunque la mayoría sentía que nunca tendría que demostrarlo.

En consecuencia, cuando se alzaba la música y los bailarines danzaban, cuando las audiencias atestaban el teatro para mirar obras vampíricas o para escuchar poesía vampírica, o mirar películas de todas las épocas disponibles en vídeos de mundo mortal, todos y cada uno de ellos parecían olvidarse de la amenaza y puede que en sus corazones se preguntaran quién sería el nuevo monarca cuando el Príncipe desapareciera.

¿Sería Marius? Algunos decían que debería haberlo sido siempre.

Fareed no podía permanecer distante ni indiferente, ni ser pragmático en relación con estos temas. Amaba demasiado al Príncipe y lo había amado desde el principio.

Y Marius también padecía demasiado como para que alguien le hiciera el más ligero comentario sobre el asunto.

Marius trabajaba en la constitución y las normas. Marius estaba elaborando el código. Marius estaba diseñando un modo de hacer cumplir las normas contra quienes quebrantaran la paz intentando trasladarse al territorio de otros o matando de manera caprichosa a mortales o bebedores de sangre inocentes. Marius disponía de toda la autoridad y la responsabilidad que siempre había deseado. Y en ocasiones, Fareed pensaba, Marius no quería ni una pizca más.

Marius estaba agotado. Marius estaba angustiado. Marius estaba solo.

Después de todo, había perdido a su antiguo compañero, Daniel Molloy, una vez más a causa de Armand, y los dos permanecían en la Corte solo por la amenaza que pesaba sobre el Príncipe y estaban esperando a ser libres, alguna noche, para marcharse a Nueva York, a Trinity Gate. Mientras tanto, Pandora, el antiguo amor de Marius, estaba unida firmemente, una vez más, a Arjun, su legendario neófito y amante de épocas pasadas. Bianca había regresado a la Corte después de pasar un largo período en el complejo de Sevraine, en Capadocia. Bianca amaba a Marius. Fareed lo notaba. Bianca entraba en el estudio privado de Marius cada noche mientras él estaba ahí, sentado, escribiendo, y lo observaba desde lejos, con los ojos fijos en él como si fuera un espectáculo cautivador. Bianca siempre vestía de forma moderada y personal, con un moderno y simple vestido de mujer o traje de hombre, y perfumaba su cabello y lo adornaba de maneras artísticas. Pero Marius no parecía advertirlo ni interesarse por ello.

—Es innegablemente hermosa —le comentó Fareed una vez.

—¿Acaso no lo somos todos? —fue su desalentadora respuesta—. Se nos ha escogido por nuestra belleza.

Pero ese no era el caso de Bianca. Marius le había otorgado el Don Oscuro porque la necesitaba en un momento de gran debilidad y sufrimiento. Tal vez Marius tenía que negar el recuerdo de aquella debilidad. Quizás era esa la causa de que no pareciera notar su presencia.

Si Marius buscaba a otra persona como nueva compañera, nadie lo sabía.

—Estoy decidido a hacer que esta Corte se mantenga unida pase lo que pase —decía Marius cada vez que surgía el tema—. ¡Estoy decidido a hacer que resista!

El Príncipe expresó la misma preocupación.

—Mantenedlo, todo. He arreglado todos los papeles legales para guiaros a través de los siglos. He hecho todo lo que he podido. Marius será el protector de esta propiedad. Marius será el protector de la Corte. Marius será la ley de la tribu si muero, o cuando muera.

La Corte era dinámica. De manera intermitente, la Corte era espléndida. La Corte estaba llena de sorpresas y, con mayor o menor frecuencia, seguían apareciendo nuevos bebedores de sangre con asombrosas historias que contar.

Fareed regresaba de París cada madrugada, bastante antes de la salida del sol, porque quería pasar las últimas dos horas en la Corte. Necesitaba pasear por el salón de baile antes de que los músicos se hubieran retirado a descansar, necesitaba escuchar la música durante un rato, incluso si solo estaba Sybelle tocando el arpa o Antoine con su violín, o los cantores de Notker conformando un coro grande o pequeño.

Necesitaba ver a Marius trabajar en sus habitaciones, en medio de todos esos libros y papeles. Necesitaba ver el rostro sonriente del propio Príncipe sentado en algún rincón suavemente iluminado, conversando rápidamente con Louis o Viktor. Necesitaba creer que la predicción de Amel era cierta, que Kapetria encontraría un modo de liberarlo sin hacerle daño a Lestat.

Esa noche, mientras las horas avanzaban hacia el alba y Lestat ya no necesitaba retirarse pronto a su cripta para proteger a nadie de nada, Fareed se quedó observándolo, a él y a Louis, jugar una versión de solitario doble con cartas que Fareed no comprendía. Estaban en el salón más grande, fuera del salón de baile, sentados a una de las numerosas mesas redondas distribuidas por todo el castillo. Lestat parecía calmado y hasta alegre. Cuando vio a Fareed cerca le sonrió y asintió con la cabeza.

Una desdichada ansiedad hizo presa de Fareed. Si muere, no podré soportarlo, pensó. Si muere, su muerte me destruirá.

Pero en lugar de revelar esa desesperación irracional, Fareed dio media vuelta y se retiró a su cripta.

Tendido en su amplia cama egipcia, una réplica de su cama de París, reflexionó sobre la línea de especulación que últimamente le había dado esperanzas.

Lestat era el tercer hospedador de Amel. Había desarrollado un cerebro etéreo y un cuerpo etéreo vampíricos antes de recibir a Amel en su cuerpo. ¿Y si Amel no hubiera mutado a Lestat en la misma medida que había mutado a Akasha, su primer hospedador? ¿Y si Amel solo poseía a Lestat y habitaba su interior como un parásito? En ese caso sería posible una separación que nunca había sido posible con Akasha.

Además, estaba el inmenso deseo del propio espíritu de liberarse. El espíritu cooperaría cuando el bisturí de Kapetria tocara el frágil tejido del cerebro biológico y entonces, tal vez, solo tal vez, podría funcionar.

—Tiene que funcionar —musitó Fareed en la oscuridad. Todo el desapego científico lo había abandonado. Estaba llorando; lloraba como un niño—. ¡Tiene que funcionar —dijo en voz alta—, porque no puedo vivir si Lestat muere! No puedo ver un futuro sin él. Esto es más doloroso de lo que puedo soportar.