30
Lestat
Llamada de París. Kapetria quería que me reuniera con ella «a campo abierto», justo frente a Notre Dame, a las cuatro de la mañana.
—A esa hora, el sol estará dieciocho grados por debajo del horizonte.
En otras palabras, muy cerca de la salida del sol, durante un intervalo conocido como crepúsculo astronómico. Luz en el cielo, pero sin sol visible.
—¿Por qué debería reunirme contigo? —dije.
—Ya sabes por qué.
—¿Y qué harás si no lo hago?
—¿Tenemos que llegar a eso?
—Sí, a menos que respondas mis preguntas.
—Haré todo lo que esté en mi poder para hacerlo sin que resultes dañado de ninguna manera.
—¿Pero no sabes si lo conseguirás sin que yo resulte dañado?
—No, no lo sé.
—¿Y cómo esperas que reaccione a eso?
—Lo tienes cautivo en tu interior. Yo quiero liberarlo. Quiero sacarlo de ahí.
«Lo» era Amel. Y Amel guardaba silencio. Pero Amel estaba escuchando.
En realidad, yo estaba en París, saliendo de la casa de Armand, en Saint-Germain-des-Prés. Ahí habíamos encontrado un grave problema, una neófita joven y tonta llamada Amber había atacado a uno de los criados más antiguos y fieles de Armand. Armand insistía en que yo mismo acabara con la vida inmortal de la neófita y sabíamos dónde estaba. Iba a hacerlo, y ahora, de repente, estábamos en el jardín con el portalón de madera aún cerrado, considerando cómo lo haríamos, si traeríamos a la neófita de regreso o sencillamente ejecutaríamos la sentencia de muerte entre bastidores. Armand quería que la trajéramos como ejemplo. Yo detestaba la idea de ese espectáculo macabro.
Y ahora esto.
Armand puso una cara larga y vi en él un dolor que no había visto en años.
—Entonces ya está —dijo en su ruso antiguo.
—Tal vez —dije—. Tal vez no.
Me dirigí a Kapetria.
—Tal vez necesites trabajar un poco más en todo el problema —dije—. Amel se encuentra perfectamente a salvo donde está.
—No creo que yo pueda hacerlo mejor.
—Eso no me basta.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó ella, como si yo tuviera el control de ese aspecto del asunto—. Por favor, ven. No conviertas esto en una batalla.
—No podéis ganar la batalla. Y yo no puedo obligarme a participar en mi propia ruina sin luchar.
Kapetria seguía ahí, pero no respondía.
—Podría ir —dije—. Tengo una hora para pensarlo, ¿no? Pero claro, también podría no ir.
—Ven ahora, por favor. —Colgó.
—Olvídate de esa desdichada —le dije a Armand—. Puedes ocuparte de ella tú mismo, mañana. Tengo que pensar sobre este asunto, tengo que decidir si opondré resistencia o no.
Levanté la vista hacia los tejados de la casa de cuatro plantas que formaba un rectángulo alrededor del patio. Cyril estaba sentado en el borde, como una gárgola, y me miraba. Thorne estaba junto a él, con las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero.
—¿Qué vas a hacer? —mustió Armand. Solo ahora me daba cuenta de lo duro que había sido para él. Estaba temblando, transformado en el chico que había sido cuando lo recogió Marius—. ¡Lestat, no dejes que lo hagan! —dijo—. ¡Tómala prisionera y haz estallar a los demás hasta el infinito!
—¿Eso es lo que harías tú? —pregunté.
—Sí, eso es lo que haría. Eso es lo que he querido desde el principio. —Tenía los ojos inyectados en sangre y parecían despedir llamas. Era todo un espectáculo, su rostro angelical tan contraído por la rabia y la tristeza—. ¡Los haría estallar a todos porque son una amenaza para nosotros! ¿En qué nos estamos convirtiendo? Somos vampiros. Y ellos son el enemigo. Destruyámoslos. Tú, Cyril, Thorne y yo... podemos hacerlo todo nosotros.
—No puedo —musité.
—¡Lestat! —Se acercó a mí con las manos extendidas, después retrocedió y miró hacia el tejado. Cyril y Thorne aparecieron casi de forma instantánea a su lado—. ¡No podéis permitirlo! —les dijo.
—Él es el capitán de la maldita nave —dijo Cyril.
—Hago lo que el Príncipe me dice que haga —dijo Thorne con un suspiro largo y angustiado.
—Todavía no lo he decidido —dije yo—. Aquí hay un voto más que debemos tomar en consideración y no oigo ese voto.
Sentí únicamente el latido en la nuca.
Pensé en esa neófita, Amber, ocultándose en su sótano a solo unos minutos de ahí, sollozando y llorando, esperando ser ejecutada. Pensé en la Corte.
La noche anterior había sucedido algo de lo más extraordinario. Marius había entrado en el salón y había bailado con Bianca. Él llevaba un traje y corbata simple, como suelen llamarle, y ella lucía un vestido de lentejuelas negras y diminutas joyas brillantes. Habían bailado durante horas, sin importar lo que tocara la orquesta. Marius, quien la noche siguiente sería Rey si yo ya no estaba, y me había marchado vaya uno a saber dónde.
¿Acaso me estaba esperando Memnoch en aquella abominable escuela purgatoria que tenía? No podía evitar preguntarme si mi alma ascendería a toda velocidad a esa parte geográfica del plano astral.
—Está bien —dije—. Escuchadme una vez más. ¡Es mi vida! ¡Y tengo el derecho de ponerla en riesgo si me parece! ¡Y no quiero marcharme con la sangre de esos replimoides en mis manos! Ya tengo suficiente sangre en ellas, ¿no es así? Os digo que soy el Príncipe y os ordeno que me dejéis ir a reunirme con esta mujer, solo.
Me elevé hasta llegar a más de cien metros de altura sobre el grupo, diminuto y alicaído, que acababa de dejar.
Y segundos después miraba el pavimento frente a Notre Dame, donde estaba Kapetria, una pequeña figura vestida de gabardina y pantalones en medio de la plaza vacía, aparentemente sola. Pero no estaba sola.
Me dejé caer silenciosamente sobre la galería más cercana a la cima de la torre norte de la catedral. Kapetria estaba de pie a unos quince metros de la puerta principal. Había otros replimoides pegados a los edificios de todas las calles situadas del lado izquierdo de la plaza, vista desde mi posición. También pude ver los replimoides en el puente sobre el río. Y desde el aire los había visto situados a lo largo del costado de la catedral.
Me pregunté qué habían creído que podían hacer. Apoyé mis manos en la balaustrada y observé París hasta donde me llegaba la vista. Muchos años atrás, Armand y yo nos habíamos encontrado en Notre Dame. Él había entrado solo en la catedral, para confrontarme y para hacer frente a su propio temor de que Dios lo fulminara por haber entrado ahí, porque Armand era un Hijo de Satán y la catedral era un lugar de luz.
Desde luego, Kapetria debía saberlo, debía haberlo leído en las «páginas», pero yo sospechaba que tenía razones más prácticas para su elección de aquel lugar, y que su frankensteiniano laboratorio se encontraba por ahí cerca.
Examiné el mundo en busca de Armand, Thorne o Cyril. No había rastro de ellos. Pero Gregory Duff Collingsworth también estaba en la plaza, a muchos metros de Kapetria, oculto entre las sombras y con la mirada fija en mí.
Me lancé hacia abajo, cogí a Kapetria por la cintura y me elevé a cientos de metros sobre París, acunándola en mis brazos para protegerla del viento. Debajo, los replimoides convergían en la plaza desde todas las direcciones.
Lentamente dejé a Kapetria sobre el tejado de la torre norte, que era lo bastante plano y grande como para que no corriera riesgo de caerse.
Estaba aterrada. Era la primera vez que la veía mostrar signos de temor. Se aferró a mí, respirando y temblando, y después se desplomó a mis pies. Desde luego, la levanté. No era mi intención que cayera. Volvió en sí de inmediato, pero el miedo hizo presa de ella nuevamente y hundió la cabeza en mi pecho.
—¿Esta es la mujer que deambulaba por las torres de Atalantaya? —pregunté.
—Allí había barandas —respondió—, barandas altas y seguras.
Pero lo que realmente quería decir es que nunca antes nadie la había cogido y se la había llevado por los aires de ese modo. Recordé cuando Magnus, mi hacedor, me tomó prisionero y me llevó a un tejado parisino. Había sentido el mismo terror que ella sentía ahora. El miedo de un mamífero primate.
La sostuve con fuerza y me acerqué al borde para que pudiera ver a sus seguidores reunidos en la plaza, pero ella se revolvió contra mí. No quería mirar más allá del borde. No quería acercarse al borde.
No había nada que hacer salvo llevarla a un lugar más seguro y eso hice. Esta vez, sin embargo, me moví con mayor lentitud. La sostuve aún con mayor firmeza, le mantuve la cabeza contra mi pecho para que no se sintiera tentada de mirar a su alrededor y pronto me encontré sobre la más alta de las azoteas de Laboratorios Collingsworth, a kilómetros de la catedral y de la ciudad vieja. Ahí estábamos rodeados por parapetos de considerable espesor y altura.
Kapetria temblaba con mayor violencia que antes. Caminó rápidamente hasta el parapeto más cercano y se sentó con la espalda contra el muro, las rodillas levantadas y los brazos abrazándose el pecho. Tenía revuelto el pelo negro y suelto y se cubría las rodillas del pantalón de lana con la gabardina, como si estuviera helada.
—¿Quieres contarme lo que planeas hacer? —le pregunté.
Esperaba que estuviera furiosa, que me llenara de insultos por esa vulgar demostración de poder, ese vano intento de aprovechar la ventaja cuando, en realidad, yo nunca había tenido la ventaja. Pero no hizo nada de eso.
—Estoy lista para hacerlo —dijo—. Esperaré al alba, por supuesto, cuando estés naturalmente inconsciente, y después haré varias cosas, te extraeré la sangre y la reemplazaré íntegramente con sangre replimoide; te abriré el cráneo, lo que por supuesto no sentirás, e intentaré extraer a Amel intacto para colocarlo en el cerebro de otro cuerpo que ya está preparado y lleno, también, de sangre replimoide. Después cerraré tu cráneo y la herida, y te dejaré ahí, atado, inconsciente hasta el ocaso, cuando creo que tus incisiones se curarán, te volverá a crecer el cabello y serás capaz de liberarte fácilmente de las ataduras. Después podrás abandonar el laboratorio cuando lo desees porque nosotros nos habremos ido mucho antes.
—¿Y crees que te dejaré hacerlo —dije— si no hay garantías de que ni Amel ni yo vayamos a sobrevivir?
—Tengo que intentarlo y estoy tan dispuesta como podría estarlo —respondió.
Me pregunté por qué le hacía eso. Por qué la hacía pasar por eso cuando en realidad ya estaba dispuesto a capitular. Cuándo había decidido ceder, no podría decirlo. Tal vez hacía una semana o un mes. Tal vez había sido en el consejo, después de que ella acabara su larga historia y yo bebiera su sangre y la viera con Amel. El mismo Amel que ahora callaba, que no decía una palabra. Caminaban por los antiguos laboratorios de Atalantaya. Sentí un abatimiento tan grande que ya no podía oírla.
Pero ella hablaba, hablaba acerca de lo que era Amel, de lo que podía hacer Amel, y de quién era ella, de que no tenía otra opción más que liberarlo y ponerlo en un cuerpo muy parecido al que había estallado en pedazos en Atalantaya enviándolo en su viaje de miles de años al reino de los espíritus, a partir del cual nosotros habíamos sido creados.
Permanecí junto al parapeto, a pocos pasos a la derecha de Kapetria, mirando los modernos edificios de Laboratorios Collingsworth y las modernas torres de París a nuestro alrededor, a un mundo de distancia de la vieja ciudad y la catedral en la cual había bebido sangre inocente por primera vez. En otro edificio, en algún lugar, perdida en la confusión de azoteas, estaba la puerta del laboratorio de Fareed, pero no podía distinguir dónde. El hecho era que aquí estábamos a salvo y que yo no oía corazones sobrenaturales en las inmediaciones, ningún ángel necio al rescate. Gregory no nos había seguido. Fareed y Flannery estaban, probablemente, a kilómetros de distancia, en la Corte. Estábamos solos.
Y ella, una criatura frágil, a pesar de todos sus dones, tenía el aroma de la sangre inocente.
Sangre inocente. Amel había dejado de pedirla, había dejado de traérmela a la mente del modo en que lo había estado haciendo pocos meses atrás. Una sangre inocente que sabía exactamente igual que la sangre malvada si se cerraban los ojos a las visiones que viajaban con ella y solo se bebía y se bebía y se bebía.
Me atraía mucho saber que ella no moriría si yo bebía hasta la última gota de su sangre inocente y en mi mente secreta y sin leyes, donde las fantasías se alimentan solo para morir una muerte temprana, la imaginé mi esposa, cautiva en las mazmorras de mi castillo ancestral, prisionera, como lo había sido Derek del desafortunado Roland, y pensé en las conversaciones que podríamos tener, yo y mi novia inmortal, cuya sangre jamás se agotaba. Ella era tan adorable, con su brillante piel oscura, una exquisita piel oscura, y su cabello negro como ala de cuervo, su voz rápida y nítida, tan fácil de escuchar si realmente quería oír lo que dijera... Y yo siempre querría oír lo que ella tenía que decir, porque era brillante y conocía cosas que para mí eran imposibles de conocer. Ella había estado realmente allá arriba, con la luna y las estrellas, en una estrella llamada Bravenna, más alto de lo que yo era capaz de volar.
—Está bien —dije, deteniendo su última exhortación respecto de lo que yo realmente tenía que hacer a continuación—. No estoy preparado, pero lo estaré, y cuando lo esté te lo haré saber.
La alcé y la llevé otra vez hacia lo alto, y volamos sobre la ciudad. Al acercarme a la catedral bajé la velocidad y la deposité de pie, como había estado antes, frente a la puerta principal de la iglesia.
No había rastros de sus legiones. Debían de haberse retirado cuando vieron que era inútil buscarla.
Kapetria se abrochó el abrigo hasta el cuello, metió las manos desnudas en los bolsillos y me miró, derrotada y descorazonada.
—¡Lo cierto es que yo estoy lista para hacerlo ahora! ¡Y a menos de un kilómetro de aquí! ¡Todo está preparado!
—Yo no estoy preparado —dije—. Podría morir. ¡Él podría morir!
Tenía mucho más que decirle, pero no sabía qué era. Quería decirle que Amel no hablaba, que Amel no insistía para que fuera a verla y que para mí solo eso ya era razón para aplazarlo. Entonces, por primera vez, se me ocurrió: ¿qué haría yo cuando Amel me dijera «ve con ella»? Puede que estuviera esperando eso y solo eso.
No podría negarme a Amel, no amándolo del modo en que lo amaba ni comprendiéndolo como lo comprendía. Y él estaba dispuesto, estaba listo, ¿quién era yo para ponerme en su camino?
«¡Entonces, por qué no hablas, maldición! ¡Por qué no lo arreglas! ¡Habla ahora e iré con ella!»
Llanto. Amel estaba llorando; un llanto tan suave, tan lejano, y con todo tan cercano...
Algo me sacudió. El ruido de un antiguo y poderoso corazón sobrenatural. Gregory, muy probablemente, o Seth. Pero su marca no era la correcta. Todos los corazones tienen una marca, según acababa de darme cuenta hacía pocos meses. Amel me lo había enseñado.
Empecé a girarme para hacer frente al intruso, pero ya era demasiado tarde.
La criatura me tenía en su poder. Tenía sus brazos alrededor de mi cuerpo y me retenía con firmeza. Era una fuerza tanto mayor que la mía que estaba atrapado. No podía usar con él el Don del Fuego porque lo tenía a mi espalda y no conseguía mirarlo. Parecía ser incapaz de ejercer la más ligera resistencia telequinética. A pesar de ello, intenté liberarme con todas mis fuerzas. Más fácil habría sido liberarme del abrazo de una gárgola.
Kapetria nos observaba. Sus ojos negros estaban muy abiertos por el asombro. La plaza estaba desierta. París dormía. Pero el cielo se iba llenando de luz.
—Digamos que es una reparación —dijo una voz junto a mi oído. Pero le hablaba a Kapetria—. Yo lo llevo a tu tabla de cortar y quedamos en paz por lo que yo le hice a tu amado Derek. Y tú, Lestat; con esto quedamos en paz por lo que tú me hiciste.