31
Lestat
No era tan diferente del quirófano de un hospital, o por lo menos eso es lo que yo imaginaba, pues nunca había estado en uno. Pero los había visto en las películas bastantes veces como para reconocer todo el equipo. La única diferencia era que ahora el paciente estaba amarrado a la mesa de operaciones con correas de acero de una solidez casi imposible. Y que Rhoshamandes me sostenía con firmeza mientras esperábamos la salida del sol.
En la plaza había habido una batalla desesperada y confusa, en la que Cyril, Thorne y el fantasma de Magnus habían atacado a Rhoshamandes en vano. Yo había percibido la presencia de otro espíritu y hasta la presencia de Armand. Otros. Había habido destellos de fuego, aullidos y maldiciones. Y yo había gritado «Basta. Me rindo. No les hagáis daño». Yo había acabado con el asunto en cuestión de segundos.
Y ahora estábamos aquí, en esta habitación de hospital.
Y Rhoshamandes se desvaneció. Simplemente desapareció.
Observé el falso techo de placas blancas y el paisaje maravilloso de los tanques, los relucientes sacos plásticos de fluido, los monitores, cosas que hacían tictac y resoplaban, y cables y tubos anchos y brillantes, y replimoides de cabello y piel oscuros, con bellos ojos almendrados y oscuros encima de sus barbijos, con cuerpos tan apretados por la blanca indumentaria quirúrgica y el plástico que parecían estar vendados. Una jeringa se alzó en el aire. Tac, tac, tac. Un chorrito de líquido brillante.
Tenía las manos atadas. Mis dedos estaban atados. Mi cuello estaba atado. Pero una maniobra elevó repentinamente la mitad superior de ese lecho mortal y me encontré sentado. Por supuesto. ¡Debían levantarme la tapa del cráneo! Y todas las correas de acero habían sido colocadas de tal manera que permitieran esa maniobra que me alejaba, paso a paso, de todo lo que yo podía comprender.
Deseé tener un atisbo del otro cuerpo, el cuerpo cubierto que estaba sobre la mesa, del que salía, o entraba, una multitud de mangueras llenas de sangre. ¿Esa cosa estaba viva?
Alguien puso una venda gruesa y blanda sobre mis ojos. Y puede que ahí vaya, para siempre, tu capacidad de ver. ¿Cómo saberlo?
Me sentía aturdido, casi incapaz de hablar. El sol estaba sobre el horizonte.
Amel lloraba.
«¡Di algo, idiota! Por lo menos dime adiós.»
Se encendieron las luces, unas luces tan brillantes que alumbraban a través de la venda y de mis párpados, pero la vieja y conocida oscuridad se encargaría de eso. Tijeras cortando. En realidad nunca me habían gustado mucho esa chaqueta y esa camisa. Agujas clavándose. Siento un extremado... un extremado cariño por esta piel.
No era un sueño, era otro lugar. Y tan pronto extendí la mano para abrir la puerta se desvaneció.
Simplemente se desvaneció.
Lo siguiente que supe fue que estaba durmiendo de lado. Después me volví sobre la espalda y pensé: Qué dura es esta cama y los olores que percibo, ¿qué son estos nocivos olores químicos? Oí ruido de tráfico y, en algún lugar muy cercano, el ruido de la gente que caminaba por una calle ajetreada.
Se abrieron mis ojos. Miré otra vez las placas del falso techo.
Estoy vivo.
La suave luz eléctrica iluminaba tenuemente el techo y el lugar donde me encontraba tendido.
Me senté y miré a mi alrededor. La habitación. La mayor parte del equipo había desaparecido. El otro cuerpo, el que estaba sobre la otra mesa, había desaparecido. Estaba solo, sentado en una camilla y totalmente vestido. La camisa de lino era nueva, la americana era nueva y los pantalones eran nuevos, pero las botas negras pulcramente lustradas eran mías. Y los anillos de mis dedos, claro, eran míos. Mis amadas gafas de cristales violetas estaban en el bolsillo del pecho.
Me palpé el cabello; estaba como siempre al despertar, espeso y largo. Con todo, percibí las delicadas aunque duras costuras en la piel de mi cabeza. Me miré las manos y luego miré todo el resto de mi cuerpo.
Bajé de la camilla y avancé por el desorden de mesas, tarimas, armarios de metal y otros restos semejantes, y abrí la puerta.
El pasillo vacío de un edificio moderno y en el extremo opuesto una puerta hacia una calle muy concurrida. Me coloqué las gafas violetas y salí.
Estaba en el Marais, una de las zonas más antiguas de París. Era justo después del ocaso y se iban encendiendo las luces. Pronto me encontré andando por una de esas estrechísimas aceras tan comunes en el París antiguo, junto a una librería atestada, un café con las ventanas empañadas, junto a tiendas, restaurantes y, después de un rato, bajo los techos abovedados de una vieja arcada de piedra. Me rodeaban mortales que iban y venían ignorando mi piel pasmosamente blanca y mi paso tambaleante, mientras yo me esforzaba por avanzar paso a paso, de un adoquín al siguiente. La muchedumbre se volvió más numerosa y me pareció estar en la ciudad más animada del mundo.
El cielo era de un blanco invernal, pero el aire no estaba demasiado frío. Por fin, fui a dar a una gran plaza con una fuente de tres pisos en su centro. Pero la fuente no funcionaba y la nieve se acumulaba ligera, nueva y pura sobre cada objeto. Los árboles desnudos relucían con una delgada capa de hielo, un hielo que se quebraría en un millón de astillas si lo tocaban, y los empinados tejados de las casas, a mi alrededor, brillaban con la nieve.
Yo estaba solo.
Completamente solo. Respiré hondo el aire helado y levanté los ojos hacia la blancura. Gradualmente, mi vista fue penetrando las capas de nubes bajas y distinguió las estrellas.
Solo. Sin mano cálida en la nuca, sin nadie que no fuera yo mismo viviendo y respirando en mi interior. Sin otra voz que pudiera hablarme, u oírme si hablaba. Solo.
Igual que había estado hacía doscientos años, cuando la estatua ecuestre de Luis XIII ordenada por Richelieu se hallaba en el centro de ese espacio y esas eran casas destartaladas, que ya no estaban de moda, y yo había caminado por aquí después de recibir la Sangre vampírica, fiero y fuerte y, según parecía, capaz de recorrer todo París impulsado por mi sed.
Sangre inocente. Eso pensaba yo. No me lo había sugerido nadie.
Vivo, aún.
Una mortal se detuvo a pocos pasos de mí. El abrigo le llegaba hasta las botas y llevaba el rostro y el cuello totalmente envueltos en una bufanda. Me habló en francés rápidamente, diciéndome que cogería un resfriado de muerte si no entraba en algún lugar y conseguía un abrigo. Asentí con la cabeza y le di las gracias, y ella se alejó rápidamente por los confusos espacios nevados.
Bueno, pensé, es un momento tan bueno como cualquier otro para averiguar qué se ha perdido, si es que se ha perdido algo.
Ascendí tan rápido que ningún ojo mortal podría haberlo visto y al instante me encontré atravesando el cielo de París rumbo, infaliblemente como siempre, al hogar.
Cuando entré en el salón de baile eran las ocho en punto. Había oído los vivas, los gritos y el ruido de la gente apresurándose por los pasillos y los salones antes de llegar a la puerta.
—Dónde está la orquesta —pregunté. Avancé hasta un espacio vacío junto al arpa. Marius me abrazó. Los músicos coparon el pequeño grupo de sillas doradas y Antoine subió al reducido pódium negro. Pronto se elevó a mis espaldas una vigorosa música triunfal.
Me aferré a Marius.
—Estas han sido las peores horas de toda mi existencia —me susurró al oído—. Después me han dicho que estabas vivo, que te habían visto en París. Y yo no lo he creído.
La multitud que había a nuestro alrededor iba aumentando. Los bebedores de sangre presionaban, reduciendo el espacio en el que yo estaba.
Pronto todos los rostros estuvieron ahí, salvo los de Louis, Rose y Viktor. Pero ¿cómo era posible? Me volví. Estaban a solo medio metro de mí, muy juntos los tres, y sobre la blancura pura del rostro de Louis había dos rastros de lágrimas de sangre.
Debió de pasar una hora de abrazos individuales, de tranquilizar a cada persona, y a mí mismo, diciendo que estaba sano y entero. Tenía sed, pero no me importaba.
No podía pronunciar su nombre. No podía. No podía decir su nombre y parecía que ellos lo percibían y tampoco lo mencionaban. No preguntaron ¿está aquí? ¿Se ha ido?
Solo cuando, finalmente, todo llegó a su fin, todas las celebraciones y las preguntas y mis respuestas reiteradas, solo cuando bajé a la cripta y me senté a solas en la oscuridad, dije:
—Amel. ¿Amel, dónde estás? ¿Eres carne y hueso? ¿Estás a salvo?
Las lágrimas de sangre me resbalaban por las mejillas como lo habían hecho por las de Louis, hasta que la camisa y el abrigo quedaron hechos una ruina, y después me eché a llorar como un niño.