32
Lestat
La noche siguiente ofrecí la mejor charla que he dado a mi familia de la Sangre. No la escribí ni la planifiqué ni la pensé íntegramente. Subí al pequeño pódium de director y me dirigí a los cientos de bebedores de sangre apiñados en el salón y a los otros cientos que escuchaban desde los otros salones.
Les dije que, en efecto, Amel se había marchado.
Eso fue todo lo que dije sobre él o sobre lo que había ocurrido.
Después les dije que debíamos hacer de nuestra forma de vida algo sagrado, que debíamos vernos a nosotros mismos como algo sagrado y que debíamos considerar sagrado nuestro paso por el mundo, sin importar si otros lo consideran así.
Les dije, en pocas palabras, que jamás se había considerado sagrada ninguna cofradía, ninguna confraternidad, si no era por la fe de quienes la formaban, y que no había ningún poder en este u otro mundo que pudiera hacer que algo fuera sagrado, salvo ese poder que reivindicamos para nosotros. Les dije que éramos hijos del universo sin importar quién pudiera pensar otra cosa, que vivíamos, respirábamos, pensábamos y soñábamos como hacen todos los seres sensibles y que nadie tenía derecho a condenarnos ni a negarnos el derecho de amar y vivir.
Sí, estábamos escribiendo las normas, y sí, estábamos escribiendo la historia de la tribu, y sí, intentaríamos obtener el consenso antes de avanzar. Pero lo que debía recordarse era esto: la Senda del Diablo nunca había sido fácil ni simple, y quienes la habían recorrido durante más de un siglo lo habían hecho porque se habían interesado por algo más grande que ellos mismos y su interminable apetito de sangre humana. Habían querido ser parte de algo enormemente más grande que ellos y se habían rebelado a su manera contra el inevitable aislamiento que se va cerrando a nuestro alrededor; habían sobrevivido porque la belleza de la vida no les permitía marcharse; y porque habían nacido con la sed de conocer, una sed de nuevas eras y nuevas formas y nuevas expresiones de arte y de amor, aun cuando veían todo lo que habían apreciado desmoronarse y desaparecer.
Si queríamos sobrevivir, si queríamos heredar los milenios como Thorne y Cyril y Teskhamen y Chrysanthe los habían heredado, como Avicus y Zenobia los habían heredado, como Marius y Pandora y Flavius los habían heredado, como Rhoshamandes y Sevraine los habían heredado, y como Seth y Gregory, ahora los más antiguos entre nosotros, los habían heredado, entonces debíamos ir al encuentro del futuro con respeto además de con valor y debíamos pensar que el miedo y el egoísmo eran poca cosa.
—Este es nuestro universo —dije—. Nosotros también estamos hechos de polvo de estrellas, igual que todas las cosas de este planeta. Este es nuestro lugar.
Al parecer me demoré en este tema un buen rato y después, cuando me percaté de que en realidad había acabado, di por terminada la exposición.
La verdad es que no proporcioné ninguna respuesta mejor que las que había dado a regañadientes la noche anterior, y cuando la gente me elogiaba por mi valor al entregarme a lo que había ocurrido, lo desechaba con un ademán y decía:
—No ha sido mi valor. Solo fue lo que sucedió.
Me marché llevándome a Thorne y a Cyril conmigo, y busqué a Rhoshamandes, que estaba, como siempre, en su propio castillo, en su propio mundo arrogante, frío e inexorablemente gris.
Rhoshamandes se llevó un gran sobresalto cuando entré en su espacioso salón o aula mayor, o comoquiera que él llamara a aquel lugar. Se levantó de un salto, dejando caer el libro que estaba leyendo.
—Sin rencores —dije, extendiendo la mano. Tenía a Thorne y Cyril a cada lado y percibía su hostilidad hacia Rhoshamandes. Sabía cuánto ansiaban que él provocara una pelea, pero ni siquiera nosotros tres éramos rivales para lo que alguien tan antiguo como él podía hacer.
Rhoshamandes me observó con frialdad durante un largo rato, como si no pudiera creer lo que yo le decía.
—Tenemos que renovar todas las cosas —dije—. No pueden quedar resentimientos entre nosotros.
Rhoshamandes no respondió. Yo proseguí.
—Has dicho que era en compensación por lo que yo te había hecho a ti. Pues bien, ahora mantén tu palabra.
Al oír lo que le decía su actitud de relajó un poco. Después se encogió de hombros, se encogió de hombros igual que hacía yo tan a menudo, y extendió su mano.
—Sé que no esperabas que sobreviviera —dije—. Pero vivamos en paz. Eres siempre bienvenido en mi casa, siempre que respetes la paz.
No esperé de su parte ninguna respuesta fría, incompleta, inadecuada o decepcionante. Quería irme a casa.
Pero cuando me volvía para marcharme me detuvo y me dijo:
—¡La paz entre nosotros! Te lo agradezco. —Parecía más que simplemente sincero—. No quería que murieras —dijo—, pero ojalá haya muerto el demonio que tenías dentro. Espero que se haya elevado como un humo y que flote en agonía sobre este mundo otra vez y para siempre.
Eso me dolió en el alma, pero no lo culpaba por lo que había dicho. La sensación general en todo el mundo de los no-muertos era que habíamos nacido de una fuerza diabólica que nos había llevado vivos a la Oscuridad solo a través de la ceguera y la sed. Nadie, en ninguna parte, derramaba lágrimas por Amel.
Quise decir que Amel era carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, pero me quedé callado. Si de verdad se desea paz en el mundo, hay que aprender a quedarse callado. Le estreché otra vez la mano y le dije que esperaba verlo pronto en la Corte.
Cuando llegamos al Château, Cyril me preguntó cómo era capaz de hacer eso, de estrecharle la mano a ese monstruo después de que me hubiera entregado a aquella criatura, Kapetria, con todas sus intrigas.
—Le he estrechado la mano porque él me importa un comino —le respondí—. Lo que me importa es la paz. Después de todo, todavía puede descender algún espíritu horrible y destruir cada sueño que aún atesoro, o pronto puede surgir de la nada una banda de envidiosas apariciones y derrocar a la Corte.