33

Lestat

La primavera llegó a nuestras montañas a una velocidad y con una calidez excepcionales.

Pronto todas las ventanas del castillo se abrieron a las brisas nocturnas y los bosques fueron verdes otra vez. El césped parecía terciopelo verde y verdes eran las hierbas silvestres de las montañas. Las flores silvestres brotaban en los prados bajo la luna y la Corte disfrutaba el inevitable rejuvenecimiento de un sinnúmero de formas.

Nadie había sabido nada más de los replimoides. Y nadie los buscaba, tampoco. Es lo que habíamos convenido, que no los buscaríamos, pero para mí era un sufrimiento agónico no saber si Amel había sobrevivido o no.

Imaginé que, dada su naturaleza de sangre caliente y su necesidad de un clima templado, ya se habrían establecido en alguna región de Sudamérica con montañas y selvas en las que desaparecer. Pero también, a causa de su naturaleza pacífica y de su deseo de seguir siendo la Gente del Propósito, a causa de su voluntad de dedicarse a fomentar la vida de diversas maneras, también imaginé que podrían estar en algún lugar más seguro, por ejemplo en Estados Unidos. La verdad es que nadie lo sabía.

Había otros bebedores de sangre que sentían curiosidad sobre el destino de Amel, obviamente, pero no creo que nadie sintiera el dolor que yo sentía. Louis sabía lo que yo no podía expresarle y se mostraba respetuoso, consolador y paciente con ello. Louis nunca me fallaba. Pero había otros que hablaban de Amel sin el más ligero cuidado. El factor Amel, el Germen Amel y las Quemas instigadas por Amel y de que Amel podría haber destruido todo lo que había creado al zambullirse en Akasha, miles de años atrás. Los jóvenes deseaban oír una y otra vez la historia de nuestros orígenes, pero los héroes y las heroínas de los consabidos cuentos no incluían al espíritu sin rostro ni voz que solo había vuelto a ser él mismo a finales del siglo veinte. Y para fines de mayo, no era poco frecuente oír a los jóvenes bebedores de sangre del salón de baile decir sin preocupación que encontraban difícil creerse «toda esa vieja mitología» referente a Amel.

Éramos lo que siempre habíamos sido, una tribu de sombras que cazaba humanos en los márgenes, vagando entre las muchedumbres mortales del mundo envueltos en un esplendor gótico y un romanticismo autosostenido. Pero estábamos unidos y éramos fuertes. Nos teníamos los unos a los otros. Y teníamos al consejo, y teníamos el castillo y teníamos la Corte.

Cuando llegó el verano yo estaba embriagado con la Corte. Pasaba parte de cada noche trabajando con Marius en una constitución que él estaba escribiendo en latín y que reflejaba demasiado sus principios romanos y su extraño desdén helenístico por lo material y lo biológico. Después pasaba tiempo conversando con los jóvenes, sobre cómo debían y podían evitar ser descubiertos con toda esa inexorable vigilancia digital montada por el mundo mortal.

Retos espirituales y prácticos, retos intemporales y retos del momento.

La renovación era completa tanto en el Château como en el pueblo, así como en tres de las casas solariegas que habían sido reconstruidas a partir de antiguas pinturas, dibujos enmohecidos y mapas históricos.

Había dejado marchar a la mayoría de los arquitectos, diseñadores y obreros de la construcción mortales; solo quedaba una pequeña comunidad de personas que se había retirado. Ahora me enfrentaba a la cuestión de si quería traer a mi amado arquitecto en jefe, Alain Abelard, a nuestro mundo. Antes de hacerlo, debía admitir ante mí mismo de una vez y para siempre que el Don Oscuro era precisamente eso, un don. Y en realidad aún no lo había hecho.

Mientras tanto, Abelard no quería abandonar el pueblo. No quería abandonarme. Me contó que tenía nuevos proyectos que proponerme y que pronto me presentaría varios planes nuevos. Abelard no tenía otra vida real aparte de mí.

Cuando todo eso se volvía demasiado pesado, me tomaba un respiro e iba a París, a deambular por lugares nuevos y viejos, a respirar la infinita vitalidad de la ciudad.

Para mediados de junio caminaba por París todo el tiempo, y Louis me acompañaba de forma invariable. Pronto tuvimos nuestras calles preferidas, nuestras librerías preferidas y nuestras cafeterías preferidas. Fuimos juntos a ver películas y algunas obras de teatro. Frecuentamos el Louvre y el Centro Georges Pompidou. Pero más que nada vagábamos.

Y una noche de sábado especialmente bella y cálida nos encontrábamos en París, hablando suavemente acerca de cuán milagrosamente cambiado estaba nuestro mundo desde las épocas en que los propios vampiros creían ser siniestras criaturas sobrenaturales dotadas de cientos de rasgos misteriosos según el diseño intencionado de otro ser.

Louis mencionó haber recuperado París del dolor de la pérdida de Claudia y disfrutar de la ciudad moderna más de lo que habría imaginado.

Bastante antes de la medianoche llegamos al Barrio Latino y nos sentamos en una espaciosa cafetería al aire libre, una de nuestras favoritas, que ahora era una meca turística, pero que seguía siendo tan genuina y vital como podía desearse.

Escogimos una mesa en la zona exterior de la acera y nos sentamos a conversar un poco más y a mirar a los transeúntes. Yo estaba sediento. Y otra vez pensaba en la sangre inocente.

Pero hay mucho que decir a favor de pasar una noche sediento cuando los sentidos se agudizan por la sed, los colores son más intensos y los sonidos más nítidos y agradables. Por tanto, ignoré mi sed y, ciertamente, ignoré la tentación de procurarme sangre inocente.

Pedimos un poco de todo, vino, sándwiches, café y pastas, para que el camarero, a quien le dimos una buena propina, nos dejara solos un buen rato.

En un momento dado Luis se marchó a buscar un periódico y yo me quedé solo, esperando que ningún miembro de los no-muertos que acertara a pasar por ahí me reconociera o aprovechara ese momento para «hablar».

El mundo me parecía espléndido y yo estaba tan enamorado de París como lo había estado siempre.

Pero pronto advertí que alguien me observaba. Una figura inmóvil sentada a la mesa contigua, casi frente a mí, me miraba con fijeza, con demasiada concentración como para resultar agradable. No la miré. Escaneé de la multitud en busca de imágenes en las mentes de otras personas y cuando me di cuenta de lo que estaba viendo me volví y lo confronté de inmediato.

Era un hombre joven, puede que de unos veintitantos años, con la piel bellamente bronceada, el cabello rojo intenso, largo hasta los hombros, y unos brillantes ojos verdes. Cuando me sonrió se me detuvo el corazón.

Se levantó de la mesa y vino hacia mí. Le quedaban bien los vaqueros, la ligera chaqueta mil rayas y la rígida camisa blanca con el cuello abierto. Se sentó frente a mí, se inclinó para acercarse y colocó los antebrazos sobre la mesa. Sus dedos largos y finos se avanzaron hasta cubrir mi mano derecha.

—Lestat —musitó.

No me atrevía a decir su nombre. Creía que era una alucinación, porque ¿cómo podía ser que alguien hubiese recreado con semejante perfección al joven con el que había estado en Atalantaya mientras mi corazón permanecía detenido? Los hoyuelos, la depresión en el mentón, pero sobre todo esos grandes ojos verdes y animados, y el intenso sentimiento que parecía darle calor desde el interior.

—Soy yo —dijo, y sus cálidos dedos me apretaron la mano con tanta fuerza que habrían lastimado una mano mortal—. Soy Amel.

—Voy a volverme loco —dije con voz queda. Apenas podía hablar. Detrás de él, vi a Louis que venía con el periódico, pero cuando vio lo que sucedía en la mesa asintió con la cabeza, plegó el diario y desapareció.

No había manera de expresar con palabras lo que sentía. Era Amel. Amel, vivo; Amel tan plenamente realizado y presente en ese cuerpo, un cuerpo que era una réplica viviente del que había perdido al hundirse Atalantaya en el mar.

Aparentemente, él no podía leer mis pensamientos y finalmente dije lo único que conseguí decir:

—¡Gracias al cielo! —Me llevé la mano a los ojos, para cubrirlos, y eché a llorar. Permanecí ahí, llorando, un largo rato. Finalmente, conseguí extraer mi pañuelo y me enjugué los ojos, después doblé la tela para ocultar la sangre.

—¿Cuántas veces has venido aquí? —preguntó. Atrapó mi mano otra vez y, una vez más, vi que también él había llorado. La cadencia de su voz, su tono, su timbre, eran los mismos de la voz a la que él había dado forma en mi cabeza.

Cuando no respondí, comenzó de nuevo, como si no pudiera contenerse.

—Esta es la primera semana que me permiten salir solo —dijo—, la primera semana que me permiten caminar por la calle sin vigilancia, la primera semana que me permiten ser casi atropellado por los coches o perderme o ser asaltado y despojado de mis papeles o sentirme mal por haber comido demasiado y vomitar, solo, en un callejón. —Se detuvo, se rio y después prosiguió. Sus dientes centelleaban y sus ojos reflejaban bellamente las luces—. Les dije que si no me dejaban salir me escaparía. Juré que si no me permitían cometer algunos errores iba a empezar una huelga de hambre. Desde luego, me recordaron que no necesitamos alimentos y que no me sucedería nada, salvo sentirme desdichado, pero al final Kapetria me llevó en coche hasta el Bulevar Saint-Michel, donde me apeé.

Entonces habían estado en Francia todo el tiempo; era más que probable que hubieran estado todo el tiempo en París. No me importaba. No me importaba nada excepto él.

—Y no te ha sucedido nada de eso, ¿verdad? —pregunté.

—No, nada malo, en absoluto —proclamó orgulloso y con la sonrisa más luminosa. Tenía los ojos húmedos—. He estado deambulando desde la mañana. Y sabía que tú caminabas por estas mismas calles. Sabía que frecuentabas este café. Los oí decirlo. Lo sabía. ¡He soñado que te veía! Quería verte. Habría continuado viniendo hasta toparme contigo. —Se detuvo y miró los sándwiches y las pastas que había en la mesa. Supe que tenía hambre.

—Come, por favor —dije—. Le acerqué un vaso de vino y descorché la botella—. ¿Acaso intentan mantenernos separados?

Bebió un trago largo y profundo y le llené otra vez el vaso.

—Saben que no pueden, la verdad —dijo Amel—. Saben que quiero verte y hablar contigo y que inevitablemente tendrán que permitirlo. Pero dicen una y otra vez que no estoy listo. Bien, estoy listo. Necesito verte así.

Comenzó a comer con lentitud, saboreando cada bocado de pan y de carne, pero sus ojos volvían a mí.

—¡Ah, qué placer! —dijo en voz baja—. Cada día las células de mi cuerpo aprenden a gozar más y más de esto.

—¿Qué más puedo ofrecerte? —le pregunté, y dirigí un gesto al camarero.

—¿Qué tal una cerveza helada? —pregunté—. ¿Te gustaría? —Amel asintió.

—Caliente, frío, dulzura —murmuró. Mordió un bocado de la pasta que tenía ante él y mientras lo mantenía en la boca cerró los ojos y se estremeció. Después volvió a mirarme como si se estuviera dando un festín con la imagen. Las lágrimas le asomaron a los ojos.

El olor de la sangre, de la deliciosa sangre que había en su interior.

Había tanto que deseaba decirle, que no dije nada.

—Estoy hambriento de todo el mundo —dijo—. ¡Estoy hambriento de vino, cerveza, comida, de vida, de ti! Quítate esas gafas, por favor, necesito ver tus ojos. Ah, sí, gracias, gracias. Esos son tus ojos.

—No llores más —dije—. Si no lo haces, yo no lloraré.

—Trato hecho —dijo él. El camarero colocó la cerveza delante de Amel. Bebió la mitad del vaso y suspiró, y dijo que aquello era muy bueno—. No creerías cuánto me ha tomado aprender a comer, a sentarme, a pararme recto, a caminar, a ver. ¿Sabías que cuando los mortales son ciegos de nacimiento y adquieren la visión en edad adulta tienen que aprender a ver? ¡Yo he tenido que aprender a ver! Mi cerebro no venía dotado de conocimientos. No sabemos cómo hacían los bravennanos para dotar las mentes de conocimiento. Mi cerebro es un invento hecho de células tomadas de las manos de Kapetria. Ella lo descubrió. Nunca cortó la mano, sino que tomó muestras de biopsias con la extremidad aún conectada a su cuerpo; así no se crearía una vida nueva que después debería haber sido destruida. Y construyó mi cerebro a partir de células de sus manos y también usó células de las manos de Derek. —Encogió los hombros—. Podría explicártelo, pero nos tomaría años. En todo caso, ¡he tenido que aprender a ver, a caminar, a hablar!

—Han pasado solo cuatro meses —dije. Pero estaba atónito por las consecuencias de lo que me estaba contando, atónito ante el genio de Kapetria, y la prueba viviente de ese genio era él.

—Me ha parecido una eternidad. —Se reclinó en la pequeña silla de mimbre y levantó la vista hacia el toldo. El ondulado pelo rojo le cayó sobre los ojos, pero no pareció importarle. Cejas oscuras, nítidas cejas y pestañas. Ella había construido todo eso.

El que Kapetria y su tribu pudieran hacer eso me produjo una visión fugaz de horribles posibilidades: seres desarrollados o fabricados que iban adquiriendo el dominio de un planeta desprevenido. ¿Y qué sucedería con los muertos, con los muertos enterrados, que podrían volver a vivir gracias a esos cuerpos maravillosos? ¿Qué podrían hacer por Magnus y por Memnoch?

—¿Qué harás? —pregunté—. ¿Tienes algún gran proyecto?

—No lo sé. —Encogió los hombros. Tomó otra pequeña pasta con mermelada y la engulló, después cortó un trozo de tarta de limón—. No tengo idea —dijo—. Tengo tanto que aprender... ¡Creía que lo sabía todo, que en tu interior había captado todo el carácter de esta época! —Se rio de sí mismo y sacudió la cabeza—. ¡Qué tonto y qué ciego! Ahora, cada día, quedo atónito por un nuevo descubrimiento. He leído sobre las cosas que se han hecho los seres humanos unos a otros, en la guerra. He leído sobre la actual carnicería que es el planeta. Estoy paralizado por lo que leo, por lo que veo en los telediarios, en las películas. Con todo, debo seguir estudiando, eso antes que nada, estudiar y viajar. Y quiero averiguar dónde estaba Atalantaya, dónde se hundió. Necesito saberlo, necesito saber dónde murió mi ciudad. ¡Necesito saber dónde murió todo lo que creé, todo lo que imaginé y planifiqué para este magnífico mundo!

—No te culpo. Debes saber infinitamente más que las leyendas.

—No, no es así —respondió—. En aquellos días estaba demasiado preocupado con los proyectos que tenía ante mí para prestar atención a todo el diseño del planeta. Creía que conocía su geografía, pero lo que sabía estaba distorsionado, era limitado y primitivo. En todo caso, ahora tengo que viajar a todas partes. Debo viajar por las selvas, los desiertos y las cordilleras. Debo ver el hielo fundiéndose rápidamente en los polos, debo verlo con mis propios ojos, el hielo fundiéndose y rompiéndose y cayendo a los mares en ascensión. Y sueño con que una de las pequeñas ciudades satélite se haya hundido en algún lugar con la cúpula intacta. —Hizo una pausa, miró a su alrededor, volvió a mirarme—. Y además está el trabajo en nuestros laboratorios.

—¿Podéis duplicar la luracastria de antaño? —pregunté.

—Oh, desde luego, Kapetria tuvo que conseguir eso antes de poder colocarme en un cuerpo funcional —respondió—. Pero la luracastria engendra otros materiales. Ese ha sido siempre el poder de la luracastria, es como un virus que hace que otros compuestos muten de maneras completamente imprevistas. Estoy trabajando en eso todo el tiempo, aquí. —Se tocó la sien derecha con un dedo—. ¡Este cerebro fantasma está organizando a este cerebro biológico; estoy recuperando antiguos conocimientos y adquiriendo conocimientos nuevos todo el tiempo! Pero cuéntame, ¿qué está haciendo Fareed? ¿Qué ha descubierto? ¿En qué está Seth? Quiero conocerlos. Tengo que conocerlos. Y a Louis. Ahora puedo conocer a Louis. Louis está ahí, observándonos. ¿Louis te hace feliz? Antes de que nos separaran, conocí a Louis a través de ti y...

Dejó de hablar.

Quería decir algo, pero no podía.

—Os he perdido a todos —susurró— y sufro por ello. —Otra vez surgieron las lágrimas.

—Sí —dije—. Lo sé. Y yo te he perdido a ti. —Luché por controlar mis propias lágrimas—. Tú me uniste a Louis, tú lo hiciste, y tú me devolviste a Louis. Tengo a Louis gracias a ti.

Ay, eso era una agonía y, sin embargo, cada segundo era precioso para mí.

Introdujo la mano en la chaqueta de mil rayas y extrajo una tarjeta blanca y un bolígrafo. El bolígrafo era de gel y de punta extrafina. Con trazo difícil, como patas de araña, me escribió unos números. Los de su teléfono.

Me dio la tarjeta y yo me la guardé en el bolsillo.

—Ahora dame tu teléfono —le dije— y yo teclearé mi número para ti, después de teclear el tuyo.

—Ah, sí, claro —dijo. Se sonrojó. Debería haber sabido que era así de simple y de pronto se sentía avergonzado. Pero yo entendía perfectamente esas lagunas, esas incapacidades arbitrarias y repentinas para captar lo simple o lo sublime en medio del torrente de un conocimiento mucho más poderoso. Me observó realizar esas tareas menores.

—Me pareces tan hermoso ahora como lo parecías en el espejo —dijo—. Eres tan hermoso como lo eras aquella primera noche, en Trinity Gate, cuando te vi en el espejo a través de tus ojos.

Estaba sorprendido. Miraba ansioso a nuestro alrededor. Yo no había oído ni visto nada.

—Solo vigilo por si los veo —dijo—. Vendrán a buscarme porque yo no los llamaré para que vengan. Ay, lo sabía. Siempre experimento ese calofrío... esa es una de tus palabras... ese calofrío cuando me observan. Ahí están. Te amo. Te veré de nuevo. Prométemelo, nos reuniremos aquí otra vez en cuanto podamos.

Le estreché la mano y no se la solté.

No conocía ninguno de los nombres de las cuatro mujeres que venían hacia nosotros, pero sabía que eran clones de Kapetria o de otros clones de Kapetria. Eran magníficas, con el mismo tono bronceado en la piel y los mismos grandes ojos negros con motas doradas, y abundante dorado en sus largos cabellos. Llevaban los labios pintados y soleras de algodón sostenidas solo por unos tirantes que les colgaban de los hombros bellamente torneados. En los brazos desnudos lucían brillantes brazaletes de oro.

—Buenas noches, Príncipe.

—Buenas noches, señoritas. —Empujé mi silla hacia atrás y me puse de pie—. ¿Podéis darnos solo unos minutos más?

—Amel se sobreexcita, Príncipe —dijo la que había hablado, mientras las demás asentían—. Te propongo lo siguiente... Hemos aparcado en doble fila, daremos la vuelta a un par de manzanas y volveremos. Con este tráfico nos tomará un buen rato. Pero solo si nos prometéis que estaréis aquí mismo cuando regresemos.

—¡Lo prometo, lo prometo! —dijo Amel. Las lágrimas le bañaban el rostro—. Si me lleváis ahora jamás os lo perdonaré.

Se marcharon, subieron a su gran Land Rover y lo incorporaron a la lenta corriente de coches que se desplazaban por el bulevar.

Amel se estremeció e intentó tragarse las lágrimas.

—Los amo —dijo—. Ahora son mi gente, como lo soy yo de ellos. Pero... no soporto su implacable control.

—Hay tanto que deseo preguntarte... —dije—. Hay tanto que deseo saber... Ellos no impedirán que nos conozcamos ni que nos amemos.

Parecía vacilante, triste. Un oscuro temor hizo presa de mí.

—Debes saber esto —me dijo, tomando mis manos entre las suyas—. ¡Te amaré eternamente! Si no fuera por ti, jamás habría sobrevivido.

—Tonterías, tarde o temprano habrías ido a alguno de los demás.

—No —dijo—, no funcionaba. Ha sido tu valor, la primera vez y la última. Siempre ha sido tu valor, y tu paciencia, y tu insistencia en que era posible encontrar soluciones; en que, de algún modo, las grandes fuerzas en conflicto podían conciliarse.

—Me estás otorgando demasiado mérito —dije—. ¡Pero tenemos un destino, tú y yo! —Comencé a llorar otra vez. Me pasé el pañuelo por los ojos con rabia y volví a ponerme las gafas de sol violetas—. Ahora mismo no puedo pensar en nada que no seas tú y lo que estás experimentando, lo que te depara el futuro.

Permaneció en silencio, observándome.

—Dales mis cariños, incluso a quienes me odian —dijo—. ¿Qué le hiciste a Rhoshamandes por ayudar a Kapetria?

—¿Tú qué crees? —pregunté—. Nada, por supuesto.

Se rio por lo bajo y con suavidad. Sacudió la cabeza.

—Lestat, lo sabes —dijo—, Rhoshamandes es un peligro para ti.

—Eso dicen todos —respondí—, pero he vivido mucho tiempo con el peligro. Ahora no quiero volver a hablar de Rhoshamandes. No quiero perder ni un instante, ni siquiera en pensar en él.

Hubo un momento de silencio entre nosotros y después hablé:

—Sabes la clase de poder que tienes —le dije, titubeando—. Sabes lo que tú y los demás replimoides podríais hacerle a este mundo. —Con mi mano derecha señalé las calles, los edificios, la gente—. Sabes lo que podrías hacer por los muertos y los espíritus atados al mundo...

—¡Somos la Gente del Propósito! —dijo él—. Debes recordar eso siempre. Y el propósito es nunca dañar la vida, de ningún modo. Sabemos que ahora no hay, en este planeta, ninguna criatura que actúe realmente según este propósito, lo sabemos. ¡Pero lo intentaremos! Lo intentaremos, sin duda, como lo ha intentado cualquier colonia dedicada a respetar la vida.

Debimos de haber hablado una hora completa. Me contó sobre los libros que había estado leyendo y me hizo preguntas sobre cosas que no entendía. Pero ¿cómo se le explica a alguien por qué la Antigüedad tardía abrazó con pasión el rechazo cristiano por el mundo biológico y material? ¿Cómo se explican personalidades como san Agustín o Pelagio? ¿O Giordano Bruno? ¿Cómo se explica el hecho de que los antiguos romanos fueran capaces de acuñar monedas, pero nunca inventaran la imprenta? ¿Por qué tomó tanto tiempo inventar el estribo o el tonel? ¿O la bicicleta? ¿Cómo se explica que el francés y el inglés sean tan diferentes cuando esas lenguas evolucionaron tan próximas la una de la otra? Ambos nos confesamos consternados para explicar el oscuro pesimismo de tantos humanos que viven en un mundo moderno tan pleno de progresos maravillosos.

—No pueden conocer la historia como la conocemos nosotros —dije.

Hablamos de los bravennanos y de si aún vigilaban activamente este mundo, si aún recibían sus transmisiones de imágenes. Hablamos del misterio de la llegada de otros extraterrestres al planeta.

Él y la Gente del Propósito especulaban en el mismo sentido que los seres humanos, que realmente podía haber visitantes de otros mundos caminando entre nosotros, ocultos con una habilidad muchísimo mayor de la que podíamos imaginar.

Habló de sus descubrimientos grandes y pequeños, de un nuevo derivado de la luracastria, una hormona sintética que, según creía, podía conducir a aumentar la longevidad de ciertos individuos humanos en diez años más de lo establecido por su reloj genético.

—No me temas —dijo finalmente—. Nunca tengas miedo de mí. Lo que haga, lo haré con respeto por lo que todos estos seres han conseguido por sí mismos. Después de todo, han construido este paraíso sin un Amel, ¿no es así? Los seres humanos han construido este mundo de Europa occidental, Estados Unidos e Inglaterra, y todos los países de Occidente.

—Todavía no has viajado a Oriente —le dije—. No has visto China ni Japón, ni el Levante mediterráneo. Allí también hay mucho por conocer.

Finalmente, las mujeres replimoides estuvieron otra vez junto al bordillo, con la puerta del coche abierta.

Amel se puso de pie de un salto, rodeó la mesa y me estrechó en un abrazo.

—¡Ah, esto también, carne sólida que jamás se ha de fundir! —dijo.

Le tomé la cara con las manos y lo besé.

—Amel —le susurré al oído—. Mi amor.

Se dio media vuelta de forma brusca, como si fuera lo único que pudiera hacer para separarse, y se dirigió hacia el coche que esperaba. En el bordillo se detuvo. Nos miramos, indiferentes al tránsito, al ruido, a la muchedumbre.

Volvió sobre sus pasos y me abrazó completamente. Estábamos envueltos el uno en los brazos del otro. Y el olor de su sangre me abrumó.

Me mordí la lengua y dejé que mi boca se llenara de sangre. Después lo besé plenamente en la boca, abrí los labios y dejé que la sangre pasara a la suya. Lo sentí ponerse rígido, estremecerse y oí el gemido extático que provenía de la profundidad de su pecho.

—Bebe —susurró.

Y lo hice. Lo estreché fuertemente contra mí y le hundí los dientes en el cuello. Todo el mundo mortal vería a un hombre besando a otro, pero yo accedía a la sangre, la nutritiva y sabrosa sangre replimoide, y el mundo se disolvió.

Las imágenes llegaron en estampida, como la música de toda una orquesta sinfónica, imágenes de él en miles de instantes de su nueva existencia, demasiado numerosas para que yo pudiera absorberlas, imágenes desordenadas llenas de su risa y la mezcla de voces, de música, de rugir de motores, de explosiones, de viento y de lluvia. Vi torres, torres de belleza exquisita y estructuras de complejidad inconcebible, y grandes paisajes urbanos de un alcance extraordinario, y lo que yo estaba viendo no era Atalantaya, sino ciudades de este mundo, de ahora, de nuestra época, ciudades que existían y ciudades desconocidas aún, pero visualizadas y... era sangre inocente.

Sangre inocente que me llenaba, sangre inocente bombeada por su corazón hacia mi corazón. Era sangre inocente con toda la dulzura y la frescura y su ilimitado poder. Era sangre inocente, y él no moría mientras yo la extraía. Sangre inocente.

Los demás nos rodearon. Intentaban interponerse entre nosotros. Pensé que moriría de dolor al separarme de él, pero eso no sucedió. Lo sostuve por los hombros y lo miré a los ojos. Los ruidos del bar y del bulevar saltaron sobre mí y lo detesté, pero lo sostuve con firmeza.

Las mujeres tiraron de él intentando llevárselo. Supusieron que le estaba haciendo daño, pero no era así. Ileso, Amel me miró a través de un velo de lágrimas centelleantes.

Au revoir, Lestat —dijo con otra de sus sonrisas brillantes e irresistibles, y se marchó. Se apresuró a salir del café con las mujeres y dijo adiós con la mano mientras subía al coche, que arrancó a una velocidad temeraria y avanzó peligrosamente entre el tránsito, y finalmente desapareció.

Su sangre aún corría por mi cuerpo. Estuve tentado de salir volando y seguir el coche, rastrearlo a donde pudiera conducirme y averiguar dónde, exactamente, se ocultaban a plena vista. Tal vez en otra ocasión lo hiciera. Tal vez en otra ocasión. Porque sabía que lo vería pronto, y no había nada que ellos pudieran hacer para impedirlo.

Me quedé inmóvil, sintiendo cómo el calor de su sangre empezaba a desvanecerse en mi interior. Finalmente apareció Louis, me cogió del brazo y comenzamos a caminar juntos.

—¿Lo has oído todo? —pregunté.

—Sí —respondió—. Por supuesto, si hubieras querido que me alejara para no oír, lo habría hecho.

—En absoluto —dije—. Eres el único que lo sabe todo realmente, cuánto lo amo.

—Sí —dijo—. Lo sé.

Nos dirigimos a un callejón desierto, lejos de los ojos humanos, y después nos fuimos a casa.

Cuando entré en el salón de baile para dirigirme a la Corte, ya era la medianoche. Les conté que Amel había sobrevivido y que estaba encarnado y vivo, y que estaba bien, que era espléndido y que era la personalidad que había sido muchos siglos antes de entrar en Akasha. Todos vitorearon. Algunos derramaron lágrimas.

Se habría pensado que lo querían de verdad. Pero no me engañaban. Nunca lo habían conocido como yo lo conocí. Jamás lo habían amado en absoluto. Le temían demasiado para amarlo y, con el tiempo, volverían a temerle. Temerían a la sola idea de Amel y a la idea de los replimoides y de lo que podrían hacer. Habían llegado a temer a los replimoides del mismo modo que otros seres de este mundo nos temen a nosotros.

Y por eso continuamos sin él. Continuamos sin el misterio de Amel, que ya se hunde en el pasado y se transforma en leyenda. La historia del divino accidente y del Rey y la Reina que gobernaron en silencio durante miles de años. Y la historia de quienes acogieron el Germen en sus cuerpos y finalmente lo liberaron. Y al crecer la leyenda, algunos la olvidarán rápidamente y otros, en épocas aún por venir, ni siquiera la creerán.

Amel deambula por el mundo con el poder para destruirlo. Pero también lo hace la raza humana. Y nosotros.

Pero lo que pervive es lo que siempre ha importado: el amor; que nos amemos los unos a los otros con tanta certeza como que estamos vivos. Y si existe para nosotros alguna esperanza de hacer auténticamente el bien, esa esperanza debe realizarse mediante el amor.

Si quieren creer que lo amaban, que así sea. Tal vez ahora sí lo aman. Tal vez lo amarán al mirar hacia atrás. Tal vez lo amarán como parte de la historia de Atalantaya y porque murió y sobrevivió, y ahora sigue adelante.

Yo lo amo de forma incondicional. Y él me ama. Sabe cómo amar, igual que todas las personas que he conocido, y Atalantaya, con sus torres centelleantes, ha sido la mayor prueba de su amor insondable.

Amar genuinamente a una persona o una cosa es el inicio de la sabiduría que hay en amar todas las cosas. Tiene que ser así. Tiene que serlo. Yo lo creo y, en realidad, no creo en nada más.

1:50 p.m.
1 de julio de 2016
La Quinta, California