Proemio

En mi sueño veía una ciudad que se hundía en el mar. Oía los gritos de miles de seres. Era un coro tan poderoso como el viento y las olas, un coro de voces agonizantes. Las llamas eran más brillantes que las luces del cielo. Y todo el mundo se estremecía.

Me desperté en la oscuridad, en la cripta en la cual había dormido, incapaz de abandonar el ataúd por temor a que el sol poniente abrasara a los vampiros más jóvenes.

Ahora yo era la raíz de la gran enredadera vampírica de la cual una vez no fui más que una exótica flor. Ahora, si me cortaban, me herían o me quemaban, todos los demás vampiros de la enredadera también lo sufrirían. ¿Se resentiría la propia raíz? La raíz piensa, siente y habla cuando desea hablar. Y siempre ha sufrido. Yo me había ido dando cuenta gradualmente de ello, de cuán profundo es el sufrimiento de la raíz.

Sin mover los labios le pregunté:

«Amel, ¿qué ciudad era esa? ¿De dónde ha salido ese sueño?»

Amel no me respondió, pero yo sabía que estaba ahí. Podía sentir la cálida presión en mi nuca que siempre indicaba que Amel se encontraba ahí, que no se había marchado por las múltiples ramas de la gran enredadera para soñar con otro.

Volví a ver la ciudad agonizante. Podría haber jurado que oí su voz clamando en medio de la destrucción de la ciudad.

«Amel, ¿qué significa este sueño? ¿Qué ciudad es esta?»

Yacimos juntos en la oscuridad durante una hora. Solo después sería seguro abrir la tapa del ataúd y salir de la cripta para ver el cielo del otro lado de las ventanas, cubierto de estrellas diminutas y seguras. Nunca me han consolado mucho las estrellas, a pesar de que me he referido a nuestra estirpe como hijos de la luna y de las estrellas. Somos los vampiros del mundo y nos he llamado de muchas formas.

«Amel, respóndeme.»

Olor a satén, a madera vieja. Me gustan las cosas antiguas y venerables, los ataúdes acolchados para el sueño de los muertos. Y el aire pesado y cálido a mi alrededor. ¿Por qué no habrían de encantarle esas cosas a un vampiro? Esta es mi cripta de mármol, mi lugar; estas son mis velas. Esta es la cripta que está debajo de mi castillo, mi hogar.

Creí oírlo suspirar.

­«Entonces sí que lo has visto, también lo has soñado.»

«Yo no sueño cuando tú lo haces —respondió. Estaba enfadado—. No estoy aquí, confinado, mientras duermes. Voy a donde yo quiero.»

¿Eso era cierto?

Pero Amel lo había visto y ahora yo veía la ciudad brillando otra vez en el momento mismo de su destrucción. De pronto era como si viera miles de almas de muertos liberadas de sus cuerpos, elevándose en forma de vapor. Amel lo estaba viendo. Yo lo sabía. Y él lo había visto cuando yo soñaba con ello.

Después de un momento me dijo la verdad. He aprendido a reconocer el tono de su voz secreta cuando admite la verdad.

«No sé lo que es —dijo—. No sé qué significa. —Otro suspiro—. No quiero verlo.»

La noche siguiente y la noche que siguió a aquella, Amel repitió lo que había dicho. Y cuando recuerdo esos sueños me pregunto cuánto tiempo habremos estado sin saber nada de ello. ¿Nos habría ido mejor si jamás hubiéramos descubierto el significado de lo que habíamos visto? ¿Habría importado?

Para nosotros todo ha cambiado y, sin embargo, aún no ha cambiado nada, y las estrellas, del otro lado de las ventanas de mi castillo sobre la colina, no nos revelan nada. Pero es que jamás lo hacen, ¿verdad? Estamos condenados a ver formas en las estrellas, a darles nombres, apreciar sus posiciones en lenta mutación, sus cúmulos. Pero las estrellas nunca nos dicen nada.

Amel era sincero al decir que no sabía. Pero el sueño había despertado el miedo en su corazón. Y cuanto más soñaba yo con esa ciudad que se hundía en el mar, más seguro estaba de oír su llanto.

Tanto durante el sueño como en horas de vigilia, Amel y yo estábamos unidos de una manera única. Yo lo amaba y él a mí. Y entonces yo sabía, como sé ahora, que el amor es la única defensa ante el gélido sinsentido que nos rodea, el Jardín Salvaje, con sus gritos y sus canciones, y el mar, el mar eterno, más dispuesto que nunca a tragarse todas las torres creadas por los humanos para alcanzar el cielo. Dice el apóstol que el amor todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo supera: «... y el más grande de todos es el amor».

Yo así lo creía, como creo en el viejo mandamiento del santo poeta que cientos de años después del apóstol escribió: «Ama y haz lo que quieras.»