Sigüenza se secó el sudor de la frente con el puño de la camisa y entrecerró los ojos para protegerlos del fuerte sol. ¿Cuántos días habían pasado desde que el capitán le había ordenado limpiar la cubierta de La Esmeralda? No podía recordarlo, la mayor parte del día deliraba bajo el asfixiante sol. Cada día, apenas clareaba, tiraba el cubo al mar y sentía cómo la cuerda se tensaba y quemaba la piel de sus manos. Una tortura que repetía hasta que cada músculo de su cuerpo se quejaba y las ampollas sustituían a la piel. Un suplicio que no podía compararse con el que latía febrilmente en su entrepierna.
No, no podía recordar cuántos días habían pasado ni se esforzaba en hacerlo. Lo único que hacía era evocar el instante en que todo se había torcido. El momento en que el capitán se le había acercado y el simple acto de respirar se había convertido en un suplicio al creer que estaba a punto de desflorar a su obsesión, de oír sus gritos de placer implorándole que no parara. En aquel momento, había estado tan lleno de deseo que se había humedecido los labios esperando oír las palabras que lo liberarían de su tormento: «Tal y como le prometí, usted será el primero». El primero y el último, había pensado, porque iba a destrozarla con sus embestidas. Sin embargo, el capitán Gregory solo le había notificado que a partir de ese momento él se encargaría de limpiar la cubierta de La Esmeralda.
Los días que siguieron a la traición del capitán, se había dedicado a vigilarlo con la cabeza gacha, sumiso y dócil, pero atento a cada uno de sus movimientos. Y, por las noches, antes de caer rendido en las garras de los celos, había tratado de oír cualquier carcajada por parte de la tripulación que pudiera confirmarle sus temores, que el Demonio de los Mares había desflorado salvajemente a su obsesión y la retenía en el camarote para su disfrute personal.
Y aunque solo escuchó los delirios de riquezas con los que soñaban los hombres de La Esmeralda, con el paso de los días la traición se hizo más evidente. O así por lo menos lo creyó él al ver cómo, pese a que el capitán Gregory no había vuelto al camarote, sí lo hacía Jenkins dos veces al día. No había otra explicación posible. El Demonio de los Mares había perdido el interés en ella y la había cedido a su hombre de confianza antes de tirarla a los cerdos…
El capitán Gregory se llevó el tazón a los labios y bebió un sorbo de ron caliente mientras el viento se colaba por la abertura de su camisa y refrescaba con rachas cortas su piel. En todos los años que llevaba sembrando el terror en aquellas aguas, era la primera vez que, al oír su nombre en boca de una de sus víctimas, había notado cómo cada parte de su cuerpo reaccionaba. Ese sonido lo había envuelto como si fuera el canto de una sirena destinado a darle placer.
Contempló la vastedad azul que los rodeaba. La isla que se vislumbraba en el horizonte. El enjambre de verdor que parecía flotar sobre el mar, y sintió cómo su cuerpo temblaba de deseo desde que Amanda había susurrado, entre sorprendida y asustada, su nombre.
Barrió la cubierta con la mirada y se topó con la de Sigüenza; algo desagradable y cruel se removió en su interior. Irritado, giró la cabeza y divisó a solo Diego y a José apoyados en la barandilla de estribor.
—Jenkins —ordenó—. Tráeme a esos dos.
Abarcó una vez más el azul turqués del mar y masculló una maldición. ¿Cómo era posible que aún no hubieran avistado ningún barco de don Rodríguez de la Huerta? ¿Es que no pensaba hacer nada por rescatar a su hija o recuperar el mapa?
—¿Quería hablar con nosotros, capitán? —le preguntó solo Diego.
—Sí, así es. —Bebió otro sorbo de ron y miró distraído a José, quien apartó rápidamente la mirada, como si pudiera impedir que él viera el miedo que le inspiraba. Desvió la atención hacia solo Diego—. Por lo que me dijo el otro día, sobre su peculiar distracción, deduzco que entiende el intrincado laberinto que es la mente femenina, ¿no es así?
Los labios de este se tensaron en una fría sonrisa a la vez que José lo miraba de reojo.
—¿Quién puede adentrarse en esos entresijos y salir indemne, capitán? —repuso, y el desprecio de sus palabras reverberó en el aire—. Sí, supongo que he aprendido algo.
—¿Y ha participado en algún duelo?
—Si me pregunta si sé defenderme con soltura, la respuesta es sí; me he enfrentado más de una vez a la muerte y no la temo. Es más, puedo asegurarle que ansió encontrarme cara a cara con ella.
—Perfecto, porque supongo que a estas alturas ya se habrá enterado de que vamos tras el tesoro de Christopher Black.
—Eso es lo que dicen sus hombres —repuso mirando el trozo de tierra que parecía acercarse a ellos—. Eso, y que nos dirigimos hacia esa isla para encontrarlo.
—Esa isla no es otra que Puerto Ambición. —Bebió un largo sorbo de ron y el azul de sus ojos se enfrió de golpe, convirtiéndolos en dos témpanos de hielo acostumbrados al calor de la sangre—. ¿Alguna vez han visto un nido de serpientes? Se lo pregunto porque estas aguas están infestadas de ellas: piratas, corsarios, mercaderes de esclavos… Tal y como lo exige su gobernador, sir William.
—¿Sir William?
El capitán profundizó la ironía en sus labios.
—No se deje impresionar por el título, aquí nadie se tomaría la molestia de verificar qué tan legal es.
Un breve silencio acompañó los pensamientos de los tres hombres, su mirada posada en el vergel que parecía flotar sobre las aguas revueltas. Un silencio roto por el graznido de una gaviota al sobrevolar el barco, por el susurrar de las amarras y el crujir de las velas.
—Si les digo esto es para que entiendan la naturaleza del lugar al cual nos dirigimos —añadió—. Como es lógico, cada miembro de la tripulación recibirá una parte del tesoro cuando lo encontremos, y he supuesto que, si aceptan acompañarnos a tierra, a ustedes también les gustaría recibir su parte.
José miró a su amigo y vislumbró, para su propio desasosiego, un destello de excitación ante la elevada posibilidad que les ofrecía el capitán de bailar con la más fea del salón, con la muerte.
—Y, díganos, capitán —repuso solo Diego—. ¿Para qué somos buenos?
El capitán Gregory contempló la isla y una vez más se perdió en la calidez del viento de la misma manera que, sin saber por qué, su corazón acariciaba el nombre de Amanda.
—Para encontrar el tesoro necesito que la hija de don Rodríguez me acompañe a tierra. Necesito moverme con cierta libertad y solo lo conseguiré si logro convencer a sir William de que es mi prometida. Como pueden comprender, no siempre podré estar a su lado y espero que, llegado el momento, ustedes la protejan de madame Rose Marie, la dueña del burdel. Una amiga que últimamente ha demostrado cierta inclinación hacia mi persona, y que temo pueda causar algún que otro problema.
Solo Diego observó la isla sintiendo cómo algo sumamente desagradable se removía en su interior. Cómo algo se desgarraba y dejaba su alma en carne viva. El dolor seguía ahí, incrustado en su corazón, al igual que el deseo de enfrentarse con la muerte.
—El panorama no puede ser más tentador, capitán —musitó con un rictus irónico en la boca—. Protegeremos a esa… —la palabra «perra» se formó y disolvió en su mente—, a la hija de don Rodríguez, con nuestra propia vida.
Amanda se acercó a la portilla.
Era tal la agitación que había en La Esmeralda, que se asemejaba al zumbido de una enorme colmena. Apoyó la yema de los dedos en el cristal y observó la isla que parecía acercarse a ellos de forma amenazante. Parecía una fortaleza. Una media luna de tierra recubierta por una frondosa capa de vegetación, con sus altos y encrespados riscos de piedra como pitones de toro y, en el centro de esta, una depresión de arena y de vegetación por donde sobresalía un pico, seco y yermo, de un tono rojizo casi negro.
De repente, las voces estridentes, las órdenes y el vibrar de las maderas bajo un centenar de pies desnudos quedó ensombrecido por el metálico sonido de una campana. Alguien desde la isla advertía a los habitantes de su llegada.
Estaban llegando al infierno.