Capítulo 9

 

 

 

 

 

La Esmeralda fondeó en las tranquilas aguas de Puerto Ambición y el sonido de la campana enmudeció dejando tras de sí el escandaloso graznido de las gaviotas, al planear por entre los barcos fondeados en las cercanas aguas. El capitán Gregory se apoyó en la baranda del castillo de proa y observó aquellas naves. Una pertenecía a Perro Negro, un pirata que solía actuar más al sur de donde se encontraban y, la otra, La Reina del Sur, era de un comerciante de esclavos. No había rastro de Flanagan. Deslizó la mirada hacia las figuras que se movían en el muelle, una estrecha pasarela de tablas que se elevaba varios centímetros por encima del nivel del mar, y un halo de oscuridad ensombreció su rostro al reconocer a una de esas figuras.

Sir William se sentó en el bote y sacó de la casaca azul una cajita de rapé. Inhaló un poco de tabaco aromatizado y contuvo la sonrisa que estaba a punto de dibujarse en sus labios. Apenas podía contener la alegría que le provocaba la llegada de La Esmeralda. Sobre todo, después de su última discusión con el capitán Gregory (si se podía llamar así a un simple intercambio de impresiones), pues había creído que no volvería a verlo en varios meses, años quizá. Pero si había regresado solo podía significar una cosa, que al final había claudicado.

El bote topó con el casco de La Esmeralda y sir William se agarró a la regala para subir a bordo.

—¡Maldito vástago! —exclamó con una radiante sonrisa al tiempo que le daba un amistoso golpe en la espalda—. Me alegra ver que has recuperado el juicio.

El capitán Gregory le devolvió la sonrisa, aunque algo más comedida.

No es el juicio lo que me ha hecho regresar.

Dilo como quieras, lo importante es que estás aquí.

El capitán apoyó una mano en la empuñadura de la espada al notar la energía que desprendía sir William como una monstruosa ola capaz de hundir la Flota de las Indias si se lo proponía. A sus sesenta y tres años, con el pelo negro salpicado de hebras blancas recogidas en una larga coleta y las cicatrices que recorrían su rostro y manos, seguía trasmitiendo la misma crueldad que lo había hecho famoso en aquellos mares.

—Tenemos muchas cosas de las que hablar —empezó a decir sir Williams—, pero primero vamos a celebrar tu regreso con una buena copa de… —Una grotesca mueca se dibujó en sus labios al descubrir a solo Diego y a José en la cubierta, aunque fue la figura de José quien recibió el impacto de su mirada—. ¿Y dices que no has perdido el juicio? ¡Maldito vástago, fíjate en ese! —dijo tras una fuerte carcajada—. Si Dios hubiera sido más justo con él y le hubiera restado espalda para conferirle unos buenos pechos y estrechado su cintura, te aseguro que las sales que ahora necesita se las daría yo mismo antes de tirarlo por la borda. Te haré el favor de pedirle a Hernán que te libre de su presencia, es lo mínimo que puedo hacer.

Estoy seguro de que tu perro faldero ya tiene suficientes hombres a los que matar.

Sir William lo observó y acabó por esbozar una sonrisa.

—Acabarás por acostumbrarte a él, ya lo verás. Con el tiempo, llegaréis a ser buenos amigos.

—Tengo otros planes a los que dedicar mi tiempo.

Así que, primero huías, ¿y ahora solo piensas en retozar?

La mirada del capitán se oscureció ligeramente.

—Otro tipo de planes.

Un silencio turbio los sobrevoló. Un silencio que eclipsó el graznido de las gaviotas y el sonido de las jarcias, mientras una luz de comprensión empezaba a despuntar en el rostro de sir Williams. Quizá se había precipitado y el capitán Gregory no había regresado para casarse con su hija, tal y como él se lo había ordenado.

—Solo pensé que te gustaría conocer a mi prometida —añadió el capitán, encogiéndose ligeramente de hombros—. A la hija de don Rodríguez de la Huerta.

Sir William retrocedió como si un ser invisible le hubiera asestado un golpe que no había visto venir, y que lo había dejado sin aliento. El nombre de don Rodríguez de la Huerta no le era desconocido. Sabía muy bien quién era, pero ignoraba que tuviera una hija y que esta pudiera estar de alguna manera relacionada con el capitán Gregory.

—¡Maldito espumarajo! —masculló entre dientes. Miró una vez más a José y su boca se tensó en una gélida sonrisa—. Mañana al mediodía traerás a esa furcia ante mi presencia, si es que aún sigue con vida.

Y, sin más, abandonó La Esmeralda.

El capitán Gregory siguió la pequeña embarcación que llevaba de regreso a sir William a tierra y entrecerró los ojos al ver cómo este impartía unas órdenes a Hernán Rodrigo

—Jenkins, asegúrate de que los hombres estén listos para zarpar.

—¿Nos vamos sin el tesoro, capitán?

—Con suerte lo encontraremos esta noche y zarparemos antes de que amanezca.

—¿Y si es tan grande como aseguran y necesitamos más tiempo?

—Entonces, tendremos que extremar las precauciones y traerlo como si fueran provisiones de agua en el fondo de los barriles. Sir Williams no puede sospechar qué estamos haciendo aquí. —No si querían conservar todas las extremidades unidas a sus cuerpos por algo más de tiempo—. Pero, antes, consigue un vestido para la hija de don Rodríguez; es mejor estar preparados para lo que pueda pasar —murmuró, pero al ver cómo este enrojecía, una sonrisa se apoderó de sus labios—: Llévate a Sigüenza, estoy seguro de que estará encantado de ayudarte.

 

 

Amanda dejó escapar un suspiro, aunque no estaba muy segura de que no hubiera sido un gemido de terror. Miró a través de la sucia portilla la isla que se extendía frente a ella y se mordió el labio inferior. En teoría, sabía muy bien qué esperaba de ella el capitán del navío en el que se encontraba prisionera, que se comportara como la dama que era y fingiera ser su prometida para encontrar el tesoro de Christopher Black. Lo que se le escapaba era cómo había caído en sus garras. Cómo este había conseguido burlar a los hombres de su padre y, cómo su padre, no había hecho nada aún por rescatarla.

—Pensé que le interesaría saber que hemos llegado al infierno.

Amanda dio un respingó al oír la voz del Demonio de los Mares. Hacía días que el único que pisaba su camarote era Jenkins para dejarle cada mañana un barreño con un poco de agua para que se adecentara, un cubo donde hacer sus necesidades y una parca comida y cena.

Se giró hacia la voz y un ligero rubor tiñó sus mejillas al ver al capitán apoyado en la jamba del camarote con los brazos cruzados sobre el pecho y una insinuación en la comisura de la boca. Turbada, encontró más seguro seguir observando el trozo de isla que le permitía ver la portilla.

El capitán Gregory entró en el camarote y se situó detrás de ella, tan cerca que cada vez que respiraba su pecho rozaba el camisón. Tan cerca que a Amanda se le disparó el pulso al sentirse rodeada por el aroma del mar, de la pólvora y el sol.

—Hay algo sobre lo que tenemos que hablar.

—Usted dirá, capitán.

—Esta noche saldremos a buscar el tesoro y, con un poco de suerte, nos habremos hecho a la mar antes de que salga el sol. —Sus manos querían tocarla, deshacerse del camisón que le impedía apoderarse de su piel; de un cuerpo que había despertado en él un ansía que no creía pudiera existir. Y, sin embargo, cerró los ojos y bajó la cabeza hasta que su aliento acarició el cabello de ella—. Pero hay algo que me preocupa.

—¿No sé qué puede preocuparle a un hombre como usted? —murmuró aferrada al colgante como un mártir a punto de ser ejecutado en el más dulce de los tormentos.

—Saber cómo nos conocimos. —No había dudado en decirle a sir William quién era su prometida, era lo más práctico, pues sabía que él vería en Amanda el miedo que se dibujaría en su rostro si la obligaba a fingir que era otra persona. Pero también sabía que una de las primeras preguntas que caerían apenas pusieran un pie fuera del barco sería sobre cómo se habían conocido—. Cómo llegamos a prometernos.

El Demonio de los Mares notó cómo ella se tensaba y cómo, lentamente, se giraba hacia él.

—¿Qué quiere decir?

Había cometido un error; un error tremendo al permitir que sus miradas se encontrasen y que, durante un aliento, el único sonido que vibrase en el camarote fuera el de su respiración. Estaban tan cerca el uno del otro que el capitán sentía a través de la ropa los suaves y turgentes pechos de ella al subir y bajar con cada respiración. Alzó el brazo y le acarició la mejilla teñida de rojo mientras sus ojos se perdían en la carnosidad de unos labios entreabiertos. Inclinó la cabeza hacia esa promesa y… retrocedió un paso. Aturdido, incrédulo de que hubiera podido olvidar…

—¡Piense en cómo nos conocimos! —exclamó cerrando con furia la mano que momentos antes había acariciado su mejilla.

Amanda parpadeó. Por más que su experiencia en el campo del amor era más bien nula, estaba segura de que él había estado a punto de besarla, que deseaba hacerlo.

—¡Piense rápido! —repitió él paseando nervioso por el reducido camarote—. Si las cosas se complican y no podemos zarpar esta madrugada, no voy a poder impedir que conozca a sir William.

—¿Sir William? —murmuró como si saliera de un turbulento sueño a una realidad mucho más dulce. Quizá ese caballero podría ayudarla a escapar y regresar junto a su padre.

Un hálito de esperanza que no pasó desapercibido para él.

—No se haga ilusiones. Sir William no es ningún caballero al que le importe su integridad, y lo que menos le conviene es que él sepa que usted es…

—¿Su prisionera?

Un silencio glacial se instauró entre los dos.

—No suelo hacer prisioneros.

—Entonces, ¿qué suele hacer, capitán?

Una nube de ira ensombreció el semblante del Demonio de los Mares.

—¿Usted qué cree? —repuso con rabia, empujándola hasta la portilla; acorralándola—. Mato a todo aquel que tiene la desgracia de atravesarse en mi camino; les rebano el cuello sin miramientos y les saco las entrañas solo para divertirme. —Cogió un mechón de su cabello y lo acarició—. Soy la peor escoria que navega por estas aguas y nunca, nunca, hago prisioneros.