Sigüenza apenas podía contener la sonrisa que acosaba sus labios desde hacía un buen rato. Una sonrisa digna del mayor sátiro que hubiera podido existir; de aquellos seres mitológicos, mitad hombre, mitad carnero, que vivían para el vino, la diversión y las mujeres. Se humedeció los labios y apretó el lío de ropa que cargaba contra el pecho. Él había escogido cada una de las prendas que llevaba: zapatos, medias, enaguas…, todo lo que su obsesión podía necesitar para el tan esperado y anhelado momento.
Caminaba detrás de Jenkins sin ser consciente de la espesa vegetación que los rodeaba, sin oír el estridente canto de los pájaros ni la algarabía de los pequeños monos que saltaban de rama en rama. Nada. Ni una nube de mosquitos lo hubiera regresado al presente. Su mente estaba anclada en la destartalada casa que habían dejado atrás, en la cantidad de ropa que custodiaba una vieja mujer. Enseres que habían rapiñado los asiduos a la isla durante sus incursiones y que luego vendían por unas monedas que intercambiaban por botellas de ron y mujeres. Enseres que la vieja vendía a su vez a la dueña del burdel y a algún desventurado marinero que soñaba con llevarle algo hermoso al ser de sus desvelos.
Hombres que soñaban como él, porque Sigüenza soñaba con ofrecerle todos esos vestidos a la hija de don Rodríguez de la Huerta para, después, arrancárselos. Respiró hondo y trató de calmar el ardor de su deseo mientras recordaba el infierno que había supuesto para él la traición del capitán Gregory, el que hubiera desflorado a su obsesión. A sus ojos, la traición había sido tan real, que la ira y la agonía se habían unido en un único frente que había devorado sus entrañas con un fuego que parecía no tener fin. Pero desde el instante en que Jenkins y él habían puesto un pie en la isla, que este no había parado de lanzar maldiciones contra Diego y José por haberla secuestrado, cuando lo único que necesitaban era su collar.
Y, cuanto más se adentraban en la isla, con cada nuevo paso, la boca de Jenkins no paraba de soltar pequeñas revelaciones que henchían el flácido pecho de Sigüenza. Quejas sobre sus nuevas obligaciones para una mujer que no debería estar en La Esmeralda. Una mujer que, aunque nadie de la tripulación se atrevía a tocar por las absurdas creencias del capitán contra la violación, despertaba el anhelo y la curiosidad entre sus hombres.
Entonces, Sigüenza había visto cómo los nubarrones que flotaban a su alrededor y atormentaban su alma se evaporaban. Y en medio del sopor en el que se encontraba, en el hecho de saber que su obsesión aún no había conocido hombre, que se mantenía tan pura como el día que había desembarcado del Santa Sofía y, mientras Jenkins y él se dirigían hacia el muelle, algo había quedado grabado en su cabeza: el capitán Gregory no permitía la violación en su barco. Y desde luego era un factor para tener en cuenta cuando se planeaba una. Pero ¿cómo iba a imaginarse él que el tan temido Demonio de los Mares iba a dar una orden tan insólita e inusual a su tripulación?
Masculló un improperio y sus dedos apretaron con más fervor la montaña de ropa. No iba a renunciar a su único anhelo; no cuando los hados le sonreían. ¿Por qué, si no, el capitán le había ordenado acompañar a Jenkins? Estaba seguro de que era una señal, y que lo único que necesitaba hacer para dar rienda suelta a sus oscuras pasiones era observar lo que pasaba a su alrededor y después actuar en consonancia con sus deseos. Aunque una voz en su cabeza le advertía del collar, del maldito collar. ¿Qué pasaría cuando el capitán Gregory se percatará de que le había mentido?
La brisa nocturna lamió las maderas de La Esmerada y meció los fanales. El capitán acomodó entre la chupa y el cinto el largo cuchillo que solía llevar, y observó cómo solo Diego cerraba un cuchillo de resorte antes de guardárselo en la caña de la bota. Estaban a punto de desembarcar y él solo podía pensar en Amanda.
Ansioso, y extrañamente nervioso, miró la temblorosa penumbra que arrojaban los fanales frente a él como si hubiera percibido una ligera alteración en la atmósfera. Una imperfección en la oscuridad que se transformó en una sombra de la que ella surgió. El estómago del Demonio de los Mares se tensó en una dulce sensación al posar la mirada en la casaca bellamente bordada y cerrada con cordones que lucía Amanda, en sus pechos aprisionados bajo la ropa, en el encaje que guarnecía la camisa interior y sobresalía por el escote y las mangas. Una silueta que le mostraba claramente que no llevaba ninguna cotilla ni tonillo debajo de la casaca y la falda.
Amanda lanzó una rápida mirada a ambos lados y cruzó los brazos a la altura del abdomen en un intento de protegerse de los rostros mortecinos bajo la luz de los fanales que la observaban. ¿Por qué su padre no había hecho nada por rescatarla? Inspiró hondo y, consciente de la curiosidad que despertaba en la tripulación, y pese a la situación tan embarazosa de aquella mañana en la que el capitán la había golpeado con la cruda y horrible realidad, lo buscó entre las sombras. De alguna manera incomprensible temía que siguiera enfadada con ella, que hubiera cambiado de idea y pensara dejarla en esa isla como había pensado dejarla en mitad del mar, a merced de los vientos y de los hombres.
El capitán Gregory se le acercó despacio.
—¿Preparada para bajar a tierra? —le preguntó.
Ella se limitó a hacer un leve movimiento con la cabeza.
—Capitán. —Era una voz fría, deformada por un nudo en la garganta
Sigüenza salió de entre las sombras y se pasó la lengua por los labios.
—Me gustaría acompañarlos.
Amanda levantó la mirada hacia el dueño de esa voz y un desagradable escalofrío la recorrió al darse cuenta de que no era la primera vez que lo veía; que era uno de los hombres que había en el camarote cuando se había despertado. Tenía cierto aire fúnebre, como el que ella siempre se había imaginado que debían de tener los sepultureros, pues estaba tan consumido que tenía la piel pegada a los huesos y unas profundas ojeras bajo sus pequeños e intranquilos ojos.
Inconscientemente buscó algo donde aferrarse, algo que le transmitiera seguridad y, sorprendida, dio un leve respingo al sentir la calidez que le transmitían los dedos del capitán Gregory cuando se entrelazaron con los suyos.
El capitán Gregory la miró de reojo, extrañado de su propia reacción. Si le había sorprendido sentir el suave roce de su mano buscando la suya en la oscuridad que los rodeaba, más le había sorprendido su propia respuesta. La necesidad que se había adueñado de él de protegerla.
Miró la penumbra que acariciaba a Sigüenza.
—Espero que no le importe remar.