Capítulo 11

 

 

 

 

 

Una oscuridad rota, maltrecha por la luz de un farol, señalaba el avance de un bote hacia la orilla. Amanda apretó el colgante contra el pecho y observó la oscura masa de tierra a la que se dirigían, con los largos brazos de tierra que rodeaban las negras aguas. «El infierno», pensó. Una sombra más opaca que la negrura que había caído sobre ellos, plagada de susurros que a cada golpe de remo se acentuaban hasta convertirse en una inquietante cacofonía.

Sus dedos se aferraron con fervor a la piedra, mientras una temblorosa voz en su cabeza le susurraba que, si había pensado en rezar para salir de ese lugar, tal y como había llegado, sin duda ese era un buen momento para empezar. Cautelosa, miró de reojo al hombre de la cicatriz en la mejilla izquierda, el desprecio que había en sus ojos cuando la miraba, y luego la encorvada figura de Sigüenza, sentado al frente. Había algo en él que la incomodaba mucho.

El bote topó contra uno de los pilares de madera de la pasarela y Jenkins se apresuró a atar una cuerda a su alrededor.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo el capitán ayudándola a bajar del bote. Miró hacia el interior de la isla, y añadió—: John, quédate aquí y espera la señal.

El joven asintió con un rápido movimiento de cabeza.

Amanda miró al chico, que no debía de tener más de quince años, y deseó ser la mitad de valiente que él.

—¿Preparada para encontrar el tesoro de Christopher Black? —le preguntó el capitán escuchando la cada vez más lejana cantinela de Jenkins: «Uno, dos… y así hasta doscientos cincuenta pasos. Y después, siguiendo el ocaso, otros cuatrocientos veintisiete hasta encontrar la fortuna». Pero no obtuvo ninguna respuesta. Amanda se había perdido en el enjambre de vegetación que se extendía como un muro de oscuridad ante ellos, tratando de encontrar un camino, un parpadeo de luz que le indicase que en aquel lugar abandonado de la mano de Dios vivía alguien.

Él la cogió por el codo.

—¿Preparada? —repitió frunciendo ligeramente el ceño al detectar el miedo que había en sus ojos—. Piense solo en que, si todo va bien, después de esta noche la devolveré a su padre; tal y como se lo prometí.

Amanda hizo un leve ademán con la cabeza, agradecida al sentir que él la sujetaba con más fuerza, pues no sabía si por causa del miedo o por tantos días de navegación, tenía la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies.

 

 

El corazón de Sigüenza dejó de latir. Se paró de golpe durante un agónico instante, en el cual sus piernas temblaron como si estuvieran hechas de agua y alguien acabara de tirarles una piedra. Gritó. Vació el aire de sus pulmones en un desesperado grito de rabia y frustración, sin que una sola nota fluyera de su garganta. De su boca no saldría ningún sonido que pudiera delatar el dolor que sentía, el ardor que quemaba su pecho cada vez que pensaba en su obsesión. Abrió la boca para tomar una bocanada de aire y se imaginó que era ron. Necesitaba embrutecer su mente, adormilar su cuerpo, sofocar el dolor que le impedía respirar. Un segundo, unas palabras lanzadas al aire, habían bastado para hundirlo en el lodo de la desesperación. Ella era suya. La hija de don Rodríguez de la Huerta le pertenecía y el capitán Gregory no era nadie para prometerle nada. Y mucho menos para arrebatársela a él; no de aquella manera; no sin que antes él la hubiera desflorado.

 

 

De repente un pájaro graznó, o así lo creyó Amanda antes de que el estridente canto de la selva cobrara vida. Escudriñó la oscuridad circundante y tuvo la certeza de que la selva estaba viva; que respiraba como un ser vivo. El capitán Gregory levantó el farol que llevaba en la mano izquierda y las amenazantes sombras retrocedieron un paso, se escondieron entre la exuberante maleza abierta a golpe de machete como animales hambrientos, listas para saltar sobre ellos en cualquier momento.

Los dedos del capitán aflojaron la presión que ejercían en el codo de ella y comenzó a mover el pulgar en una lenta y sensual caricia por su brazo.

—Capitán —murmuró ella turbada, agradeciendo esa leve distracción—. Si encontramos el tesoro, ¿cómo lo trasladaremos al barco? ¿No deberían acompañarnos más hombres?

Él la miró de reojo; una mirada extraña, intensa.

—Usted lo ha dicho, si lo encontramos.

—¿No está seguro de que lo hagamos? —preguntó sorprendida.

Durante una breve pausa, los perpetuos e incesantes sonidos de la noche parecieron cobrar mayor intensidad mientras él permanecía en silencio. Un silencio que rompió con un suspiro.

—No.

—Pero usted dijo que tenía el mapa de Christopher Black; me dijo que se lo había robado a mi padre.

—Y así es. Pero según tengo entendido, hacía seis meses que su padre lo tenía. Así que comprenderá que tenga mis dudas.

Los dedos de ella comenzaron a juguetear nerviosos con la cadena del collar.

—Entonces, puede ser que estemos buscando un tesoro que no exista o que mi padre lo haya… —Alarmada, apartó la mirada hacia las sombras que los rodeaban.

—¿O que su padre qué?

Ella encerró la piedra en la mano. La estrujó con tanta fuerza que notó cómo la montura de oro se le clavaba en la piel.

—¿Qué cree que le pasará si me lo dice?

—No es nada, capitán, solo una tontería.

La expresión del hombre se tornó más fría, oscura y peligrosa.

—¿Por qué no me dice que teme que su padre lo haya encontrado?

Amanda agachó un poco más la cabeza. No se atrevía a levantarla por miedo a que sus ojos delataran el temor que sentía por la vida de su padre; por lo que él pudiera hacerle para robarle el tesoro. Un temor que iba mucho más allá y abarcaba a los hombres que la habían secuestrado y que la oscuridad había convertido en sombras. A la selva y su chirriante e inagotable canto nocturno. Pero sobre todo temía que pudiera ver en ella la voz que no dejaba de prevenirla en su contra; la voz que no se cansaba de recordarle que su vida dependía de la voluntad de un hombre que se regocijaba de ser el Demonio de los Mares y que solo un necio confiaría en la palabra de un pirata.

El capitán Gregory la obligó a detenerse.

—Dígame, ¿qué cree que le pasaría si me lo dice?

Amanda alzó la cabeza y descubrió el azul de sus ojos convertido en oscuros nubarrones de tormenta, el músculo de su mandíbula. Su boca, sus labios… Sobre todo, sus labios… Una sombra de malhumor veló el rostro del Demonio de los Mares; lo cubrió hasta convertir su mirada en un mar revuelto, tempestuoso. Bajó la mano y la cerró en un puño mientras la observaba y sentía la imperiosa necesidad de… ¡Maldita sea! Alargó el brazo y la atrajo hacia sí, abrazándola con tanta fuerza que ella tuvo que entreabrir la boca para tomar una bocanada de aire.

Él inclinó la cabeza hacia la curva de su cuello y Amanda sintió su cálido aliento rozar su tersa piel, virgen a esa clase de caricias.

—Maldita sea, Amanda —susurró con la respiración pegada a su oreja, con el cuerpo tenso, dolorido, ante la imperiosa necesidad de besarla. Deslizó la mejilla por la trémula mejilla de ella y sus ojos se posaron en la boca que deseaba besar, profanar.

Ella esbozó una tímida sonrisa e intentó separarse de él. Aquello ya había llegado demasiado lejos y estaba segura de que si su tía se llegaba a enterar la obligaría a casarse con el primero que se ofreciera a salvaguardar su honor; hasta con el marqués de Alcántara.

Sin embargo, él no permitió que ella se alejara ni un milímetro de su cuerpo.

—Quiero oír cómo pronuncia mi nombre —susurró, y notó cómo la espalda de Amanda se tensaba mientras él, castigado por el deseo y el enorme esfuerzo que hacía por controlarse, se ahogaba contemplando sus labios.

Una dulce y aterradora explosión de calor barrió el cuerpo de la mujer, que asfixió la piedra hasta que desapareció todo rastro de color de sus dedos. Trató de agachar la cabeza, pero él se lo impidió apoyando su frente en la de ella, con los labios a escasos centímetros de su boca.

—¿Tan difícil le resulta?

Ella cerró con fuerza la boca, como si temiera que esta fuera a traicionarla. Pues, por algún extraño motivo que escapaba a su entendimiento, no quería que él dejara de abrazarla y estaba segura de que si pronunciaba su nombre todo terminaría y la realidad volvería a golpearla con toda su crudeza.

—Se lo imploro —suspiró él.

El tiempo pareció detenerse, estirar y acentuar los sentimientos hasta convertirlos en una terrible agonía, hasta que ella no pudo resistir la tentación de complacerlo.

—Gregory —susurró con una tímida sonrisa que consiguió que el corazón del Demonio de los Mares diera un dulce latigazo. Apoyó una mano en su pecho y se separó de él.

La expresión del capitán cambió, se tornó más fiera, severa, con los ojos azules llenos de sombras fijos en los de ella; incapaz de creer que el dolor que sentía fuera porque ya no la tenía entre sus brazos.

—No permita que nunca la bese, Amanda. —Había tanta frialdad en su voz, que ella retrocedió otro paso—. No lo haga.