Capítulo 12

 

 

 

 

 

En medio de un incómodo silencio, él reanudo la marcha hasta que la obligó a internarse en la selvática maraña con sus enredaderas y enormes hojas que se enganchaban al bajo de su falda. Y mientras escuchaba y notaba cómo se rasgaba la tela, Amanda decidió que aquella voz que no dejaba de prevenirla en contra del Demonio de los Mares tenía razón, ella solo era un pájaro asustado que añoraba el amor y el afecto de su tía; la jaula de oro que había tejido su padre a su alrededor. Un pájaro que se había dejado deslumbrar por un demonio de mirada azul; por un ángel oscuro que la había secuestrado para llevarla al infierno.

Poco a poco el terreno se hizo más abrupto y Amanda tuvo que redoblar sus esfuerzos para seguir avanzando. Hacía tanto calor y la humedad era tan elevada que, después de un rato de trabajoso avance, sentía cómo las gotas de sudor se mezclaban con la sangre de sus tobillos. No se quejó. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas para hacerlo. Estaba tan cansada que confinó todos sus temores en un oscuro rincón de su cabeza hasta que las sombras de estos adquirieron ojos y cuerpos.

Jenkins los estaba esperando junto a Diego y José en un pequeño promontorio que se alzaba unos quince metros por encima de la playa, observando la bahía donde había fondeado La Esmeralda. Y a pesar de la desconfianza que le provocaban, su mirada se suavizó al contemplar el anémico haz de luna que se filtraba a través de varios jirones de nubes y la superficie de la bahía transformada en un espejo negro. Era una imagen hermosa, fantasmal, con las velas de los barcos recogidas y resplandeciendo por encima de la oscuridad que los mecía.

—Es aquí, capitán —murmuró Jenkins, extrañado de que las instrucciones que había en el mapa de Christopher Black lo hubieran llevado hasta ese promontorio de no más de seis metros de ancho.

El capitán Gregory miró un instante a Amanda y después se puso a su lado para observar la bahía. ¿Por qué Christopher Black había escogido ese lugar para enterrar su tesoro? Cualquier miembro de su tripulación podría verlo desde el barco y sabría la ubicación exacta donde estaba enterrado. Es más, en ese mismo instante, cualquier miembro de su tripulación o de los otros barcos fondeados en aquellas aguas podían estar observándolos gracias a la luz de los fanales.

Una ligera vibración en el aire, un suave frufrú, le indicó que Amanda se alejaba de él. Un paso. Dos. Tres. Y, aun así, él no se lo impidió. No tenía ninguna necesidad de hacerlo para seguir cada uno de sus movimientos. Una peligrosa nube de malhumor cruzó su semblante al pensar que ella pretendía escapar, huir de él. ¡Como si fuera tan fácil! Cerró la mano en la empuñadura de la espada hasta que los nudillos se tornaron blancos.

Amanda retrocedió otro paso en su pueril intento de crear una distancia prudencial entre el capitán y ella que la ayudara a mantener la cabeza fría y, como diría su tía, mantener el decoro en todo momento. Sin embargo, le pareció ver por el rabillo del ojo un débil destello a sus pies. Con cierta inseguridad se agachó y contuvo el aliento al observar el anillo de oro que tenía en la palma de la mano. Un poco más allá, semienterrado en el suelo, vislumbró una moneda de plata de a ocho, y una mano más allá, descubrió un suave desnivel que desaparecía tras una maraña de verdor.

Se levantó, apretó el hallazgo contra el pecho y se mordió el labio, debatiéndose entre si mostrarle al capitán los objetos que había encontrado… ¿Qué iba a conseguir si lo hacía? Nada, se dijo. En cambio, si descubría el tesoro de Christopher Black, él creería que lo había hecho gracias a su collar y la devolvería a casa, tal como le había prometido.

Con una sonrisa, apartó unas ramas y descubrió una enorme roca que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Se apresuró a retirar las ramas más gruesas hasta que su mano palpó una abertura natural que mostraba una inquietante y golosa oscuridad. Sin ser consciente de los ojos que seguían cada uno de sus movimientos ni del peligro que podría correr, se agachó para dejar atrás la humedad de la selva e internarse en el frescor de la penumbra.

Avanzó un par de pasos y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, pero había tan poca luz, que apenas conseguía ver algo. Dio un par de pasos en la penumbra y calculó que la cueva debía de tener unos cinco metros de ancho por dos de alto y, muy a su pesar, no se veía ningún tesoro. Desanimada, se desplazó hacia su derecha para palpar la pared, por si había otra cavidad que no había advertido y la luz de la luna cayó en un punto muerto al fondo de la cueva. En uno brillante, enterrado entre trozos de madera y huesos carcomidos por el tiempo. ¿Habría encontrado el tesoro de Christopher Black o lo que quedaba de este? Después de todo, había la enorme posibilidad de que su padre hubiera llegado primero o, incluso, que otros se le hubiesen adelantado. Y, de ser así, se dijo decepcionada, solo quedaban las migajas que debían de haber caído de los cofres repletos de joyas mientras los transportaban a los barcos.

Con una inexplicable sensación de abatimiento, avanzó hacia ese punto brillante y las ramas que ocultaban la abertura de la cueva se movieron.

—No parece que haya ningún tesoro aquí, capitán —dijo con voz apagada, antes de oír una fuerte respiración acercándose a ella—. ¿Capitán?

La respiración se acercó un poco más.

Mi dulce y tierna obsesión —susurró una voz deformada por la lujuria—. Por fin.

Y una mano de dedos fríos le tapó la boca para impedirle gritar.

Sigüenza utilizó la fuerza de su cuerpo para pegarla a la fría pared y, tras humedecerse los labios, consiguió levantarle lo suficiente el vestido para acariciarle la pierna con movimientos bruscos y toscos. Apenas podía respirar. La lujuria, el hambre se lo impedía. Sabía que era una locura, una absurda temeridad que le iba a costar la vida si el capitán Gregory lo descubría en ese momento, y más después de la escena tan tierna y pasional que había presenciado entre él y su obsesión.

Una escena que había avivado aún más sus ansias, inflamado su miembro hasta el punto de desear que el capitán no solo la abrazara, sino que la poseyera ahí mismo, en medio de aquella senda, para que él pudiera dar rienda a la fiera que en ese momento palpitaba bajo sus calzones. Pero cuando había visto que el capitán no cumplía con las altas expectativas que en ese instante tenía puestas sobre él, había comprendido que debía actuar rápido si quería ser el primero en desflorar a su obsesión.

Así que los había seguido, sin hacer ruido, sin que ningún gesto les hiciera reparar en su presencia, manteniéndose a la espera.

—Esta vez serás mía —musitó notando los denodados y pueriles esfuerzos que hacía ella para liberarse. Faltaba tan poco para que fuera suya, para que su miembro pudiera reclamar lo que por derecho le correspondía que, cuando sintió pasar por encima de su pie un peso ondulante pareció que la vida lo abandonaba con un angustioso gemido.

Sin pensárselo dos veces, la empujó hacia delante y él retrocedió hasta la pared, temblando y sudando.

Amanda estaba tan asustada que en un principio se quedó quieta, como si fuera un conejo ante las fauces abiertas de un lobo, sin saber por qué su atacante la había soltado. Pero cuando escuchó moverse las ramas que ocultaban la abertura de la cueva y la luz de un farol iluminar el reducido espacio, se giró sin saber si debía temer esa nueva intromisión o empezar a gritar.

—¡Maldita sea! —exclamó el capitán Gregory, con una línea de preocupación en el ceño—. ¿No pensó que podría ser peligroso entrar aquí sola? —preguntó antes de que su mirada se posara en la serpiente que se arrastraba por el suelo—. No se mueva.

Ella asintió con la cabeza, agradecida, muy agradecida de que fuera él quien la salvara. Miró a su agresor pegado a la piedra y un escalofrío de repulsión la recorrió al ver que era el hombre que había visto en La Esmeralda, el que parecía un enterrador.

Deslizó la mirada hacia el capitán, sin comprender por qué seguía mirándola con esa expresión de miedo. Confundida, bajó la cabeza y todo rastro de color desapareció de su semblante, como si la vida la hubiera abandonado en ese preciso instante. Una serpiente, de un tono que iba del rojizo al negro y con una fila de manchas oscuras romboédricas en el lomo, se paseaba tranquilamente a sus pies.

—Quédese quieta —le ordenó el capitán al ver que tenía la intención de retroceder.

Con la mirada en el reptil, el capitán desenvainó la espada y dejó con mucha lentitud el farol en el suelo. La serpiente dibujó una S en la tierra al moverse y él se desplazó ligeramente a su izquierda. Entonces el reptil sacó su lengua bífida y, al segundo movimiento del capitán, se enrolló e hizo sonar el cascabel de la cola. No quería ser molestada. Amanda miró al Demonio de los Mares, las sombras que profundizaban los rasgos de su semblante convirtiéndolo en un auténtico demonio de ojos azules, y contuvo la respiración.

De repente, la sombra pegada a la roca se desplazó hacia la derecha y las anillas de la cola del reptil sonaron con más insistencia.

—¡Quédese quieto! —rugió el Demonio de los Mares, al captar por el rabillo del ojo a Sigüenza, pero este siguió moviéndose hacia la abertura de la cueva.

La serpiente olfateó el aire con la lengua y puso el cuello en forma de S.

—¡Maldita sea! —gritó el capitán—. ¡Si no se queda quieto, yo mismo lo mataré!

Sigüenza se pasó la lengua por los resecos labios, sin apartar la mirada del peligroso e hipnótico ritmo de la cola del cascabel. Por más que el miedo lo impulsaba a seguir las órdenes del capitán, una parte de él era consciente de que, si no conseguía salir de la cueva antes de que este se enterara de sus denodados esfuerzos por violar a la hija de don Rodríguez, lo mataría de todas maneras. Así que giró la cabeza hacia la abertura y descubrió que estaba a un paso de conseguir la libertad. No se lo pensó dos veces. Su movimiento fue tan repentino como el de la serpiente, que pareció volar en su dirección con las fauces abiertas.

El filo de la espada del capitán Gregory brilló en el aire y la cabeza del reptil cayó a un centímetro de la temblorosa pierna de Sigüenza, quien no tardó en desaparecer por la abertura.

Amanda se desplomó en el suelo con las piernas dobladas hacia fuera.

Apoyó las manos en la tierra y abrió la boca para llenar sus pulmones de aire fresco mientras sentía cómo iba suavizándose el miedo en su pecho. Bajó la cabeza y, de pronto, sus ojos se llenaron de terror al ver el cuerpo de la serpiente a un dedo de su mano. Intentó alejarse del reptil arrastrándose hacia la pared y un sonido amortiguado, un aviso de peligro, empezó a sonar otra vez en la cueva. Un grito salió de su garganta al ver entre los trozos de madera podridos unas cuencas vacías y una boca ligeramente abierta sonriéndole desde la muerte. Volvió a revolverse en la tierra para alejarse de ese nuevo peligro y no tuvo tiempo de reaccionar. Solo vio una cabeza plana llena de escamas entre rojizas y negras lanzarse contra su pierna con la boca abierta.

Fue todo tan rápido que el sonido del cascabel ahogó el del cuchillo.