Capítulo 13

 

 

 

 

 

Un silencio resquebrajado por el susurrar del viento al mover las jarcias y por el crujido de las maderas de La Esmeralda era cuanto se escuchaba en el camarote. El capitán Gregory acercó la silla a la cama y se sentó. Amanda estaba tan quieta con las manos sobre el abdomen que le costaba creer que no estaba muerta. Observó el suave ritmo de su respiración y el nudo que tenía en el estómago se desvaneció. Si la serpiente la hubiera mordido, haría tiempo que ya habría dejado de respirar.

Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y la frente en las manos entrelazadas. ¿Por qué había permitido que se alejara de él en el promontorio? ¿Por qué había tardado tanto en ir tras ella? Si solo hubiera dudado un instante más, lo más probable es que ahora estaría muerta. Llenó sus pulmones de aire y lo soltó, despacio. La deseaba. Eso lo tenía claro. Pero ¿la deseaba más que había deseado a otras mujeres? A sus treinta y dos años había estado con varias, muchas, a decir verdad, pero todas ellas eran mujeres experimentadas en el arte del amor y solo buscaban una aventura.

Es más, siempre había evitado a las inocentes, no había espacio para ellas en su vida y, aun así (una sonrisa de amarga ironía se perfiló en sus labios), había permitido que Amanda se quedara en La Esmeralda porque la necesitaba para sus planes. Sabía que mientras sir William siguiera empeñado en la idea de casarlo con su hija no podría recorrer la isla a su antojo; que siempre habría alguien vigilándolo, pendiente del aire que respiraba. Sin embargo, si le decía que estaba prometido, si tenía una mujer a la que presentar como su futura esposa, el golpe de la noticia le daría unas horas de tranquilidad para encontrar el tesoro de Christopher Black.

—Maldita sea —susurró, antes de permitir que el cansancio se apoderase de él.

 

 

Amanda abrió y cerró los ojos. ¿Dónde estaba? Lo último que recordaba era que… De golpe se llevó una mano al collar. ¡No había sido ninguna pesadilla! Ese hombre, ese despreciable sujeto había intentado forzarla y una horrible serpiente había salido de entre los huesos de un esqueleto para lanzarse hacia su pierna. Miró con temor a su alrededor y sintió cómo este se desvanecía al ver que se encontraba a bordo de La Esmeralda. Despacio, se incorporó y observó la sombra sentada cerca del camastro.

—¿Capitán? —dijo con voz queda, pero él no reaccionó.

Con movimientos lentos, se sentó más cerca de él. El Demonio de los Mares estaba tan quieto que parecía dormir. Mantenía la frente apoyada en las manos y lo único que lograba ver de él era su cabello negro, grueso y rebelde. Sin saber qué le impulsaba a hacerlo, alzó una mano y hundió los dedos en él. Un suave gruñido, tal vez un gemido, salió de la garganta del hombre.

Amanda dio un leve respingo y durante un instante nada alteró la penumbra del camarote. Sin embargo, sus dedos continuaban enredados en el cabello del hombre como si no quisieran soltarlo. Lentamente bajó la mano y los hombros del capitán se relajaron.

—¿Por qué entró en la cueva? —Su voz era severa, teñida con notas de rabia—. ¿Acaso no pensó que podría ser peligroso? —Alzó la cabeza, y la imprecisa luz que se filtraba por la portilla le permitió a Amanda ver las suaves ojeras que había bajo sus ojos.

Ella se humedeció los labios. ¿Cómo explicarle que había decidido hacerle caso a una odiosa voz que no dejaba de prevenirla en su contra, y que estaba dispuesta a mantener una distancia prudencial para prevenir roces innecesarios e indecorosos?

—Pensé que…

La mirada del hombre se oscureció.

—¿Qué pensó? —Su voz se volvió más inflexible, rígida.

Amanda miró el fuego azul de sus ojos y deslizó la mirada hacia su boca, hacia el grosor de sus labios. Se le antojaron como una pecaminosa mezcla de chocolate y licor. Tanto así que, sin ser consciente de lo que hacía, se mordió el labio inferior sin apartar la mirada de la pecaminosa tentación.

El Demonio de los Mares lanzó una imprecación al aire.

La cogió con fuerza por la cintura y la hizo caer de rodillas al suelo entre sus piernas. Sin miramientos, le alzó la cabeza y besó con brusquedad sus labios, mordiendo y humedeciéndolos con la lengua, deseando que lo odiase por tratarla con tanta rudeza. ¿Es que no se daba cuenta de que él era un hombre y que, como tal, tenía ideas pecaminosas que practicaría con ella hasta el agotamiento? ¿Por qué no dejaba de provocarlo? ¿Es que se había olvidado de su advertencia?

Amanda apoyó las manos en las piernas de él para no perder el equilibrio y ahogó un quejido de dolor al sentir de pronto el suelo bajo sus rodillas; al notar la violencia con que la trataba, el leve temblor de sus dedos y la rudeza de sus besos; la rabia que transmitían y la desesperación que intentaban ocultar. Todo era tan diferente a como ella se había imaginado que sería la primera vez que un hombre la besase. Ahí no había timidez, ni palabras susurradas ni suspiros ahogados. Nada. Y, aun así, sentía que algo terriblemente cálido, como si acabara de tragarse una nube de vapor, calentaba su estómago.

El capitán subió la mano por su espalda y la asió del cabello para obligarla a separar los labios y adueñarse de su boca. Quería sentir cómo se revolvía y trataba de alejarse de él; ver cómo se refugiaba en un rincón del camarote, deseando que él nunca la hubiera tocado. En cambio, con rabia y frustración, ahogó un gemido de deseo. Quería, necesitaba que lo odiase, que le implorase que la devolviera con su padre, pero, sobre todo, mientras sus labios se deslizaban por la mejilla de la mujer, imploraba porque ese acto desesperado no fuera importante para él y para que desapareciera el dolor que le impedía apoderarse de una maldita vez de su boca.

—¿Satisfecha? —rugió levantándose de golpe—. ¿Por qué no se comporta como la dama que es? ¿Es que no se da cuenta de que acaba de pedirme que la bese?

Amanda sintió cómo la vergüenza se abría paso en su interior al comprender que él tenía razón. Es más, que quería que lo hiciera. ¿Y qué quería decir eso de ella? Según su tía, nada bueno. Pues las mujeres siempre debían conducirse con pudor y recato y nunca mostrar sus sentimientos. Tratando de recuperar su dignidad, se levantó.

—Le aseguro no volverá a suceder, capitán —murmuró.

El capitán Gregory la miró con una nota de frialdad. El deseo seguía ahí, tenso y dolorido, y el hecho de ver la angustia que emanaba de ella, hizo que este aumentara, así como las ganas de abrazarla. Enfadado consigo mismo por esa debilidad, arrugó el ceño. Tenía que hacer algo para que lo odiase, para que se mantuviera lejos.

—Espero que no me malinterprete —dijo, sugerente—, pero me gustaría saber si pensaba pedirme algo más, porque le recuerdo que aquí hay una cama.

Los ojos de Amanda se posaron en él como si acabara de abofetearla. No se merecía esas palabras, no se las merecía por más que…

¡Ay, no! —dijo de pronto, dejándose caer sobre el jergón—. No puede ser.

El capitán no se movió, no podía, sentía que le faltaba aire en los pulmones; que algo acababa de romperse en su pecho, algo lleno de afiladas y puntiagudas aristas que le desgarraban la piel y lo dejaban sin respiración. Sabía que sus palabras habían sido hirientes, esa había sido su finalidad, pero en aquel momento se reprochó el haberlas soltado con tanta ligereza.

Se acercó a ella, apoyó una rodilla en el suelo y alargó una mano para acariciarle la mejilla, pero Amanda apartó la cabeza.

—Márchese, capitán.

El silencio se adueñó del camarote. Solo se oía el crujir de las maderas y el lejano rumor de las olas al romper sobre la playa. Amanda bajó la mirada y las lágrimas rodaron mejilla abajo. Él observó la húmeda estela que dejaban en su piel y deseó borrarlas con sus labios; adueñarse de cada una de aquellas perlas. Alargó una vez más el brazo y le acarició la mejilla, húmeda donde había caído una lágrima. Esta vez fue él quien se acercó. Puso sus labios sobre los de ella, pero Amanda aún bajó más la cabeza.

—Se lo suplico, capitán, déjeme sola —dijo con voz queda.

El Demonio de los Mares le cogió la cara y, con un suave roce, un provocador besó, se apoderó de las lágrimas que habían quedado atrapadas en sus pestañas. Solo le concedió un instante de paz antes de acariciarle el cuello con la yema de los dedos mientras ella, sin darse cuenta, obedeciendo una necesidad desconocida, ladeaba ligeramente la cabeza con un tímido suspiro de placer. El deseo cayó sobre él como una roca, arrastrándolo de nuevo a la suavidad de sus labios. Comenzó a saborearlos, a humedecerlos con su aliento y a morderlos como si fueran una fruta exótica, capaz de volver loco a cualquier hombre.

—La besare cada día, si eso es lo que quiere —dijo con voz ronca, decidido a cumplir su palabra hasta el día que la devolviera junto a su padre; momento en el que ella desaparecería para siempre de su vida.

—Por favor, capitán, no lo complique más.

—Deje que me pierda entre sus labios, Amanda —susurró mientras le acariciaba el contorno de la boca con la yema de un dedo y un espasmo de deseo recorría su cuerpo—. Permítame descubrir el tesoro que guardan.

Le pasó una mano por la cintura y, esta vez, con suavidad, la atrajo hacia sí hasta ponerla de rodillas sobre el suelo y la estrechó contra su pecho. Por más que sentía cómo temblaba, no quería saber si era porque seguía llorando o porque sentía el mismo desespero que él. Prefería rendirse ante su perdición y esperar que Dios se apiadase de él si llegaba a descontrolarse.

Subió la mano por su espalda y suspiró. «Prohibida». La calidez de su cuerpo, el tenerla tan cerca, sentir su agitada respiración, hacía que el deseo se convirtiera en algo sumamente difícil de frenar. «Prohibida». En sus ojos aún se veía el rastro de las lágrimas, de una agonía que se resistía a marchar y él solo quería besarla. «Prohibida». Se consumía por hacerlo.

—Amanda —dijo con voz temblorosa, antes de entregarse al ardor.

El capitán Gregory separó los labios y buscó los de la mujer con furia, con pasión, quería embriagarse con el dulce néctar de su boca, explorarla y jugar con su lengua hasta romperse como un trozo de cristal. Ella apoyó las manos en su pecho y, dubitativa, con restos de decencia vociferando en su cabeza, entreabrió los suyos. Ni en la guerra ni en el amor se conceden treguas y él no se la concedió. La pasión masculina con que asaltó su boca la desarmó por completo y despertó zonas de su cuerpo que jamás osaría nombrar. Zonas que dolían y se incendiaban cada vez que él bajaba la mano por su espalda y la apretaba contra sí.

Amanda rodeó con los brazos el cuello del capitán mientras él profundizaba el beso y la estrechaba hasta conseguir que ella deseara que pasara algo más, exactamente no sabía el qué, pero estaba segura de que debía de ser maravilloso e indecente; algo que de ninguna de las maneras podía dejar que sucediera. Trató de apartarse de él con suavidad, comenzó a bajar los brazos, intentó recordar cómo había comenzado esa locura, pero sus labios, su lengua, el sabor de sus besos, como una lujuriosa mezcla que lograban emborracharla, casi lograron que se olvidara de… ¡Ay, no! Sabía que, asustada por su apariencia, por el hecho que le recordaba a un enterrador, había mirado a ese hombre más tiempo del adecuado y quizá eso había propiciado…

—Capitán —susurró apartándose de él—. ¿Usted cree que ninguna mujer debería de mirar a un hombre, sin que este creyera que tiene ciertos derechos sobre ella?

Él se limitó a observar sus labios. No quería hablar, solo besarla, dejar que la pasión que lo consumía dictara su propio camino.

No creo que nadie tenga la culpa de lo que está pasando aquí.

—Los dos sabemos que usted me ha besado para resarcir mi honor, porque una dama jamás debería insinuar o mostrar sus deseos, pero en la cueva… —Se mordió el labio inferior—. ¿Y si de alguna manera ha pasado por mi culpa?

—Le juro que no sé qué tiene que ver la cueva con este momento.

—Nada y todo —dijo levantándose del suelo. Dio unos cuantos pasos por el reducido camarote, retorciéndose las manos antes de hablar de nuevo—: Ese horrible sujeto intentó agredirme y, si no hubiera sido por usted, o por la serpiente, no sé qué habría sido de mí.

La verdad cayó sobre el capitán como un cubo de agua fría, como una sonrisa cargada de ironía de algún dios con un plan maquiavélico. Él había visto cómo Sigüenza seguía a Amanda al interior de la cueva, pero no le había dado ninguna importancia. En aquel instante había comprendido por qué le había pedido ser el primero. Como la rata que era, quería hundirse en el tesoro de Christopher Black para llenarse los bolsillos con cuanta moneda pudiera acarrear; colgar de su cuello cuanto collar pudiera soportar y coronar su cabeza con cuanta corona pudiera aguantar. Sin embargo, Sigüenza solo le había pedido lo que cualquier pirata estaría gustoso de ofrecerle, una violación. Por eso la había secuestrado.

El Demonio de los Mares se levantó despacio, como si le costara controlar sus movimientos.

—Le aseguro que no tiene nada que reprocharse. Usted no es culpable de que existan seres tan despreciables como esa rata. —Y él se aseguraría de que Sigüenza dejara de existir de la manera más lenta y dolorosa que fuera capaz de imaginar.