Capítulo 14

 

 

 

 

 

Sigüenza se humedeció los labios y una risita tonta, nerviosa, se le escapó al recordar lo cerca que había estado de desflorar a su obsesión; lo fácil que había sido inmovilizarla. Unas imágenes que incrementaban el ardor que regía su vida y que lo hacían estremecerse de placer cuando su mente no lo traicionaba al evocar el sinuoso roce de la serpiente por encima de sus zapatos. Intuía que el destello que había visto por el rabillo del ojo al huir de la cueva era el filo de la espada del capitán al partir la serpiente en dos, y eso le indicaba que su obsesión seguía con vida, que todavía tenía la posibilidad de ofrecer a su cuerpo lo que tanto ansiaba.

Y, aunque era consciente de que existía la posibilidad de que ella le explicara al Demonio de los Mares su osadía, estaba casi seguro de que el pudor y la vergüenza se lo impedirían. Después de todo, las damas nunca hablaban de esos temas, y mucho menos con un pirata.

Casi seguro.

Por eso, mientras se internaba en la selva, trataba de oír por encima del inagotable zumbido de los insectos algún sonido que le indicase que lo seguían, que una jauría de hombres liderados por el Demonio de los Mares iba tras él. Pero solo era capaz de escuchar la ensordecedora cacofonía de una naturaleza que parecía querer engullirlo y, por debajo de esta, unas voces que, ebrias de ron, ensalzaban con atrevidas canciones las curvas de las mujerzuelas que tantas veces había usado él para calmar el hambre de su entrepierna.

Voces que Sigüenza siguió hasta las entrañas de la isla, seducido por la cada vez más cercana promesa de un buen trago de ron. Lo necesitaba para distraer el ardor que lo consumía y aplacar la sed de una selva húmeda, tórrida. Era tal el grado de humedad que tenía la impresión de que la oscuridad se volvía más opaca y húmeda a medida que avanzaba, como si se adentrara en las tenebrosas profundidades del abismo. Una sensación que le recordaba que, otro paso en falso, y se hundiría en las negras aguas de la muerte sin haber saciado su apetito.

Después de lo que le pareció una eternidad, dejó atrás la selva para salir a un pequeño claro y observó fascinado cómo la oscuridad se desdibujaba bajo la tenue luz de un farol que colgaba junto a una puerta. La pequeña y destartalada construcción de madera, engullida por la naturaleza, con una proliferación de ramas y hojas que caían del techo como si se tratase de una cascada, dejaba al descubierto el dibujo de una sirena en uno de sus laterales. Una deidad de ojos grandes y provocativos que hizo que la mirada de Sigüenza se volviese más líquida. El cabello de la sirena era tan largo que parecía enredarse con las raíces que sobresalían de la tierra y un mechón que se ondulaba tan cerca del pecho desnudo que dolía de solo mirarlo. Su vientre era liso y conducía hacia unas generosas caderas que eran el inicio de una sinuosa curva de escamas. Pero lo que más alteró a Sigüenza de aquella ninfa de las profundidades fue su boca. Grande. Carnosa. Entreabierta. Excitante.

—Sí, señor —murmuró una tosca voz a su espalda, arrastrando un poco las palabras—. Esa es la cara que ponemos todos cuando la descubrimos.

Sigüenza dio un respingo, asustado ante la posibilidad de que los hombres del capitán lo hubieran encontrado, y paralizado de vergüenza al pensar que alguien hubiera podido notar la rigidez de su miembro. Escuchó el sonido de unos pasos acercándose y un olor agrio y dulzón llenó su nariz cuando un robusto brazo se apoyó en su escuálido hombro.

—¡Por todos los demonios! —exclamó el desconocido—. A veces creo que solo regreso a esta maldita isla por ella. —Alzó la botella de ron que llevaba en la mano, la vació de un trago y la tiró a la tierra carcomida de raíces y matojos.

Sigüenza miró la pintura, se dejó acunar por sus curvas y, poco a poco, la sirena se transformó en la hija de don Rodríguez de la Huerta, que lo invitaba con movimientos lentos y sensuales a que la tomara. Sonrió. Una sonrisa torcida, lujuriosa, mientras evocaba lo cerca que había estado de conseguirlo, y su hambre se transformaba en un animal que arremetía con furia contra la ropa que lo aprisionaba. Cerró con fuerza la mano al notar cómo su cuerpo le pedía una compensación, una pronta liberación. Un roce. Dos. A lo sumo tres. Imaginarse que su mano era la cueva sellada de su obsesión y esperar el grito de placer, de dolor y vergüenza, que aparecería después.

—Entonces, ráptela —repuso, sin despegar la mirada de la pintura.

—¿Que la rapte? —repitió el hombre, que no tardó en soltar una fuerte carcajada a la vez que le propinaba un golpe en la espalda que lo dejó sin aliento—. Esa sí que es una buena idea, sí, señor, que la rapte. —Su risa se propagó por el aire mientras volvía a sentarse en el tocón. Miró la pintura de reojo, cogió otra botella de ron que había a sus pies y bebió un ruidoso trago—: Sí, tal vez lo haga.

Un silencio herido, mutilado por las voces que salían de algún punto de la selva, cayó sobre ellos. Sigüenza se apartó el escaso flequillo que el sudor mantenía pegado a su frente y tragó un poco de saliva. Estaba sediento. Sediento y hambriento. Terriblemente hambriento. Y la imagen de la sirena no ayudaba a mitigar esa sensación, bien al contrario, sus carnosos labios lo tenían al borde de la lujuria y lo único que podía apaciguar esos males era el fondo de una botella.

—Eh, tú —escupió el hombre al ver su esquelética espalda cada vez que pretendía mirar la pintura—. ¡Aparta tus malditos huesos!

Las delgadas piernas de Sigüenza se movieron y el hombre observó con inusitada ternura la sirena. La cálida luz de la luna, tapada en parte por grisáceas nubes, convertía su rostro en la de un ser demoníaco con sus oscuros ojos delimitados por profundas arrugas y su larga y enmarañada barba negra. Se quitó el tricornio para secarse con la manga de la casaca roja las gotas de sudor de la frente y dejó al descubierto una coleta encerada que le caía sobre la espalda.

—No tienes pinta de marinero —escupió este mirando a Sigüenza—. Ni tú ni tus malditas ropas. —Tomó otro sorbo y varias gotas de ron se deslizaron por su barba—. ¿Quién eres y qué haces aquí?

La nuez del secretario se movió al contemplar cómo un golpe de viento mecía la farola y una sucesión de sombras y luces parecían otorgarle vida a la pintura. Sabía que se había dejado arrastrar por el deseo libidinoso que palpitaba en su entrepierna y que había cometido una estupidez que lo había alejado de su obsesión y lanzado al precipicio de la autosatisfacción. Y ahora que no se atrevía a regresar a La Esmeralda, que su cuerpo tenía tanta hambre que no creía pudiera reprimirla por mucho más tiempo, ¿cómo podría acercarse a ella para saciarse?

—Necesito un trago —susurró sediento.

—Todos en esta condenada isla lo necesitamos. —Sus ojos se clavaron en la enjuta figura del secretario y sonrió—. Aunque creo que en este momento tú lo necesitas más que yo —dijo, ofreciéndole la botella.

Sin pensárselo dos veces, Sigüenza la asió por el gollete y bebió sin ver la media sonrisa que florecía en los labios del desconocido. Toda su atención estaba fija en la sirena, en las imágenes que esta le hacía evocar. Un silencio que alargó el hombre de la casaca roja hasta observar, satisfecho, cómo Sigüenza se humedecía los labios y, tras dar un vacilante paso hacia atrás, se dejaba caer al suelo.

Entonces, soltó una estridente carcajada.

—Bebes como una condenada mujer, amigo.

Sigüenza sonrió; sonrió a la sirena que también le sonreía.

Es por una… —Enmudeció, a la vez que la sonrisa se transformaba en una mueca de rabia. Su obsesión no era ninguna dama, ni siquiera tenía nombre para él. Don Rodríguez de la Huerta se lo había arrebatado. Le había prohibido nombrarla el día que le había pedido permiso para cortejarla y se lo había negado, por eso se había visto obligado a llamarla así: su dulce y tierna obsesión; solo suya. Alzó la botella para seguir bebiendo, pero estaba vacía.

El hombre esbozó una media sonrisa.

—Lo que necesitas es desahogarte, amigo.

—Lo sé, pero el capitán Gregory no me lo permite.

Los ojos del hombre se entrecerraron peligrosamente.

Así que perteneces a La Esmeralda. —Miró un momento la pintura y volvió a limpiarse la frente con la manga—. Y, por lo que dices, ha traído a una mujer a la isla.

Sigüenza se mordió la lengua, asustado de pronto. A lo mejor había hablado de más. Quizá lo había hecho. Pero ¿cómo podía saber él si ese hombre era amigo del capitán? El estómago se le cerró de golpe y sus temblorosas piernas lucharon por levantarlo.

—¡Siéntate! —bramó este, y esperó a que Sigüenza dejara caer el culo otra vez al suelo, antes de hablar—: Y ahora, cuéntame, ¿qué trae a nuestro querido capitán Gregory a esta isla?

Sigüenza miró furtivamente las sombras que había dejado atrás y un gemido de angustia escapó de su garganta. No podía regresar a La Esmeralda y arriesgarse a que el capitán lo matara, pero tampoco podía revelar a un completo desconocido lo del mapa. ¿O sí? Después de todo, sus ropajes no eran mejores que los del Demonio de los Mares y tal vez el tesoro de Christopher Black era el fuego que quemaría y hundiría La Esmeralda en las negras aguas del olvido.

—Un tesoro, un fabuloso tesoro.

Las pobladas cejas del hombre se contrajeron.

—¿Un tesoro? ¿Qué tesoro?

Sigüenza se pasó la lengua por los labios y observó la sirena, su boca, sus curvas moviéndose al son de la brisa, siguiendo el suave vaivén del farol. El hombre se levantó del tocón, lo cogió por los hombros y lo zarandeó como un títere sin cuerdas.

—¡Habla de una vez o te arranco la lengua a tiras!

—Yo no quiero el tesoro, solo…

—¡Habla o te juro por lo más sagrado que lo lamentarás!

—Solo la quiero a ella, a mi obsesión.

El hombre lo arrojó al suelo y desenvainó la espada que llevaba en el fajín. La luz de la luna se perfiló en su afilada hoja.

—Habla de una vez o prepárate a morir

Con el miedo cincelado en su pálido rostro, Sigüenza retrocedió arrastrándose por el suelo.

—El capitán Gregory tiene el mapa que dejó Christopher Black para encontrar su tesoro —dijo asustado—. Parece ser que lo enterró en esta isla.

—¿Y quién demonios eres tú?

—Yo era el secretario personal de don Rodríguez de la Huerta, su hombre de confianza. Él tenía el mapa y yo se lo robé y entregué al capitán a cambio de… —Una lágrima asomó en sus atemorizados ojos—. Él me prometió que yo sería el primero, que lo sería. Él me hizo creer que…

—Así que el capitán Gregory te prometió que, a cambio de tu traición, te dejaría violar a la mujer que ha traído a la isla, ¿no? —Sigüenza asintió con un leve movimiento, y una risa indolente rozó el silencio mientras el hombre lo ayudaba a levantarse del suelo y le pasaba un brazo por los hombros—. Estás de suerte, amigo, porque Perro Negro sí que permite la violación en su barco. Es más, ¿qué te parece si raptamos a esa mujer y de paso nos llevamos el mapa de Christopher Black?

Sigüenza sonrió con timidez.

—Para eso tendríamos que matar al capitán Gregory.

—Sí, tendríamos que matarlo. —Su mirada voló hasta la sirena—. Pero antes haremos una visita a madame Rose Marie.