Sigüenza siguió a Perro Negro hasta el burdel de madame Rose Marie, sin ser consciente de que seguían una senda abierta. Se limitaba a responder con monosílabos a sus preguntas mientras sentía cómo el hambre iba adquiriendo más fuerza, más desesperación. Era como si una parte de su cuerpo supiera de alguna manera que dentro de poco recibiría lo que tanto ansiaba, y el solo hecho de imaginarse una boca, unos labios entreabiertos…
El burdel de madame Rose Marie no era como se lo había imaginado (de haberse imaginado algo), ya que parecía más un club de caballeros que un prostíbulo para harapientos marineros en medio de la selva. Y aunque hubiera sido un palacio con cúpulas de oro y paredes recubiertas de piedras preciosas, Sigüenza no le habría prestado más atención de la que le dedicó a las columnas que custodiaban la puerta. Ninguna. A él solo le interesaba lo que iba a pasar en una de sus habitaciones.
Los recibió una mujer menuda, rolliza, con arrugas en la comisura de los ojos y el cabello recogido en la nuca. Le echó una rápida mirada a Sigüenza y una de despectiva a Perro Negro antes de acompañarlos hasta un amplio salón.
Perro Negro se sentó en una silla y cruzó las piernas.
—Hoy me gustaría yacer con una sirena, ¿hay alguna entre las chicas?
La mujer frunció el ceño, cansada de la falta de originalidad. ¿Cuántas veces había escuchado esa pregunta? Podría hacer una rayita en cada una de las paredes de aquel salón y aun así le faltaría pared para contarlas todas.
—Le diré a las chicas que pasen —musitó malhumorada.
Perro Negro se echó hacia delante en la silla.
—Antes quisiera ver a madame Rose Marie.
—Está ocupada.
—No tengo ninguna prisa.
Ella lo miró. Sabía muy bien quién era, la fama que lo precedía y, lo que era más importante, con quién había estado la última vez.
—Le diré que desea verla. —Miró a Sigüenza—. ¿Usted también la espera?
Perro Negro soltó una breve carcajada.
—Mi amigo solo busca algo de diversión.
La mujer murmuró: «Venga conmigo», y abandonó el salón sin preocuparse de si Sigüenza la seguía o no. Sin embargo, él iba tras ella como perro tras su amo, con la mirada fija en su trasero, hipnotizado por su contoneo al caminar. Le recordaba al de su madrastra, y eso no era un buen presagio. No, no lo era, pero el hambre de su entrepierna no paraba de crecer.
Al final la mujer se detuvo ante una puerta y se hizo a un lado para que él pudiera entrar en una reducida habitación sin ventanas. Sigüenza avanzó e inmediatamente lo envolvió una nube de sudor e intimidad. Un olor que formaba parte del mobiliario, de las paredes. Observó con cierto anhelo y asco la estrecha cama, la mesa de madera, la jofaina llena de agua y la vela que arrojaba débiles sombras sobre las paredes. Una parte de él ya estaba hundida en ese lecho, en el interior de una mujer sin rostro, escuchando sus exclamaciones de placer. Sin embargo, se apartó el flequillo de la frente y se humedeció los labios.
—Quisiera yacer con usted.
Ella pestañeó, confusa.
—Creo que no le he entendido.
—Me gustaría que fuera usted quien me acompañara —dijo con timidez, sin mirarla.
—¿Se está burlando de mí?
Él se sentó en la cama, con la mirada perdida en un oscuro rincón de su ser.
—Pensé que, tal vez, le gustaría.
—Sí, se está burlando de mí —murmuró ella. ¿Qué otra cosa podía ser? Estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años y su cuerpo ya no era apetecible para nadie, por eso madame Rose Marie la había convertido en su ayudante antes de que sir William se deshiciera de ella. Y había tenido suerte, mucha, a decir verdad. Pues normalmente las mujeres de aquella isla no vivían lo suficiente para ver cómo dejaban de ser un negocio para el dueño de esta.
Sigüenza se desabrochó la bragueta y dejó su miembro al aire.
«Asqueroso bastardo, ¿se puede saber qué estás haciendo?».
La voz de su madrastra irrumpió de pronto en la mente de Sigüenza y la pesadilla que mantenía confinada en un rincón de su ser emergió de las profundidades donde la había enterrado, acompañado de un sentimiento de rabia y excitación.
—Acarícielo —susurró.
La mujer arrugó el ceño al recordar el último incidente que había teñido las paredes de esa habitación de sangre. Al parecer, una de las chicas se había burlado al ver el flácido miembro de un marinero y este la había matado. Y cuando esa noticia había llegado a oídos de sir Williams, este se había limitado a darle una amistosa palmada en la espalda al marinero y a felicitarlo.
—Túmbese —dijo, sabiendo que, si se negaba, ese sería su último día en aquel lugar.
Sigüenza se recostó en la cama, cerró los ojos y sintió cómo unos dedos, inseguros al principio, lo tocaban. Agradecido por ese suave tacto, cogió aire y lo soltó de golpe. Hacía tanto tiempo que nadie lo tocaba con suavidad, casi con ternura.
«Estúpido bastardo. ¿Quién te ha enseñado a hacer estas cosas? ¿No sabes que tocarse es pecado?». Era la voz de su madrastra. El recuerdo de un tiempo lejano que volvía a él. «¿Te la estabas tocando, ¿verdad?».
Sigüenza apartó esos recuerdos y suspiro al sentir la mano de la mujer rodear su miembro con movimientos lentos y envolventes.
«Deja que te la vea, maldito bastardo». Esta vez la voz de su madrastra sonó más real, tanto que Sigüenza vio surgir en su mente la fina vara de madera con la que ella se golpeaba rítmicamente la palma de la mano. «Deja de llorar como una estúpida nenaza y muéstrame lo que tienes ahí, entre tus manos».
La mujer miró las sombras que se posaban en el semblante de Sigüenza, cómo su respiración se volvía más pesada, y aumentó la velocidad.
«Estúpido bastardo, cierra los ojos y piensa en lo que quieras, deja que te vea tu asqueroso miembro, quiero ver tu pecado». Él apretó los ojos con fuerza, los tenía cerrados tal y como se lo pedía la voz en su cabeza. De la misma manera que trataba de pensar en su dulce obsesión, en sus labios, en los labios de la sirena, pero la voz de su madrastra no le concedía ninguna tregua, ningún descanso: «Maldita nenaza, ¿qué es esto? ¿Te burlas de mí?». Él gimió, a punto de explotar. «¿Sabes qué es esto? Tu pecado. Eso es lo que pasa cuando uno no deja de tocarse y de pensar en cosas repugnantes. Es asqueroso. Esconde eso y no vuelvas a tocarte, ¿me oyes?».
Sigüenza profirió un gemido de placer y de repulsión, antes de que la mujer se levantara y saliera de la habitación sin proferir ni una sola palabra. Entonces, él se hizo un ovillo en la cama.
«No llores, nenaza».
Era la voz de su madrastra meses después de aquella noche cuando ponía la mano cuando menos se lo esperaba en su entrepierna, palpando, buscando hasta que sonreía: «Nada, no tienes nada, así me gusta, plano como una tabla». Hasta que un día dejó de sonreír y sus dedos ya no se contentaban con palpar encima de la ropa, sino que se deslizaban por debajo de ella, ávidos de encontrar su pecado: «Estúpida nenaza, deja de llorar y muéstrame lo que tienes ahí».
Sigüenza apretó los puños con fuerza. Entonces era cuando la mirada de su madrastra descendía hasta más abajo de su cintura, le desabrochaba el calzón y venía la última de las humillaciones: «Te gusta que te lo toque, ¿a que sí? Sí, te gusta, lo sé, mira tu gusanito cómo se mueve, es tan pequeño y, en cambio, tu pecado tan grande… Dime, ¿dejarías que te lo lamiera, querrías follarme? Oh, sí, veo que sí que lo estás deseando».
La voz de su madrastra se elevó en sus recuerdos al igual que las ganas de vomitar y de rozarse otra vez: «Pero ¿quién querría meterse esa porquería en la boca, dejar que tus sucias manos la tocaran? Nadie te va a querer con esa porquería entre las piernas, nadie». Llegados a este punto, ella sonreía: «No llores, tal vez un ángel podría quererte, aunque ya no quedan ángeles en este mundo».
Sigüenza reprimió una arcada, su madrastra se había equivocado. En su vida sí que existía un ángel: su dulce obsesión.