Capítulo 17

 

 

 

 

 

Hernán Rodrigo bebió un sorbo de ron y se recostó sobre el respaldo del asiento. Cerró los ojos. Solo un instante. No se atrevió a más. Era a cuanto llegaba su valentía. Su bravura. Una sonrisa de ironía se perfiló en sus labios antes de beber otro trago de ron. Su único aliado para alejar a los monstruos que lo acechaban todas las noches. Observó los papeles del escritorio y un leve golpe en la puerta del despacho hizo que levantara la cabeza.

—Patrón, madame Rose Marie desea verlo —anunció uno de sus hombres—. Asegura que es urgente.

—¡Claro que es urgente! —replicó ella, entrando como un vendaval en el despacho.

Hernán suspiró.

—Gracias, puedes retirarte.

La puerta del estudio se cerró al mismo tiempo que ella se sentaba en la única silla que había frente a la mesa rectangular de madera oscura y empezaba a torturar las arrugas del vestido. Él mojó la pluma en el tintero y escribió unas palabras en uno de los papeles, como si en la estancia no hubiera más alma que la suya.

—Por lo que veo, sigues tan apático como siempre.

—Apático y ocupado —repuso él sin levantar la mirada—. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?

—Supongo que ya te habrás enterado de que el capitán Gregory ha regresado, ¿no?

—Algo he oído.

—¿Y que ha traído a una mujer con él?

—Sí, así es.

Los dedos de la mujer estrangularon una arruga.

—¿Quién es ella?

Hernán Rodrigo miró los ojos verdes del otro lado del escritorio, el desespero que había en ellos, una especie de vulnerabilidad pese a su aparente frialdad, y dejó la pluma en el tintero.

—Según sir William, su prometida.

Madame Rose Marie cogió aire antes de que un revuelo de faldas la siguiera al levantarse.

—Él no puede estar prometido con nadie, y tú lo sabes —dijo, observando bajo la suave luz de las velas los oscuros ojos de Hernán, secos de humanidad, y sus labios ligeramente carnosos con una leve inclinación de ironía, como si la vida no fuera más que una grotesca burla.

Él le devolvió la mirada sin ninguna sombra de emoción. Bajó la mirada un instante para observar la manera en que los dedos de ella se aferraban al respaldo de la silla y volvió a levantarla.

—No sé por qué te molesta tanto que el capitán haya traído a una mujer. Sabes tan bien como yo que sir William no va a permitir ese supuesto romance.

—¡Eso ya lo sé! Pero ¿crees que se ha enamorado de esa mujer?

Él se recostó en su asiento y entrelazó los dedos de las manos.

—¿Acaso estás insinuando que el capitán Gregory tiene corazón? Tenía entendido que el único que poseía uno en esta isla era Flanagan, tu eterno pretendiente.

Rose Marie bufó y se dejó caer en la silla. ¿Dónde estaba la pasión que Flanagan había mostrado una vez por ella? ¿Dónde habían ido a parar las palabras de amor que le había declarado en la sórdida habitación del burdel donde ella trabajaba? Y lo que era más importante, ¿dónde estaba la vida de lujo que él le había prometido? De aquella mentira, de esa gran mentira, solo quedaba la pintura de una sirena en la pared de una destartalada cabaña, perdida en el interior de aquella isla. «Es así como yo te veo». Le había dicho el día que la había llevado a Puerto Ambición y la había convertido en madame Rose Marie.

—Un amante al que ya no se le incendia la sangre cuando me ve —susurró. Hacía tanto tiempo que estaba sola y desatendida, tanto tiempo que su cuerpo ya no vibraba ni se estremecía con sus caricias, que había aprendido a desear a otros hombres y anhelar a uno en concreto. Soñaba con el capitán Gregory, quería encontrar la pasión perdida entre sus brazos y convertirse en su amante a espaldas de Flanagan.

Hernán se irguió en su asiento y, durante un momento, solo se escuchó el rasgueo de la pluma sobre los papeles y los incesantes sonidos de la noche a través de la ventana entornada.

—¿Crees que ha regresado por el tesoro? —preguntó ella de pronto.

¿Por qué otra razón si no?

—¿Dirías que sospecha que…?

—No tiene ninguna manera de averiguar que todo fue una estratagema para que regresara a Puerto Ambición —repuso él sin levantar la mirada—. A menos que alguien se lo diga. Algo totalmente desaconsejable desde mi punto de vista.

La espalda de ella se tensó.

—Los dos sabemos que la única persona que podría estar interesada en hablar con el capitán soy yo, y la verdad, no veo cómo podría afectarme si lo hiciera.

—Entonces, no dudes en decirle la verdad. Será interesante ver cómo reacciona cuando sepa que Flanagan no sabía nada de ningún tesoro y que tu supuesta indiscreción sobre cómo pretendía hacerse con el mapa de Christopher Black solo era una mentira para traerlo de vuelta.

—Te recuerdo que yo no sé nada de ese supuesto plan —dijo alzando un poco la barbilla—. Yo solo actué coaccionada por tus amenazas.

—Si estás convencida de esto, no te detengas por mí. Supongo que, como acabas de susurrar, Flanagan no tiene ni una sola gota de sangre en las venas y será capaz de perdonar que su adorada Rose Marie no espere su regreso con tanta pasión como él supone.

—Es tu palabra contra la mía. No tienes ninguna manera de probar que le he sido infiel.

Él alzó la mirada de los papeles, sus ojos áridos de emoción.

Pensé que a estas alturas me conocías lo suficiente como para saber que no suelo amenazar en balde. O por lo menos eso creí.

Ella le lanzó una furiosa mirada antes de levantarse.

—Entonces, ¿debo entender que seguirás necesitándome?

—Tienes suerte, querida —dijo concentrándose otra vez en los papeles—. Procuraré olvidar tu desliz, no creo que pueda soportar otra charla como esta a estas horas de la noche.