Aquella mañana el canto de la selva era demencial, como si hubieran encerrado un millar de pájaros en una diminuta jaula dentro de una pequeñísima habitación. O por lo menos así se lo pareció a Amanda cuando desembarcó de La Esmeralda para aventurarse otra vez en Puerto Ambición. Sin embargo, después de que el capitán Gregory la cogiera por el brazo y los recuerdos de la noche anterior acudieran a su mente como un alud de inquietantes sensaciones, agradeció esa sonora y visual distracción para no recaer en la tentación de apreciar el grosor de sus labios, su firmeza y carnosidad. Porque, después del desagradable incidente en la cueva, tenía la firme intención de comportarse como la dama que era y no volver a mirar a ningún hombre más tiempo del prudencial.
Así que se concentró en el bajo de su falda, roto y sucio por los matojos que se habían enganchado en ella la noche anterior y en la pequeña porción de piel desnuda que se entreveía al caminar. Incómoda, trató de tapar esa desnudez tirando de la falda hacia abajo, pero descubrió que no era muy buena idea. Después de todo, era preferible enseñar un poco los tobillos antes que arriesgarse a mostrar otra parte del cuerpo.
—No se preocupe —dijo el capitán Gregory divertido—. Haremos una breve parada para que pueda cambiarse de ropa.
—¿Tiene alguna amistad femenina aquí? —preguntó de pronto esperanzada, después de tantos días rodeada de hombres, añoraba su compañía.
—Solo vamos a visitar a una mujer.
Amanda lo miró un tanto confusa.
—¿Y a esa mujer no le importará dejarme algo de ropa?
—Mientras se la pague, no. Se la voy a comprar.
Ella apartó la mirada y se concentró en la familia de pequeños y juguetones monos que saltaban de rama en rama mientras sus dedos aprisionaban el collar. Tuvo que admitir para su propio horror que había aceptado con alivio las prendas que Jenkins le había entregado sin preguntarse ni por un momento su procedencia. Deseaba tanto quitarse el camisón para poder salir del camarote y estirar las piernas, que había olvidado preguntarle sobre el origen de estas.
—Muy bien, en ese caso, dígame cuánto le debo —dijo tratando de que su voz no delatara el sofoco que sentía al pensar que él le había comprado todo lo que llevaba puesto—. Estoy segura de que, una vez en casa, podré escribir a mi tía para que venda una de las joyas que me dejó mi madre y salvar la deuda que tengo con usted.
El rostro del Demonio de los Mares se nubló. Ni los exiguos rayos de sol que traspasaban las tupidas copas de los árboles como oblicuas cortinas de luz dorada conseguían aportar algo de calidez a su ser. Bien al contrario, era como si las tinieblas se hubieran conjurado en su rostro, intensificando el halo de oscuridad que emanaba de él.
—No tiene que devolverme nada —espetó con inusitada frialdad, cerrando con cierta brusquedad los dedos en su brazo, apremiándola con ese gesto a seguir a Jenkins que encabezaba la marcha mientras que solo Diego y José la cerraban—. Acepte el vestido como una manera de compensar el secuestro.
«¡Maldita sea!». ¿Por qué le molestaba tanto imaginarse a Amanda a salvo en su casa, lejos de él? Tenía claro que la deseaba. De eso no había ninguna duda. La deseaba tanto que tenía la sensación de que, si no encontraba pronto una manera de solucionar ese irritante estado, acabaría por cometer una locura. Una locura, pensó, que bien podía evitarse con una sola orden suya de levar anclas. Entonces, ¿por qué después de descubrir que el tesoro de Christopher Black no existía, no había dado esa orden para devolverla a su padre, tal y como se lo había prometido? ¿Por qué, en cambio, la llevaba a conocer a sir William, al Hades de aquel infierno? ¿Podía ser, una vez más (y tenía la sensación de que llevaba haciéndolo desde que la había raptado), un pretexto para retenerla un día más a su lado? Después de todo, se había convencido de que aquella visita solo era un trámite que debía seguir antes de abandonar Puerto Ambición. Tal vez por el simple hecho de que sir William se lo había ordenado o porque, de alguna manera, creía que se lo debía.
No obstante, tuvo que reconocer que tampoco pensaba marcharse sin antes haber encontrado a Sigüenza, porque ese era otro punto que lo martirizaba. La desconcertante necesidad que tenía de protegerla. Una necesidad que se había vuelto más apremiante desde el despreciable acto del susodicho. Un acto, del cual, y en parte, se sentía culpable porque él le había prometido que sería el primero.
De repente, notó cómo Amanda se aproximaba a él.
—Capitán. —Había un deje de miedo en su voz.
A unos veinte pasos, en medio de la senda, un hombre con las piernas ligeramente separadas y las manos en las caderas los observaba. Su aspecto era tan fiero que parecía un diablo surgido de las entrañas del infierno, con el pelo negro chamuscado por las altas temperaturas y el cuerpo ardiendo bajo una casaca roja.
—Qué inesperado placer —dijo el hombre con una sonrisa apática.
La sombra que cubría el rostro del capitán Gregory se intensificó.
—Perro Negro —repuso.
El pirata centró su atención en Amanda, recorrió con avidez su cuerpo centrándose en la porción de piel desnuda que quedaba al descubierto, y una súbita ola de furia sacudió el pecho del capitán al notar la incomodidad y vergüenza que aquella mirada provocaba en ella. Sus dedos se cerraron con fuerza en el brazo de Amanda, empujándola hacia su espalda.
Una fría y suave carcajada salió de los labios de Perro Negro.
—No te preocupes, ella no me interesa. —Y como si hubiera invocado a los diablillos del averno con aquellas palabras, de entre las altas hierbas de ambos lados del camino, surgieron un puñado de piratas esgrimiendo cuchillos y machetes. Los labios de Perro Negro se curvaron en una sonrisa torcida—. Quiero el mapa de Christopher Black, y lo quiero ahora.
Las aguas que coloreaban los ojos del Demonio de los Mares se oscurecieron, se enfriaron hasta convertirse en dos témpanos de hielo, fríos y cortantes.
—Dudo que te sirva de algo —repuso, sin molestarse en preguntar lo que era evidente. En aquel lugar solo había una persona que conocía la existencia del mapa: madame Rose Marie. La misma persona que se lo había dicho a él.
Perro Negro avanzó un paso.
—Será mejor que me lo entregues ahora. Estoy seguro de que no querrás poner en peligro a tu damisela con una estúpida pelea.
—Déjala a ella fuera de esto. —Y notó en la espalda el trémulo roce de los dedos de Amanda buscando la protección que él deseaba darle. ¡Maldita sea! Si solo tuviera la certeza de que Perro Negro la dejaría regresar a la seguridad de La Esmeralda, si pensara que entregándole el mapa aquella absurda situación se resolvería, pero ¿qué pirata entregaría el mapa de un tesoro sin luchar? Sonrió ante la obviedad de la respuesta: ninguno, a menos que ya se hubiera apoderado del tesoro o el mapa fuera falso. Justo lo que pensaría Perro Negro si se lo entregaba sin más. Desenvainó su espada—. Si lo quieres, vas a tener que venir a buscarlo.
Uno de los piratas, nervioso por la pronta batalla, impaciente porque esta estallara, levantó su cuchillo hacia las frondosas copas de los árboles y lanzó un grito. Un grito que fue coronado por los alaridos de sus compañeros y por el ruido al abrirse paso entre la maleza. Solo Diego no se lo pensó dos veces. Hacía tantos días que no bailaba con la muerte que lanzó su cuchillo contra el que tenía más cerca y un gemido ahogado por la sorpresa precedió al sonido de un cuerpo al caer sobre unos helechos.
—¡Manténgase detrás de mí! —gritó el capitán Gregory a Amanda por encima del hombro, mientras desviaba la estocada de Perro Negro y trataba de no pensar en la elevada posibilidad que había de que una de aquellas hojas que centellaban en el aire se hundiera en su piel. Paró y desvió la trayectoria de la hoja de su adversario al tiempo que veía de refilón a Jenkins hundir su daga en el estómago de uno de aquellos piratas.
El capitán Gregory contraatacó y obligó a retroceder unos pasos a Perro Negro, quien gruñó y arremetió con furia con una serie de largas estocadas. A su alrededor todo era confusión. Hombres que como él avanzaban y retrocedían según el momento, con manchas de sangre en la desgastada ropa y con cortes en los brazos o en el pecho. Solo Diego se apartó a tiempo de evitar el cuchillo de su contrincante, a la vez que trataba sin éxito de devolverle el golpe que había recibido en la mandíbula, mientras José, que se había apoderado de un machete, lo esgrimía como si quisiera cortar el aire en pedacitos.
Perro Negro miró un momento más allá del capitán y sonrió.
—¿De dónde has sacado a esos dos? —preguntó sin perder la sonrisa—. Pelean como si estuvieran en un salón de baile.
—No te preocupes por ellos —repuso el capitán, devolviéndole la sonrisa—. Hasta donde puedo ver, todos los cuerpos que hay en el suelo pertenecen a tus hombres.
Una ruidosa carcajada silenció por un momento el alboroto de la selva.
—¿Y a quién le importan esos buenos para nada?
Jenkins se desplazó hacia la derecha para evitar el cuchillo de su adversario, a la vez que lanzaba una rápida estocada. Ninguno de los dos consiguió su objetivo. José esgrimió su machete como si quisiera espantar un par de malhumoradas moscas que, a la mínima oportunidad, se abalanzaron hacia él enarbolando con furia sus sables, listos para partirlo en dos. Solo Diego dio un salto hacia atrás para evitar que un pirata le refrescara la cicatriz de la mejilla, justo en el momento en que el capitán Gregory rechazaba la espada de Perro Negro con una contundente estocada que lanzó su arma a varios pasos de ellos.
El hombre miró atónito su mano vacía y soltó una fuerte carcajada.
—Tengo que reconocer que eres más hábil que yo —dijo haciendo una exagerada reverencia. Miró un momento hacia la refriega y sonrió—. Pero te sugiero que todavía no bajes la guardia y te asegures de que tu dama se encuentra bien.
El corazón del Demonio de los Mares se paró. Dejó de latir al sentir cómo un miedo irracional se apoderaba de él. Sabía que aquellas palabras no eran más que una artimaña para ganar tiempo y así poder recoger el arma del suelo, pero no pudo evitar girarse y notar cómo el suelo se abría bajo sus pies al distinguir el vuelo de una falda perderse entre los cuerpos de los contendientes.
Ella se alejaba otra vez de él y él no podía hacer nada por retenerla, por protegerla. Inconscientemente, alargó el brazo como si con este gesto pudiera hacer que regresara a su lado y todo a su alrededor perdió consistencia, se convirtió en una mancha que solo le permitía ver una mano grande, fuerte, abierta al viento, esperando a que ella regresara. Una mano que se convirtió en la de un niño, pequeña y sucia, en medio de un infierno en llamas.
Y como un fantasma surgiendo de las profundidades de su mente, vio otra vez el fuego devastando techos y hundiendo casas; escuchó el sonido de los cañones y olió el miedo. Vio cómo las enormes llamas se alzaban como hidras de múltiples cabezas por encima de él y de los otros niños que habían sido apiñados en medio de la plaza, cercándolos como si fueran un rebaño de ovejas listas para el sacrificio. Entreabrió los labios para tomar una bocanada de aire, pero sus pulmones solo eran capaces de respirar ceniza. Llovía. Gotas negras. Planas. Carbonizadas. Eran arrastradas hacia la plaza por el fuerte viento que traía el lamento de la muerte, el grito de la desesperación extrema.
De pronto, de entre la bruma y las cenizas surgió una señal de peligro, el roce de una tela al moverse y, como si sus piernas tuvieran voluntad propia, saltaron hacia atrás sin poder evitar del todo que otro tipo de dolor lo regresara al presente.
El capitán Gregory palpó bajo sus costillas la creciente humedad de su ropa, vio la sangre en sus dedos, y alzó la mirada hacia Perro Negro, que había recuperado su arma.
—¡Entrégame de una condenada vez el mapa, capitán! —exigió este.
—Tendrás que matarme para conseguirlo.
—¡Como gustes! —exclamó, obligándolo a retroceder con una serie de largas y casi mortíferas estocadas—. Solo espero que no te importe que Sigüenza inicie a tu dama en los placeres de la vida. El pobre está desesperado por arrebatarle la virtud.
El suelo volvió a abrirse, a desmoronarse bajo sus pies. El Demonio de los Mares notó cómo la bruma regresaba otra vez para apoderarse de él de forma lenta, sinuosa.
—Así que fue esa rata inmunda quién te comentó lo del tesoro, ¿no? —preguntó tratando de mantener la cordura, de distraer y alejar la bruma que lo transportaba a otra realidad, a otro tiempo. Se agachó y con rapidez se lanzó hacia delante traspasando la guardia de Perro Negro, hiriéndole en el pecho—. Pero, por lo que veo, no te ha explicado que el tesoro no existe, que, según parece, alguien se nos ha adelantado. —Y lanzó otra estocada que hizo saltar por los aires su espada, aterrizando a unos diez pasos de ellos.
El pirata miró perplejo su mano vacía.
—Por lo que parece, capitán —murmuró retrocediendo con las manos abiertas a la altura del pecho, en señal de rendición—. Todo esto no es más que un malentendido. Un desafortunado error.
—Puede ser —repuso—, pero los errores se pagan. —Y descargó un rápido y salvaje golpe hacia su pecho que le arrebató la vida—. Espero que estés en paz con Dios, amigo.