Amanda cayó de rodillas al suelo y, con el miedo entumeciendo su cuerpo, se arrastró hasta el árbol más cercano y se abrazó las piernas. Quería irse a casa, dejar que los barrotes de oro que había forjado su padre a su alrededor se cerraran y añorar otra vez, medio muerta del tedio, que pasara algo emocionante. Como el día que había entrado un saltamontes en su habitación y no había parado de correr hasta que lo tuvo entre sus manos ahuecadas, desesperado por regresar a su edén particular. En aquel instante, en ese mismo momento, ella también quería regresar a su deliciosa rutina.
Apoyó la cabeza en las rodillas y escuchó por entre la algarabía de la selva el rumor metálico de la reyerta y, a pesar de que su mente le jugó la mala pasada de evocar al hombre que parecía un diablo surgido de las entrañas del infierno y a los piratas con sus cuchillos y machetes y sus feroces miradas en sus morenos rostros, se le encogió el corazón al sentir que deseaba regresar junto al capitán. Que, contra cualquier clase de lógica, sufría por él. Que temía por su vida. Era absurdo. Ilógico. Él era el Demonio de los Mares, el hombre que la había secuestrado y conducido a aquella pesadilla, uno de los peores piratas que navegaban por esas aguas, inhumano con sus víctimas, y no se merecía esa clase de sentimientos.
Sigüenza observó en un estado de lujurioso sopor al asustado animalito que había junto al árbol con las manos alrededor de las piernas, mientras oía los feroces gritos de los piratas como si fuera una parte más de la selva, otra especie de chillidos que no podían afectarle de ninguna manera. Llevaba tanto tiempo esperando ese momento, que temía solo fuera un espejismo causado por el mismo ardor que lo consumía.
—¿Por qué? —murmuró ella, aunque solo fue un susurro, una pregunta velada por el miedo.
Él sintió cómo el hambre se removía, inquieto y furioso, bajo sus calzones, aconsejándole ignorar esa voz. Por fin tenía a su obsesión donde la quería; por fin podía dar rienda suelta a sus anhelos y poseerla.
—¿Por qué? —La suave brisa arrastró el eco de la pregunta. De la misma manera que pareció dotar al animalito de algo de valor cuando levantó la cabeza y lo miró—. ¿Por qué quiere hacerme daño?
Sigüenza se echó hacia atrás el escaso flequillo, molesto. Algo fallaba, algo no iba bien. En sus lujuriosos sueños ella nunca hablaba, nunca lo miraba a la cara, siempre se revolvía, gritaba y pataleaba hasta que su poderoso miembro la envestía, entonces gemía de placer. Y eso era lo único que él quería que pasase. Así que se abalanzó sobre su presa tratando de dominarla, batallando con sus manos hasta que encontró sus piernas entre el lío de faldas. Trató de separarlas, pero una imprevista patada en el estómago lo dejó sin aliento, doblado. Furioso y con la respiración entrecortada, vio cómo un rápido revuelo de faldas intentaba regresar a la senda donde el capitán Gregory y Perro Negro se enfrentaban. Y él no podía permitir que pasara, porque sabía que esa era la última oportunidad que tendría de saciar su hambre. Así que, con un grito de frustración y rabia, cogió al vuelo el bajo del vestido de su obsesión y tiró de ella hacia sí provocando que cayera sobre unos hierbajos, debatiéndose, tratando de soltarse de su opresor.
—¡Por favor, no me haga daño! —sollozó Amanda, batallando otra vez con los largos y fríos dedos que se empecinaban en cerrarse en sus tobillos—. ¡El capitán lo matará!
Una media sonrisa se perfiló en los delgados labios del hombre.
—A estas alturas, ya tiene que estar muerto —exclamó, aunque aún podía oír el metálico sonido de la reyerta a unos pasos de ellos. A lo mejor, no lo suficientemente lejos, pensó. Pero su hambre no podía darse el lujo de retrasar un instante más su cena, tenía que poseerla o acabaría por sucumbir otra vez a la autocomplacencia.
Durante un agónico instante, Amanda dejó de luchar por su vida, por lo que fuera que estaba tratando de impedir que pasase mientras otra clase de miedo, uno que le era desconocido, le desgarraba el pecho y le anegaba los ojos. Entreabrió los labios para tomar una bocanada de aire.
—Él no puede morir —susurró con un nudo de dolor en la garganta—. Me prometió llevarme de vuelta junto a mi padre. —¿Quién vendría ahora en su ayuda? ¿Quién la devolvería a su casa? Trató de ver más allá de la frondosa vegetación que la rodeaba, pero Sigüenza se apoderó de sus tobillos y la arrastró hacia el interior de la selva, sin preocuparse de sus denodados esfuerzos por evitar que la falda y las enaguas se arremolinaran alrededor de sus caderas—. ¡Mi padre lo matará! —gritó aterrada, cuando su opresor le abrió las piernas y se arrodilló en medio.
Una sombra de ira cubrió el rostro de Sigüenza.
—Él es el culpable —susurró con brusquedad. Miró de reojo a su obsesión, y un amago de sonrisa se dibujó en sus ajados labios. Tal vez, si ella entendía lo injusto que había sido su padre con él, dejaría de hablar y representaría gustosa su papel—. Él es el único culpable.
Amanda parpadeó en medio del terror que latía en su pecho.
—¿Conoce a mi padre?
—Yo fui su secretario personal. Su hombre de confianza.
—Entonces, ¿por qué quiere hacerme daño? ¿Le trató mal, lo despidió?
Los dedos de Sigüenza aflojaron la presión que ejercían en los suaves tobillos de la mujer, complacido al ver que ella empezaba a comprender.
—Trabajé para él durante años y nunca le pedí nada; estaba contento con mi trabajo. Así que el día que le pedí permiso para cortejarla, supuse que me lo iba a conceder. —Su mirada se posó entre tímida y ansiosa en la de ella.
—¿Quería casarse conmigo? —repitió, con los ojos muy abiertos a causa del miedo—. ¿Por qué? Nunca fuimos presentados.
Los dedos de él comenzaron a tamborilear en los tobillos de su dulce obsesión, a marcar un nervioso compás.
—Yo sí que la conocía. —Sus pequeños y huidizos ojos miraron el leve tinte que le coloreaba las mejillas y después se posaron en su pecho, en el rápido movimiento que lo hacía subir y bajar. El hambre de su entrepierna se removió, impaciente, bajo la ropa.
¿Cómo explicarle el fuerte golpe que había sentido en el pecho al verla descender entre el gentío del Santa Sofía? Por fin había encontrado a su ángel, al ser que satisfaría todos sus anhelos, que llenaría su solitaria vida. El ángel que borraría su pecado.
«Maldito bastardo».
Sigüenza parpadeó algo confuso.
«Deja de tocarte y enséñame tu pecado».
Frunció el ceño al oír la risotada de su madrastra propagándose en el aire, envolviéndolo en una manta de sudor, de repulsión y anhelo cuando creyó sentir sus dedos palpando, buscando bajo sus calzones: «Este asqueroso gusano es tu castigo por tu pecado. Ninguna mujer te va a querer en la vida; ninguna».
La burlona risa de su madrastra arañó sus entrañas al mismo tiempo que el recuerdo de sus inquietos dedos provocaban su hambre: «A menos que encuentres un ángel, pero estos ya no existen. Te vas a quedar solo, solo con tu asqueroso miembro».
Una extraña sonrisa se dibujó en los labios de Sigüenza. Pese a los designios de su madrastra, los ángeles existían y se habían apiadado de él. Lo supo cuando había visto a su obsesión en la pasarela del Santa Sofía, con su vestido y sus guantes blancos, y el blanco sombrero que llevaba para protegerse del intenso sol. El fuerte y cálido golpe que había sentido en el pecho así lo confirmaban.
—Yo sí que te conocía —repitió con timidez—. El día que desembarcaste del Santa Sofía estaba con tu padre en el muelle. Solo que… —Se humedeció los labios. Su dulce obsesión no tenía por qué saber que había salido corriendo antes de que ella divisara a don Rodríguez de la Huerta entre la multitud, que se había abierto paso a empujones como un niño asustado que no comprendía lo que le estaba pasando y que había buscado refugio en una sucia taberna para sentir cómo el hambre de su entrepierna nacía. Un hambre que había crecido hasta límites insospechados y que pedía a gritos terminar de una vez por todas con su sufrimiento.
—¡Él es el culpable! —musitó con furia—. Don Rodríguez de la Huerta es el culpable de este ardor que no me deja vivir, que me devora el alma. —Un destelló de lujuria bailó en su mirada cuando rozó la de ella, sus largas y blancas piernas—. Él me prohibió mencionar tu nombre; me ordenó borrarte de mi cabeza. Me dejó muy claro que nunca permitiría que su hija se uniera a un don nadie; que era demasiado valiosa. —Miró el miedo que había en los ojos de su dulce obsesión y sonrió. Sí, ella comprendía y estaba dispuesta a jugar, a interpretar su papel—. Por eso me atreví a desafiarlo. Por eso hice que el capitán Gregory te secuestrara, porque no podía permitir que nadie me arrebatara a mi ángel.
En lo que dura un parpadeo, Amanda tuvo la sensación de que se le escapaba algo, como si su mente hubiera formulado una pregunta que se había evaporado justo cuando vio con horror cómo la expresión de su opresor se volvía más pérfida, salvaje. Sus temblorosos dedos volaron hasta el collar. Quizás ella también iba a morir.
Sigüenza se humedeció otra vez los labios. Despacio. Sin prisa. Había pasado tantas noches en vela observando la sombra de su monstruoso falo en la pared, recreándose en su fantasía, pensando en la virginal cueva de su dulce obsesión, embrutecido, enajenado con esa imagen, que necesitaba poseerla con desesperada urgencia. Se abalanzó sobre su presa y notó, en medio de su éxtasis, cómo ella trataba de librarse de su peso, escapar de su incontrolada hambre mientras gritaba y suplicaba incoherencias. Así que comenzó a forcejear para atraparle las manos y desabrocharse los calzones, mientras el terror desplegaba sus alas y cubría por entero el cuerpo de Amanda, restándole fuerzas y aumentando el temblor de su ser.
—¡Maldita rata mugrienta! —La furiosa voz resonó como un pavoroso trueno en el pecho de Sigüenza—. No se atreva a… —Al capitán Gregory le fallaron las palabras, la respiración, a la vez que sus dedos se cerraban con tanta fuerza en la empuñadura de la espada, que eran cinco corazones palpitando al unísono.
De la garganta del secretario salió un gemido, un grito contenido de impotencia y frustración. Se levantó en un estado de total excitación. No le importaba que el Demonio de los Mares pudiera descubrir su pecado, ver el bulto bajo sus calzones; en ese momento se sentía pletórico. Estaba a un punto de satisfacer el hambre de su entrepierna y ni él ni nadie se lo iba a arrebatar.
De debajo de la sucia casaca sacó una pistola que amartilló y apuntó hacia el corazón del capitán. Su dulce obsesión lo estaba esperando, soñando con las mismas embestidas con las que él soñaba desde que la había visto en la pasarela del Santa Sofía y no quería ni podía hacerla esperar. Su hambre era cada vez más urgente, apremiante.
—Usted me prometió que sería el primero, capitán —dijo con una torcida sonrisa de lujuria y satisfacción, sin eludir su feroz mirada.
—Si va a disparar, le aconsejo que lo haga ahora. —El Demonio de los Mares siguió acercándose a él con una demoledora frialdad. Quería mirar a Amanda, asegurarse de que estaba bien, pero no se atrevía a hacerlo. Temía descubrir que había llegado demasiado tarde, que el horror había regresado de nuevo a su vida.
—Ella es mía, capitán, mía. —Y apretó el gatillo.
El corazón de Amanda gritó al mismo tiempo que el estallido del disparo resonaba en sus oídos y el olor de la pólvora llenaba sus fosas nasales. Su mirada se deslizó del repulsivo sujeto hacia el capitán Gregory con inusitada lentitud, arrastrando las imágenes, llenando el silencio con una suplicante letanía. «Por favor, no…». Su confundida y aterrada mente no podía aceptar que no hacía ni un instante su corazón había dado un cálido respingo al descubrir que estaba vivo. Y, en cambio, en ese momento…
El Demonio de los Mares se llevó una mano con restos de sangre seca al hombro izquierdo y palpó la ropa que comenzaba a pegársele en la piel por la creciente y cálida humedad. Observó la nueva sangre que manchaba su mano y sonrió en medio de la persistente bruma que trataba de alejar con leves movimientos de cabeza. A su alrededor todo olía a sangre; a cuerpos calcinados por el fuego. La bruma se abrió paso en su cabeza como si fuera un gato ronroneando, restregándose entre sus piernas, para transformar el verdor de la vegetación en columnas de humo que se alzaban en espiral a pesar de la fina y negra llovizna que caía. Entreabrió los labios para tomar una bocanada de aire mientras observaba la mano del niño manchada de sangre. No recordaba que se hubiera hecho ningún corte, pero… Ladeó ligeramente la cabeza al oír un susurro, una letanía convertida en una súplica que lo arrastraba hacia aguas menos profundas, más estables.
Sigüenza profirió un grito de rabia al ver la expresión del capitán Gregory. Era la de un loco. Tranquila y salvaje a la vez, como si estuviera caminando sobre una fina cuerda que en cualquier momento pudiera romperse y desencadenar el terror. Después observó la pistola que aún sujetaba y la dejó caer. ¿Cómo era posible que hubiera errado el tiro? Estaba seguro de que le había apuntado al pecho y, sin embargo, no había muerto. A lo mejor tendría que haber escuchado los consejos de Perro Negro cuando le había entregado el arma aquella mañana. Algo le había comentado sobre la fuerza del retroceso, sobre asegurarse de que el capitán no estaba muy lejos cuando le disparara, pues era la primera vez que él empuñaba un arma.
Amanda se levantó de entre las hierbas y extendió una trémula mano hacia el capitán. Quería abrazarlo, protegerlo, pero sus dedos titubearon a escasos milímetros de su cuerpo. ¿Protegerlo? Unas lágrimas humedecieron sus mejillas al comprender su torpeza. Era ella quien necesitaba de su protección. ¿Cómo podía pensar, imaginarse siquiera, que él podía necesitarla cuando todo lo que estaba pasando era por su culpa? Si no se hubiera alejado de él, si no hubiera mirado a ese desagradable sujeto más tiempo del prudencial, nada de lo que estaba pasando sucedería.
—Capitán —murmuró—. Por favor…
La bruma se removió y comenzó a disolverse entre la hierba. Las gigantescas columnas de humo dejaron paso a la vegetación y la persistente lluvia al sol del mediodía. Amanda se aproximó un paso y, mientras una mano seguía aferrada al collar, la otra buscó el consuelo, la confirmación de que él estaba bien. Rozó la manga de la camisa y descendió por su brazo hasta su mano. Caliente. Viva.
El Demonio de los Mares cerró los ojos y respiró profundo al sentir la suave caricia de los dedos de Amanda en su mano. Despacio, con temor a que solo fuera una ilusión, un espejismo de la bruma, entrelazó sus dedos con los de ella y los apretó con fuerza esperando que se evaporaran como el humo. Sin embargo, después de un agónico instante, comprendió que eran reales y que ella estaba bien; que nadie se la había arrebatado.
Algo terrible y cruel se desató en su interior. Abrió los ojos y vio cómo un velo de miedo cubría a Sigüenza. Inmediatamente, las pupilas del hombre se convirtieron en dos pequeñas y asustadizas ratas que trataban de encontrar entre la maraña de verdor una senda, una oportunidad de salvar el pellejo.
—Juan Luis de Sigüenza —dijo el capitán avanzando unos pasos hacia él.
—Us… usted me lo pro… prometió —balbuceó, retrocediendo.
—Yo nunca le prometí una violación.
—Yo… —Se humedeció los labios, miró a su dulce obsesión y, pese al miedo que planeaba sobre él como un enorme dragón listo para desgarrarle las entrañas con sus afiladas garras, la lujuria, por tanto tiempo contenida, hizo acto de presencia y le dio las fuerzas necesarias para sonreír—. Ella me desea, capitán, ella desea probar una parte de mi cuerpo, quiere que la destroce con… con… —Asustado, abrió los ojos por completo y, poco a poco, bajó la mirada hacia su estómago.
¿Por qué le costaba tanto respirar?
Sus dedos tocaron incrédulos la afilada hoja que perforaba su carne, sin creer que pudiera estar muriéndose. Él no podía morir antes de haber abusado de su obsesión, de haberla poseído y saciado su hambre. Un estremecedor grito de dolor y desesperación salió de su garganta.
—Salude a Perro Negro de mi parte —espetó el Demonio de los Mares antes de sacar la daga de sus entrañas con un rápido movimiento para volver a hundirla—. Estoy seguro de que lo está esperando ahí dónde diablos esté.
Sigüenza abrió la boca para tomar una bocanada de aire y una oscuridad que rechazaba comenzó a adueñarse de su visión. Observó entre tinieblas a su ángel, a su dulce obsesión, y un gemido de rabia salió de su garganta. Ella lloraba. ¿Esas lágrimas eran por él, por qué no la había hecho suya? La oscuridad se apoderó de él y su corazón dejó de latir y el hambre de palpitar.