Capítulo 20

 

 

 

 

 

En un acto consciente, Amanda cerró con fuerza los dedos en torno al collar y la mente al horror que se desplegaba ante ella. No quería ver cómo ese repulsivo sujeto caía sobre la maraña de verdor, con un extraño rictus en los labios. Tal vez pretendía ser una sonrisa, una dulce despedida a su dulce obsesión, pero solo consiguió que un escalofrío de repulsión recorriera su espalda. Inmediatamente, las lágrimas se multiplicaron al notar el alivio que representaba para ella su muerte; lo poco caritativo de ese sentimiento.

—¿Se encuentra bien? —La voz del capitán la devolvió a la realidad.

Ella afirmó con un leve movimiento de cabeza antes de sentir que volvía a subirse al carrusel de las emociones. Deseaba lanzarse a sus brazos, refugiarse en su pecho y dejar que sus cálidos besos borrasen el horror que acababa de presenciar, pero las lágrimas se intensificaron al percibir las manchas de sangre que había en su ropa.

A partir de ahí, en su confundida mente solo había retazos de silencio, de una maleza exuberante de raíces con las que tropezar. De una senda abierta a través de los desgarrones del bajo de su vestido y de un caminar con sentimientos encontrados, entre turbulentos y dulces. Hasta que la selva se transformó en paredes, en lámparas y muebles, y en mujeres coquetas y desvergonzadas que sonreían a Jenkins, a solo Diego y a José, y en una habitación luminosa, aireada, con fragancia a flores.

Amanda levantó la cabeza del bajo de la cama y asfixió el collar entre los dedos. Era la primera vez que veía a un hombre semidesnudo, y la simple visión del capitán Gregory apoyado sobre un montón de mullidos almohadones, en aquella enorme cama con los ojos cerrados, la turbaba hasta lo indecible. Se aferró a la piedra mirando las minúsculas partículas de polvo que revoloteaban en torno al hombre y sintió el desconcertante deseo de acariciar su piel.

Tenía que reconocer que ese día había sido una larga serie de primeras veces. Porque nunca había pensado, y mucho menos deseado, presenciar una reyerta donde las espadas y los cuchillos fueran sus protagonistas. Como tampoco había pensado que llegaría el día en que vería a la afilada muerte hundirse en las entrañas de nadie. Y mucho menos habría podido imaginarse que algún día pisaría un burdel, que entraría en él arrastrada por un silencioso grupo de hombres con restos de sangre en las ropas, para ver cómo esa hermosa mujer, madame Rose Marie, ayudaba al capitán Gregory a quitarse la ropa húmeda de sangre y a sentir una ligera irritación cada vez que sus dedos lo acariciaban al limpiarle las heridas.

Toda una serie de sucesos que esperaban un apoteósico final. Porque, como colofón a ese día, nunca se habría imaginado que el hecho de desmayarse pudiera ser tan condenadamente difícil. Sobre todo, después de ver cómo madame Rose Marie cosía el corte del capitán Gregory bajo las costillas. Eso sin hablar de las inquietantes y perturbadoras sensaciones que la tenían al borde del desmayo cada vez que observaba su torso desnudo.

Con un suspiro se obligó a mirar a la mujer bajita y rolliza con el cabello recogido en la nuca, que ajustaba y tapaba los pórticos de la ventana con un pañuelo rojo y dejaba la estancia en una cálida y suave penumbra. Siguió sus pasos hasta la mesa, donde cogió los trapos manchados de sangre y la palangana con el agua sucia de la cura y salió con un ligero portazo.

Un silencio abstracto, indescifrable para Amanda, cobró vida en la habitación. Un silencio que solo lo hacía estremecer los suspiros que lanzaba Rose Marie, cada vez que acariciaba al capitán.

—Has tenido mucha suerte —murmuró ella—. El corte no es muy profundo, un ligero roce para lo que estás acostumbrado. Y la herida del hombro es superficial, nada de lo que debamos preocuparnos. —El verde de sus pupilas se intensificó al acariciar el contorno de la herida que acababa de coser—. ¿Puedo saber quién te ha hecho este presente?

El capitán abrió los ojos con resto de bruma en ellos. Estaba cansado de batallar, de combatir una guerra que lo debilitaba y que cada vez le costaba más ganar. Una parte de él deseaba perderse en ella para ver cómo las gigantescas olas que no cesaban de precipitarse contra los altos muros que había levantado los desgastaban hasta romperlos. Una parte de él lo deseaba, de la misma manera que necesitaba proteger a Amanda.

—Perro Negro —contestó con voz cansada.

Rose Marie alzó de pronto su mirada hacia él.

—¿Y puedo saber por qué os peleasteis esta vez?

El capitán observó un instante la sombra a los pies de la cama aferrada a un collar y frunció el ceño. Había sido su voz, su desesperada letanía la que lo había anclado a tierra y le aterraba perderla otra vez.

—¿Importa realmente?

No, supongo que no —murmuró encogiéndose de hombros. Cogió las tiras que antes formaban parte de una sábana y comenzó a vendarle las heridas—. En este condenado lugar no pasa ni un solo día en el que no haya una trifulca.

—O una muerte.

Los dedos de ella experimentaron una ligera parálisis de la que se recuperaron con asombrosa rapidez. Para ella, solo existía un motivo que podía explicar la muerte de Perro Negro y, sinceramente, poco le importaba si este, frustrado porque no había accedido a compartir su lecho con él, le había insinuado algo al capitán Gregory sobre su anterior desliz. Un desliz que, de saberlo, obligaría al capitán a defender lo indefendible, la honra de la sempiterna amante de Flanagan, a quien consideraba su hermano.

Una leve sonrisa se perfiló en sus labios al darse cuenta de que, sin él saberlo, acababa de quitarle un enorme peso de encima; una apasionada piedra que amenazaba en convertirse en todo un problema si Flanagan llegaba a enterarse de ese momento de debilidad o si Hernán Rodrigo decidía que aún la necesitaba.

—Esta parte ya está solucionada —dijo mirando los vendajes con complacencia mientras una sensual sonrisa afloraba en sus labios. Ahora que él sabía que sus debilidades no estaban cubiertas, ¿estaría dispuesto a satisfacerlas?—. Supongo que tendrás que permanecer unos días en reposo.

Él la miró un momento antes de volver a observar la sombra pegada a un collar. Las excusas para retener a Amanda a su lado se le estaban acabando. Se habían evaporado tan rápido como se había esfumado la esperanza de encontrar el tesoro de Christopher Black y tan rápido como la vida había abandonado el cuerpo de Sigüenza. Y en ese momento solo le quedaba una excusa, por peligrosa que fuera, a la que podía agarrarse: sir William. El mismo pretexto que había empleado esa mañana para atarla un día más a su lado. Pero, si por una vez en la vida decidía hacer caso a un consejo y permanecer unos días en reposo, como se lo aconsejaba Rose Marie…

—Ya que vas a permanecer con nosotras un tiempo, he pensado que quizá… —murmuró ella, deslizando la mano por su pecho hasta rozar por encima de la ropa su miembro—. Supongo que ya sabes que mi cama es tu cama, ¿no?

El capitán Gregory enarcó una ceja. En parte, divertido ante sus intentos de seducirlo, e intrigado por saber cómo reaccionaría Amanda ante las caricias de Rose Marie.

Un suave ruido, como si alguien al pie de la cama acabara de atragantarse con su propia saliva, hizo que apareciera una fina arruga de irritación en el rostro de la mujer.

—Querida —musitó disgustada—. ¿Aún sigues aquí? Pensé que ya te habrías desmayado.

Los dedos de Amanda asfixiaron el collar, medio avergonzada porque había estado a punto de suceder. Y colérica, terriblemente colérica, por tener que aguantar semejante espectáculo. Se suponía que ella era la prometida del capitán Gregory, ¿no? Y como tal…, ¿qué?, susurró una vocecilla en su cabeza. Al percatarse de su error, una suave ola de decepción y de tristeza se apoderó de su corazón. Un “se suponía” no equivalía a nada, ella solo era su prisionera, y lo más probable era que madame Rose Marie se comportara con absoluta normalidad.

—¿Dónde nos habíamos quedado, querido? —inquirió la madame con una nueva y sensual sonrisa—. Ah, sí, en cómo podría ayudarte a bajar esta inflamación.

El capitán Gregory miró una vez más la sombra aferrada a una piedra y puso una mano sobre la de Rose Marie.

—No creo que puedas hacer nada al respecto.

—No me subestimes, recuerda con quién estás hablando.

El Demonio de los Mares enarcó una ceja.

—Pensé que hacía años que ya no te dedicabas a este tipo de trabajo.

—Define trabajo, querido. —Y a pesar de que él aún tenía su mano sobre la suya para evitar que la moviera, ella la levantó un poco y deslizó un dedo por su dura superficie—. Yo solo estoy hablando de ayudarte a solucionar este problema. No creo que sea bueno que esto continúe así por mucho más tiempo.

—Yo… —En un principio solo fue una vibración en el aire, un suspiro transformado en sonido. Después, Amanda lo convirtió en un tímido susurro—. Tal vez podría hacerlo.

Por un instante el silencio se adueñó del capitán y de la madame, se incrustó en sus cuerpos y en sus almas, y nada lo alteró hasta que Amanda, cohibida por esa falta de ruido, levantó la mirada hasta encontrar la de él. Algo etéreo, difícil de definir, apareció en la severa mirada del Demonio de los Mares, un punto de interrogación, de expectación y de deseo bailó en sus ojos.

—¿Estás segura? —repuso, mirándola con tal intensidad que ella notó cómo una vaharada de vapor le incendiaba el rostro.

—Me gustaría intentarlo, al menos —repuso, aunque exactamente no sabía muy bien qué tenía que hacer. Pero si solo era pasar un dedo por su parte inflamada, como lo había hecho madame Rose Marie, ella también podía hacerlo, ¿no?

La mano del capitán Gregory apartó la de madame Rose Marie, y la sensualidad que había en los ojos de la mujer y en sus labios se tornó fina escarcha.

—Como quieras, después de todo, ella es tu prometida —espetó airada. Se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta sin dirigir una sola mirada a Amanda, como si ella solo fuera una mota de polvo que se negaba a desaparecer. Algo tan insignificante que se podía matar con solo cerrar una ventana—. Aunque me gustaría saber por cuánto tiempo.

Y, sin más, con un ligero frufrú, la puerta se cerró tras ella dejando momentáneamente la estancia en una ligera penumbra que parecía aletargar las sombras.

Un destello gris, brumoso, como si fuera la espuma de las olas al chocar con un espigón, irrumpió de pronto en la mirada del capitán. ¿Por qué Amanda siempre se lo ponía tan difícil? Por más que empezaba a ser consciente y aceptaba que buscaba y utilizaba cualquier excusa para que permaneciera a su lado, intentaba no pensar en cuánto la deseaba y en la tortura que significaba para él tenerla tan cerca sin poder tocarla.

—Ven aquí. —Su voz hizo que ella regresara a la realidad con un leve respingo, perdida en el altivo porte de madame Rose Marie, en su hermosura y últimas palabras—. Amanda —dijo con voz suave pero inflexible—. Ven.

Despacio, sin liberar el collar, confundida por las sensaciones que nacían en su estómago y explotaban como nubes de vapor calentando zonas de su cuerpo que ni ella misma sabía que existían, Amanda se sentó en la cama, donde antes había estado Rose Marie.

El capitán puso su mano sobre la de ella y con el pulgar le acarició los nudillos fuertemente apretados en torno a la piedra.

—Quiero que me toques. —Fue directo. Ella tragó saliva; asustada y turbada a partes iguales.

El capitán liberó la piedra de sus cinco opresores y ella dejó que guiara su mano hasta su pecho. Entonces respiró hondo y sonrió al sentir la fuerza del corazón que latía bajó la palma de su mano. Despacio, insegura, sin atreverse a mirarlo, le acarició el suave vello negro del esternón donde descubrió una antigua cicatriz. Seguramente el recuerdo de una vieja reyerta. ¿En cuántas escaramuzas habría intervenido el capitán? Un hondo pesar se apropió de su corazón a medida que descubría y seguía las diferentes cicatrices que había en su piel. Débiles destellos de su vida. De una vida de espadas y burdeles, de tesoros y muertes, en la que ella no tenía cabida.