Capítulo 21

 

 

 

 

 

¡Maldita sea!

Solo le había pedido, quizás ordenado, que lo acariciara, necesitaba sentirla, poseerla de una manera que a ninguno de los dos pudiera dañar, pero, embriagado por las tímidas caricias que ahora recorrían su pecho, sorprendido por la fuerza que iban adquiriendo las llamas, el capitán Gregory apretó la mandíbula.

Tenía que parar esa insensatez, ahuyentar esos dedos de su cuerpo, pero un gruñido aterciopelado, mezcla de irritación y deseo, emergió de su garganta al sentir las sinuosas curvas que ella dibujaba en su piel. Cómo el fuego se extendía por su torso levantando tórridas ráfagas de aire en su estómago.

—Por Dios, mujer —dijo cerrando los ojos.

Ella levantó la mirada y observó su severo rostro bañado por la rojiza penumbra que despedía el pañuelo al filtrar el sol. Cautelosos, sus dedos se reagruparon en el centro del pecho sin saber muy bien cómo interpretar sus palabras. Pero estos no tenían la misma paciencia que ella y no estaban dispuestos a perder más tiempo elucubrando hipótesis absurdas sobre su significado. Así que no tardaron en convertirse de nuevo en cinco llamas fascinadas por la piel del pirata.

El capitán se apretó el puente de la nariz en un pobre intento de controlar la urgente necesidad que tenía de abrazarla, de ahogarla en un prolongado beso y así poner fin a aquella tortura para iniciar otra donde ella sería la víctima. Todo su ser clamaba a gritos porque fueran sus dedos los que estuvieran causando estragos en las debilitadas defensas de ella. Para que reclamara aquella tierra virgen, inexplorada, como suya.

—No tienes que hacerlo si no quieres —susurró con la voz ronca al sentir su suave roce deslizándose por su piel hasta el borde del pantalón, por encima de este. Hizo una breve pausa para recuperar el aliento.

—Lo sé —repuso abstraída, pensando que se podían contar con los dedos de una mano las veces que un hombre había despertado el suficiente interés en ella como para hacerle bajar la mirada hasta su pecho, pero nunca había tenido ni sentido la necesidad de bajarla un poco más. ¿Por qué iba a hacerlo? Más allá solo había un par de piernas, ¿no?

O por lo menos eso era lo que creía hasta ese momento.

El Demonio de los Mares se apretó un poco más fuerte el puente de la nariz, aferrándose a las últimas partículas de autodominio que le quedaban, decidido a terminar esa locura antes de que fuera demasiado tarde, o antes de que ella lo hiciera sin saber qué había pasado o hecho.

—Capitán —murmuró Amanda, enloqueciéndolo con su lento y sutil vaivén—. Ese repulsivo sujeto…

Él apretó los dientes.

—¿Te refieres a Sigüenza?

Amanda lo miró un instante, los dedos aferrados a la nariz, y volvió a observar su propia mano, el bulto bajo la ropa. De una manera incomprensible, y para su propio desconcierto, se sentía extrañamente turbada. Como si tuviera un montón de ascuas en el estómago esperando arder. Con un suspiro, el dedo corazón abandonó la seguridad de la mano y se unió al índice en su perturbador vaivén.

—Según ese sujeto, él hizo que usted me secuestrara. ¿Es verdad?

El capitán Gregory separó los labios y volvió a cerrarlos. Trató de pensar, de poner una distancia entre su mente y las sensaciones que su inocente roce le estaba generando, pero de su garganta solo salió un gemido al notar los dedos acariciándolo sin clemencia; torturándolo.

—¿Capitán? —dijo ella después de un breve silencio.

Él se negaba a pensar, solo quería… Cogió aire y apretó la mandíbula.

En cierto modo, sí.

Los dedos de Amanda ejercieron más presión.

Otro gemido brotó de la garganta del hombre y causó una maravillosa sensación en ella; como si acabara de derramarse una taza de chocolate caliente en su interior.

—Él tenía que traerme el mapa de Christopher Black —continuó él, después de una breve pausa para recuperar el control—. Me dijo que para encontrar el tesoro hacía falta tu collar, pero si hubiera sabido lo que se proponía hacer nunca te habría llevado con nosotros. —Apretó la mandíbula al sentir una oleada de placer—. No me importa haber acabado con su vida, solo era una rata y volvería a hacerlo. Lo haría todas las veces que hicieran faltan, con tal de impedir… —Inspiró hondo. «Que por su culpa no soportarás que ningún hombre te tocara, que no soportarás mi presencia, mi piel. A perderme este tormento, a no sentirte…».

Amanda arrugó el ceño mientras su mente volvía a jugarle una mala pasada y veía al capitán hundir la daga en las entrañas de Sigüenza.

—Supongo que los piratas hacen eso, ¿no? ¿Matan?

Una sonrisa seca, irónica, se perfiló en los labios de él.

—A veces nos dedicamos a otros placeres.

Amanda apoyó la yema de los dedos en la dura superficie y los deslizó hasta apoyar los montes de la palma de la mano. Después retrocedió para comenzar otra vez. Todo había pasado de una manera tan rápida que no había tenido tiempo de pensar, de asimilar que aquel repulsivo sujeto había muerto y que el capitán habría podido morir. Miró aquel rostro concentrado en una especie de dolor, con la mandíbula apretada y, de repente, un ligero espasmo de placer la devolvió al presente.

Levantó entre asustada y sorprendida la mano y miró la dureza bajo la ropa. Estaba segura de que se había movido, que había latido igual que un corazón. Indecisa, lo tocó y apretó como si fuera un pajarito comprobando la resistencia de una rama antes de posarse de nuevo sobre ella. Al final apoyó toda la mano y sonrió cuando notó otro latido.

Los dedos del capitán soltaron el puente de la nariz y su mano se posó a un lado de su cuerpo igual que un pájaro herido, con las alas semiplegadas hacia dentro, moribundo. Se rendía al suplicio y solo rogaba a Dios que tuviera la fuerza necesaria para controlarse, para no caer en la necesidad que tenía de besarla hasta que un tímido gemido le permitiera ir más allá… ¡Maldita sea! Se moría por hacerle el amor, por sentirla y, sencillamente, no podía. No lo haría en aquel lugar, ni en aquella cama. Ni tan siquiera en el transcurso de la semana. Su piel virginal estaba prohibida para él, y él no permitiría que la bruma ni los desgarradores gritos que resonaban en su cabeza fueran los de ella.

Los dedos de Amanda se separaron y resiguieron por encima de la ropa el contorno del miembro, fuerte, eréctil, maravillada de su dureza.

—¡Maldita sea! —dijo él con voz ronca. No creía que pudiera aguantar mucho más. Es más, no quería aguantar más.

El pájaro herido desplegó las alas y las ciñó con fuerza en torno a la mano de la mujer para enseñarle otro ritmo, otra presión. El estómago se le tensó, el cuerpo se le puso rígido y una fina capa de sudor barnizó su pecho y resaltó los músculos de sus brazos. Obedeciendo la apremiante necesidad que tenía de besarla, la atrajo hacia sí con la otra mano y buscó sus labios con tanto ardor que le dolió cuando los encontró, cuando los devoró y profundizó el beso mientras un suave suspiro brotaba de la garganta de la mujer al notar la pasión que arrastraba ese beso.

El capitán Gregory ya no pensaba, se negaba a hacerlo, solo quería besarla hasta que el mundo desapareciera, protegerla y: «Por favor, Amanda, déjame sentirte, necesito… ¡Por Dios…, mujer!». Un gemido, un grito ahogado por los besos, acompañó los espasmos de placer que sacudieron su cuerpo mientras algo entre el cielo y el infierno se deslizaba bajo la ropa.

Cayó rendido en los mullidos almohadones, abrazándola como si fuera el aire de sus pulmones que regresaba otra vez a él. Durante un agónico silencio, cerró los ojos y esperó que su corazón recuperase más o menos la cordura. Que él mismo la recobrase.

—Capitán —murmuró Amanda, notando aún en la palma de la mano los últimos latidos de su entrepierna. ¿Cómo explicarle lo que ni ella misma comprendía? Estaba aterrada de sus propios sentimientos, de las sensaciones que él le provocaba, y no sabía cómo hacerles frente—. Quiero regresar a casa.