Hernán Rodrigo se quedó en el umbral de la habitación observando las ávidas caricias de madame Rose Marie al dormido capitán Gregory y después a la sombra a los pies del lecho.
—Sir William desea conocerla.
Amanda apretó el collar contra su pecho. En aquel momento solo tenía cabeza para oír a su tía recitándole como un mantra lo importante que era para una mujer la rectitud y el pudor, y para volver a escuchar a madame Rose Marie advirtiéndole de que el capitán ya tenía dueña. Eso sin mencionar la tímida voz que resonaba en su interior recordándole lo humillante de esa situación. Una supuesta prometida anclada a los pies de una cama mientras otra mujer, una madame, tal vez su dueña, acariciaba a su supuesto prometido.
Miró la rígida espalda de la mujer, la manera en que ladeaba la cabeza y sus dedos recorrían el pecho del capitán, y salió de la habitación sin percatarse de los hombres que custodiaban la puerta. Dos sombras que se pegaron a su espalda y que, apenas puso un pie en el exterior, la sujetaron por los codos.
—¡Suéltenme! —profirió mientras era conducida hasta la comitiva que los esperaba bajo la sombra de un árbol de corteza rugosa. Un hilo de miedo se tensó en su estómago al ver a solo Diego y a José con las manos atadas a la espalda.
Hernán Rodrigo hizo un leve ademán y la comitiva se puso en marcha después de que uno de sus hombres la empujara para que se pusiera en movimiento.
—¿Quién es usted y qué quiere de nosotros? —exigió saber.
Una bandada de bulliciosos loros los sobrevoló, antes de que él pudiera responder.
—Hernán Rodrigo —repuso—. Aunque dudo que mi nombre pueda decirle algo. En cuanto a qué quiero… Nada, todo lo contrario a sir William; por lo menos en lo referente a usted.
—No sé qué puede querer ese caballero de mí.
—Yo diría que más bien le incomoda su presencia.
—¿Le incomoda? ¿Por qué?
Él se paró en seco y la miró directamente a los ojos.
—Porque usted frena sus ambiciones. Y, ahora, mantenga la boca cerrada si no quiere que se la cierre uno de mis hombres.
Ella reprimió el impulso de retroceder un paso al ver la vacuidad marrón de su mirada, cómo los rayos oblicuos y dorados que traspasaban la techumbre de vegetación acentuaban la sombra de indiferencia que parecía rodearlo.
—Me complace ver que lo ha entendido —repuso él.
El grupo reanudó la marcha sin que una palabra saliera de sus bocas. Solo, de tanto en tanto, José miraba de reojo a su amigo, sin que este notara su escrutinio, absorto en la figura de Hernán Rodrigo.
Amanda contempló unas aves de plumajes exóticos posarse en las ramas de los árboles mientras trataba de recordar lo que le había contado el capitán Gregory sobre sir Williams. Pero su mente prefería centrarse en temas más banales como, por ejemplo, en que nunca se había sentido tan desorientada como en ese momento, donde los dictámenes de su tía y la voz de Rose Marie lograban silenciar su corazón. Sin embargo, había otra voz, otro sentimiento igual de fuerte y obstinado que se negaba a abandonarla desde que la habían secuestrado. El miedo.
Bajó la mirada hasta la porción de piel desnuda que se entreveía a cada paso y se mordió el labio inferior. Levantó la mirada y, de forma abrupta, la selva desapareció de su campo de visión para dar paso a una enorme explanada.
Contempló la casa señorial que había en aquel espacio abierto, los amplios ventanales cubiertos por finísimas cortinas blancas que daban a una terraza orientada al mar, como si fuera una visión, un oasis en medio del infierno. Desconcertada, miró el verdor que acababa de dejar atrás para asegurarse de que seguía en esa maldita isla, que no era víctima del calor ni del miedo, para descubrir que la mayoría de sus captores habían desaparecido al igual que los hombres del capitán.
Un brusco empujón la devolvió a la realidad y la obligó a seguir los pasos de Hernán Rodrigo, que entró en la casa por uno de los ventanales mostrándole un espléndido salón de muebles de madera tapizados con maravillosos tejidos y enormes cuadros de batallas navales en las paredes.
—Así que usted es la prometida del capitán —murmuró una voz desde el otro extremo del salón mientras su dueño se servía una pizca de rapé.
Hernán Rodrigo se limitó a cruzar los brazos sobre el pecho, tras apoyarse en la pared.
—Siéntese —le ordenó sir William a Amanda.
—Gracias, preferiría seguir de pie.
—¡Le he dicho que se siente!
Amanda dudó, desacostumbrada a esa falta de cortesía. Aun así, dejó que sus posaderas descansaran en el borde de una silla con la impresión de que hasta ese momento solo había visto la cara más amable de la isla. Con las manos en el regazo y la espalda recta miró a su interlocutor, y un escalofrío de miedo recorrió su espalda. Aquel hombre era la viva imagen de un pirata salido de un cuento de terror. Su cabello, que caía como una cascada de hebras negras y blancas sobre la casaca azul, custodiaba un rostro agreste surcado por viejas cicatrices y, sus ojos, de un azul oscuro, tenían un aire demoníaco, perverso. Y, a pesar de que vestía como un señor, con una chupa bajo la casaca por donde sobresalía la guirindola y sus medias eran de seda, se advertía que su corazón nunca había albergado sentimiento que pudiera ennoblecerlo.
Sir William escanció una buena dosis de ron en un vaso y tomó un rápido sorbo.
—Maldito vástago —gruñó—. ¿Por qué desafía mi autoridad trayendo a esta mujer a la isla? ¿Acaso cree que me orino encima?
Ella abrió los ojos de par en par, atónita.
—¿El capitán Gregory es su hijo?
—¿Que si es…? —murmuró antes soltar una fuerte carcajada. Se apoyó en el mueble de caoba y esgrimió una sonrisa maliciosa—. Hábleme de él, ¿en qué baile o recepción lo conoció?
Inconscientemente, Amanda apretó las manos. ¿Qué podía decirle? Intentó imaginarse al capitán en el último baile de su tía, vislumbró el revuelo que su presencia causaría entre las damas, y un nuevo sentimiento llamado celos se subió al carrusel de las emociones. Suspiró para alejar aquella imagen de su cabeza y regresar al origen de la pregunta, pero el golpe con que sir William dejó el vaso sobre el mueble se lo impidió.
—Le he preguntado, ¡¿dónde, demonios, conoció al capitán?!
—Me secuestró.
Durante una breve pausa sir William la miró fijamente hasta que deslizó la mirada por su cuerpo hasta el bajo de su vestido y la porción de piel que se entreveía entre los desgarrones.
—¡Estúpida zorra! El capitán Gregory nunca la secuestraría por los encantos que tan alegremente enseña. —Y, tras acercarse a ella, hundió los dedos en su mandíbula, obligándola a mirarlo—. Él me dijo que usted era la hija de don Rodríguez de la Huerta, ¿es verdad?
Ella afirmó con un movimiento de cabeza y sir William sonrió. Una sonrisa cruel, despiadada.
—Y dígame, ¿por qué el capitán tendría que secuestrar a la hija de don Rodríguez?
—No lo sé.
—¿No lo sabe? ¿Está segura de esto?
Ella asintió con otro leve movimiento y una monstruosa sombra veló de golpe el rostro de sir William. Al momento, el mundo desapareció para Amanda. Se transformó en una mancha de oscuridad que la lanzó contra el respaldo de la silla, con la mandíbula dolorida y la mejilla ardiendo. Medio paralizada por el golpe, y con el miedo latiendo con fuerza en el pecho, lanzó un grito de terror al sentir los dedos de sir William en su brazo, levantándola.
—Se lo voy a preguntar una vez más. ¿Por qué la secuestró?
—No lo sé —balbuceó con lágrimas en los ojos—. Le juro que no lo sé.
Sir William no tuvo piedad. Volvió a descargar su furia con la crueldad de una mano abierta, derribándola al suelo. Las lágrimas se agruparon en los ojos de Amanda y, un gemido sordo, apagado, se formó en su garganta antes de que un nuevo grito brotara de sus labios al sentir una vez más los crueles dedos de sir William en su brazo, levantándola esta vez del suelo.
—Se lo preguntaré otra vez. ¿Por qué la secuestró?
Ella lo miró con rabia y miedo, estaba cansada de sentirse tan poca cosa, que los hombres creyeran que no merecía ningún respeto ni consideración, que pudieran tratarla como si solo fuera un mueble bonito que observar; que tocar, que pegar. Y por más que su corazón se revelaba contra lo que pugnaba por salir de sus labios, también estaba dolida por el engaño del capitán Gregory. ¿Por qué había jugado con ella si ya estaba prometido a otra mujer? ¿Por qué no había cumplido su palabra y la había regresado junto a su padre? ¿Y por qué quería que conociera a sir William, al hombre que, en ese momento, la maltrataba?
—Mi padre tenía el mapa que dejó Christopher Black para encontrar su tesoro.
—¡Zorra mentirosa! —escupió mientras la sombra que lo había poseído comenzaba a transformarse en algo más terrorífico—. ¡Hernán! Asegúrate de que el mapa está en su sitio.
El tiempo que tardó Hernán Rodrigo en desaparecer del salón y regresar se convirtió en una eternidad llena de promesas de dolor. En un mundo donde solo reinaba el miedo; el terror a que ese hombre regresara y las promesas se hicieran realidad.
—El cajón está vacío.
Una sombra de furia cayó de pronto sobre sir William.
—Perro sarnoso —maldijo rechinando los dientes—. Así que al final el capitán Gregory se ha enterado de la existencia del mapa y está dispuesto a traicionarme. Por eso abandonó Puerto Ambición de una forma tan precipitada y por eso no quiso satisfacer mis deseos porque me había robado el mapa y necesitaba idear un plan para hacerse con él. —Sonrió—. Y por eso ha regresado y te ha traído con él, ¿no es así?
—No sé de qué me está hablando.
—Respóndeme de una maldita vez o te juro que… —dijo hundiendo aún más los dedos en su brazo, mostrando claramente que solo podía perder.
Amanda trató de soltarse, retrocedió un paso, pero nada parecía afectar a su verdugo, quien se limitaba a mirarla con aspereza al ver sus patéticos esfuerzos por conseguir… ¿Qué? ¿La libertad?
—¡No sé por qué me ha traído! —gritó enfurecida, dolida y, de golpe, con el corazón a punto de explotar, abrió la boca para buscar el aire que le faltaba. La mano de sir William se cerraba dolorosamente en torno a su cuello—. Por favor…
—No pretenderá hacerme creer que el capitán la secuestró para seducirla, ¿verdad?
—No puedo… res…
—Se lo preguntaré por última vez. ¿Por qué la secuestró?
—Ne… cesito… —Su garganta desgranó esa palabra antes de notar que el aire volvía a llegar a sus pulmones. Empezó a toser—. No… sé… No sé qué puede ganar él trayéndome a aquí.
—En eso tengo que darle la razón. El capitán Gregory es ingobernable —repuso mirándola—. Sin embargo, la ha traído por un motivo que desconozco y la ha convertido en su prometida, en algo que va contra mis deseos.
La soltó y regresó al mueble de caoba para tomar un sorbo de ron. Apoyó las manos en la madera y permaneció en silencio hasta que él mismo lo rompió.
—¿Le ha explicado alguna vez por qué está tan interesado en apoderarse del tesoro de Christopher Black? ¿Por qué está dispuesto a traicionarme? —Sir William se dio la vuelta, se apoyó en el mueble y la miró—. No, claro que no. ¿Por qué debería hacerlo? —Y la comisura de su boca se elevó en una media sonrisa de sarcasmo—. Verá, hace años, en plena noche, Christopher Black desembarcó en un pequeño pueblo y obligó a sus habitantes a salir de sus casas, bajo amenaza de quemarlos dentro si no obedecían sus órdenes. Como puede imaginarse, familias enteras salieron de sus hogares para caer en los despiadados brazos de los piratas, que los apalearon sin piedad.
»La mayoría de los hombres murieron frente a sus familias, y los que sobrevivieron a los golpes, los encerraron junto a los más viejos en el único edificio que aún no estaba en llamas. A las mujeres las violaron frente al edificio para que ellos pudieran oír sus gritos, hasta que todos los piratas estuvieron saciados. Sin embargo —Sonrió, una sonrisa a juego con el demonio que habitaba en sus ojos—, él, Christopher Black, aún no se había saciado, así que violó a una muchacha delante de los niños que habían apiñado en la plaza, hasta que ya no quedó nada en su interior.
»Después —hizo una floritura con la mano, restándole importancia—, partió dejando tras de sí una ciudad desgarrada por los gritos de los hombres que se consumían en su cárcel de fuego. Pero ¿quién podía ayudarlos? En aquel lugar solo quedaba un puñado de niños temblorosos y las pocas mujeres que seguían con vida apenas podían moverse».
Sir William vació el vaso de un solo trago y volvió a llenarlo mientras Amanda apretaba con desespero la piedra verde tratando de dominar el miedo. En más de una ocasión, durante las cenas que solía organizar su tía, había escuchado a un invitado explicar alguna que otra historia de piratas, cuentos para asustar a niños traviesos o para conferir a los mayores una deliciosa velada, pero esos relatos no tenían nada que ver con el horror que él le estaba describiendo.
—Como es de suponer —continuó sir William—. Entre aquellos apestosos niños estaba nuestro querido capitán Gregory, quien no solo vio cómo mataban a su familia, sino que tuvo que ver cómo Christopher Black violaba a su hermana ante él y, cómo, días después, esta se adentraba en el mar para no salir. Como se imaginará, él intentó rescatarla de las infernales aguas que pretendían arrebatarle lo único que le quedaba, pero uno de aquellos niños se lo impidió y su hermana se ahogó. —Hizo una pausa para tomar un nuevo sorbo y su mirada se posó en el hombre que seguía en silencio la conversación—. ¿No es por este motivo por el cual el capitán Gregory no puede verte, Hernán?
Amanda, impresionada, se giró para mirar al hombre que la había sacado del burdel.
Sir William esbozó una fría sonrisa y continuó:
—Días, semanas después, llegó a esas costas otro navío. El mío. Y cuál fue mi sorpresa al ver que tres mocosos venían a recibirme en vez de huir. Tendría que haberlos visto, era tal la determinación que había en sus miradas, el odio que destilaban sus cuerpos, que decidí hacerme cargo de ellos para que tuvieran la oportunidad de vengarse.
Amanda lo miró, entre incrédula y asustada.
—¿Usted pensaba ayudarles a vengarse de Christopher Black?
—Yo solo alimenté sus ansias, las inflé todo lo que pude y después los moldeé según mi antojo. —Hizo una breve pausa y sonrió—. Me adueñé de sus vidas. —Bebió un nuevo sorbo de ron y la miró—. Si le he explicado esta historia es para que entienda que el capitán Gregory la ha secuestrado y convertido en su prometida para apoderarse del tesoro de Christopher Black. Por eso la ha traído a Puerto Ambición, para burlar mi guardia. La ha convertido en algo bonito que encubre sus movimientos, sin importarle lo que pudiera ocurrirle después.
Amanda bajó la mirada hacia su temblorosa mano. Sir William dejó el vaso en el mueble, la miró de reojo, y sacó la cajita de rapé del bolsillo de la chupa y tomó una pizca de tabaco.
—Lo que me gustaría saber es cómo pensaba deshacerse de usted.
—¿Deshacerse de mí?
—Como comprenderá, una vez él consiguiera el tesoro, usted ya no le sería de utilidad.
—Él me prometió que me devolvería a casa, junto a mi padre.
—Maldita estúpida —murmuró riéndose ante su ingenuidad—. No me importa lo que él le haya prometido. Yo no voy a permitir que usted siga en la isla cuando en esta casa ya se encuentra el sacerdote que oficiará la boda entre mi hija y el capitán.
Amanda separó los labios y tomó una bocanada de aire al sentir una opresión en el pecho; un dolor que hasta ese momento nunca había sentido, pero que les otorgaba un significado a las palabras de madame Rose Marie. A eso se refería cuando le había advertido de que el capitán ya tenía dueña.
Inconscientemente, su mano dejó al descubierto la piedra y cayó inerte a un lado de su cuerpo. Un gesto que divirtió a sir William:
—Ahora solo me queda decidir cómo me deshago de usted.